Al mediodía del día siguiente, Ellie ya casi había recuperado el color normal y Charles tuvo claro que su percance con la comida envenenada no le dejaría secuelas. Cordelia estaba de acuerdo, pero le había ordenado que le diera pedazos de pan para absorber cualquier resto de veneno que pudiera quedarle en el estómago.
Charles siguió el consejo a rajatabla y, a la hora de la cena, Ellie estaba tan harta que le suplicaba que no la obligara a comer más pan.
– Otro trozo no -gimoteó-. Me revuelve el estómago.
– Todo te revolverá el estómago -respondió él con un tono de voz propio de una madre. Hacía días que había aprendido que Ellie respondía mejor a un discurso directo.
Ella gimió.
– Entonces, no me hagas comer. -Debo hacerlo. Te ayudará a absorber el veneno. -Pero si sólo ha sido leche en mal estado. Seguro que ya no me queda ni una gota en el estómago.
– Leche en mal estado, huevos pasados… No hay forma de saber qué provocó el ataque -la miró con una mirada extraña-. Sólo sé que anoche parecía que ibas a morirte.
Ellie no dijo nada. Anoche sintió que iba a morir.
– Está bien -dijo despacio-. Dame otro trozo de pan.
Charles le dio una rebanada.
– Creo que Cordelia tenía razón. Pareces más activa desde que has empezado a comer pan.
– Y Cordelia parece considerablemente más lúcida desde mi desgraciado envenenamiento.
Él la miró pensativo.
– Creo que Cordelia sólo necesitaba a alguien que la escuchara de vez en cuando.
– Y hablando de gente que quiere que la escuchen de vez en cuando… -dijo Ellie mientras hacía un movimiento con la cabeza hacia la puerta.
– ¡Buenas noches, Ellie! -exclamó Judith, muy contenta-. Has dormido todo el día.
– Lo sé. Soy una perezosa, ¿no crees?
La niña se encogió de hombros.
– Te he hecho un dibujo.
– ¡Es precioso! -exclamó Ellie-. Es un delicado… delicado… -miró a Charles, que no le sirvió de gran ayuda- ¿conejo?
– Exacto.
Ellie suspiró aliviada.
– He visto uno en el jardín. He pensado que te gustarían las orejas.
– Me encantan. Me encantan las orejas de los conejos. Son muy puntiagudas.
Judith se puso seria.
– Mamá me ha dicho que te bebiste leche en mal estado.
– Sí, y me temo que me ha sentado muy mal.
– Debes oler siempre la leche antes de bebértela -le dijo la niña-. Siempre.
– A partir de ahora lo haré -Ellie acarició la mano de la pequeña-. Te agradezco el consejo.
Judith asintió.
– Yo siempre doy buenos consejos. Ellie se rió.
– Ven aquí, tesoro, y dame un abrazo. Será la mejor medicina del día.
Judith subió a la cama y abrazó a Ellie.
– ¿Quieres que te dé un beso?
– Claro.
– Te pondrás mejor -dijo la niña mientras le daba un sonoro beso en la mejilla-. Quizá no enseguida, pero ya verás.
Ellie le acarició el pelo.
– Seguro que sí, tesoro. Es más, ya me siento mejor.
Mientras Charles estaba en la esquina, observando en silencio a su mujer y a su prima, se le desbordó el corazón. Ellie todavía se estaba recuperando del peor ataque de comida envenenada que él había visto en la vida y allí estaba, abrazando a su prima pequeña.
Era increíble. No había otra forma de describirla y, si eso no bastara, estaba claro que iba a ser la mejor madre que Inglaterra había visto. ¡Qué diablos!, si ya era la mejor esposa que jamás hubiera podido imaginar.
Notó que los ojos se le humedecían sospechosamente y, de repente, descubrió que tenía que decirle que la quería. Y tenía que hacerlo ahora, en ese preciso instante. Si no, estaba seguro de que le estallaría el corazón. O le herviría la sangre. O quizá se le caería el pelo. Sólo sabía que las palabras «Te quiero» le subían por la garganta y tenía que decirlas en voz alta. Era algo que no podía seguir manteniendo dentro de los límites del corazón.
No estaba seguro de si el sentimiento sería correspondido, aunque sospechaba que, si no lo quería, sentía algo muy próximo al amor por él, y eso bastaría por ahora. Tenía tiempo de sobra para hacer que lo quisiera. Tenía toda una vida.
Estaba empezando a agradecer la eternidad del lazo del matrimonio.
– Judith -dijo de repente-. Tengo que hablar con Ellie ahora mismo.
La niña volvió la cabeza sin renunciar a su rincón entre los brazos de Ellie.
– Pues habla.
– Tengo que hablar con ella en privado.
Judith se rió de forma vagamente ofendida. Bajó de la cama, miró a Charles con altanería y se volvió hacia Ellie:
– Si me necesitas, estaré en la sala de juegos.
– Lo recordaré -respondió Ellie muy seria.
Judith se dirigió hacia la puerta, luego se volvió, corrió hacia Charles y le dio un beso en el reverso de la mano.
– Porque eres un amargado -dijo-, y deberías ser más dulce.
Él le acarició el pelo.
– Gracias, tesoro. Intentaré hacerlo.
Judith sonrió y salió corriendo de la habitación, cuya puerta cerró de un portazo. Ellie miró a Charles.
– Pareces muy serio.
– Lo estoy -espetó con una voz que, a sus propios oídos, sonó curiosa. Maldición, parecía un joven inexperto. No sabía por qué estaba tan nervioso. Estaba claro que ella sentía algún tipo de afecto hacia él. Pero es que nunca había dicho «Te quiero».
Es más, nunca habría imaginado que, de entre toda la gente, se iba a enamorar de su mujer. Respiró hondo.
– Ellie… -empezó a decir.
– ¿Alguien más a enfermado? -preguntó ella con preocupación-. Las natillas…
– ¡No! No es eso. Es que tengo que decirte algo y… -adoptó una expresión increíblemente vergonzosa-… y no sé demasiado bien cómo hacerlo.
Ellie se mordió el labio inferior, con el corazón encogido de repente. Creía que su matrimonio avanzaba bastante bien, y ahora parecía que Charles iba a pedirle el divorcio. Aunque era absurdo, porque un hombre en la posición de Charles nunca pediría el divorcio, pero Ellie estaba igual de preocupada.
– Cuando nos casamos -empezó-, tenía ciertas nociones sobre lo que quería del matrimonio.
– Lo sé -lo interrumpió Ellie, cada vez más asustada. Se las había dejado muy claras y, por un momento, su corazón dejó de latir-. Pero, si lo piensas, verás que…
Charles alzó una mano.
– Por favor, déjame terminar. Esto es muy difícil para mí.
Para ella también, pensó con tristeza, y más cuando él no la dejaba expresarse.
– Lo que intento decir es… ¡Maldición! -se pasó la mano por el pelo-. Esto es más difícil de lo que pensaba.
«Me alegro», pensó ella. Si iba a romperle el corazón, prefería que no le resultara fácil.
– Lo que intento decir es que estaba equivocado. No quiero una esposa que…
– ¿No quieres una esposa? -interrumpió ella.
– ¡No! -prácticamente gritó él. Y luego continuó en un tono más normal-. No quiero una esposa que aparte la mirada si la engaño.
– ¿Quieres que lo vea?
– No, quiero que te enfurezcas.
A estas alturas, Ellie ya estaba al borde de las lágrimas.
– ¿Quieres, deliberadamente, que me enfade? ¿Herirme?
– No. Dios mío, lo has entendido todo mal. No quiero serte infiel. No voy a serte infiel. Sólo quiero que me quieras tanto que, si lo hiciera, y repito que no voy a hacerlo, quisieras colgarme de la pared y descuartizarme.
Ellie lo miró mientras digería sus palabras.
– Entiendo.
– ¿Lo entiendes? ¿De verdad? Porque lo que estoy diciendo es que te quiero, y aunque espero que sientas lo mismo, es perfectamente normal si todavía no lo haces. Pero necesito que me digas que puedo tener esperanzas, que empiezas a sentir cariño por mí, que…
Ellie emitió una especie de sonido ahogado y se tapó la cara con las manos. Se sacudía con tanta fuerza que Charles no sabía qué pensar.
– ¿Ellie? -le preguntó con urgencia-. Ellie, amor mío, dime algo. Háblame, por favor.
– Oh, Charles -consiguió decir por fin ella-. Eres idiota.
Él retrocedió, con el corazón y el alma doloridos como jamás hubiera creído posible.
– Claro que te quiero. Sólo me falta llevarlo escrito en la frente.
Él se quedó boquiabierto.
– ¿Me quieres?
– Sí -a él le costó entenderla, porque respondió entre risas y lágrimas.
– Ya me lo imaginaba -dijo él, adoptando su expresión de donjuán preferida-. En realidad, nunca he tenido problemas con las mujeres y…
– ¡Cállate! -dijo ella, y le lanzó la almohada-. No estropees este momento perfecto fingiendo que lo habías planeado todo.
– ¿Cómo? -arqueó una ceja-. ¿Y qué debería hacer? He sido un donjuán toda la vida. Ahora que me he reformado no sé muy bien qué hacer.
– Lo que deberías hacer -dijo Ellie con una sonrisa invadiendo su ser- es venir aquí y darme un abrazo. El más grande que hayas dado en la vida.
Él se acercó a la cama y se sentó a su lado.
– Y luego -añadió ella con la sonrisa ahora dibujada en la cara, los ojos, e incluso en el pelo y los dedos de los pies-, deberías darme un beso.
Él se inclinó hacia delante y le dio un suave beso en los labios.
– ¿Así?
Ella meneó la cabeza.
– Ha sido demasiado insulso, y te has olvidado de abrazarme primero.
Él la tomó entre los brazos y la sentó sobre su regazo. -Si pudiera, te tendría así siempre -le susurró.
– Más cerca.
Él se rió.
– Tu estómago… No quiero…
– Mi estómago está muy recuperado -suspiró ella-. Será el poder del amor.
– ¿De verdad lo crees? -le preguntó él riendo.
Ella hizo una mueca.
– Es lo más sensiblero que he dicho nunca, ¿verdad?
– Seguramente, no hace tanto que te conozco para poder afirmarlo, pero, teniendo en cuenta tu discurso sincero, me atrevería a decir que sí.
– Bueno, no me importa. Es lo que siento -lo abrazó y lo apretó con fuerza-. No sé cómo ha pasado, porque nunca pensé que me enamoraría de ti, pero lo he hecho, y tengo el estómago mejor, así que bienvenido sea el amor.
En sus brazos, Charles se sacudió de la risa.
– ¿Se supone que el amor ha de ser tan divertido? -preguntó Ellie.
– Lo dudo, pero no pienso quejarme.
– Pensaba que tendría que sentirme torturada, y agonizar y todo eso.
Él le tomó la cara entre las manos y la miró muy serio:
– Desde que te convertiste en mi esposa, te has quemado las manos, te han envenenado y no pienso empezar con la lista de los ataques de Claire contra ti. Me parece que ya has saldado tus deudas con el reino de la tortura y la agonía.
– En realidad, agonicé y me sentí torturada en algún momento -admitió.
– ¿De verdad? ¿Cuándo?
– Cuando me di cuenta de que te quería.
– ¿Tan insoportable era la idea? -se burló él.
Ella se miró las manos.
– Recuerdo esa horrible lista que escribiste antes de que nos casáramos, donde decías que querías una esposa que mirara a otro lado cuando la engañaras.
Él gruñó.
– Estaba loco. No, no estaba loco. Era un estúpido. Y no te conocía.
– Sólo podía pensar que nunca podría ser la esposa pasiva y transigente que querías, y lo mucho que me dolería si me fueras infiel -meneó la cabeza-. Juraría que oí cómo se me partía el corazón.
– Eso nunca sucederá -le aseguró. Y luego adoptó una expresión sospechosa-. Espera un segundo. ¿Por qué sólo agonizaste un momento? Creo que la idea de que te pudiera ser infiel merecería, al menos, un día entero de tristeza.
Ellie se rió.
– Sólo agonicé hasta que recordé quién era. Verás, siempre he sido capaz de conseguir lo que he perseguido con esfuerzo. Así que decidí esforzarme por ti.
Aquellas palabras no eran poesía, pero el corazón de Charles se elevó igualmente.
– ¡Ah! -exclamó ella de repente-. Incluso hice una lista.
– Intentando vencerme en mi propio juego, ¿eh?
– Intentando ganarme tu corazón en tu propio juego. Está en el primer cajón de mi mesa. Ve a buscarla para que te la lea.
Charles saltó de la cama, extrañamente emocionado de que ella hubiera hecho suya la costumbre de escribir listas.
– ¿La leo para mí o quieres leerla en voz alta? -le preguntó él.
– No, ya puedo… -de repente, se quedó inmóvil y se sonrojó-. De hecho, puedes leerla tú solo. En silencio.
Charles encontró la lista y volvió a su lado. Si había escrito algo tan atrevido que le daba vergüenza leerlo en voz alta, la cosa prometía. Miró su delicada letra y las frases numeradas y decidió torturarla. Le dio la lista y le dijo:
– Creo que deberías leerla tú. Al fin y al cabo, es tu primera lista.
Ella se sonrojó todavía más, algo que Charles creía impensable, aunque le resultó entretenido.
– Pero no te rías de mí.
– No hago promesas que no puedo cumplir.
– Desconsiderado.
Charles se reclinó en las almohadas, dobló los brazos y apoyó la cabeza en las manos.
– Empieza.
Ellie se aclaró la garganta.
– La lista se titula: «Cómo conseguir que Charles se dé cuenta de que me quiere».
– Aunque parezca sorprendente, el muy imbécil se ha dado cuenta él sólito.
– Sí -dijo Ellie-, el imbécil lo ha hecho.
Charles contuvo una risa.
– No volveré a interrumpirte.
– Creía que habías dicho que no hacías promesas que no podías cumplir.
– Intentaré no volver a interrumpirte -corrigió.
Ella lo miró con incredulidad y leyó:
– «Número uno: impresionarlo con mi visión para los negocios.»
– Me impresionaste desde el principio.
– «Número dos: demostrarle lo bien que puedo llevar la casa.»
Él se rascó la cabeza.
– Aunque aprecio mucho los aspectos más prácticos de tu personalidad, estas sugerencias no son demasiado románticas.
– Todavía estaba calentando -le explicó ella-. Tardé un poco en descubrir el verdadero espíritu de la lista. Sigamos. «Número tres: que la señora Smithson me envíe más lencería.»
– Esa sugerencia la apruebo sin reservas.
Ella lo miró de reojo, sin apenas mover la cabeza de la dirección de la lista que tenía en las manos.
– Creía que no ibas a interrumpirme.
– He dicho que lo intentaría, y eso no puede considerarse una interrupción. Ya habías terminado la frase.
– Tu habilidad verbal me maravilla.
– Estoy encantado de oírlo.
– «Número cuatro: asegurarme de que se da cuenta de lo buena que soy con Judith para que piense que seré una buena madre» -se volvió hacia él con cara de preocupación-. No quiero que pienses que es la única razón por la que paso tiempo con Judith. La quiero mucho.
Él colocó la mano encima de la suya.
– Lo sé. Y sé que serás una madre soberbia. Sólo de pensarlo se me derrite el corazón.
Ella sonrió, sintiendo una ridícula satisfacción ante tal halago.
– Tú también serás un padre excelente. Estoy convencida.
– Debo confesar que nunca había pensado más allá del sencillo hecho de que necesitaría un heredero, pero ahora… -se le borró ligeramente la vista-. Ahora sé que hay algo más. Algo increíble y precioso.
Ella se pegó a él.
– Oh, Charles. Estoy tan contenta de que te cayeras de aquel árbol.
Él sonrió.
– Y yo estoy feliz de que pasaras por debajo. Está claro que tengo buena puntería.
– Y mucha modestia.
– Léeme el último punto de la lista, por favor. Las mejillas de Ellie se sonrosaron.
– Ah, no es nada. Además da igual, puesto que ya no necesito que te des cuenta de que me quieres. Como has dicho, lo has descubierto tú sólito.
– Léelo, mujer, o te ataré a la cama.
Ella se quedó boquiabierta y emitió un extraño sonido ahogado.
– No me mires así. No te ataría demasiado fuerte.
– ¡Charles!
Él puso los ojos en blanco.
– Imagino que no sabes de estas cosas.
– No, no es eso. Yo… eh… quizá deberías leerlo tú -le lanzó el papel.
Él bajó la mirada y leyó:
– «Número cinco: atarlo a la…» -se echó a reír de forma escandalosa antes de ni siquiera llegar a la ce de «cama».
– ¡No es lo que piensas!
– Cariño, si sabes lo que pienso, es que no eres tan inocente como imaginaba.
– Bueno, desde luego no es a lo que te referías cuando has dicho… ¡Te he dicho que pares de reírte!
Puede que le hubiera respondido, pero era complicado adivinarlo entre tantas carcajadas.
– Sólo quería decir -refunfuñó ella- que pareces bastante enamorado de mí cuando estamos… ya sabes… y pensaba que si podía mantenerte aquí…
Charles le ofreció sus muñecas.
– Soy tuyo para que me ates, milady.
– ¡Hablaba metafóricamente!
– Lo sé -dijo él con un suspiro-. Una lástima.
Ella intentó no reírse.
– Debería prohibir estas conversaciones…
– Pero si lo digo con cariño -dijo él con una sonrisa de donjuán.
– ¿Charles?
– Dime.
– El estómago…
Él se puso serio de golpe.
– ¿Qué?
– Me parece que ya está bastante bien.
Él habló muy despacio.
– ¿Y con eso quieres decir…?
Ella sonrió despacio y seductora.
– Exactamente lo que piensas. Y esta vez, sí que sé lo que estás pensando. Soy mucho menos inocente que hace una semana. Él se inclinó y la besó con pasión.
– Gracias a Dios.
Ellie lo abrazó, encantada de sentir el calor de su cuerpo.
– Anoche te eché de menos -dijo entre dientes.
– Anoche ni siquiera estabas consciente -respondió él mientras se separaba de ella-. Y vas a tener que añorarme un poco más.
– ¿Qué?
Él se alejó y se quedó de pie junto a la cama.
– ¿De verdad crees que soy tan animal como para aprovecharme de ti en estas condiciones?
– En realidad, había pensado que podría aprovecharme yo de ti -dijo ella muy despacio.
– Tenías miedo de que fallara como marido porque no podría controlar mis instintos más básicos -explicó él-. Si esto no supone una excelente demostración de control, no sé qué tengo que hacer.
– Pero no tienes que controlarlos conmigo.
– Da igual. Tendrás que esperar unos días.
– Eres un insensible.
– Sólo estás frustrada, Ellie. Lo superarás. Ella se cruzó de brazos y lo miró.
– Dile a Judith que vuelva. Creo que prefería su compañía.
Él se rió.
– Te quiero.
– Yo también. Y ahora vete, antes de que te tire algo.