CAPITULO 23

Ellie no contaba con que la golpearan en la cabeza, pero, aparte de eso, todo estaba saliendo según lo planeado. Había esperado junto al columpio, se había portado como una estúpida y, con voz aguda, había gritado «¿Charles?» cuando había oído pasos a su espalda, y se había resistido, aunque no demasiado, cuando había notado que alguien la agarraba por detrás.

Pero estaba claro que se había resistido más de lo que el atacante esperaba, porque el hombre había maldecido en voz baja y la había golpeado en la cabeza con algo que parecía un híbrido entre una roca enorme y un reloj de pie. El golpe no la dejó inconsciente, pero sí mareada y nauseabunda, estado que empeoró cuando el captor la metió en un saco y se la colgó del hombro.

Sin embargo, no la había cacheado, y no había encontrado las dos diminutas pistolas que se había escondido en las medias.

Gruñó mientras iba dando tumbos e intentaba, con todas sus fuerzas, no vaciar el contenido de su estómago. Al cabo de unos treinta segundos, la dejaron sobre una superficie dura, y pronto comprendió que estaba en la parte trasera de un carro.

También quedó claro que su captor no hizo nada por evitar los baches del camino. Si salía viva de ahí, iba a tener todo el cuerpo magullado.

Viajaron unos veinte minutos. Ellie sabía que Helen y Leavey iban a caballo, de modo que podrían seguirla con facilidad. Sólo rezaba para que pudieran hacerlo sin que los vieran.

Al final, el carro se detuvo y Ellie notó que la levantaban en el aire sin ninguna delicadeza. La cargaron durante un instante y luego oyó cómo se abría una puerta.

– ¡La tengo! -gritó su captor.

– Excelente -aquella nueva voz era refinada, muy refinada-. Tráela aquí dentro.

Ellie oyó cómo se abría otra puerta y luego, alguien empezó a desatar el saco. Alguien lo agarró por abajo y la dejó rodar por el suelo en una maraña de brazos y piernas.

Ella parpadeó, porque sus ojos necesitaban un tiempo para acostumbrarse a la nueva luz.

– ¿Ellie? -era la voz de Charles.

– ¿Charles? -se levantó y se quedó de piedra ante lo que vieron sus ojos-. ¿Estás jugando a cartas? -si no tenía una buena explicación para todo eso, ella misma lo mataría.

– En realidad, es bastante complicado -respondió él, al tiempo que levantaba las manos, para que viera que las llevaba atadas.

– No lo entiendo -dijo Ellie. La escena era absolutamente surrealista-. ¿Qué estás haciendo?

– Yo le giro las cartas -dijo el otro hombre-. Jugamos al vingt-et-un.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó ella.

– Cecil Wycombe.

Ellie se volvió hacia Charles.

– ¿Tu primo?

– El mismo -respondió él-. ¿No es la pura imagen de la devoción filial? También hace trampas a las cartas.

– ¿Qué crees que puedes ganar con esto? -preguntó Ellie a Cecil. Colocó los brazos en jarra, con la esperanza de que no se diera cuenta de que no la había atado-. Ni siquiera eres el siguiente en la línea de sucesión.

– Ha matado a Phillip -respondió Charles con voz neutra.

– Tú. Condesa -ladró Cecil-. Siéntate en la cama hasta que terminemos esta mano.

Ellie abrió la boca. ¿Quería seguir jugando a cartas? Movida básicamente por la sorpresa, se dirigió dócilmente hasta la cama y se sentó. Cecil le repartió una carta a Charles y levantó una esquina para que éste pudiera verla.

– ¿Quieres otra? -le preguntó.

El conde asintió.

Ellie aprovechó el tiempo para analizar la situación. Obviamente, Cecil no la consideraba una amenaza, porque ni siquiera se había molestado en atarle las manos antes de mandarla sentarse. Por supuesto, tenía una pistola en una mano, y ella tenía la impresión de que no dudaría en utilizarla contra ella si hacía algún movimiento en falso. Y luego estaban los dos tipos corpulentos, que estaban en la puerta con los brazos cruzados mientras observaban la partida de cartas con expresiones de irritación.

Sin embargo, los hombres podían ser unos idiotas. Siempre subestimaban a las mujeres.

En un momento en que Cecil estaba ocupado con las cartas, las miradas de Ellie y Charles se cruzaron, y ella la dirigió hacia la ventana, intentando hacerle saber que había traído refuerzos.

Aunque luego no pudo evitar preguntar:

– ¿Por qué estáis jugando a cartas?

– Estaba aburrido -respondió Cecil-. Y has tardado más en llegar de lo que pensaba.

– Y ahora tenemos que seguir jugando -le explicó Charles-, porque se niega a parar mientras gane yo.

– ¿No habías dicho que hacía trampas?

– Sí, pero no sabe.

– Ignoraré el comentario -dijo Cecil-, puesto que voy a matarte más tarde. Me parece justo. ¿Quieres otra carta? Charles meneó la cabeza. -Me planto.

Cecil giró sus cartas, y luego las de Charles. -¡Maldición! -maldijo.

– Vuelvo a ganar -dijo Charles con una sonrisa despreocupada.

Ellie se fijó en que uno de los hombres de la puerta ponía los ojos en blanco.

– Veamos -fantaseó Charles-. ¿Cuánto me deberías a estas alturas? Si no fueras a matarme, claro.

– Por desgracia para ti, eso no es discutible -dijo Cecil en un tono malicioso-. Y ahora cállate mientras barajo las cartas.

– ¿Podemos terminar con esto? -preguntó uno de los hombres fornidos-. Sólo nos paga un día.

– ¡Cállate! -gritó Cecil sacudiendo todo el cuerpo con la fuerza de la orden-. Estoy jugando a cartas.

– Nunca me ha ganado a nada -informó Charles al hombre mientras se encogía de hombros. -Juegos, caza, cartas, mujeres. Imagino que quiere hacerlo una vez antes de que muera.

Ellie se mordió el labio inferior, intentando decidir cómo sacar provecho de la situación. Podía tratar de disparar a Cecil, pero dudaba que pudiera sacar una de las pistolas antes de que sus esbirros la detuvieran. Nunca había sido demasiado atlética y hacía tiempo que había aprendido a confiar más en su ingenio que en su fuerza o su velocidad.

Miró a los dos tipos, que ahora parecían muy irritados con Cecil. Se preguntó cuánto les habría pagado. Seguro que mucho, para convencerlos de aquella estupidez.

Pero ella podía pagarles más.

– ¡Tengo que ir al servicio! -gritó.

– Aguántate -ordenó Cecil al tiempo que giraba las cartas-. ¡Maldita sea!

– He vuelto a ganar -dijo Charles.

– ¡Deja de decir eso!

– Pero es verdad.

– ¡He dicho que te calles! -Cecil agitó la pistola en el aire. Charles, Ellie y los dos hombres se agacharon, pero, por suerte, no se disparó ninguna bala. Uno de los tipos murmuró algo que parecía ofensivo hacia su jefe.

– Realmente necesito un momento de privacidad -repitió Ellie con una voz estridente.

– ¡Te he dicho que te aguantes, zorra!

Ella contuvo la respiración.

– No le hables así a mi mujer -espetó Charles.

– Señor -dijo Ellie, deseando no estar tentando demasiado a la suerte-, está claro que no tienes mujer porque, de ser así, te darías cuentas de que las mujeres somos un poco más… delicadas… que los hombres en algunos aspectos, y de que soy incapaz de hacer lo que me pides.

– Yo la dejaría ir -le aconsejó Charles.

– Por el amor de Dios -dijo su primo entre dientes-. ¡Baxter! Llévatela fuera y que haga sus cosas.

Ellie se puso de pie y siguió a Baxter hacia fuera. En cuanto estuvieron lejos de Cecil, ella le susurró:

– ¿Cuánto te paga?

Él le lanzó una astuta mirada.

– ¿Cuánto? -insistió ella-. Lo doblaré. No, lo triplicaré. Miró hacia la puerta y gritó:

– ¡Deprisa! -pero, con la cabeza, le indicó que lo siguiera fuera.

Ellie lo siguió mientras susurraba:

– Cecil es idiota. Apuesto a que os engaña cuando nos hayáis matado. Además, ¿te ha doblado la oferta por tener que secuestrarme? ¿No? Pues eso no es justo.

– Tiene razón -dijo Baxter-. Debería haberme dado el doble. Sólo me ha prometido pagarme por el secuestro del conde.

– Te daré cincuenta libras si te pones de mi lado y me ayudas a liberar al conde.

– ¿Y si no lo hago?

– Entonces, tendrás que arriesgarte a descubrir si Cecil te paga o no. Pero, por lo que he visto en esa mesa, vas a terminar con los bolsillos vacíos.

– De acuerdo -asintió Baxter-, pero primero quiero ver el dinero.

– No lo tengo aquí.

Él puso un gesto amenazador.

– No esperaba que me secuestraran -dijo Ellie hablando muy deprisa-. ¿Por qué iba a llevar tanto dinero encima?

Baxter la miró fijamente.

– Tienes mi palabra -dijo ella.

– De acuerdo, pero, si me engaña, juro que le cortaré el pescuezo mientras duerma.

Ellie se estremeció, porque no tenía ninguna duda de que lo haría. Levantó una mano, un gesto que había acordado con Helen y Leavey para decirles que todo estaba bien. No los veía, pero se suponía que la habían seguido. No quería que entraran en la casa y atacaran a Baxter.

– ¿Qué hace? -le preguntó el hombre.

– Nada. Me aparto el pelo de la cara. Hace mucho viento.

– Tenemos que volver.

– Sí, claro. No queremos que Cecil sospeche -dijo Ellie-. Pero ¿qué vas a hacer? ¿Cuál es tu plan?

– No puedo hacer nada hasta que no hable con Riley. Tiene que saber que nos hemos cambiado de bando. -Baxter entrecerró los ojos-. A él también le dará cincuenta libras, ¿verdad?

– Por supuesto -añadió Ellie enseguida, dando por sentado que Riley era el otro matón que vigilaba la puerta.

– Muy bien. Hablaré con él en cuanto podamos quedarnos a solas y después pasaremos a la acción.

– Sí, pero… -Ellie quería decirle que necesitaban una estrategia, un plan, pero Baxter ya la estaba arrastrando hacia la casa. La metió en la habitación de un empujón y ella se tambaleó hasta la cama-. Ahora ya me encuentro mucho mejor -anunció.

Cecil gruñó algo acerca de que le daba igual, pero Charles la miró con dulzura. Ellie le ofreció una rápida sonrisa antes de mirar a Baxter, mientras intentaba recordarle que tenía que hablar con Riley.

Sin embargo, éste tenía otros planes.

– Yo también tengo que ir -anunció, y salió fuera. Ellie miró a Baxter, pero éste no siguió a su amigo. Quizá pensaba que parecería demasiado sospechoso que saliera al cabo de tan poco tiempo de haber vuelto con Ellie.

Sin embargo, al cabo de uno o dos minutos, oyeron unos golpes muy fuertes fuera de la casa. Todos se levantaron, excepto Charles, que seguía atado, y Baxter, que ya estaba de pie.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Cecil.

Baxter se encogió de hombros.

Ellie se tapó la boca con la mano. Oh, Dios, Riley no sabía que ahora trabajaba para ella, y si había encontrado a Helen o a Leavey fuera…

– ¡Riley! -gritó Cecil.

Los peores temores de Ellie se hicieron realidad cuando Riley entró con Helen pegada a su cuerpo y un cuchillo en la garganta.

– ¡Mirad qué me he encontrado fuera! -se rió socarronamente.

– ¿Helen? -dijo Cecil, divertido.

– ¿Cecil? -dijo la mujer, que no parecía nada divertida.

– ¡Baxter! -gritó Ellie con la voz presa del pánico.

Tenía que comunicar a Riley el cambio de planes ahora mismo. Contempló horrorizada cómo Cecil se acercaba a Helen y la cogía. Estaba de espaldas a Ellie, de modo que ella aprovechó el descuido para agarrar una de las pistolas que llevaba en las medias y esconderla entre los pliegues de la falda.

– Helen, no deberías haber venido -dijo Cecil con voz suave.

– ¡Baxter, díselo ahora! -gritó Ellie.

Cecil dio media vuelta y la miró.

– ¿Decirle qué a quién?

Ellie ni siquiera se paró a pensar. Levantó la pistola, quitó el seguro y apretó el gatillo. La explosión le estremeció todo el brazo y la echó hacia atrás, sobre la cama.

La cara de Cecil era la imagen de la sorpresa cuando se agarró el pecho, cerca del cuello. La sangre le salía a borbotones entre los dedos.

– Zorra -dijo entre dientes. Levantó el arma.

– ¡Nooo! -gritó Charles, que se levantó de la silla y se abalanzó sobre Cecil. No logró derribarlo, pero al menos consiguió golpearle en las piernas y su primo levantó el brazo antes de apretar el gatillo.

Ellie sintió una explosión de dolor en el brazo mientras oía cómo Helen gritaba su nombre.

– Oh, Dios mío -susurró atónita-. Me ha disparado. -Pero entonces la sorpresa se convirtió en rabia-. ¡Me ha disparado! -exclamó.

Levantó la mirada justo a tiempo de ver que Cecil estaba apuntando a Charles. Antes de ni siquiera tener tiempo para pensar, alargó la mano buena, cogió la otra pistola y le disparó.

La habitación se quedó en silencio, y esta vez no quedó ninguna duda de que estaba muerto.

Riley todavía tenía un cuchillo pegado al cuello de Helen, pero ahora parecía que ya no sabía qué hacer con ella. Al final, Baxter dijo:

– Suéltala, Riley.

– ¿Qué?

– He dicho que la sueltes.

El tipo soltó el cuchillo y Helen corrió al lado de Ellie.

– Oh, Ellie -gritó-. ¿Es grave?

Ella la ignoró y miró a Baxter.

– Menuda ayuda has sido.

– Le he dicho a Riley que la soltara, ¿no?

Ella le hizo una mueca.

– Si quieres ganarte el sueldo, al menos desata a mi marido.

– Ellie -dijo Helen-, deja que te eche un vistazo al brazo.

Ella bajó la mirada hasta donde la mano buena cubría la herida.

– No puedo -susurró. Si la quitaba, la sangre empezaría a fluir.

Helen intentó apartarle los dedos.

– Por favor, Ellie. Tengo que ver si es muy grave.

Ella lloriqueó y dijo:

– No, no puedo. Verás, cuando veo mi sangre…

Sin embargo, Helen ya le había apartado los dedos.

– Ya está -dijo-. No es tan grave. ¿Ellie? ¿Ellie?

Pero Ellie ya se había desmayado.


– ¿Quién habría dicho que Ellie nos saldría tan aprensiva? -dijo Helen, varias horas después, cuando la joven condesa estaba cómodamente recostada en su cama.

– Yo no, seguro -respondió Charles mientras amorosamente apartaba un mechón de pelo de la frente de su mujer-. Al fin y al cabo, me costó una hilera de puntos en el brazo que serían la envidia de cualquier costurera.

– No tenéis que hablar como si no estuviera -dijo Ellie de mala manera-. Cecil me disparó en el brazo, no en la oreja.

Ante la mención de su primo, Charles sintió una oleada de rabia que empezaba a resultarle familiar. Tendría que pasar algún tiempo antes de que pudiera recordar los acontecimientos de este día sin sacudirse de ira.

Había enviado a alguien a recoger el cuerpo de Cecil, aunque todavía no había decidido qué quería hacer con él. Tenía claro que no iba a permitir que lo enterraran con el resto de los Wycombe.

Había pagado a Baxter y a Riley y los había soltado después de que éste último les enseñara dónde había dejado al pobre Leavey, que ni siquiera había podido gritar antes de que lo golpeara en la cabeza y se llevara a Helen.

Y ahora estaba totalmente concentrado en Ellie, y en asegurarse de que la herida de bala no era más grave de lo que ella decía. Al parecer, la bala no había afectado ningún hueso ni vena importante, aunque Charles se había llevado el susto de su vida cuando su mujer se había desmayado.

Le dio unos golpecitos en el brazo bueno.

– Lo único que importa es que estás bien. El doctor Summers dice que, con unos días de reposo, estarás como nueva. Y también ha dicho que es muy normal desmayarse cuando uno ve sangre.

– Yo no me desmayo ante la sangre de los demás -dijo Ellie entre dientes-. Sólo ante la mía.

– Es curioso -bromeó Charles-. Al fin y al cabo, mi sangre es del mismo color que la tuya. A mí me parecen iguales.

Ella le hizo una mueca.

– Si no vas a ser amable, déjame con Helen.

A juzgar por su tono, Charles sabía que ella también bromeaba, así que se inclinó y le dio un beso en la nariz.

De repente, Helen se levantó y dijo:

– Iré a buscar un poco de té.

Charles observó cómo su prima salía de la habitación y cerraba la puerta.

– Siempre sabe cuándo queremos estar solos, ¿no crees?

– Helen es mucho más perspicaz que nosotros -dijo Ellie. -Quizá por eso encajamos tan bien.

Ella sonrió.

– Es verdad.

Charles se sentó a su lado y la rodeó con el brazo.

– ¿Te das cuenta de que, por fin, podemos tener un matrimonio normal?

– Al no haber estado casada nunca, no me había fijado en que el nuestro fuera anormal.

– Quizá no es anormal, pero dudo que muchos recién casados tengan que soportar envenenamientos y heridas de bala.

– No te olvides de los accidentes de carruaje y las explosiones de mermelada -dijo Ellie riéndose.

– Sin mencionar los puntos de mi brazo, los animales muertos en el invernadero y los incendios de la cocina.

– Madre mía, ha sido un mes muy movido.

– No sé tú, pero yo podría pasar sin tantas emociones.

– No sé. No me importan las emociones, aunque prefiero que sean de otro tipo.

Él arqueó una ceja.

– ¿A qué te refieres?

– A que quizá a Judith le gustaría tener un Wycombe pequeño al que mandar.

Charles notó que el corazón le bajaba a los pies, algo increíble teniendo en cuenta que estaba en posición horizontal.

– ¿Estás…? -dijo, incapaz de decir una frase entera-. ¿Estás…?

– Claro que no -dijo ella acariciándole el hombro-. Vaya, imagino que podría estarlo, pero teniendo en cuenta que hace tan poco que hemos empezado a… ya sabes… Ni siquiera he tenido la posibilidad de saber si lo estamos o no y…

– Entonces, ¿a qué te refieres?

Ella sonrió con una coqueta timidez.

– A que no hay ningún motivo por el que no podamos empezar a hacer realidad ese sueño en concreto.

– Helen volverá con el té en cualquier momento.

– Llamará a la puerta.

– Pero tu brazo…

– Confío en que irás con mucho cuidado. Charles dibujó una lenta sonrisa.

– ¿Te he dicho últimamente que te quiero?

Ellie asintió.

– ¿y yo?

– Él asintió

– ¿Por qué no te quitamos ese camisón e intentamos hacer realidad tus sueños?

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