Le golpeó el pecho con los talones de las manos y lo tiró a la cama.
– ¿Te has vuelto loco? -chilló.
Charles sonrió.
– Te aseguro que no tenías que recurrir a la fuerza para atraerme a tu cama, querida esposa.
– ¡Esto es sólo un juego para ti!
– No, Ellie. Es el matrimonio.
– No sabes qué es el matrimonio.
– Ya, pero tú misma has admitido que tú tampoco -alargó el brazo para tomarla de la mano-. Sugiero que aprendamos juntos.
Ella apartó la mano.
– No me toques. No puedo pensar cuando me tocas.
– Una realidad muy alentadora -murmuró él.
Ella le lanzó una mirada mordaz.
– No voy a intentar seducirte.
– No sería tan complicado. Y siempre es agradable conseguir los objetivos que uno se propone.
– Sería increíblemente complicado -respondió ella, ofendida-. Sería incapaz de reunir el deseo suficiente para hacerlo bien.
– Ah. Un buen golpe, milady, pero claramente falso.
Ellie quería responder algo agudo, pero no se le ocurrió nada. El problema era que ella también sabía que sus palabras eran falsas. Charles sólo tenía que mirarla y a ella se le doblaban las rodillas. Cuando alargaba la mano y la tocaba, apenas podía mantenerse en pie.
– Ellie -dijo con suavidad-, ven a la cama.
– Voy a tener que pedirte que te marches -respondió ella con remilgo.
– ¿Ni siquiera piensas darle una oportunidad a mi plan? No me parece justo que descartes mis ideas de buenas a primeras.
– ¿Justo? ¡Justo! ¿Estás loco?
– A veces yo también me lo pregunto -dijo él entre dientes.
– ¿Lo ves? Sabes tan bien como yo que esto es una locura.
Charles maldijo para sí mismo y farfulló algo sobre que ella tenía mejor oído que un conejo. Ellie se aprovechó de aquel relativo silencio para seguir a la ofensiva y dijo:
– ¿Qué podría ganar seduciéndote?
– Te lo explicaría -dijo él con picardía-, pero no estoy seguro de que tus tiernos oídos estén listos para eso.
Ellie se sonrojó de golpe e intentó decir:
– Sabes que no me refería a eso -pero tenía los dientes tan apretados que sólo se oyó silbido.
– Ah, mi mujer reptil -suspiró Charles.
– Estoy perdiendo los nervios, milord.
– ¿De veras? No me había dado cuenta.
Ellie nunca había querido abofetear a nadie en su vida, pero estaba comenzando a pensar que aquél era un buen momento para empezar. La actitud burlona y segura de su marido era casi insoportable.
– Charles…
– Antes de que continúes -la interrumpió él-, permíteme que te explique por qué deberías considerar seriamente seducirme.
– ¿Has hecho una lista? -preguntó ella, arrastrando las palabras.
Él agitó la mano en el aire como si nada.
– Te aseguro que no es algo tan formal. Pero tiendo a pensar en listas, es una costumbre que compartimos los escritores de listas compulsivos, y naturalmente tengo algunos motivos organizados en mi cabeza.
– Naturalmente.
Él sonrió ante su intento de sarcasmo.
– No siguen ningún orden, claro -cuando ella no dijo nada, él añadió-: Lo digo para que no haya malentendidos sobre la seguridad de Inglaterra, la posibilidad de que el cielo caiga sobre la tierra y todo eso.
Ellie quería echarlo de la habitación con todas sus fuerzas. Y, si contra su propio criterio, dijo:
– Adelante.
– Está bien, veamos.
Charles colocó las manos en posición de oración mientras intentaba ganar tiempo. No se le había ocurrido hacer una lista hasta que Ellie lo mencionó. Miró a su mujer, que estaba golpeando el suelo con la punta del pie, impaciente.
– Está bien, empecemos, pero primero tenemos que buscar un título.
Ella lo miró con recelo y Charles supo que sospechaba que se lo estaba inventando todo sobre la marcha. Ningún problema, se dijo. No debería ser tan complicado.
– El título -le recordó ella.
– Ah, sí. «Motivos por los que Ellie debería seducir a Charles.» La habría llamado «Motivos por los que Ellie debería intentar seducir a Charles» -añadió él-, pero la primera me parece más acertada.
Ella sólo lo miró fijamente, así que él continuó:
– Quería decir que no hay motivo para temer que fracases en el intento.
– Ya sé lo que querías decir.
Él sonrió con travesura.
– Sí, claro. ¿Pasamos al primer motivo?
– Por favor.
– Empezaré por el más elemental. Número uno: lo disfrutarás.
Ellie quería contradecirlo, pero tenía la sensación de que sería otra mentira.
– Número dos: lo disfrutaré-la miró y sonrió-. Estoy convencido.
Ellie se apoyó en la pared porque notaba que las rodillas empezaban a fallarle.
Charles se aclaró la garganta.
– Lo que enlaza directamente con el número tres: como lo disfrutaré, no tendré ningún motivo para buscar cariño en otra parte.
– ¡El hecho de estar casado conmigo debería bastar!
– Es cierto -asintió él-. Pero soy el primero en reconocer que no soy el hombre más noble y temeroso de Dios. Tendré que aprender lo placentero y satisfactorio que puede ser el matrimonio.
Ellie soltó una risa desdeñosa y burlona.
– Cuando lo haga -continuó-, estoy seguro de que seré un marido modelo.
– En la otra lista escribiste que querías un matrimonio sofisticado y abierto, uno en el que fueras libre de extraviarte.
– Eso fue antes de conocerte -respondió él, muy jovial.
Ella colocó las manos en las caderas.
– Ya te he dicho que no me creo ese argumento.
– Pero es verdad. Para ser sincero, jamás hubiera pensado encontrar a una mujer a la que quisiera ser fiel. No voy a decirte que estoy enamorado de ti…
El corazón de Ellie la sorprendió y se encogió.
– … pero creo que, con el tiempo y el estímulo necesarios, puedo llegar a quererte.
Ella se cruzó de brazos.
– Dirías cualquier cosa para seducir a una mujer, ¿verdad?
Charles hizo una mueca. Sus palabras habían sonado mucho peor de lo que él pretendía.
– Esto no va bien -dijo entre dientes.
Ella arqueó una ceja, y le regaló una expresión que era increíblemente igual a la de su difunta niñera… cuando estaba enfadada con él. De repente, Charles se sintió como un niño al que estaban regañando…, una sensación muy desagradable para alguien de su posición.
– Demonios, Ellie -dijo mientras saltaba de la cama y se ponía de pie-, quiero hacer el amor con mi mujer. ¿Acaso es un crimen?
– Lo es cuando no sientes cariño por ella.
– ¡Siento cariño por ti! -se echó el pelo hacia atrás con las manos y su expresión reflejó lo agotado que estaba-. Me gustas más que cualquier otra mujer que haya conocido. ¿Por qué diantres crees que me casé contigo?
– Porque, sin mí, toda tu fortuna habría ido a parar a tu odioso primo Cecil.
– Phillip -la corrigió automáticamente-, y para salvar mi fortuna me habría podido casar con cualquiera. Créeme, podía elegir entre las mejores carnadas de Londres.
– ¿Carnadas? -repitió ella, atónita-. Es horrible. ¿Acaso no respetas a las mujeres?
– ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a Londres y te diste una vuelta por la escena social?
– Sabes que nunca he…
– Exacto. Confía en mí, si tuvieras la oportunidad de conocer a la mayoría de las debutantes, sabrías de qué hablo. El año pasado, sólo encontré a una con más de medio cerebro en la cabeza, y ya estaba enamorada de otro.
– Un testamento para el hecho de que tuviera más de medio cerebro.
Charles le perdonó la indirecta.
– Ellie -dijo en un tono suave y alentador-, ¿qué motivo puede haber para evitar que hagamos realidad nuestro matrimonio?
Ella abrió la boca, pero no encontró las palabras. Lo que se le ocurría parecía pobre. ¿Cómo iba a explicarle que no creía que estuviera preparada para intimar por una sensación que tenía? No tenía argumentos racionales, ni motivos sensatos y razonados, sólo una sensación.
Y, aunque pudiera transmitirle esa sensación, sospechaba que no resultaría terriblemente convincente. No cuando su constante ataque sensual empezaba a hacer mella en ella y empezaba a desearlo.
– Ellie -dijo-. Algún día vas a tener que enfrentarte al hecho de que me quieres.
Ella lo miró sorprendida. ¿Acaso le había leído la mente?
– ¿Quieres que te lo demuestre? -murmuró él. Se levantó y se acercó a ella-. ¿Qué sientes cuando hago… -alargó la mano y le acarició suavemente la mejilla- esto?
– Nada -susurró ella que, de repente, se quedó paralizada.
– ¿En serio? -dibujó una sonrisa lenta y perezosa-. Pues yo siento muchas cosas.
– Charles…
– Chisss. ¿Qué sientes cuando hago… -se inclinó y le tomó el lóbulo de la oreja entre los dientes- esto?
Ellie tragó saliva e intentó ignorar cómo su cálido aliento le acariciaba la piel.
Charles la rodeó con un brazo y la atrajo todavía más a su cálido cuerpo.
– ¿Y si hago… -se aferró a sus nalgas y las apretó- esto?
– Charles -dijo ella, sorprendida.
– ¿Charles, sí -murmuró él-, o Charles, no?
Ella no dijo nada y, aunque le hubiera ido la vida en ello, habría sido incapaz de articular palabra.
Él sonrió.
– Me lo tomaré como un sí.
Sus labios se apoderaron de los de ella en un hambriento movimiento y Ellie tuvo que aferrarse a él para no caerse. Odiaba que pudiera hacerle eso, y se odiaba a sí misma por desear tanto aquellas sensaciones. Era un mujeriego de la peor calaña y prácticamente había admitido que pretendía tener aventuras paralelas durante el matrimonio, pero con sólo tocarla, ella se derretía más deprisa que la mantequilla.
Suponía que por eso tenía tanto éxito entre las mujeres. Le había dicho que quería serle fiel, pero ¿cómo iba a creerlo? Seguro que las mujeres caían en su cama en efecto dominó; ella misma era un claro ejemplo. ¿Cómo iba a poder resistirse a todas?
– Sabes a miel -le dijo con voz ronca mientras le mordisqueaba la comisura de los labios-. Tienes un sabor único, incomparable.
Ellie notó cómo se la llevaba a la cama, y luego sintió el fuerte cuerpo de Charles encima del suyo. Estaba muy excitado; tenía unas ganas salvajes de ella y su corazón femenino disfrutó de esa sensación y ese poder. Con cautela, alargó la mano y la posó en las fuertes cuerdas de su cuello. Los músculos de Charles se tensaron ante el contacto y ella apartó la mano.
– No -dijo él colocándole otra vez la mano-. Más.
Ella volvió a tocarlo y se maravilló de lo cálida que estaba su piel.
– Charles -susurró-, no debería…
– Deberías -respondió él con fervor-. Definitivamente, deberías.
– Pero…
La silenció con otro beso, y Ellie lo dejó hacer. Si no podía hablar, no podía protestar y, de repente, se dio cuenta de que no quería protestar. Arqueó la espalda, moviéndose instintivamente hacia su calidez y se sorprendió cuando notó sus senos aplastados contra su pecho.
Él pronunció su nombre, lo murmuró una y otra vez. Se estaba perdiendo en él, estaba perdiendo la capacidad de pensar. Sólo existía ese hombre, y las cosas que le estaba haciendo sentir y… sus oídos despertaron de golpe. Y oyó un ruido en la puerta.
– Charles -susurró-, me parece que…
– No pienses.
Los golpes se intensificaron.
– Alguien llama a la puerta.
– Nadie sería tan cruel -murmuró él, mientras sus palabras se perdían en su cuello-. O tan estúpido.
– ¡Ellie! -los dos lo oyeron y enseguida reconocieron la voz de Judith.
– Maldición -dijo Charles, al tiempo que se separaba de Ellie. No habría podido mantener su deseo a raya por nadie más. Pero la voz de la pequeña Judith bastaba para convencerlo de que no era momento de anteponer sus necesidades. Se sentó en la cama y se abrochó la camisa. Cuando miró a Ellie, vio que estaba corriendo hacia la puerta mientras adecentaba su aspecto. Charles sonrió ante sus esfuerzos por arreglarse el pelo. Se lo había dejado bien revuelto.
Ellie abrió la puerta y vio a la niña, que tenía el labio inferior temblando. Enseguida se arrodilló.
– Judith, ¿qué sucede? -le preguntó-. ¿Por qué estás triste?
– No estoy triste, ¡estoy enfadada!
Ellie y Charles se rieron.
– ¿No quieres entrar? -dijo Ellie, que mantuvo un tono de voz grave.
Judith asintió como una reina y entró.
– Ah, buenas noches, Charles.
– Buenas noches, Judith. Me alegro de verte. Pensaba que te estabas preparando para acostarte.
– Y lo estaría haciendo, pero la señorita Dobbin me ha robado el postre.
Charles miró a Ellie, totalmente confundido. Su esposa estaba intentando disimular una sonrisa. Por lo visto, sabía de qué iba todo eso.
– ¿Y te ha dado algún motivo? -le preguntó Ellie.
Judith hizo un gesto de enfado con la boca.
– Dijo que me había portado mal cuando estábamos practicando las letras.
– ¿Y es cierto?
– Quizá un poco. Pero te aseguro que no lo suficiente como para que me robara el postre.
Ellie se volvió hacia Charles. -¿Qué postre había esta noche?
– Tarta de fresa con crema y canela -respondió él-. Estaba bastante buena.
– Es mi favorita -dijo Judith entre dientes-. Y también la de la señorita Dibbon.
– Y la mía -añadió Ellie, que se cubrió el estómago con una mano cuando éste rugió.
– Quizá no deberías haberte perdido la cena -dijo Charles.
Ella le lanzó una mirada punzante antes de volverse hacia Judith.
– Te prometí que te ayudaría si esta ocasión se repetía, ¿verdad?
– Sí. Por eso he venido. ¡Me merezco el postre! Y puedo demostrarlo.
De reojo, Ellie vio que Charles se estaba riendo. Intentó ignorarlo, se centró en Judith y dijo:
– ¿De veras?
– Mmm…, mmm -la niña asintió con la cabeza-. He traído la lección. Verás que todas las letras están perfectas. Incluso la zeta, que es muy difícil.
Ellie cogió la hoja de papel que Judith había sacado del bolsillo del vestido. Estaba un poco arrugada, pero vio que la niña había escrito todo el abecedario en mayúsculas y minúsculas.
– Muy bien -murmuró-, aunque la eme tiene un arco de más.
– ¿Qué? -gritó Judith, horrorizada.
– Era una broma -respondió Ellie. Luego se volvió hacia Charles y dijo-: Me temo que tendrás que perdonarnos. Judith y yo tenemos que ocuparnos de un asunto muy importante.
– Como señor de la casa -dijo Charles con una expresión de preocupación fingida-, creo que se me debería informar de cualquier plan secreto y poco limpio que se esté tramando.
– De acuerdo -dijo Ellie-. Vamos a ir a la cocina a buscar otra porción de tarta para Judith -hizo una pausa coincidiendo con un rugido de su estómago-. Y otra para mí, imagino.
– Tendré que impedirlo -dijo él.
– ¡Oh, Charles, no! -exclamó Judith.
– A menos que pueda participar -se volvió hacia Ellie-. Además, creía que no querrías volver a bajar a la cocina sola.
Ella le frunció el ceño.
– Judith y yo estaremos perfectamente bien solas.
– Por supuesto, pero el viaje será más divertido si os acompaño.
Judith tomó la mano de Ellie y tiró de ella.
– Tiene razón. Cuando quiere, Charles puede ser muy divertido.
Él la despeinó.
– ¿Sólo cuando quiero?
– A veces eres un poco terco.
– Yo siempre se lo digo -dijo Ellie, encogiéndose de hombros con impotencia.
– Eleanor -la reprendió él-, sueles acusarme de lo contrario. Quizá si fuera más terco contigo… mmm… quizá conseguiría algo más.
– Creo que va siendo hora de marcharnos -dijo Ellie mientras empujaba a Judith hacia la puerta.
– Cobarde -le susurró Charles cuando pasó por su lado.
– Llámalo cobardía, si quieres -le susurró ella-. Yo prefiero llamarlo sentido común. Judith sólo tiene seis años.
– Casi siete -dijo la pequeña.
– Y lo oye todo -añadió Ellie.
– Todos los niños lo hacen -respondió Charles mientras se encogía de hombros.
– Mayor motivo aún para ser más cauto con tus palabras.
– ¿Vamos a la cocina o no? -preguntó Judith, golpeando el suelo con un pie.
– Claro, tesoro -dijo Charles, que se adelantó y la tomó de la mano-. Pero no podemos hacer ruido y tenemos que hablar bajo.
– ¿Así? -susurró Judith.
– Todavía más. Y tú… -se volvió hacia Ellie- cállate.
– No he dicho nada -protestó ella.
– Puedo oír tus pensamientos -respondió Charles con un divertido baile de cejas.
Judith se rió.
Y Ellie, que Dios la ayudara, también. Justo cuando estaba decidida a tomar a su marido por inútil, iba y la dejaba boquiabierta convirtiendo la excursión a la cocina en una aventura romántica para la joven Judith.
– ¿Puedes oír los míos? -le preguntó la niña.
– Claro. Estás pensando en tartas de fresa.
Judith contuvo el aliento y se volvió hacia Ellie. -¡Tiene razón!
Charles miró a su mujer a los ojos con una expresión terriblemente sensual.
– ¿Puedes tú leer los míos?
Ella meneó la cabeza.
– Seguramente no -asintió él-, porque si no estarías mucho más que sonrojada.
– ¡Mira! -exclamó Judith-. Se está sonrojando. ¡Sabe lo que estás pensando!
– Ahora sí -respondió la joven esposa.
– ¿Y qué piensa? -preguntó la niña.
– ¡Madre mía! -dijo Ellie-. ¿Estamos ya cerca de la cocina? Será mejor que no digas nada, Judith. Charles dijo que teníamos que estar en silencio.
El trío entró de puntillas en la cocina, y Ellie descubrió que estaba mucho más limpia que la última vez que la había visto. Parecía que el horno quemado volvía a funcionar. Se moría de ganas de abrirlo y comprobar dónde estaba la rejilla. Quizá cuando Charles le diera la espalda…
– ¿Dónde supones que monsieur Belmont ha escondido la tarta? -le preguntó Charles a Judith.
– ¿En el armario, quizá?-sugirió.
– Una idea excelente. Echemos un vistazo.
Mientras los dos abrían todos los armarios, Ellie corrió, aunque en silencio por necesidad, hasta el horno. Echó un último vistazo a su marido para comprobar que Judith y él seguían ocupados y metió la cabeza.
La sacó igual de rápido, pero tuvo tiempo de comprobar que la rejilla volvía a estar a la misma altura que ella la había colocado.
– Esto es muy extraño -murmuró entre dientes.
– ¿Has dicho algo? -preguntó Charles mientras se volvía.
– No -mintió ella-. ¿Habéis encontrado la tarta?
– No. Tengo la sensación de que el personal de cocina se la ha debido de terminar, pero hemos encontrado otra cubierta de mantequilla que parece riquísima.
– Mantequilla, ¿eh? -preguntó Ellie, con un renovado interés.
– Mmm… Estoy seguro.
Ellie lo creyó, pues se estaba lamiendo un dedo.
– Está deliciosa -dijo Judith, mientras hundía el dedo en la mantequilla y se lo llevaba a la boca.
– ¿Acaso ninguno de los dos va a probar la tarta? -preguntó Ellie.
– No.
– Yo no.
– La mantequilla sola os hará daño al estómago.
– Una lástima -dijo Charles mientras volvía a lamerse el dedo-, pero es que somos tan felices.
– Pruébala, Ellie -dijo Judith.
– Está bien. Pero sólo con un trozo de tarta -dijo Ellie.
– Pero nos estropearás el plan -dijo Charles-. Judith y yo pensábamos dejar la tarta sin mantequilla y que monsieur Belmont resuelva el misterio por la mañana.
– Estoy segura de que no le hará ninguna gracia -dijo Ellie.
– No le hace gracia nada.
– Charles tiene razón -añadió Judith-. Siempre está de mal humor y le gusta gritarme en francés.
Él acercó un dedo lleno de mantequilla a la boca de Ellie.
– Pruébalo, Ellie. Sabes que quieres.
Ellie se sonrojó. Esas palabras se parecían demasiado a las que le había dicho en la habitación, donde la había estado seduciendo. Él acercó el dedo un poco más, pero ella retrocedió antes de que le rozara los labios.
– Una lástima -dijo él-. Pensaba que ibas a hacerlo.
– ¿El qué? -preguntó Judith.
– Nada -gruñó Ellie y luego, para demostrar a Charles que no era una cobarde, acercó un dedo al suyo, untó un poco de mantequilla y se la comió-. Dios mío -dijo-, está deliciosa.
– Ya te lo había dicho -dijo Judith.
Ellie olvidó cualquier intento de ser la señora digna de la casa. Entre los tres, tardaron dos minutos en comerse toda la mantequilla de la tarta.