CAPITULO 14

Ellie pensó que Charles se estaba tomando bastante bien ese contratiempo. Estaba de mal humor, sí, pero quedaba claro que estaba intentando tomárselo con filosofía, aunque no siempre lo conseguía.

Demostró su impaciencia de mil maneras. Ellie sabía que nunca olvidaría la cara de Sally Evans cuando vio a Charles beberse el té de golpe, dejar la taza en el plato, decir que era el té más delicioso que había probado en la vida y agarrar a Ellie de la mano y casi lanzarla hacia la puerta.

Y todo en diez segundos.

Ellie quería estar enfadada con él. De verdad que quería, pero no podía porque sabía que ella era la causa de su impaciencia, lo mucho que la deseaba. Y era una sensación demasiado emocionante como para ignorarla.

Sin embargo, era importante para ella causar una buena impresión a la gente, de modo que, cuando Sally les preguntó si querían comprobar los avances en la limpieza de la chimenea, Ellie dijo que lo harían encantados.

– Resulta que ha sido un poco más complicado que una simple limpieza -dijo Sally mientras salían de su casa-. Había algo atascado… No sé muy bien qué era.

– Lo importante es que ya está arreglado -respondió Ellie mientras salía-. Últimamente ha hecho frío, y todavía hará más -vio una escalera apoyada contra la pared de la casa-. ¿Por qué no subo y echo un vistazo?

Apenas había alcanzado el segundo escalón cuando notó las manos de Charles en la cintura. Al cabo de un segundo, volvía a estar en el suelo.

– ¿Por qué no te quedas aquí abajo? -respondió él.

– Pero quiero ver…

– Si es imperativo que vaya uno de los dos, iré yo -gruñó él.

Alrededor de la casa se había reunido un pequeño grupo de vecinos, todos visiblemente impresionados por la implicación del conde en los asuntos de sus arrendatarios. Ellie se colocó entre ellos mientras Charles subía la escalera y estuvo a punto de estallar de orgullo cuando escuchó comentarios como: «El conde es de los buenos» o «No es demasiado engreído para realizar ningún trabajo».

Charles caminó por encima del tejado y se asomó a la chimenea.

– Todo parece correcto -dijo.

Ellie se preguntó si tenía alguna experiencia previa con chimeneas en la cual basarse, pero entonces se dijo que daba igual. Parecía que sabía de qué hablaba, que era lo único importante para los arrendatarios y, además, el hombre que había realizado la limpieza estaba junto a ella y le había asegurado que la había dejado como nueva.

– Entonces, ¿Sally no tendrá ningún problema para calentar la casa este invierno? -le preguntó ella.

John Bailstock, el mampostero y deshollinador, respondió:

– Ninguno. De hecho, tendrá…

Lo interrumpieron los gritos de:

– ¡Dios Santo! ¡El conde!

Ellie levantó la mirada horrorizada y vio a su marido tambaleándose en lo alto de la escalera. Se quedó petrificada unos segundos, con la sensación de que el tiempo pasaba frente a sus ojos mucho más despacio de lo normal. La escalera crujió muy fuerte y, antes de que pudiera reaccionar, Charles estaba volando por los aires y arrastraba la escalera que, prácticamente, se desmoronaba ante sus ojos.

Ellie gritó y echó a correr, pero cuando llego hasta su marido, él ya había caído al suelo y estaba inmóvil.

– ¿Charles? -exclamó, arrodillándose a su lado-. ¿Estás bien? Por favor, dime que estás bien.

Gracias a Dios, el conde abrió los ojos.

– ¿Por qué será que siempre acabo herido cuando estás cerca? -dijo, cansado.

– ¡No he tenido nada que ver con esto! -respondió ella, horrorizada ante su insinuación-. Sé que crees que estropeé el horno, y arruiné el invernadero, y…

– Lo sé -la interrumpió él. Su voz apenas era audible, pero dibujó una pequeña sonrisa-. Sólo bromeaba.

Ellie suspiró aliviada. Si podía bromear quería decir que no estaba tan malherido, ¿no? Se obligó a tranquilizarse y ordenó a su corazón que dejara de latir tan deprisa… No recordaba haber sufrido nunca un miedo tan paralizante. Ahora tenía que ser fuerte; tenía que ser como siempre: eficaz, tranquila y capaz de todo.

De modo que respiró hondo y dijo:

– ¿Dónde te duele?

– ¿Me creerías si te digo que me duele todo el cuerpo?

Ella se aclaró la garganta.

– En realidad, sí. Ha sido una buena caída.

– Creo que no me he roto nada.

– Da igual; me quedaré más tranquila si lo verifico yo misma -empezó a tocarle las costillas y a inspeccionar su cuerpo-. ¿Qué sientes? -le preguntó al apretarle una costilla.

– Duele -respondió él en tono neutro-. Aunque puede ser un dolor residual del accidente que tuvimos con el carruaje antes de casarnos.

– Madre mía, lo había olvidado. Debes de pensar que traigo mala suerte.

Él cerró los ojos, lo que no era el «¡Claro que no!» que ella esperaba. Ellie le cogió el brazo y, antes de decidir si se lo había roto o sólo era un esguince, sus dedos localizaron algo cálido y pegajoso.

– ¡Dios mío! -gritó, mirando fijamente sus dedos manchados de rojo-. ¿Estás sangrando? ¡Estás sangrando!

– ¿Sangrando? -él se volvió y se miró el brazo-. Estoy sangrando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó ella, histérica, mientras le inspeccionaba el brazo con mucho más cuidado que antes. Había oído hablar de heridas en que el hueso roto atravesaba la piel. Que Dios les ayudara si era el caso de Charles; Ellie no tenía ni idea de cómo curar una herida así, aunque estaba segura de que se desmayaría antes de poder intentarlo.

Un hombre dio un paso adelante y dijo:

– Milady, creo que se ha arañado la piel con un pedazo de madera de la escalera al caer.

– Sí, claro -Ellie miró hacia la escalera, que estaba hecha pedazos en el suelo.

Varios hombres se arremolinaron alrededor de los trozos y uno dijo:

– Hay una mancha de sangre.

Ella meneó la cabeza y se volvió hacia su marido:

– Estarás lleno de astillas -dijo.

– Perfecto. Y supongo que querrás quitármelas, ¿verdad?

– Son las cosas que hace una esposa -dijo ella pacientemente-. Y, al fin y al cabo, yo soy tu esposa.

– Como había empezado a saborear -dijo él entre dientes-. De acuerdo, adelante.

Cuando Ellie se proponía algo, no había quien la detuviera. Pidió a tres vecinos que la ayudaran a entrar a Charles en casa de Sally Evans y envió a dos más a Wycombe Abbey para que les enviaran un carruaje muy amplio para que los llevara a casa. Pidió a la joven viuda que hiciera pequeños vendajes con una enagua, que prometió reponer cuando aquello hubiera pasado.

– Y hierve un poco de agua -le dijo.

Sally se volvió sobre sí misma, con una jarra de cerámica en las manos.

– ¿Hervirla? ¿No prefiere empezar a limpiarle las heridas con esto?

– Yo preferiría agua a temperatura ambiente -dijo Charles-. No me apetece añadir quemaduras a la lista de heridas. Ellie apoyó las manos en las caderas.

– Hiérvela. O, al menos, caliéntala. Sé que me siento mucho más limpia cuando me lavo con agua caliente. Por lo tanto, es lógico que el agua caliente también limpie mejor la herida. Y sé que no debemos dejarnos ninguna astilla.

– La herviré -dijo Sally-. Menos mal que la chimenea está arreglada.

Ellie volvió a concentrarse en su marido. No tenía ningún hueso roto, pero estaba lleno de magulladuras. Utilizó unas pinzas que pidió prestadas a Sally para arrancar las astillas que tenía clavadas en la parte superior del brazo.

Ella arrancó. Él hizo una mueca de dolor.

Ella volvió a arrancar. Y él hizo otra mueca.

– Si te duele, puedes gritar -le dijo-. No te veré como un ser más débil por ello.

– No necesito… ¡Ay!

– Lo siento -dijo ella con sinceridad-. Estaba distraída.

Él gruñó en voz baja algo que ella no consiguió entender, aunque tenía la sensación de que se suponía que no tenía que hacerlo. Ellie se obligó a no mirarlo a la cara, algo que había descubierto que le gustaba hacer, y a concentrarse en la herida. Al cabo de varios minutos, le había arrancado todas las astillas y estaba muy satisfecha.

– Por favor, dime que has terminado -dijo Charles cuando ella anunció que ésa era la última.

– No estoy segura -respondió ella, arrugando la cara mientras volvía a examinar la herida-. He arrancado todas las astillas, pero no sé qué hacer con el corte. Puede que necesites puntos.

Charles palideció, y Ellie no sabía si era por la idea de los puntos o por si tendría que dárselos ella.

Apretó los labios mientras pensaba y, al final, dijo:

– Sally, ¿a ti qué te parece? ¿Puntos?

La viuda se acercó con un caldero de agua caliente

– Sí, sí. Necesita puntos.

– ¿No podría tener la opinión de un profesional? -preguntó Charles.

– ¿Hay algún doctor cerca? -preguntó Ellie a Sally.

La mujer meneó la cabeza.

Ellie se volvió hacia Charles.

– No, no puedes. Voy a tener que coserte yo.

Él cerró los ojos.

– ¿Lo has hecho antes?

– Claro -mintió ella-. Es como coser una colcha. Sally, ¿tienes hilo?

La joven viuda ya había sacado un carrete de la caja de costura y lo dejó en la mesa, al lado de Charles. Ellie hundió un pedazo de tela limpia en el agua caliente y le lavó la herida.

– Así estará limpia antes de cerrarla -le explicó.

Cuando terminó, rompió un trozo de hilo y también lo hundió en el agua.

– Quizá también me serviría con la aguja -se dijo a sí misma, y luego metió la aguja también. -Allá vamos -dijo con una alegría fingida. La piel de Charles parecía tan rosada, sana y…, bueno, tan viva. Todo lo contrario a los últimos bajos de vestido que había cosido.

– ¿Estás segura de que lo has hecho antes?

Ella sonrió algo tensa.

– ¿Te mentiría?

– No querrás oír mi respuesta.

– ¡Charles!

– Venga, acaba cuanto antes.

Ella respiró hondo y clavó la aguja. El primer punto fue el peor, aunque Ellie descubrió que su pequeña mentira resultó ser verdad: era un poco como coser una colcha. Emprendió la tarea con la misma devoción y concentración que aplicaba a todo en la vida y, al cabo de poco, Charles tenía una preciosa hilera de puntos en el brazo.

También se había terminado lo que quedaba en la única botella de coñac que había en casa de Sally Evans.

– También te compraremos una -dijo Ellie, con una sonrisa a modo de disculpa.

– Te compraremos una casa entera -dijo Charles, arrastrando las palabras.

– Oh, no hace falta -dijo Sally enseguida-. Ésta está como nueva, con la chimenea arreglada.

– Ah, sí -dijo Charles, que estaba muy parlanchín-. Bonita chimenea. La he visto. ¿Sabías que la he visto?

– Lo sabemos todos -dijo Ellie, en un tono de lo más paciente-. Te hemos visto subido al tejado.

– Claro, es verdad -sonrió y luego tuvo hipo.

Ellie se volvió hacia Sally y dijo:

– Suele ponerse un poco tonto cuando está borracho.

– ¿Y quién puede culparlo? -respondió Sally-. Si me estuvieran cosiendo a mí, habría necesitado dos botellas de coñac enteras.

– Y yo tres -dijo Ellie mientras acariciaba el brazo de Charles. No quería que se preocupara de que las dos mujeres pensaran que era un débil por beber alcohol para soportar el dolor.

Pero él todavía seguía dándole vueltas al comentario de que estaba borracho.

– ¡No estoy borracho! -dijo, indignado-. Un caballero nunca se emborracha.

– ¿De verdad? -preguntó Ellie con una paciente sonrisa.

– Un caballero se confunde -dijo, asintiendo decidido-. Estoy confundido.

Ellie vio que Sally se tapaba la boca para esconder una sonrisa.

– No me importaría aceptar otra taza de té mientras esperamos el carruaje -le dijo a su anfitriona.

– No tendrá tiempo -respondió Sally-. Lo acabo de ver girar la curva.

– Gracias a Dios -dijo Ellie-. Tengo que meterlo en la cama enseguida.

– ¿Te meterás conmigo? -dijo Charles mientras se levantaba, algo titubeante.

– ¡Milord!

– No me importaría retomar las cosas donde las hemos dejado -hizo una pausa para tres hipos muy seguidos-. Me imagino que sabes a qué me refiero.

– Milord -dijo Ellie muy seria-, el coñac te ha dejado la lengua muy suelta.

– ¿En serio? Me pregunto qué habrá hecho con la tuya -se balanceó hacia ella y Ellie se apartó justo antes de que sus labios se tocaran. Por desgracia, esto provocó que perdiera el equilibrio y cayera al suelo.

– ¡Por todos los santos! -exclamó Ellie-. Si te has abierto los puntos, juro por Dios que te despellejaré vivo.

Él parpadeó y apoyó las manos en las caderas. Sin embargo, el gesto no le otorgaba demasiada dignidad, porque seguía sentado en el suelo.

– Eso parece bastante contraproducente, ¿no crees?

Ellie soltó un sufrido suspiro.

– Sally, ¿quieres ayudarme a poner al conde de pie?

La joven acudió de inmediato en su ayuda y, en unos segundos, habían levantado a Charles y lo habían sacado fuera. Por suerte, con el carruaje habían venido tres mozos. Ellie dudaba que, entre las dos, hubieran podido meterlo dentro.

El trayecto a casa fue tranquilo, puesto que Charles se quedó dormido. Ellie lo agradeció, porque suponía un descanso bien merecido. Sin embargo, cuando llegaron, tuvo que despertarlo y, cuando los mozos y ella lo subieron a su habitación, estaba convencida de que iba a gritar. Había intentado besarla catorce veces en las escaleras, cosa que no le habría importado demasiado si no hubiera estado borracho, si no hubiera hecho caso omiso de la presencia de los mozos y si no corriera peligro de desangrarse si se caía y se abría los puntos.

Bueno, pensó, seguramente no se desangraría, pero la amenaza resultó efectiva cuando al final perdió los nervios y gritó:

– Charles, si no paras ahora mismo, voy a dejarte caer y, por mí, puedes desangrarte hasta morir.

Él parpadeó.

– ¿Que pare de qué?

– De intentar besarme -gruñó, avergonzada por tener que decir eso delante de los mozos.

– ¿Por qué? -preguntó él mientras se acercaba a ella con los labios preparados.

– Porque estamos en las escaleras.

Él ladeó la cabeza y la miró con una expresión desconcertada.

– Es curioso cómo puedes hablar sin abrir la boca. Antes de volver a hablar, Ellie intentó separar los dientes, pero no pudo:

– Haz el favor de subir las escaleras y entrar en tu habitación.

– ¿Y allí podré besarte?

– ¡Sí! ¡De acuerdo!

Él suspiró encantado.

– Perfecto.

Ellie gruñó e intentó ignorar cómo los mozos trataban de ocultar sus sonrisas.

Al cabo de un minuto o dos, casi habían llegado a su habitación, pero Charles se detuvo en seco y dijo:

– ¿Sabes cuál es tu problema, Ellie, querida?

Ella siguió empujándolo por el pasillo.

– ¿Cuál?

– Eres increíblemente buena en todo.

Ellie se preguntó por qué aquellas palabras no le había parecido un cumplido.

– Quiero decir… -agitó el brazo bueno, lo que provocó que se inclinara hacia delante, con lo que Ellie y dos de los mozos tuvieron que sujetarlo para que no se cayera al suelo.

– Charles, no creo que sea el momento -dijo.

– Verás -dijo, ignorándola-. Pensaba que quería una esposa a la que poder ignorar.

– Lo sé -Ellie miró desesperada a los mozos mientras lo metían en la cama-. Creo que ahora ya puedo encargarme sola.

– ¿Está segura, milady?

– Sí -dijo entre dientes-. Con un poco de suerte, se desmayará dentro de nada.

Los mozos parecían tener sus reservas, pero se marcharon.

– ¡Cerrad la puerta! -gritó Charles.

Ellie se volvió y se cruzó de brazos.

– No eres un borracho nada atractivo, milord.

– ¿En serio? Un día me dijiste que te gustaba más borracho.

– He cambiado de opinión.

Él suspiró.

– Mujeres.

– El mundo sería un lugar mucho menos civilizado sin nosotras -dijo ella con la cabeza alta.

– Estoy totalmente de acuerdo -eructó-. A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, quería una esposa para poder ignorarla.

– Lo que eres es un buen ejemplo de la alegría y la caballerosidad inglesa -dijo ella en voz baja.

– ¿Qué has dicho? No te he oído. Bueno, da igual. En cualquier caso, lo que quería decir es lo siguiente.

Ellie lo miró con una expresión de impaciencia sarcástica.

– He acabado encontrando una esposa que puede ignorarme -se golpeó en el pecho y dijo: -¡A mí!

Ella parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– Sabes hacer de todo. Coserme el brazo, amasar una fortuna. Bueno, dejando aparte el incendiarme la cocina…

– ¡Basta ya!

– Mmm, y el desastre del invernadero es memorable, pero he recibido una nota de Barnes donde te describe como la mujer más inteligente que ha conocido. Y los arrendatarios te quieren más de lo que nunca me han querido a mí.

Ella se cruzó de brazos.

– ¿Este discurso tiene una conclusión?

– No -se encogió de hombros-. Bueno, seguramente sí, pero me está costando un poco alcanzarla.

– No me había dado cuenta.

– Intento decir que no me necesitas para nada.

– Bueno, eso no es del todo cierto…

– ¿Ah, no? -de repente, parecía un poco más sobrio que hacía un segundo-. Tienes tu dinero. Tienes tus nuevos amigos. ¿Para qué diablos necesitas un marido? Está claro que puedes ignorarme.

– No sé si diría eso…

– Supongo que podría hacer que me necesitaras.

– ¿Por qué ibas a hacerlo? No me quieres.

Él se quedó pensativo un instante y luego dijo:

– No sé. Pero podría.

– ¿Quererme? -preguntó ella con incredulidad.

– No, pero quiero que me necesites.

Ellie intentó ignorar la punzada de tristeza que sintió en el corazón cuando él admitió que no la quería.

– ¿Por qué? -repitió ella.

Él se encogió de hombros.

– No sé. Pero es lo que quiero. Ahora métete en la cama.

– ¡No pienso meterme en tu cama!

– ¿Crees que no me acuerdo de lo que estábamos haciendo en el campo?

Ella se sonrojó, pero no estaba segura de si era de vergüenza o de rabia.

Charles se incorporó y le lanzó una mirada lasciva.

– Estoy impaciente por terminar lo que empezamos, esposa mía.

– ¡No cuando estás como una cuba! -respondió ella mientras retrocedía para salir de su alcance-. Eres capaz de olvidarte de lo que haces.

Él contuvo la respiración, obvia y gravemente ofendido.

– Nunca… Nunca olvidaría lo que estoy haciendo. Soy un amante excelente, milady. Soberbio.

– ¿Te lo han dicho tus amantes? -no pudo resistirse.

– Sí. ¡No! -murmuró él-. No es algo que uno suela comentar con su mujer.

– Exacto. Y por eso mismo me voy a marchar.

– ¡Ni hablar! -con una velocidad impropia de alguien que se había bebido una botella de coñac, Charles saltó de la cama, cruzó la habitación y la agarró por la cintura. En cuanto Ellie pudo volver a respirar, estaba tendida en la cama, y su marido estaba tendido encima de ella.

– Hola, mujer -dijo él con aspecto de lobo.

– Un lobo entonado -dijo ella entre dientes, intentando no toser por el olor a alcohol.

Él arqueó una ceja.

– Dijiste que podría besarte.

– ¿Cuándo? -preguntó ella a modo de prueba.

– En las escaleras. Insistí, insistí e insistí y, al final, dijiste: «¡Sí! ¡De acuerdo!»

Ellie soltó un suspiro irritado. Eso implicaba que la memoria todavía le funcionaba a la perfección. Él sonrió triunfante.

– Lo que me encanta de ti, Ellie, es que eres fundamentalmente incapaz de romper tu palabra.

No iba a pedirle que la besara, pero tampoco podía negar sus palabras que, en cierto modo, eran un cumplido, de modo que no dijo nada.

Aunque el plan falló, porque las siguientes palabras de Charles fueron:

– Eres muy amable por no empezar a protestar, querida esposa. Me dificulta encontrarte la boca.

Y entonces la besó y Ellie descubrió que el coñac sabía mucho mejor de lo que olía. Tanto, en realidad, que cuando él se separó para besarle el cuello, ella se sorprendió a sí misma tomándolo por la cabeza y acercándole los labios a los suyos.

Él se rió y volvió a besarla, esta vez con más pasión. Después de lo que pareció una eternidad de tortura sensual, Charles levantó la cabeza un par de centímetros, apoyó la nariz en la suya y pronunció su nombre.

Ellie tardó unos segundos en poder responder:

– Sí.

– No estoy tan confundido como crees.

– ¿Ah, no?

Lentamente, él meneó la cabeza.

– Pero… Pero si andabas tambaleándote. Y con hipo. Y eructando.

Él le sonrió maravillado.

– Pues ya no.

– Oh -Ellie separó los labios mientras intentaba digerir aquella información y decidir qué significaba. Pensaba que significaba que iban a consumar su matrimonio esa noche…, seguramente, esa misma hora. Pero estaba algo aturdida y, para ser sincera, tenía mucho calor, y el cerebro no le iba a la velocidad óptima.

Él la miró unos segundos más y luego volvió a acercarse para besarla. Sus labios la besaron por todas partes menos en la boca; le recorrieron las mejillas, los ojos, las orejas. Tenía los dedos entrelazados en su pelo y se lo estaba esparciendo por encima de la almohada. Y luego le estaban recorriendo todo el cuerpo, acariciándole la curva de las caderas, rozándole las piernas, dejando huellas de fuego por allí por donde pasaban.

Ellie tenía la sensación de que había dos mujeres en su interior. Una quería quedarse allí y dejar que él ejerciera su magia sobre ella, aceptar sus caricias como un extraordinario regalo. Sin embargo, la otra ansiaba ser una participante activa, y se preguntaba qué haría él si lo acariciaba, si levantaba la cabeza y depositaba una lluvia de besos en su cuello.

Al final, no pudo reprimir sus sentimientos. Siempre había sido activa y en su naturaleza no entraba el ser pasiva, ni siquiera cuando la actividad en cuestión era su propia seducción. Lo abrazó y se aferró a él con fuerza, y sus dedos se convirtieron en apasionadas garras y…

– ¡Aaaah! -el espeluznante grito de Charles atravesó el aire y apagó de inmediato el ardor de Ellie.

Ella dio un grito de sorpresa y se estremeció debajo de él mientras intentaba volver a dejar las manos a los lados…

– ¡Aaaaaaah! -en una escala de gritos, ése debía ser de los peores.

– ¿Qué diantres…? -preguntó ella, al final, moviéndose hacia un lado mientras él se sentaba en la cama con una cara deformada por el dolor.

– Vas a matarme -dijo en un tono neutro-. Antes de fin de año, estaré muerto.

– ¿De qué demonios hablas?

Él se incorporó y se miró el brazo, que estaba sangrando otra vez.

– ¿He sido yo?

Él asintió.

– Esto ha sido el segundo grito.

– ¿Y el primero?

– ¿Un moretón en la espalda?

– No sabía que tuvieras moretones en la espalda.

– Yo tampoco -respondió él con sequedad.

Ellie tuvo ganas de dibujar una extremadamente inapropiada sonrisa, pero se mordió el labio.

– Lo siento mucho.

Él meneó la cabeza.

– Algún día conseguiré consumar de una vez por todas este matrimonio.

– Siempre puedes intentar ver el lado positivo -sugirió ella.

– ¿Hay un lado positivo?

– Eh…, sí. Tiene que haberlo -aunque no se le ocurría ninguno.

Él suspiró y le ofreció el brazo.

– ¿Me coses?

– ¿Vas a querer más coñac?

– Seguramente arruinará cualquier intención amatoria por esta noche, pero, sí, gracias -suspiró-. ¿Sabes una cosa, Ellie? Creo que los hombres se casan por esto.

– ¿Cómo dices?

– Me duele todo. Todo. Y está bien tener a alguien a quien poder decírselo.

– ¿Antes no lo hacías?

Él meneó la cabeza.

Ella le acarició la mano.

– Me alegro de que puedas hablar conmigo -encontró hilo y coñac y se puso manos a la obra.

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