CAPITULO 15

Como de costumbre, Ellie se levantó temprano y alegre. Sin embargo, lo extraño es que se despertó en la cama de Charles, acurrucada contra él y rodeada por sus brazos.

Después de coserle el brazo por segunda vez, su marido se había quedado dormido enseguida. Había sido un día agotador y doloroso, y la botella de coñac adicional no había ayudado. Ellie quiso dejarlo descansar, pero cada vez que intentaba levantarse e irse a su habitación, él se despertaba. Al final, se había quedado dormida encima de las mantas.

Salió de la habitación sin hacer ruido, porque no quería despertarlo. Estaba profundamente dormido y sospechaba que su cuerpo necesitaba descansar.

Ella, en cambio, era físicamente incapaz de dormir hasta tarde; después de quitarse el vestido arrugado y ponerse uno limpio, bajó a desayunar. También como de costumbre, Helen ya estaba a la mesa hojeando el periódico que llegaba cada día con el correo de Londres.

– Buenos días, Ellie -dijo.

– Buenos días.

Se sentó y, al cabo de un momento, Helen le preguntó:

– ¿Qué pasó anoche? Oí que Charles iba bastante intoxicado.

Ellie le explicó los detalles del día anterior mientras untaba uno de los bollos recién hechos de la señora Stubbs con mermelada de naranja.

– Y esto me recuerda… -dijo, cuando le acabó de explicar la segunda experiencia de Charles con los puntos.

– ¿Qué te recuerda?

– Estuve pensando en algo especial que pudiera hacer por los arrendatarios para el invierno y las Navidades, y se me ocurrió que podría hacerles mermelada casera.

Helen había alargado el brazo para coger otro bollo, y se quedó inmóvil a medio camino.

– Espero que no implique que vuelvas a entrar en la cocina.

– Será una sorpresa especial porque seguro que no esperan que una condesa cocine.

– Quizá sea por un motivo. Aunque, en tu caso, creo que la gente ya ha aprendido a esperar cualquier cosa.

Ellie frunció el ceño.

– Te aseguro que he hecho mermelada cientos de veces.

– No, si te creo. Pero creo que nadie más te creerá. Y menos la señora Stubbs, que sigue quejándose cada vez que encuentra hollín en algún rincón de la cocina.

– A la señora Stubbs le gusta quejarse.

– Eso es cierto, pero sigo sin estar convencida…

– Pues yo lo estoy -respondió Ellie con énfasis-, y es lo único que importa.

Cuando terminaron de desayunar, había convencido a Helen para que la ayudara y enviaron a dos doncellas a comprar frutos rojos. Al cabo de una hora, volvieron de la ciudad con un gran surtido de frutos rojos y Ellie se dispuso a trabajar. Como era de esperar, a la señora Stubbs no le hizo ninguna gracia ver a la condesa por la cocina.

– ¡No, no, no! -gritó-. ¡Lo del horno ya fue suficiente!

– Señora Stubbs -dijo Ellie con su voz más severa-, ¿necesita que le recuerde que soy la señora de la casa y que, si me apetece, puedo llenar las paredes de crema de limón?

La señora Stubbs palideció y miró aterrada a Helen.

– Exagera -le explicó ésta enseguida-, pero quizá sería mejor si hoy trabajara fuera de la cocina.

– Una idea excelente -asintió Ellie, y prácticamente sacó a empujones al ama de llaves de la cocina.

– No sé por qué creo que a Charles no le va a hacer ninguna gracia -dijo Helen.

– Bobadas. Sabe que el incendio no fue culpa mía.

– ¿Ah, sí? -preguntó Helen, incrédula.

– Bueno, si no lo sabe, debería. Y ahora, manos a la obra. -Ellie pidió a una de las ayudantes de cocina que le trajera la olla más grande de Wycombe Abbey y metió dentro todos los frutos rojos-. Supongo que podríamos hacer distintas mermeladas, pero creo que una de frutos rojos mezclados estará deliciosa.

– Además -añadió Helen-, podemos hacerla en una única olla.

– Aprendes deprisa. -Ellie sonrió y luego añadió agua y azúcar-. Seguramente, tendremos que hacer otra olla. Dudo que esta nos llegue para todos los arrendatarios.

Helen se inclinó hacia delante y se asomó.

– Probablemente, no. Pero si realmente es tan fácil, no tenemos de qué preocuparnos. Podemos hacer otra olla mañana.

– No tiene secretos -dijo Ellie-. Ahora sólo tenemos que taparlo y dejar que la mezcla se cocine -alejó la olla hasta el perímetro de la cocina, lejos del fuego que ardía con fuerza justo debajo del centro de la superficie de cocinar. No quería provocar más accidentes.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Helen.

– Casi todo el día. Podría intentar hacerla más deprisa, pero tendría que controlarla más de cerca y removerla con mayor frecuencia. Con tanto azúcar, es posible que se pegara al fondo. Así, sólo tendré que decirle a una de las chicas que lo remueva mientras yo no esté. Vendré cada hora, aproximadamente, para ver cómo va.

– Entiendo.

– Un día, mi cuñado me dijo que pusiera piedras encima de la tapa. Dijo que así se cocinaría más deprisa.

– Entiendo -dijo Helen automáticamente, aunque luego añadió-: No. En realidad, no lo entiendo.

– Así mantienes el vapor dentro, lo que aumenta la presión. Y eso, a su vez, permite que la mermelada se cocine a mayor temperatura.

– A tu cuñado debe de gustarle la ciencia.

– Sí, bastante. -Ellie tapó la olla y añadió-: Pero da igual. No tengo prisa. Sólo tengo que asegurarme de que alguien lo remueva con frecuencia.

– Parece bastante fácil -dijo Helen.

– Lo es. A prueba de patosos. -Ellie colocó la mano una última vez unos centímetros por encima de la cocina para comprobar que la temperatura no era demasiado alta y se marcharon.


Se colgó un reloj de la manga para acordarse de comprobar cómo iba la mermelada cada cierto tiempo. Se cocinaba despacio y, según Ellie, estaba deliciosa. La olla era gruesa y no se calentaba demasiado a fuego lento, de modo que podía agarrar las asas mientras removía, que era una facilidad más.

Como la mermelada no requería su atención exclusiva, decidió dedicar sus energías al apestoso desastre del invernadero. La irritaba tremendamente no haber podido descubrir todavía cómo el saboteador había conseguido matar todas sus plantas preferidas. Sólo había podido deducir que la peste no provenía de las propias plantas.

Estaban muertas; eso era innegable. Sin embargo, la peste procedía de pilas de basura de la cocina discretamente colocadas que Ellie sospechaba que alguien había interceptado cuando iban camino del comedero de los cerdos. Además, vio que, mezclada con la basura, había una sospechosa sustancia marrón que sólo podía conseguirse en el suelo de los establos.

Quienquiera que quería causarle problemas debía de estar plenamente dedicado a ello. Ellie no se imaginaba odiar tanto a alguien como para recoger excrementos de caballo y basura de la cocina de forma diaria. Sin embargo, su pequeño invernadero le gustaba lo suficiente como para ponerse un par de guantes y sacar toda aquella porquería fuera. Encontró unos sacos y una pala, decidió no respirar por la nariz en la siguiente hora y empezó a cavar.

Sin embargo, al cabo de cinco minutos quedó claro que la falda le molestaba, de modo que encontró unos trozos de cordel y se sentó en un banco de piedra para atarse los bajos del vestido.

– Una vista preciosa.

Ellie levantó la cabeza y vio a su marido entrar en el invernadero.

– Buenos días, Charles.

– Hace tiempo que deseo que te subas el vestido para mí -dijo -con una picara sonrisa-. ¿Quién es el beneficiario de un gesto tan delicado?

Ellie olvidó sus modales y le sacó la lengua.

– Dirás mejor «qué».

Charles siguió su mirada hasta un apestoso montón de porquería apilado detrás de un naranjo. Se acercó, olió el aire y retrocedió.

– Por el amor de Dios, Ellie -dijo, con una arcada y tosiendo-, ¿qué les has hecho a las plantas?

– No he sido yo -gruñó ella-. ¿De veras crees que soy tan estúpida como para pensar que una cabeza de oveja podrida ayudaría a crecer al naranjo?

– ¿Una qué? -volvió a acercarse al árbol para echar otro vistazo.

– Ya la he sacado -dijo ella señalando el saco.

– Dios, Ellie, no tendrías que estar haciendo esto.

– No -asintió ella-, no debería. Está claro que alguien en Wycombe Abbey no aprecia mi presencia en la casa, pero, si me permites el juego de palabras, llegaré al fondo de esto, aunque me vaya la vida. No toleraré más esta situación.

Charles soltó un sonoro suspiro y observó cómo ella clavaba la pala en la tierra.

– Toma -le dijo ella-, puedes aguantar el saco abierto. Aunque quizá quieras ponerte unos guantes.

Él parpadeó, incapaz de creer que lo estuviera limpiando ella sola.

– Ellie, puedo pedir a los criados que lo hagan.

– No, no puedes -respondió ella de inmediato y con más emoción de la que él hubiera esperado-. No deberían hacer esto. No voy a pedirles que lo hagan.

– Querida, precisamente para esto tenemos criados. Les pago unos sueldos muy generosos para que Wycombe Abbey esté limpia. Esto es… un poco más apestoso de lo habitual.

Ella lo miró con los ojos sospechosamente brillantes.

– Van a pensar que lo he hecho yo. Y no quiero.

Charles se dio cuenta de que estaba en juego el orgullo de Ellie. Y como él también sabía un par de cosas sobre el orgullo, no insistió más. Sólo dijo:

– De acuerdo. Pero debo insistir en que me des la pala. ¿Qué clase de marido sería si me quedara aquí sentado mirando cómo haces todo el trabajo?

– Ni hablar. Llevas puntos en un brazo.

– No es tan grave.

Ella se rió.

– Quizá olvidas que fui yo quien te cosió anoche. Sé exactamente lo grave que es.

– Eleanor, dame la pala.

– Nunca.

Él se cruzó de brazos y la miró fijamente. Dios santo, era muy tozuda.

– Ellie, la pala, por favor.

– No.

Él se encogió de brazos.

– Está bien. Tú ganas. No cavaré.

– Sabía que acabarías cediendo… ¡eh!

– El brazo -dijo Charles mientras la pegaba a su cuerpo- funciona bastante bien, en realidad.

Cuando Ellie dobló el cuello para mirarlo, la pala cayó al suelo.

– ¿Charles? -preguntó ella, dubitativa.

Él dibujó una sonrisa lobezna.

– He pensado que podría besarte.

– ¿Aquí? -preguntó ella con voz ronca.

– Mmm.

– Pero si apesta.

– Si tú lo ignoras, yo también.

– Pero ¿por qué?

– ¿Besarte?

Ella asintió.

– Porque he pensado que quizá así conseguía que dejaras de hablar de esa estúpida pala -antes de que ella pudiera decir nada más, Charles inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios. Ella no se relajó de inmediato; él tampoco esperaba que lo hiciera. Pero es que era tan divertido sostener a esa mujer decidida e inquieta entre los brazos. Era como una leona pequeña, salvaje y protectora, y Charles descubría que quería que todas esas emociones fueran dirigidas a él. Su insistencia en que descansara mientras ella hacía el trabajo duro no lo hacía sentirse menos hombre. Sólo lo hacía sentirse querido.

¿Querido? ¿Era eso lo que quería? Siempre había pensado que quería un matrimonio como el de sus padres. Él llevaría su vida, su mujer llevaría la suya y ambos estarían satisfechos con eso. Excepto que se sentía atraído por su mujer como nunca había imaginado, como nunca había ni siquiera soñado. Y no estaba satisfecho. La deseaba, la deseaba con todas sus fuerzas, y ella siempre estaba justo fuera de su alcance.

Charles levantó la cabeza un centímetro y la miró. Ellie tenía la mirada perdida, los labios suaves y separados y él no sabía por qué nunca se había dado cuenta, pero debía de ser la mujer más bonita del mundo entero, y estaba justo allí, en sus brazos y… tenía que volver a besarla. Ahora. Su boca la devoró con una nueva y sorprendente urgencia, y bebió su esencia. Sabía a frutos rojos calientes, dulces, ácidos, a pura Ellie. Sus manos arremangaron la tela de la falda hasta que pudo introducirlas debajo y acariciar la firme piel de su muslo.

Ella contuvo el aliento y se aferró a sus hombros, cosa que sólo consiguió aumentar su excitación, y deslizó la mano hacia arriba hasta que encontró dónde terminaba la media. Con un dedo, le acarició la piel desnuda, y disfrutó de cómo ella se estremecía por sus caricias.

– Oh, Charles -gimió ella, y aquello bastó para acabar de encenderlo. Sólo oír el sonido de su nombre en su boca.

– Ellie -dijo, con una voz tan ronca que casi ni él mismo reconoció-, tenemos que ir arriba. Ahora.

Ella no reaccionó durante unos segundos, sólo se quedó pegada a él, pero luego parpadeó y dijo:

– No puedo.

– No digas eso -dijo él arrastrándola hacia la puerta-. Di cualquier cosa menos eso.

– No, tengo que remover la mermelada.

Aquello hizo que él se detuviera en seco.

– ¿De qué diantres hablas?

– Tengo que… -hizo una pausa y se humedeció los labios-. No me mires así.

– ¿Cómo? -dijo él, que lentamente iba recuperando el sentido del humor.

Ella puso los brazos en jarra y lo miró fijamente.

– Como si quisieras comerme.

– Es lo que quiero.

– ¡Charles!

Él se encogió de hombros.

– Mi madre me enseñó a no mentir.

Ella lo miró como si estuviera a punto de perder la paciencia.

– Tengo que irme.

– Perfecto. Te acompañaré arriba.

– Tengo que ir a la cocina -dijo ella, decidida.

Él suspiró.

– La cocina, no.

Ella apretó los labios y dibujó una línea recta antes de gruñir:

– Estoy haciendo mermelada como regalo de Navidad para los arrendatarios. Te lo dije ayer.

– De acuerdo. A la cocina. Y luego a la habitación.

– Pero yo… -Ellie dejó las palabras en el aire cuando se dio cuenta de que no quería discutir más con él. Quería que la acariciara, quería escuchar sus dulces palabras de seducción. Quería sentirse la mujer más deseada del mundo, que era exactamente cómo se sentía cada vez que él la miraba con esos ojos ardientes y lascivos.

Una vez decidida, dibujó una tímida sonrisa y dijo:

– Está bien.

Estaba claro que Charles no esperaba aquella respuesta, porque dijo:

– ¿Sí?

Ella asintió, pero sin mirarlo a los ojos.

– ¡Genial! -parecía un niño emocionado, cosa que extrañó un poco a Ellie, puesto que estaba a punto de dejarse seducir por él.

– Pero primero tengo que ir a la cocina -le recordó.

– La cocina. Es verdad. La cocina -él la miró de reojo mientras la llevaba por el pasillo-. Esto le resta un poco de espontaneidad, ¿no crees?

– Charles -dijo ella en tono de advertencia.

– Muy bien -cambió de dirección y empezó a arrastrarla hacia la cocina, incluso más deprisa que cuando la llevaba a la habitación.

– ¿Intentando compensar de antemano el tiempo perdido? -se burló ella.

Giraron una esquina, la pegó a la pared y le dio un breve pero posesivo beso.

– Tienes tres minutos en la cocina -dijo-. Tres. Ni uno más.

Ellie se rió y asintió, dispuesta a dejar que tuviera esa actitud dictatorial, porque la excitaba por dentro. La soltó y bajaron las escaleras, aunque ella casi tenía que correr para mantener su ritmo.

La cocina empezaba a bullir de actividad mientras monsieur Belmont y su equipo comenzaban a preparar las comidas del día. La señora Stubbs estaba en un rincón intentando ignorar al francés mientras éste supervisaba a las tres doncellas que estaban limpiando los cacharros del desayuno.

– La mermelada está allí encima del fuego -dijo Ellie a Charles mientras señalaba la olla grande-. Frutos rojos. Helen y yo la hemos preparado juntas y…

– Tres minutos, Eleanor.

– Sí. Sólo tengo que removerla y luego…

– Pues remuévela -dijo él.

Ella avanzó hacia el fuego y luego dijo:

– ¡Oh! Antes tengo que lavarme las manos. Llevaba guantes, pero hacía mucha peste.

Charles suspiró impaciente. Si no le hubiera dado tantas vueltas, ya lo habría hecho todo.

– Lávate las manos, remuévelo y acaba ya. Mira, encima de la mesa hay un cubo de agua.

Ella sonrió, metió las manos en el agua y soltó un grito.

– ¿Y ahora qué?

– Está congelada. Monsieur Belmont debe haber mandado traer hielo. Quizá tendremos un postre de fruta helada esta noche.

– Ellie, la mermelada…

Alargó las manos hacia la olla, frunciendo el ceño cuando vio que las doncellas se alejaban. Estaba claro que todavía no confiaban en ella.

– Sólo voy a dejarla en esta mesa, para que se enfríe y…

Charles nunca sabría con seguridad qué pasó a continuación. Estaba mirando cómo monsieur Belmont cortaba una berenjena con manos expertas cuando oyó que Ellie soltaba un grito de dolor. Cuando la miró, vio que la enorme olla estaba cayendo al suelo. Mientras observaba la escena horrorizado e impotente, la olla cayó al suelo y la tapa salió volando. La mermelada violeta salpicó por todas partes: la cocina, el suelo y a Ellie.

Ella gritó como un animal herido y cayó al suelo, llorando de agonía. A Charles se le detuvo el corazón y corrió a su lado, resbalando con el líquido caliente y pegajoso.

– Quítamela -lloró ella-. Quítamela.

Charles la miró y vio que la mermelada hirviente estaba pegada a su piel. Por Dios, mientras él miraba, la piel de Ellie se quemaba. Parecía que sólo le había salpicado las manos y las muñecas. Sin pensárselo dos veces, Charles agarró el cubo de agua fría que ella había utilizado dentro y le metió las manos dentro.

Ella lo golpeó con el cuerpo e intentó sacar las manos.

– No -gritó-. Está demasiado fría.

– Cariño, ya lo sé -dijo él, con delicadeza, rezando para que ella no percibiera el pequeño temblor en su voz-. Yo también tengo las manos en el agua.

– Duele. Duele mucho.

Charles tragó saliva y miró alrededor de la cocina. Seguro que había alguien que sabía qué hacer, cómo aliviarle el dolor. Oírla llorar y notar las sacudidas de su cuerpo le rompía el corazón.

– Chisss, Ellie -dijo con su voz más dulce-. Mira, la mermelada se está despegando, ¿lo ves?

Ella bajó la mirada hacia el cubo y Charles deseó no haber dicho nada, porque tenía las manos llenas de manchas rojas en carne viva.

– Traedme más hielo -gritó a nadie en particular-. El agua se está calentando.

La señora Stubbs dio un paso adelante a pesar de que tres doncellas ya corrían hacia la hielera.

– Señor, no sé si ha hecho lo correcto.

– La mermelada todavía estaba hirviendo. Tenía que enfriarla.

– Pero está temblando.

Charles se volvió hacia Ellie.

– ¿Todavía duele tanto?

Ella meneó la cabeza.

– Casi no siento nada.

Charles se mordió el labio inferior. No sabía cómo curar una quemadura.

– Está bien. Quizá deberíamos vendarlas.

Permitió que Ellie sacara las manos del agua, pero, a los diez segundos, ya volvía a llorar de dolor. Charles le metió las manos en el agua otra vez justo cuando las doncellas venían con el hielo.

– Parece que el agua fría le alivia el dolor -le dijo a la señora Stubbs.

– Pero no puede quedarse así siempre.

– Lo sé. Un minuto más. Quiero estar seguro.

– ¿Quiere que prepare una pomada especial para las quemaduras?

Charles asintió y volvió a concentrarse en Ellie. La abrazó con fuerza y pegó los labios a su oreja mientras susurraba:

– Quédate aquí, cariño. Deja que te alivie el dolor.

Ella asintió.

– Respira hondo -le dijo. Cuando ella lo hizo, Charles miró a la señora Stubbs y dijo-: Que alguien limpie todo esto. No quiero verlo. Que lo tiren.

– ¡No! -gritó Ellie-. ¡Mi mermelada no!

– Cielo, sólo es mermelada.

Ella se volvió hacia él con los ojos más claros desde que se había quemado.

– Me he pasado todo el día haciéndola.

Charles suspiró internamente, aliviado. Si Ellie podía concentrarse en la mermelada, quizá podía conseguir que dejara de pensar en el dolor.

– ¿Qué está pasando? -dijo alguien con una horrible voz aguda.

Charles levantó la cabeza. Era su tía Cordelia. Perfecto, esto era lo último que necesitaban.

– Que alguien la saque de aquí -dijo entre dientes.

– ¿Se ha quemado? ¿Se ha quemado alguien? Llevo años advirtiéndoos a todos del peligro del fuego.

– ¿Quiere alguien sacarla de la cocina? -dijo Charles más alto.

– El fuego nos consumirá a todos. -Cordelia empezó a agitar los brazos en el aire-. ¡A todos!

– ¡Ahora! -gritó Charles, y esta vez aparecieron dos mozos para llevarse a su tía-. Dios santo -murmuró-, esta mujer está totalmente trastornada.

– Es inofensiva -dijo Ellie, temblorosa-. Tú mismo me lo dijiste.

– Tú no digas nada y conserva todas tus energías -le respondió, con la voz impregnada de miedo.

La señora Stubbs se les acercó con un pequeño cuenco en las manos.

– Aquí está la pomada, señor. Tenemos que untarle las heridas y luego vendarle las manos.

Charles miró con recelo la pegajosa mezcla.

– ¿Qué es?

– Un huevo batido y dos cucharadas de aceite dulce, señor.

– ¿Y está segura de que funcionará?

– Es lo que siempre usaba mi madre, señor.

– Está bien. -Charles se sentó mientras observaba cómo la señora Stubbs aplicaba la pomada en la maltrecha piel de Ellie y luego le vendaba las manos con un fino lino. La joven condesa tenía el cuello y los hombros tensos, y Charles sabía que estaba intentando no llorar del dolor.

Dios, verla así le rompía el corazón.

Oyeron un pequeño alboroto en la puerta y él se volvió y vio a Judith, seguida de cerca por Claire y Helen.

– Hemos oído ruidos -dijo Helen, casi sin aliento después de haber cruzado la casa corriendo-. La tía Cordelia estaba gritando.

– La tía Cordelia siempre grita -dijo Judith. Entonces vio a Ellie y añadió-: ¿Qué ha pasado?

– Se ha quemado las manos -respondió Charles.

– ¿Cómo? -preguntó Claire con la voz extrañamente áspera.

– La mermelada -respondió él-. Estaba… -se volvió hacia Ellie con la esperanza de que se olvidara un poco del dolor si la incluía en la conversación-. ¿Cómo diablos ha sucedido?

– La olla -jadeó ella-. He sido una estúpida. Debería haberme dado cuenta de que no estaba donde la había dejado.

Helen avanzó, se arrodilló y colocó un reconfortante brazo en los hombros de Ellie.

– ¿Qué quieres decir?

La condesa se volvió hacia su nueva prima.

– Cuando dejamos la mermelada en el fuego…, queríamos que se hiciera a fuego lento, ¿recuerdas?

Helen asintió.

– Alguien debió de acercarla al fuego. Y no me di cuenta -se interrumpió y contuvo un grito de dolor cuando la señora Stubbs apretó las vendas de una mano y empezó a untarle la otra.

– ¿Y luego qué pasó? -preguntó Helen.

– Las asas estaban calientes. No me lo esperaba y solté la olla. Cuando cayó al suelo… -cerró los ojos con fuerza, intentando no recordar el terrible momento en que el líquido violeta lo salpicó todo, y también sus manos, y la horrorosa sensación de quemarse.

– Ya basta -ordenó Charles, percibiendo su angustia-. Helen, llévate a Claire y a Judith de la cocina. No hay ninguna necesidad de que vean todo esto. Y haz que lleven una botella de láudano a la habitación de Ellie.

Helen asintió, tomó a sus hijas de la mano y se marchó.

– No quiero láudano -protestó Ellie.

– No tienes otra opción. Me niego a quedarme quieto y no hacer nada para calmarte el dolor.

– Pero no quiero dormir. No quiero… -tragó saliva y lo miró, sintiéndose más vulnerable que en toda su vida-. No quiero estar sola -susurró al final.

Charles se inclinó y le dio un delicado beso en la sien.

– No te preocupes -murmuró-. No me moveré de tu lado. Te lo prometo.

Y cuando por fin le administraron el láudano y la metieron en la cama, él se sentó en una silla junto a ella. Observó su cara mientras se dormía y luego se quedó sentado en silencio hasta que el sueño también se apoderó de él.

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