EPILOGO

Nueve meses y un día después, Ellie era la mujer más feliz del mundo. Y no es que no lo fuera el día anterior, o el anterior, pero ese día era especial.

Estaba por fin segura de que Charles y ella iban a tener un hijo.

Su matrimonio, que había empezado casi como un accidente, se había convertido en algo verdaderamente mágico. Sus días estaban llenos de risas, las noches estaban llenas de pasión, y sus sueños, llenos de esperanzas y deseos.

Sin mencionar su invernadero, que estaba lleno de naranjas, gracias a los diligentes esfuerzos que Claire y ella habían dedicado.

Ellie se miró el abdomen maravillada. Era muy extraño que una nueva vida estuviera creciendo ahí dentro, que una persona que podría caminar, andar y tendría su nombre y sus ideas propios estuviera en su interior.

Sonrió. Ya imaginaba que sería una niña. No sabía por qué, pero estaba segura de que sería una niña. Quería llamarla Mary, como su madre. No creía que a Charles le importara.

Ellie cruzó el pasillo, buscando a su marido. Maldición, ¿dónde estaba cuando lo necesitaba? Llevaba meses esperando ese momento, darle la maravillosa noticia, y ahora no lo encontraba por ningún sitio. Al final, abandonó cualquier tipo de decoro y lo llamó a gritos.

– ¿Charles? ¿Charles?

Él apareció por el otro lado del pasillo, jugando con una naranja entre las manos.

– Buenas tardes, Ellie. ¿Por qué estás tan nerviosa?

Ella sonrió.

– Charles, por fin lo hemos conseguido.

Él parpadeó.

– ¿El qué?

– Un hijo, Charles. Vamos a tener un hijo.

– Bueno, ya era hora. Llevo dedicándome a eso en cuerpo y alma los últimos nueve meses.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Ésa es tu reacción?

– Bueno, si lo piensas, si hubiéramos empezado desde el principio, ahora lo estarías teniendo, en lugar de anunciándolo.

– ¡Charles! -le pegó en el hombro.

Él chasqueó la lengua y la abrazó.

– Ven aquí. Si sabes que lo digo en broma.

– Entonces, ¿eres feliz? Le dio un tierno beso.

– Más de lo que podría expresar.

Ellie lo miró y sonrió.

– Nunca imaginé que podría querer a alguien tanto como a ti, pero me equivocaba -se colocó las manos encima del estómago plano-. Ya quiero a nuestra hija, muchísimo, y ni siquiera ha nacido.

– ¿Hija?

– Es una niña. Estoy segura.

– Si tú estás segura, entonces estoy seguro de que tienes razón.

– ¿De veras?

– Hace tiempo que aprendí a no llevarte la contraria.

– No sabía que te tenía tan bien domesticado.

Charles sonrió.

– Soy un buen marido, ¿no?

– El mejor. Y también serás un padre excelente.

Se emocionó cuando le tocó la tripa.

– Yo también la quiero -susurró.

– ¿Sí?

Él asintió.

– ¿Quieres que le enseñemos a nuestra hija su primer atardecer? Acabo de mirar por la ventana. El cielo está casi tan brillante como tu sonrisa.

– Creo que le gustará. Y a mí también.

De la mano, salieron y contemplaron el cielo.

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