CAPITULO 04

Cuando Ellie llegó a casa esa noche, estaba hecha un manojo de nervios. Una cosa era aceptar el alocado plan de casarse con Billington, y otra muy distinta era enfrentarse con tranquilidad a su severo y dominante padre e informarle de sus planes.

Por desgracia, la señora Foxglove había regresado, presumiblemente para explicar al reverendo la mala y desagradecida hija que tenía. Ellie esperó con paciencia durante la diatriba de la mujer hasta que ésta dijo:

– Tu hija -y lo dijo señalándola con un seboso dedo- tendrá que cuidar sus modales. No sé cómo voy a poder vivir en paz con ella en mi casa, pero…

– No tendrá que hacerlo -la interrumpió Ellie.

La señora Foxglove volvió la cabeza y la miró con ira:

– ¿Cómo dices?

– No tendrá que vivir conmigo -repitió la joven-. Me marcho pasado mañana.

– ¿Y dónde piensas ir? -le preguntó el señor Lyndon.

– Me caso.

Con esa frase, se aseguró la atención de todos los presentes. Ellie llenó el silencio y dijo:

– Dentro de tres días. Me caso dentro de tres días. La señora Foxglove recuperó su habitual facilidad de palabra y dijo:

– No seas ridícula. Sé que no tienes ningún pretendiente.

Ellie dibujó una pequeña sonrisa.

– Me temo que está mal informada.

El señor Lyndon las interrumpió:

– ¿Te importaría decirnos el nombre de tu pretendiente?

– Me sorprende que no os hayáis fijado en su carruaje cuando he llegado a casa. Es el conde de Billington.

– ¿Billington? -repitió con incredulidad el reverendo.

– ¿Billington? -gritó la señora Foxglove, que obviamente no sabía si estar encantada por su próxima conexión con la aristocracia o furiosa con Ellie por haber conseguido ese partido ella sola.

– Billington -dijo la joven, con firmeza-. Creo que encajaremos muy bien. Ahora, si me disculpáis, tengo que ir a hacer la maleta.

Había recorrido medio camino hasta su habitación cuando oyó cómo su padre la llamaba. Cuando se volvió, vio que él apartaba la mano de la señora Foxglove y caminaba hacia ella.

– Eleanor -dijo. Estaba pálido y las arrugas de alrededor de los ojos estaban más pronunciadas que nunca.

– Dime, papá.

– Sé… Sé que con tu hermana cometí muchos errores. Sería… -se interrumpió y se aclaró la garganta-. Sería un honor si me permitieras oficiar la ceremonia el jueves.

Ellie descubrió que estaba parpadeando para no llorar. Su padre estaba orgulloso de ella y la admisión y la petición que acababa de hacerle sólo podían proceder del fondo de su corazón.

– No sé qué ha planeado el conde, pero sería un honor que oficiaras la ceremonia -cogió la mano de su padre-. Significaría mucho para mí.

El reverendo asintió y Ellie vio que estaba llorando. Impulsivamente, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Demasiado, pensó, mientras se comprometía a conseguir que, algún día, su matrimonio funcionara. Cuando tuviera su propia familia, sus hijos no tendrían miedo de explicar a su padre lo que sentían. Sólo esperaba que Billington pensara igual.


Charles se dio cuenta de que había olvidado preguntar a Ellie su dirección, aunque no le costó demasiado encontrar la casa del vicario de Bellfield. Llamó a la puerta a la una en punto y lo sorprendió descubrir que no era Ellie quien le abría, ni su padre, sino una rellenita mujer de pelo oscuro que enseguida gritó:

– Usted debe de ser el cooonde.

– Imagino que sí.

– No tengo palabras para expresarle lo honrados y encantados que estamos de que se una a nuestra humilde familia.

Charles miró a su alrededor mientras se preguntaba si se había equivocado de casa. Era imposible que esa criatura estuviera relacionada con Ellie. La mujer lo agarró del brazo, pero al conde lo salvó un sonido que llegó del otro lado de la sala que sólo podía describirse como un gruñido ahogado. Ellie. Gracias a Dios.

– Señora Foxglove -dijo ella, con la voz teñida de irritación. Cruzó la sala en un santiamén.

Ah, la señora Foxglove. Debía de ser la horrible prometida del reverendo.

– Aquí llega mi querida hija -dijo la mujer mientras se volvía hacia Ellie con los brazos abiertos.

La joven la esquivó con un ágil movimiento.

– La señora Foxglove es mi futura… madrastra -dijo ella, haciendo hincapié en la última palabra-. Pasa mucho tiempo en esta casa.

Charles contuvo una sonrisa porque pensaba que Ellie acabaría destrozándose los dientes por la presión si seguía lanzando aquellas miradas fulminantes a la señora Foxglove. La mujer se volvió hacia él y dijo:

– La madre de mi querida Eleanor murió hace muchos años. Para mí es un placer ser como una madre para ella.

Charles miró a Ellie. Parecía a punto de estallar.

– El coche está esperando fuera -dijo-. He pensado que podríamos ir a hacer un picnic en el prado. Quizá deberíamos…

– Tengo un retrato de mi madre -dijo Ellie, mirando a la señora Foxglove a pesar de que las palabras iban dirigidas a Charles-. Por si quiere saber cómo era.

– Me encantaría -respondió él-. Y luego quizá podríamos irnos.

– Tenéis que esperar al reverendo -dijo la señora Foxglove mientras Ellie cruzaba la sala y cogía un pequeño retrato de una estantería-. Lamentará mucho no haberle conocido.

A Charles le sorprendió bastante que el señor Lyndon no estuviera. El Señor sabía que si él tuviera una hija que, de un día para otro, decidiera casarse, querría conocer al futuro marido.

El conde se permitió una pequeña sonrisa interna ante la idea de tener una hija. La paternidad le parecía algo muy lejano.

– Mi padre estará en casa cuando volvamos -dijo Ellie. Se volvió hacia Charles y añadió-: Está visitando a los feligreses. Suelen entretenerlo.

Parecía que la señora Foxglove quería decir algo, pero se calló cuando Ellie pasó por su lado con descaro con el retrato en la mano.

– Ésta es mi madre -le dijo a Charles.

Él aceptó el retrato y admiró a la mujer de pelo oscuro.

– Era muy guapa -dijo con la voz relajada.

– Sí, mucho.

– Era muy morena.

– Sí, mi hermana Victoria es igual que ella. Esto -se tocó un mechón de pelo rojizo que se había escapado del moño- fue una sorpresa para todos.

Charles se inclinó para besarle la mano.

– Una sorpresa encantadora.

– Sí -dijo la señora Foxglove, que no le gustaba que la ignoraran-. Nunca hemos sabido qué hacer con el pelo de Eleanor.

– Yo sé exactamente qué hacer con él -susurró Charles, tan bajito que sólo pudo oírlo Ellie, que se sonrojó.

Él sonrió y añadió:

– Será mejor que nos vayamos. Ha sido un placer, señora Foxglove.

– Pero si sólo ha…

– ¿Nos vamos, Eleanor? -la agarró de la mano y la hizo cruzar el umbral de la puerta. En cuanto estuvieron a una distancia prudente, Charles se rió y dijo-: Nos ha ido de poco. Pensaba que no nos dejaría ir nunca.

Ellie se volvió hacia él, con las manos apoyadas en la cadera y, enfadada, le dijo:

– ¿Por qué ha hecho eso?

– ¿Qué? ¿El comentario sobre su pelo? Porque me encanta bromear con usted. ¿La he avergonzado?

– Por supuesto que no. Aunque parezca increíble, en los tres días que hace que lo conozco, me he acostumbrado a sus descarados comentarios.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– Me ha hecho sonrojar -respondió ella.

– Creía que, como usted tan delicadamente ha dicho, se había acostumbrado a mis descarados comentarios.

– Sí, pero eso no significa que no me sonroje.

Charles parpadeó y miró a la izquierda de Ellie, como si allí hubiera un acompañante imaginario.

– ¿Hablamos el mismo idioma? Juro que he perdido totalmente el hilo de la conversación.

– ¿Ha oído lo que ha dicho sobre mi pelo? -preguntó Ellie-. «Nunca hemos sabido qué hacer», ha dicho. Como si hiciera años que formara parte de mi vida. Como si la dejara formar parte de ella.

– ¿Y? -preguntó Charles.

– Quería atravesarla con la mirada, arrancarle la piel con una mueca, descuartizarla con… ¿Qué está haciendo?

De no ser porque se estaba partiendo de risa, el conde le habría respondido.

– Sonrojarme ha arruinado el efecto -dijo ella entre dientes-. ¿Cómo iba a dejarla en ridículo cuando tenía las mejillas del color de las amapolas? Ahora nunca sabrá lo furiosa que estoy con ella.

– Diría que sí que lo sabe -dijo Charles, casi sin aliento, mientras se reía del intento de Ellie de mostrarse indignada.

– No estoy segura de si me gusta que le quite hierro a mi deplorable situación.

– ¿No está segura? A mí me parece bastante claro -alargó el brazo y le rozó la comisura de los labios con el dedo índice-. Es una mueca bastante reveladora.

Ellie no sabía qué decir, y odiaba no saber qué decir. Así que se cruzó de brazos e hizo un ruido parecido a:

– Mmmpuff…

Él soltó un dramático suspiro.

– ¿Va a estar de mal humor toda la tarde? Porque, si es así, he traído el Times para el picnic y puedo leerlo mientras mira el paisaje y medita sobre las cincuenta cosas distintas que le gustaría hacerle a su futura madrastra.

Ellie se quedó boquiabierta, pero enseguida reaccionó y respondió:

– Ya tengo, al menos, ochenta cosas en mente, y no me importa que lea, siempre que me deje las páginas financieras -dibujó una pequeña sonrisa.

Charles chasqueó la lengua mientras le ofrecía el brazo.

– De hecho, quería revisar algunas de mis inversiones, pero no me importaría compartirlo con usted.

Ellie pensó en lo cerca que tendrían que sentarse para poder leer la misma página del periódico en la manta de picnic.

– Seguro que no -dijo entre dientes.

Aunque luego se sintió bastante estúpida, porque ese comentario implicaba que quería seducirla, y ella estaba bastante convencida de que, en la mente de Charles, las mujeres eran más o menos intercambiables. Sí, se iba a casar con ella, cierto, pero tenía la sospecha de que la había elegido porque le convenía. Al fin y al cabo, él mismo le había confesado que tenía dos semanas para encontrar esposa.

Parecía que le gustaba besarla, pero seguramente le gustaba besar a cualquier mujer, excepto a la señora Foxglove. Además, le había dejado muy claro el motivo principal por el cual quería consumar el matrimonio. ¿Cómo lo había dicho? Un hombre de su posición debe engendrar un heredero.

– Parece seria -dijo Charles, lo que provocó que ella lo mirara y parpadeara varias veces.

Ellie tosió y se llevó la mano instintivamente a la cabeza.

– ¡Oh, no! -exclamó de repente-. Me he olvidado el sombrero.

– Da igual -dijo él.

– No puedo salir sin sombrero.

– No la verá nadie. Sólo vamos al prado.

– Pero…

– Pero ¿qué?

Ella soltó el aire con irritación.

– Me saldrán pecas.

– No me importa -respondió él mientras se encogía de hombros.

– ¡Pero a mí sí!

– No se preocupe. Estarán en su cara; no tendrá que verlas.

Ellie lo miró sin respiración, atónita ante su ilógica.

– La pura realidad -continuó él- es que me gusta ver su pelo.

– Pero si es…

– Rojo -él terminó la frase por ella-. Lo sé. Me gustaría que dejara de persistir en describirlo de forma tan común cuando es mucho más que eso.

– Milord, sólo es pelo.

– ¿De veras? -murmuró él.

Ella puso los ojos en blanco y decidió que era hora de cambiar de tema. Podían hablar de algo que obedeciera las reglas de la lógica normales.

– ¿Qué tal el tobillo? Veo que ya no va con bastón.

– Muy bien. Todavía me duele un poco, y a veces cojeo, pero no estoy mal para haberme caído de un árbol.

Ella apretó los labios en un gesto sardónico.

– No debería subirse a los árboles con el estómago lleno de whisky.

– Ya habla como una esposa -murmuró Charles mientras la ayudaba a subir al coche.

– Una tiene que practicar, ¿no es cierto? -respondió ella, decidida a no cederle la última palabra, aunque su última frase no estuviera demasiado inspirada.

– Supongo -bajó la mirada, fingió comprobar el estado del tobillo y luego subió al coche-. No, parece que la herida no ha dejado ningún dolor permanente. Sin embargo -añadió con ironía-, el resto del cuerpo está magullado por el altercado de ayer.

– ¿Altercado? -Ellie abrió la boca en un gesto de sorpresa y preocupación-. ¿Qué pasó? ¿Está bien?

Él se encogió de hombros y suspiró con una burlesca resignación mientras agitaba las riendas y ponía en marcha los caballos.

– Una loca pelirroja calada hasta los huesos me tiró al suelo.

– Oh -ella tragó saliva, algo incómoda, y miró hacia un lado, donde vio cómo el pueblo de Bellfield desfilaba ante sus ojos-. Discúlpeme. No era yo.

– ¿De veras? Yo juraría que fue tal y como es.

– ¿Cómo dice?

Él sonrió.

– ¿Se ha fijado en que, cuando no sabe qué decir, siempre dice: «Cómo dice»?

Ellie se quedó inmóvil un segundo antes de decir:

– ¿Cómo dice?

– No se suele quedar sin palabras, ¿verdad? -no le dio tiempo a responder y añadió-: Aturdiría es bastante divertido.

– No me está aturdiendo.

– ¿No? -preguntó él entre dientes al tiempo que le acariciaba la comisura de los labios con el dedo-. Entonces, ¿por qué le tiemblan los labios como si se muriera de ganas de decir algo, pero no supiera cómo decirlo?

– Sé exactamente lo que quiero decir, serpiente endiablada.

– Retiro lo dicho -dijo él, con una sonrisa-. Evidentemente, tiene un control absoluto de su extenso vocabulario.

– ¿Por qué todo tiene que ser un juego para usted?

– ¿Por qué no? -respondió él.

– Porque… Porque… -las palabras de Ellie quedaron en el aire cuando se dio cuenta de que no tenía una respuesta.

– Porque ¿qué? -insistió él.

– Porque el matrimonio es algo serio -dijo ella de repente-. Muy serio.

La respuesta de él también fue ágil y en voz baja:

– Créame, nadie lo sabe mejor que yo. Si decidiera no casarse conmigo, me quedaría con un montón de piedras y sin un céntimo para mantener esta casa.

– Wycombe Abbey merece una mejor descripción que «montón de piedras» -dijo Ellie, de forma automática. Siempre había admirado la buena arquitectura, y Wycombe Abbey era uno de los edificios más bonitos de la zona.

Él le lanzó una mirada fulminante:

– Será, literalmente, un montón de piedras si no tengo el dinero para mantenerla.

Ellie tenía la sensación de que la estaba advirtiendo. No le haría ninguna gracia si ahora decidía no casarse con él. No dudaba que el conde podría hacerle la vida imposible si lo plantaba en el altar y sabía que el rencor bastaría para que se dedicara en cuerpo y alma a arruinarle la vida.

– No tiene de qué preocuparse -dijo ella muy seca-. Nunca he faltado a mi palabra y no pretendo empezar a hacerlo ahora.

– Me tranquiliza, milady.

Ellie frunció el ceño. No parecía tranquilo. Parecía satisfecho consigo mismo. Estaba pensando por qué aquello la perturbaba tanto cuando él volvió a hablar:

– Debería saber algo sobre mí, Eleanor.

Ella se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.

– Puede que me tome la vida como un juego, pero, cuando quiero, puedo llegar a ponerme muy serio.

– ¿Cómo dice? -respondió ella, y enseguida se mordió la lengua por repetirse.

– Soy el peor enemigo.

Ella se separó un poco.

– ¿Me está amenazando?

– ¿A mi futura mujer? -respondió él de forma insulsa-. Claro que no.

– Creo que me está amenazando. Y creo que no me gusta.

– ¿De veras? -preguntó él arrastrando las palabras-. ¿Eso piensa?

– Pienso -respondió ella- que lo prefería cuando estaba ebrio.

Él se rió.

– Era más fácil de manejar. No le gusta no tener el control de la situación.

– ¿Y a usted sí?

– En ese aspecto, somos iguales. Creo que encajaremos a la perfección como marido y mujer.

Ella lo miró con incredulidad.

– Eso o nos mataremos en el proceso.

– Es una posibilidad -dijo él mientras se frotaba la barbilla pensativo-. Esperemos que no desenterremos las hachas.

– ¿De qué diantres habla? Él sonrió muy despacio.

– Me consideran un buen tirador. ¿Y usted?

Ella se quedó boquiabierta. Estaba tan sorprendida que no pudo evitar decir:

– ¿Cómo dice?

– Era una broma, Eleanor.

Ella cerró la boca.

– Por supuesto -dijo, con la voz algo tensa-. Ya lo sabía.

– Claro.

Ellie notó una presión en su interior, una extraña frustración por el hecho de que ese hombre pudiera dejarla sin habla más de una vez.

– Yo no soy demasiado buena tiradora -respondió ella con una tensa sonrisa en la cara-, pero soy un prodigio con los cuchillos.

Charles emitió un ruido ahogado y tuvo que taparse la boca con la mano.

– Y soy muy silenciosa al andar. -Ellie se inclinó hacia delante y la sonrisa fue adquiriendo picardía mientras volvía a recuperar el ingenio-. Será mejor que cierre la puerta de su habitación por la noche.

Él también se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.

– Pero, querida, mi único propósito en la vida es asegurarme de que su puerta esté abierta por la noche. Cada noche.

Ellie empezó a estar acalorada.

– Me prometió…

– Y usted me prometió -dijo, mientras se acercaba hasta que sus narices se rozaron- que me dejaría intentar seducirla cuando quisiera.

– ¡Por el amor de San Pedro! -exclamó, con tanto desdén que Charles retrocedió confuso-. Es la colección de palabras más alocada que he oído en la vida.

Él parpadeó.

– ¿Me está insultando?

– Bueno, le aseguro que no era un cumplido -respondió ella, seca-. Dejarle que intente seducirme. ¡Por favor! Le prometí que podría intentarlo. Jamás dije que le dejaría hacer nada.

– Nunca he tenido tantos problemas para seducir a una mujer.

– Le creo.

– Y menos a una con la que he aceptado casarme. -Tenía la impresión de que era la única que ostentaba ese dudoso honor.

– Mire, Eleanor -dijo él, con un toque de impaciencia en la voz-. Necesita este matrimonio tanto como yo. Y no intente decirme que no. Ya he conocido a la señora Foxglove. Sé lo que la está esperando en casa.

Ellie suspiró. El conde sabía el aprieto en el que estaba. La señora Foxglove y sus interminables críticas se habían encargado de ello.

– Además -añadió él algo irritado-, ¿qué quiere decir con que me cree cuando digo que nunca he tenido tantos problemas para seducir a una mujer?

Ella lo miró como si fuera estúpido.

– Exactamente eso. Que le creo. Debe saber que es un hombre muy apuesto.

Por lo visto, él no supo qué responder. A ella le encantó haberlo dejado sin palabras al menos una vez. Continuó:

– Y es bastante encantador.

Él sonrió.

– ¿Eso cree?

– Demasiado encantador -añadió ella mientras entrecerraba los ojos-, lo que dificulta descubrir la diferencia entre sus cumplidos y sus adulaciones.

– Asuma que son todo cumplidos -respondió él agitando la mano en el aire-, y así los dos seremos más felices.

– Usted será más feliz -respondió ella.

– Y usted también. Confíe en mí.

– ¿Confiar en usted? ¡Ja! Puede que eso le funcionara con sus estúpidas amiguitas de Londres, que sólo se preocupan por el color de las cintas del pelo, pero yo estoy hecha de una pasta más fuerte y más inteligente.

– Lo sé -respondió él-. Por eso me caso con usted.

– ¿Me está diciendo que he demostrado mi inteligencia superior con mi habilidad para resistirme a sus encantos? -Ellie empezó a reírse-. Qué maravilla. La única mujer lo suficientemente inteligente para ser su condesa es la que puede ver a través de su capa superficial de donjuán.

– Algo así -murmuró Charles, que no le gustó cómo ella había tergiversado sus palabras, pero que era incapaz de volver a tergiversarlas a su favor.

Ellie se estaba riendo a carcajadas y a él no le hacía ninguna gracia.

– Basta -le dijo-. ¡Pare!

– No puedo -dijo ella mientras intentaba respirar-. Es que no puedo.

– Eleanor, se lo diré por última vez…

Ella se volvió para responderle y miró al camino antes de llegar a su cara.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Mire a la carretera!

– Ya miro la…

Lo que fuera a decir quedó en el aire cuando el carruaje atravesó un surco especialmente grande, cayó de lado y lanzó a los dos pasajeros al suelo.

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