CAPITULO 19

La siguiente semana fue pura dicha. Ellie y Charles se pasaron más tiempo en la cama que fuera, y cuando bajaban al primer piso, parecía que la vida conspiraba para enviarles sólo cosas buenas. Ella tuvo la primera prueba de vestidos, Claire terminó de limpiar el invernadero y le dijo que le gustaría mucho ayudarla con la replantación, y Judith pintó cuatro acuarelas más, una de las cuales realmente parecía un caballo.

Más tarde Ellie descubrió que se suponía que era un árbol, pero por lo visto no había herido los sentimientos de la niña.

De hecho, lo único que habría puesto la guinda de la perfección su vida hubiera sido que Charles se postrara a sus pies, le besara todos y cada uno de los dedos y le declarara su amor eterno. Sin embargo, Ellie intentaba no pensar demasiado en el hecho de que él todavía no le había dicho que la quería.

Y, para ser justos, ella tampoco había reunido el valor suficiente para decírselo a él.

Aunque era optimista. Sabía que a Charles le gustaba su compañía y nadie podía dudar que eran extremadamente compatibles en la ama. Sólo tenía que ganarse su corazón, y no dejaba de repetirse que jamás había fracasado en nada que realmente se hubiera propuesto conseguir.

Y realmente quería conseguir esto. Incluso había empezado a redactar sus propias listas, aunque la más activa era: «Cómo conseguir que Charles se dé cuenta de que me quiere».

Cuando no estaba pensando en que su marido todavía no le había dicho que la quería o estaba haciendo algo para conseguir que la quisiera, dedicaba el tiempo a revisar las páginas financieras del periódico. Por primera vez en su vida, tenía el control sobre sus ahorros y no quería meter la pata.

Por lo visto, Charles se pasaba el día buscando formas de llevarse a Ellie a la cama. Ella presentaba la resistencia justa, y sólo lo hacía porque él seguía escribiendo listas para coaccionarla, aunque siempre eran terriblemente divertidas.

Una noche, mientras ella estaba en el despacho repasando sus inversiones, Charles le presentó la que más adelante ella declararía que había sido su favorita:


CINCO FORMAS DE QUE ELLIE PUEDA IR DEL DESPACHO A LA HABITACIÓN

1. Caminar deprisa.

2. Caminar muy deprisa.

3. Correr.

4. Sonreír con dulzura y pedir a Charles que la lleve.

5. A la pata coja.


Ellie arqueó las cejas cuando leyó el último punto. Charles se encogió de hombros.

– Se me acabaron las ideas.

– Te das cuenta de que ahora tendré que subir a la pata coja, ¿verdad?

– Me encantaría llevarte en brazos.

– No, no. Has arrojado el guante. No tengo otra opción. Debo subir a la pata coja o perderé mi honor para siempre.

– Mmm, sí -dijo él frotándose la barbilla pensativo-. Te entiendo.

– Aunque si ves que pierdo el equilibrio, tómate la libertad de ayudarme a apoyar los pies.

– Mejor dicho, el pie.

Ellie intentó asentir con elegancia, pero la picara sonrisa que dibujó arruinó el efecto. Se levantó, fue a la pata coja hasta la puerta, se volvió hacia su marido y preguntó:

– ¿Está permitido cambiar de pierna?

Él meneó la cabeza.

– No sería una pata coja decente.

– Por supuesto -murmuró ella-. Mmm. Puede que necesite apoyarme en ti de vez en cuando.

Él cruzó la habitación y le abrió la puerta.

– Será un placer ayudarte en lo que sea.

– Puede que necesite apoyarme mucho en ti de vez en cuando. La expresión de Charles estaba a medio camino entre una sonrisa y una mirada lasciva.

– Será un placer todavía mayor.

Ellie avanzó por el pasillo, cambió de pie cuando creía que Charles no la miraba y perdió el equilibrio cuando pasó de la alfombra al suelo desnudo. Agitó los brazos en el aire y gritó riéndose mientras intentaba mantenerse de pie. Charles fue a su lado y colocó su brazo encima de los hombros.

– ¿Así mejor? -le preguntó muy serio.

– Mucho mejor -ella siguió avanzando.

– Es tu castigo por cambiar de pie.

– Nunca haría algo así -mintió ella.

– Ja -dijo con una expresión de «ni puedes engañarme»-. Ten cuidado al girar la esquina.

– Nunca se me ocurriría… ¡Oh! -gritó cuando se golpeó contra la pared.

– Vaya, vaya. Eso tiene un precio.

– ¿De veras? -preguntó muy interesada-. ¿Cuál?

– Un beso. Quizá dos.

– Sólo acepto si son tres.

Él suspiró.

– Sabes cómo conseguir lo que quieres, milady.

Ella se levantó sobre la punta del pie y le dio un beso en la nariz.

– Uno.

– Me parece que ese sólo cuenta como medio. Le dio un beso en los labios, asomando la lengua para juguetear con la comisura de sus labios.

– Dos.

– ¿Y el tercero?

– No habría tercero si no supiera cómo conseguir lo que quiero -señaló ella.

– Ya, pero ahora lo espero, así que será mejor que sea bueno.

Ellie dibujó una lenta sonrisa ante aquel desafío.

– Es una suerte -murmuró- que haya aprendido tanto sobre besos en esta semana.

– Una suerte para mí -respondió él sonriendo mientras ella le atraía la cabeza hacia abajo. El beso fue cálido y apasionado, y él lo sintió en cada nervio del cuerpo. Principalmente lo sintió en la entrepierna, que empezó a endurecerse de tal forma que tuvo que separarse de ella y decir-: Será mejor que subas deprisa.

Ellie se rió y avanzaron a la pata coja, saltaron, tropezaron y corrieron por el pasillo. Cuando llegaron a la escalera, reían con tantas ganas que ella tropezó y se cayó de espalda sobre el último escalón.

– ¡Ay! -exclamó.

– ¿Estás bien?

Ambos se volvieron avergonzados hacia Helen, que estaba en el salón con Cordelia, mirándolos con intriga.

– Ellie, parecía que ibas coja -dijo-. Y luego parecía que…-Bueno, francamente, no sé qué parecía.

Ellie se sonrojó.

– Él… eh… yo… eh…

Charles ni se molestó en intentar explicarlo.

Helen sonrió.

– Te entiendo perfectamente. Vamos, Cordelia. Creo que nuestros recién casados quieren intimidad.

– Recién casados… ¡uf! -espetó la mujer-. Si quieres saber mi opinión, creo que se comportan como una pareja de pájaros desquiciados.

Ellie observó cómo la señora mayor salía del salón, seguida de Helen.

– Bueno, al menos no está gritando «fuego» cada cinco minutos.

Charles parpadeó.

– Tienes razón. Creo que los incidentes de la cocina le han sacado el fuego de la cabeza.

– Gracias a Dios.

– Por desgracia, o quizá por suerte, dependiendo de cómo lo mires, a mí no me ha pasado lo mismo.

– No te entiendo.

– Quiero decir -dijo él, arrastrando las palabras-, que estoy ardiendo.

Los ojos y la boca de Ellie dibujaron tres oes perfectas.

– Así que será mejor que subas tu cuerpo hasta la habitación antes de que te viole aquí mismo.

Ella sonrió con picardía.

– ¿Serías capaz?

Él se inclinó hacia delante y, de repente, parecía el donjuán que decían que era.

– Yo no propondría ningún reto, milady, a menos que estés dispuesta a hacer frente a las consecuencias.

Ellie se levantó y echó a correr. Charles la siguió, agradecido de que su mujer hubiera decidido desplazarse con los dos pies.


Varias horas después, Ellie y Charles estaban en la cama, apoyados en varios cojines mientras saboreaban una deliciosa cena que habían mandado subir a la habitación. Ninguno de los dos estaba en condiciones de personarse en la cocina.

– ¿Codorniz? -preguntó Charles, sujetando una pieza.

Ellie se lo comió directamente de sus dedos.

– Mmm. Deliciosa.

– ¿Espárragos?

– Me voy a poner muy gorda.

– Seguirás siendo preciosa -le colocó la punta del espárrago entre los labios.

Ellie masticó y suspiró satisfecha.

– Monsieur Belmont es un genio.

– Por eso lo contraté. Toma, prueba un poco de pato asado. Te prometo que te encantará.

– No, no, basta. No puedo comer nada más.

– Ah, eres una debilucha -se burló Charles, con el plato y la cuchara en la mano-. No puedes detenerte ahora. Intento convertirte en una persona licenciosa. Además, a monsieur Belmont le dará un berrinche si no te comes las natillas. Son su obra maestra.

– No sabía que los cocineros tuvieran obra maestra.

Él dibujó una seductora sonrisa.

– Confía en mí.

– De acuerdo, cedo. Probaré un pedacito -abrió la boca y dejó que Charles le diera una cucharada de natillas-. ¡Madre de Dios! -exclamó-. Están divinas.

– Imagino que querrás un poco más.

– Si no me das otra cucharada, te mataré.

– Y lo has dicho con cara seria -dijo con admiración.

Ella le lanzó una mirada de reojo.

– No bromeo.

– Toma, el plato entero. Odio interponerme entre una mujer y su comida.

Ellie hizo una pausa en su proceso de devorar hasta la última gota de natillas para decir:

– Normalmente, me ofendería por ese comentario, pero estoy en un estado demasiado sublime para hacerlo ahora mismo.

– No quiero especular sobre si ese estado sublime se debe a mi destreza y resistencia masculinas o a una sencilla bandeja de natillas.

– No pienso responderte. No quisiera herir tus sentimientos. Él puso los ojos en blanco.

– Eres muy amable.

– Por favor, dile a monsieur Belmont que haga natillas más a menudo.

– Cada semana. Es mi postre favorito.

Ellie hizo una pausa, con la cuchara en la boca.

– Oh -dijo con una expresión de culpabilidad-. Supongo que debería compartirlas contigo.

– No te preocupes. Me comeré esta tarta de fresas -se comió un trozo-. Diría que monsieur Belmont quiere un aumento.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿La tarta de fresas no es tu favorita? Es increíblemente amable de su parte haber preparado nuestros dos postres preferidos. Ellie adoptó una expresión seria.

– ¿Por qué estás tan seria, de repente? -preguntó Charles mientras se relamía un poco de fresas de los labios.

– Estoy frente a un dilema moral muy grave.

Él miró a su alrededor.

– Yo no veo ninguno.

– Será mejor que te comas el resto de las natillas -dijo Ellie mientras le ofrecía la bandeja, donde quedaba un tercio-. Me sentiré culpable durante semanas si no las comparto.

Él sonrió.

– Ya sabía que casarme con la hija del vicario tendría sus beneficios.

– Lo sé -suspiró ella-. Nunca he sido capaz de ignorar a alguien necesitado.

Charles se metió una cucharada de natillas en la boca con un entusiasmo considerable.

– No sé si esto sería estar necesitado, pero pretendo pensar que lo hago por tu bien.

– Los sacrificios que uno tiene que hacer por su mujer -dijo ella entre dientes.

– Toma, acábate la tarta de fresas.

– No podría -respondió ella con una mano levantada-. Parece un sacrilegio después de las natillas.

Él se encogió de hombros.

– Como quieras.

– Además, me siento un poco extraña.

Charles dejó las natillas y la miró. Parpadeaba muy deprisa y tenía la piel de un extraño tono apagado.

– No tienes buen aspecto.

– Oh, Dios mío -se quejó, aferrándose al estómago mientras adoptaba una postura fetal.

Él retiró los platos de la cama.

– ¿Ellie? ¿Cariño?

Ella no respondió; sólo gimoteó mientras intentaba formar una bola con el cuerpo. Tenía las cejas empapadas en sudor y respiraba de forma entrecortada.

A Charles le entró el pánico. Ellie, que hacía unos segundos estaba riendo y bromeando, parecía como si se estuviera…, como si… Dios Santo, parecía que se estaba muriendo.

Se le hizo un nudo en la garganta, cruzó la habitación y tiró de la campana. Después corrió hasta la puerta, la abrió y gritó:

– ¡Cordelia!

Su tía estaba un poco chiflada, pero sabía un par de cosas sobre enfermedades y cómo curarlas, y a Charles no se le ocurría otra cosa que hacer.

– Ellie -dijo, con urgencia, mientras corría a su lado-. ¿Qué te pasa? Por favor, dime algo.

– Son como espadas ardiendo -dijo ella con los ojos cerrados por el dolor-. Espadas ardiendo en la tripa. Dios mío, Dios mío. Hazlas desaparecer.

Charles tragó saliva, asustado, y se acercó una mano al estómago, que también estaba revuelto. Lo atribuyó al terror; estaba claro que no estaba pasando por la misma agonía que su mujer.

– ¡Oooh! -gritó Ellie, que empezó a tener convulsiones.

Charles se levantó y corrió hacia la puerta.

– ¡Que venga alguien ahora mismo! -gritó, justo cuando Cordelia y Helen aparecieron corriendo por la esquina.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Helen sin aliento.

– Es Ellie. Está enferma. No sé qué le ha pasado. Estaba bien y repente…

Se acercaron a la cama. Cordelia echó un vistazo a la patética postura de Ellie y dijo:

– La han envenenado.

– ¿Qué? -preguntó Helen horrorizada.

– Eso es absurdo -dijo Charles al mismo tiempo.

– Ya lo he visto antes -dijo Cordelia-. La han envenenado. Estoy segura.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Helen.

– Tendremos que purgarla. Charles, llévala al lavamanos. Él miró a su tía con recelo. ¿Hacía bien confiando la salud de su mujer a una anciana que estaba algo senil? Pero no sabía qué otra cosa hacer y, aunque Ellie no estuviera envenenada, la sugerencia de Cordelia tenía sentido. Estaba claro que tenía que sacarle lo que tenía en el estómago.

Cogió a Ellie intentando que los gritos de agonía no le afectaran. Ella se revolvió con violencia en sus brazos y sus espasmos hacían estremecer a Charles.

Miró a Cordelia.

– Creo que está empeorando.

– ¡Date prisa!

Corrió hasta el lavamanos y apartó el pelo de Ellie de la cara.

– Chisss, cariño, todo irá bien -le susurró.

Cordelia sujetó una pluma.

– Ábrele la boca.

– ¿Qué demonios vas a hacer con eso?

– Haz lo que te digo.

Charles abrió la boca de Ellie y observó horrorizado cómo Cordelia metía la pluma por la garganta de su mujer. Ellie tuvo varias arcadas antes de vomitar.

Por un momento, él apartó la mirada. No pudo evitarlo.

– ¿Ya está?

Cordelia lo ignoró.

– Una vez más, Eleanor -dijo-. Eres una chica muy fuerte. Puedes hacerlo. Helen, trae algo para que se lave la boca cuando haya terminado.

Volvió a meterle la pluma en la garganta y Ellie expulsó los últimos contenidos de su estómago.

– Eso es -dijo Cordelia. Cogió el vaso de agua que Helen tenía en la mano y lo acercó a la boca de Ellie-. Enjuágate y escúpelo.

La joven casi no podía escupir y dejó que la gravedad le vaciara el agua de la boca.

– No me obligues a volver a hacerlo -suplicó.

– Al menos hablas -dijo Cordelia-. Es una buena señal.

Charles esperaba que tuviera razón, porque nunca había visto a nadie tan pálido como Ellie estaba en esos momentos. Dejó que Helen le limpiara la boca con un trapo húmedo y luego la devolvió a la cama.

Su prima cogió el lavamanos con manos temblorosas y dijo: -Haré que alguien se encargue de esto -y salió corriendo de la habitación.

Charles tomó la mano de Ellie, se volvió hacia Cordelia y preguntó:

– No crees que la hayan envenenado, ¿verdad?

Su tía asintió con fuerza.

– ¿Qué ha comido? ¿Algo que tú no hayas probado?

– No, excepto por las…

– ¿Las qué?

– Las natillas, pero yo también las he probado.

– Ya. ¿Y cómo te encuentras?

Charles se la quedó mirando unos segundos mientras se acercaba la mano al estómago.

– No demasiado bien, la verdad.

– ¿Ves?

– Pero lo mío no se parece a los dolores de Ellie. Es un dolor soportable, como si hubiera comido algo en malas condiciones. Nada más.

– ¿Y sólo las probaste?

Charles asintió, y luego palideció.

– Ellie se comió casi toda la bandeja -susurró-. Como mínimo, dos tercios.

– Si se lo hubiera comido todo, seguramente estaría muerta -dijo Cordelia-. Menos mal que decidió compartirlo.

Él casi no podía creerse la ausencia de emoción en su voz cuando dijo:

– Debe de ser envenenamiento de la comida. Es la única explicación.

Cordelia se encogió de hombros.

– Apostaría todo mi dinero.

Él la miró con incredulidad.

– Es imposible. ¿Quién iba a querer hacerle algo así?

– Si quieres saber mi opinión, diría que ha sido Claire -respondió Cordelia-. Todos saben lo que hizo a las manos de la condesa.

– Pero aquello fue un accidente -dijo Charles, que se negaba a creer a su tía. Claire podía ser traviesa, pero nunca haría algo así-. Además, Claire y Ellie han hecho las paces.

Cordelia se encogió de hombros otra vez.


– ¿Sí?

Justo entonces, apareció Helen, arrastrando a Claire, que estaba llorando.

Charles se volvió hacia su prima, intentando mantener su mirada libre de cualquier tipo de acusación.

– No he sido yo -gimoteó Claire-. Nunca lo haría. Y lo sabes. Ahora quiero a Ellie. Nunca le haría daño.

Charles quería creerla. De corazón, pero la chica ya había provocado muchos accidentes.

– Quizá es algo que pusiste en marcha la semana pasada, antes de que Ellie y tú arreglarais vuestras diferencias -dijo él despacio-. Quizá olvidaste…

– ¡No! -gritó Claire-. No he sido yo. Lo juro.

Helen rodeó los hombros de su hija con un brazo.

– Yo la creo, Charles.

Él miró los ojos rojos de su prima y se dio cuenta de que Helen tenía razón. La chica decía la verdad y él se sentía un canalla por haber dudado de ella, aunque sólo fuera un segundo. Puede que Claire no fuera perfecta, pero nunca envenenaría a nadie. Suspiró.

– Seguramente, ha sido sólo un accidente. Quizá monsieur Belmont ha utilizado leche agriada para las natillas.

– ¿Agriada? -repitió Cordelia-. Para hacerle tanto daño, tendría que estar casi podrida.

Charles sabía que tenía razón. Ellie se había puesto muy enferma de repente. ¿Era posible que aquellas convulsiones fueran consecuencia de algo tan benigno como la leche agriada? Pero ¿qué otra cosa podía ser? ¿Quién iba a querer envenenar a su mujer?

Helen dio un paso adelante y acarició el brazo de Charles con la mano.

– ¿Quieres que me quede con ella?

Él no respondió enseguida, porque todavía seguía perdido en sus pensamientos.

– Perdona, ¿qué? No. No, me quedaré yo.

Helen inclinó la cabeza.

– De acuerdo. Pero, si necesitas ayuda…

Charles al final centró la mirada en su prima y le dedicó toda su atención.

– Te lo agradezco, Helen. Puede que te tome la palabra.

– No dudes en despertarme -dijo. Y luego tomó a su hija por la mano y se dirigió hacia la puerta-. Vamos, Claire. Ellie no podrá descansar con tanta gente alrededor.

Cordelia también se dirigió hacia la puerta.

– Volveré en una hora para ver cómo está -dijo-. Pero parece que ha superado lo peor.

Charles miró a su mujer, que se había dormido. Tenía mejor aspecto que hacía diez minutos, pero eso no era mucho; sólo habría podido estar peor si hubiera empezado a escupir sangre. Todavía tenía la piel traslúcida y pálida, pero respiraba a un ritmo normal y, por lo visto, no tenía más dolores.

Le tomó la mano y se la acercó a la boca mientras susurraba una oración. Iba a ser una noche muy larga.

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