Dos días después, Ellie creía que quería estrangular a la casa entera. A Helen, a Claire, a su marido…, especialmente a su marido. De hecho, la única persona a la que no quería estrangular era Judith, aunque seguramente porque la pobre sólo tenía seis años.
Su éxito con los arrendatarios había resultado ser una victoria efímera. Desde entonces, todo le había salido mal. Todo. Todos los de la casa la miraban como si fuera inepta. Y eso la volvía loca.
Algo nuevo moría en su invernadero cada día. Se había convertido en una enfermiza pesadilla: intentar adivinar qué rosal se había ido a decorar el cielo cada mañana cuando entraba en el habitáculo.
Y luego estaba lo del asado de ternera que había hecho para su marido para llevarle la contraria cuando le había dicho que las condesas no sabían cocinar. Estaba tan salado que Charles no habría podido ocultar la mala cara aunque lo hubiera intentado. Pero no lo hizo. Cosa que la irritó todavía más.
Ellie tuvo que tirar toda la olla. Y ni siquiera los cerdos se lo comieron.
– Estoy seguro de que quisiste sazonarlo correctamente -dijo Charles mientras todos los demás tenían arcadas.
– Claro -dijo Ellie, apretando los dientes, maravillada de que todavía no se hubieran convertido en polvo.
– Quizá has confundido la sal con otra especia.
– Sé qué es la sal -gritó ella.
– Ellie -dijo Claire, un poco demasiado dulce-, está claro que el asado está un poco salado. Tienes que admitirlo.
– Tú -exclamó Ellie, señalando a la chica de catorce años con el dedo índice- deja de hablarme como si fuera una niña pequeña. Ya he tenido suficiente.
– No has debido de entenderme.
– Aquí sólo hay una cosa que entender, y una persona que tiene que entenderlo -a estas alturas, Ellie prácticamente echaba fuego por la boca, y todos los de la mesa estaban boquiabiertos-. Me he casado con tu primo. Y da igual si no te gusta, da igual si a él no le gusta, y da igual si a mí no me gusta. Me he casado con él y punto.
Parecía que Claire estaba a punto de responder ante aquella diatriba, de modo que Ellie la interrumpió:
– La última vez que consulté las leyes de Inglaterra y de la Iglesia de Inglaterra, el matrimonio era permanente. Así que será mejor que te acostumbres a mi presencia en Wycombe Abbey, porque no pienso irme a ningún sitio.
Charles había empezado a aplaudir, pero Ellie todavía estaba demasiado furiosa con él por el comentario sobre la sal y le lanzó una mirada fulminante. Y luego, como estaba convencida de que si se que-daba un segundo más en el comedor haría daño a alguien, se marchó.
Sin embargo, su marido reaccionó con rapidez.
– ¡Eleanor, espera! -gritó.
En contra de su criterio, Ellie se volvió, aunque no hasta que estuvo fuera del comedor, en el pasillo, donde nadie de la familia podría ver su humillación. Charles la había llamado Eleanor, y eso nunca era una buena señal.
– ¡Qué! -respondió, airada.
– Lo que has dicho en el comedor… -empezó a decir él.
– Sí, ya sé que debería estar arrepentida por haberle gritado a una niña, pero no lo estoy -dijo, desafiante-. Claire ha estado haciendo todo lo posible por hacerme sentir incómoda en esta casa, y no me sorprendería que… -se calló porque se dio cuenta de que había estado a punto de decir que no le sorprendería que fuera Claire quien había echado la sal al asado.
– ¿Qué no te sorprendería?
– Nada -no iba a obligarla a decirlo. Ellie se negó a difundir acusaciones infantiles e insignificantes.
Charles esperó a que ella continuara y, cuando se dio cuenta de que no iba a hacerlo, dijo:
– Lo que has dicho en el comedor…, eso de que el matrimonio es permanente. Quería que supieras que estoy de acuerdo.
Ellie lo miró fijamente porque no estaba segura de qué quería decir.
– Siento mucho si he herido tus sentimientos -dijo muy despacio.
Ella se quedó boquiabierta. ¿Se estaba disculpando?
– Pero quiero que sepas que, a pesar de estos… contratiempos más que insignificantes…
Ellie volvió a cerrar la boca y a ponerse seria.
Él no debió de darse cuenta, porque siguió hablando.
– … Creo que te estás convirtiendo en una condesa soberbia. Tu comportamiento con los arrendatarios el otro día fue magnífico.
– ¿Me estás diciendo que se me da mejor la vida fuera de Wycombe Abbey que dentro? -le preguntó ella.
– No, claro que no. -Charles exhaló y se echó el grueso pelo castaño hacia atrás-. Sólo intento decir… Diablos -dijo entre dientes-. ¿Qué intento decir?
Ellie contuvo las ganas de hacer algún comentario sarcástico y esperó con los brazos cruzados. Al final, Charles le ofreció una hoja de papel y dijo:
– Toma.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella mientras la aceptaba.
– Una lista.
– Claro -murmuró ella-. Una lista. Justo lo que necesitaba. Hasta ahora, he tenido mucha suerte con las listas.
– Ésta es distinta -dijo él, en un obvio intento de ser paciente con ella.
Ellie desdobló la hoja y leyó:
ACTIVIDADES PARA HACER CON MI MUJER
1. Un paseo a caballo y un picnic en el campo.
2. Volver a visitar a los arrendatarios como una pareja unida.
3. Un viaje a Londres. Ellie necesita vestidos nuevos.
4. Enseñarle a escribir sus propias listas. Es una actividad endemoniadamente entretenida.
Ella levantó la cabeza.
– Endemoniadamente entretenida, ¿eh?
– Mmm, sí. He pensado que quizá querrías probar con algo como: «Siete formas de silenciar a la señora Foxglove».
– La idea me gusta -murmuró, antes de volver a concentrarse en la lista.
5. Llevarla a ver el mar.
6. Besarla hasta que pierda el sentido.
7. Besarla hasta que yo pierda el sentido.
Charles supo en qué momento llegó a las dos últimas propuestas, porque sus mejillas se sonrojaron ligeramente.
– ¿Qué significa esto? -preguntó ella al final.
– Significa, querida mujer, que yo también me he dado cuenta de que el matrimonio es para siempre.
– No lo entiendo.
– Ya va siendo hora de que nuestro matrimonio sea normal.
Ella se sonrojó todavía cuando escuchó la palabra «normal».
– Sin embargo -continuó él-, en lo que debió de ser un momento de locura transitoria, acepté tu propuesta de darte tiempo para conocerme mejor antes de intimar.
A estas alturas, Ellie ya estaba como un tomate.
– Por lo tanto, he decidido darte todas las oportunidades posibles para conocerme mejor, todas las oportunidades para que te sientas cómoda en mi presencia.
– ¿Cómo dices?
– Escoge una actividad de la lista. Lo haremos mañana.
Ellie separó los labios de la sorpresa. Su marido la estaba cortejando. Iba a ser una mujer cortejada. Nunca había soñado que Charles hiciera algo tan perfectamente romántico. Aunque él jamás admitiría ni un ápice de romanticismo en sus acciones. De seducción, quizá. Incluso de mujeriego, travieso o apasionado. Pero romántico, no.
Sin embargo, ella lo veía de otra forma. Y eso era lo importante. Sonrió y volvió a leer la lista.
– Te sugiero el número seis o el número siete -dijo él.
Ella lo miró. Estaba sonriendo de aquella forma fina, cortés y despreocupada que debía de haber roto corazones de aquí a Londres y de vuelta.
– No sé muy bien si entiendo la diferencia -dijo- entre besarme hasta que pierda el sentido o besarme hasta que lo pierdas tú. La voz de Charles se convirtió en un ronco susurro.
– Puedo enseñártelo.
– No lo dudo -respondió ella, haciendo un esfuerzo por parecer coqueta a pesar de que tenía el corazón acelerado y le temblaban las piernas-. Pero elijo las dos primeras opciones. Será muy sencillo ir de picnic y visitar a los arrendatarios el mismo día.
– Opciones uno y dos, entonces -dijo él con una ágil reverencia-. Pero no te sorprendas si te asalto con la número seis.
– Charles…
Él la miró fijamente unos segundos:
– Y la siete.
Programaron la salida para el día siguiente. A Ellie no le sorprendieron las prisas de Charles; se había mostrado bastante decidido a hacer lo que fuera para llevársela a la cama. Aunque sí que estaba sorprendida por su poca resistencia al plan de su marido; era consciente de que estaba empezando a ceder.
– He pensado que podríamos ir a caballo -dijo Charles cuando se reunió con ella a mediodía. -Hace un día espléndido y sería una lástima encerrarnos en un carruaje.
– Una idea excelente, milord -respondió Ellie-. O lo sería, si yo supiera montar a caballo.
– ¿No sabes montar a caballo?
– Los vicarios no ganan lo suficiente para comprarse caballos -dijo ella con una sonrisa.
– Entonces, tendré que enseñarte.
– Espero que hoy no -se rió ella-. Necesito tiempo para prepararme mentalmente para los dolores y las agujetas que seguro que tendré.
– Mi carruaje todavía no está arreglado desde el percance de nuestra última salida. ¿Te animas a dar un paseo normal y corriente?
– Sólo si prometes caminar deprisa -dijo Ellie con una picara sonrisa-. Nunca me han gustado los paseos lentos.
– ¿Por qué no me sorprende?
Ella lo miró a través de las pestañas. Era una expresión de flirteo nueva para ella, aunque parecía del todo natural ante la presencia de su marido.
– ¿No te sorprende? -preguntó ella, fingidamente burlona.
– Digamos que me cuesta imaginarte atacando la vida si no es con un completo entusiasmo.
Ellie se rió mientras echaba a correr.
– Entonces, vamos. Todavía tengo que atacar el día.
Charles la siguió, con una mezcla de zancada y paso largo.
– ¡Espérame! -gritó al final-. No olvides que llevo el peso de la cesta de la comida.
Ellie se detuvo en seco.
– Sí, claro. Espero que monsieur Belmont nos haya preparado algo delicioso.
– Sea lo que sea, huele de maravilla.
– ¿Un poco del pavo asado de ayer? -preguntó, esperanzada, mientras intentaba ver qué había dentro de la cesta.
Él la levantó por encima de su cabeza mientras seguía caminando.
– Ahora no puedes irte demasiado lejos, porque yo controlo la comida.
– ¿Tienes pensado matarme de hambre hasta que me rinda?
– Si es mi única opción de conseguir lo que quiero -se inclinó hacia ella-. No soy un hombre orgulloso. Te ganaré a las buenas o a las malas.
– ¿Y matarme de hambre es bueno o malo?
– Creo que depende de cuánto tarde.
Justo a tiempo, el estómago de Ellie rugió.
Con una traviesa sonrisa, Charles dijo:
– Esto va a ser muy, muy fácil.
Ella se burló de él antes de continuar por el camino.
– ¡Mira! -exclamó mientras se detenía delante de un enorme roble-. Alguien ha colgado un columpio de este árbol.
– Lo colgó mi padre para mí cuando tenía ocho años -recordó Charles-. Solía columpiarme durante horas.
– ¿Todavía aguanta peso?
– Judith viene casi cada día.
Ella le lanzó una sardónica mirada.
– Yo peso un poco más que Judith.
– No mucho más. Venga, ¿por qué no lo pruebas?
Ellie sonrió como una niña pequeña cuando se sentó en la tabla de madera que el padre de Charles había utilizado como asiento.
– ¿Me empujas?
Él se inclinó y le hizo una reverencia.
– Soy su fiel criado, señora -le dio un primer empujón y ella empezó a volar.
– ¡Me encanta! -exclamó la joven-. Hacía años que no me columpiaba.
– ¿Más alto?
– ¡Más!
Charles la empujó hasta que le pareció que sus pies tocaban el cielo.
– Creo que ya es suficientemente alto -dijo ella-. Empiezo a tener el estómago revuelto. -Cuando consiguió un balanceo más sosegado, preguntó-: Y hablando de mi pobre y atribulado estómago, ¿de verdad piensas matarme de hambre hasta que me rinda?
Él sonrió.
– Lo tengo todo planeado hasta el último detalle. Un beso por un trozo de pavo asado, dos por un bollo.
– ¿Hay bollos? -Ellie pensó que se le iba a hacer la boca agua. Puede que la señora Stubbs no encontrara el punto perfecto de las tostadas, pero hacía los mejores bollos de este lado del muro de Adriano.
– Mmm… mmm. Y mermelada de moras. La señora Stubbs dice que se pasó todo el día frente al fuego para que le quedara perfecta.
– Hacer mermelada no es tan difícil -dijo Ellie mientras se encogía de hombros-. Yo he hecho miles de veces. De hecho…
– De hecho, ¿qué?
– ¡Es una idea magnífica! -se dijo ella misma.
– No sé por qué, pero estoy temblando -murmuró él-. Bueno, en realidad sí que lo sé. Podría tener algo que ver con el incendio de mi cocina, o con los extraños olores que emanan de mi invernadero, o quizá con el asado…
– Nada de eso fue culpa mía -lo interrumpió ella, golpeando el suelo con los pies y deteniendo el columpio-. Y si lo pensaras más de medio segundo, verías que digo la verdad.
Charles se dijo que había cometido un error táctico al sacar a relucir sus recientes desastres domésticos durante lo que se suponía que tenía que ser una tarde para seducir a su esposa.
– Ellie -dijo en un tono de lo más conciliador.
Ella se bajó del columpio y apoyó las manos en las caderas.
– Alguien me está saboteando, y pienso descubrir por qué. Y quién -añadió, como si se le hubiera ocurrido más tarde.
– Puede que tengas razón -murmuró él, aunque no lo decía de corazón. Sólo quería tranquilizarla. Sin embargo, en cuanto las palabras salieron de su boca, de repente vio que eran verdad. No tenía sentido que Ellie, que parecía muy capacitada para hacer cualquier cosa, hubiera incendiado una cocina, hubiera matado todas las plantas del invernadero y hubiera confundido la sal con Dios sabe qué otra cosa al preparar el asado. Ni siquiera el zopenco más inútil habría logrado todo eso en sólo dos semanas.
Sin embargo, no quería pensar en sabotajes, en planes diabólicos ni en plantas muertas. Hoy no, porque tenía que concentrar todas sus energías en seducir a su mujer.
– ¿Podemos hablarlo otro día? -preguntó mientras abría la cesta de la comida-. Prometo que escucharé tus alegaciones, pero hoy es un día demasiado bonito para preocuparnos por esas cosas.
Durante un segundo, Ellie no reaccionó, pero luego asintió.
– No quiero arruinar nuestro magnífico picnic.
Entonces, ella entrecerró los ojos con picardía y dijo:
– Monsieur Belmont no ha metido ahí dentro las sobras del asado de ternera, ¿verdad?
Charles reconoció la oferta de paz que le hacía y la aceptó.
– No, creo que has tirado el último trozo esta mañana.
– Ah, sí -murmuró-. Si no recuerdo mal, los cerdos ni siquiera lo han tocado.
El corazón de Charles se estremeció al mirarla. Muy pocas personas tenían la capacidad de reírse de sus fallos. Cada día que pasaba, el afecto que sentía por su mujer era más grande. Había hecho una elección rápida, pero no se había equivocado.
Con un suspiro, pensó que le gustaría desarrollar un afecto todavía más profundo antes de estallar.
– ¿Sucede algo? -preguntó ella.
– No, ¿por?
– Has suspirado.
– ¿De veras?
– Sí.
Volvió a suspirar.
– Has vuelto a hacerlo -exclamó ella.
– Lo sé. Es que…
Ella parpadeó, con expresión impaciente, y al final intentó sonsacarle más información con un:
– Es que ¿qué?
– Es que va a tener que ser el número seis -gruñó él, mientras dejaba la cesta en el suelo y la abrazaba-. No puedo esperar ni un segundo más.
Antes de que Ellie pudiera recordar en qué consistía la propuesta número seis, los labios de él estaban pegados a los suyos y la estaba besando con una pasión tan salvaje que era increíblemente tierna. La boca de Charles era cada vez más apasionada, y se le calentó la piel. Sin darse cuenta, la llevó hasta un árbol y se sirvió de su corpulencia para pegar su cuerpo al de ella de forma muy íntima.
Notaba cada curva, desde la lujuriosa turgencia de sus pechos hasta la suave anchura de las caderas. La lana del vestido era gruesa, pero no ocultaba la reacción de su cuerpo ante sus caricias. Y nada podría haber ocultado los delicados suspiros que salían de su boca.
Lo deseaba. Quizá no lo entendiera, pero lo deseaba tanto como él a ella.
La dejó en el suelo y estiró la manta de picnic debajo de ellos. Ya le había quitado el sombrero y ahora le deshizo el moño, dejando que los largos mechones de pelo cayeran entre sus dedos.
– Más suave que la seda -le susurró-. Más suave que el amanecer.
Ella gimió, un sonido que recordó ligeramente al nombre de Charles. Él sonrió, emocionado por haber despertado su deseo hasta el punto de que ni siquiera podía hablar.
– Te he besado hasta dejarte sin sentido -le murmuró, cambiando la expresión por una sonrisa muy masculina-. Ya te dije que saltaría directamente a la opción número seis.
– ¿Y qué hay de la número siete? -consiguió decir ella.
– Ya la hemos alcanzado -dijo con voz ronca. Le tomó la mano y se la pegó al pecho-. Mira.
El corazón le latía acelerado debajo de su delicada palma y lo miró maravillada.
– ¿Yo? ¿Lo he hecho yo?
– Tú. Sólo tú -sus labios encontraron el cuello de Ellie y la distrajo mientras sus hábiles dedos le desabotonaban el vestido. Tenía que verla, tenía que tocarla. Si no, se volvería loco. Estaba convencido. Pensó en cómo se había torturado a sí mismo intentado imaginar lo largo que sería su pelo. Últimamente, se había sometido a una agonía todavía peor: pasarse el día imaginando cómo serían sus pechos. La forma. El tamaño. El color de los pezones. Ese ejercicio mental siempre lo dejaba en un estado muy incómodo, pero no podía evitarlo.
La única solución era desnudarla… del todo, por completo, y dar un descanso a su imaginación mientras el resto de su cuerpo disfrutaba de la realidad.
Por fin sus dedos llegaron a un botón que estaba por debajo de las costillas y, muy despacio, abrió las dos piezas del vestido. No llevaba corsé, sólo una delicada camisola de algodón. Era blanca, casi virginal. Lo excitó más que la prenda de lencería francesa más provocativa, y sólo porque lo llevaba ella. Nunca en su vida había deseado a nadie como deseaba a su mujer.
Sus grandes manos encontraron los bajos de la camisola y se deslizaron por debajo, acariciando la sedosa calidez de su piel. Ella contrajo los músculos e, instintivamente, el estómago se le encogió. Él se estremeció de necesidad mientras sus manos iban subiendo, adaptándose a sus costillas, y luego siguieron subiendo hasta que encontraron la suave y femenina curva de un pecho.
– Oh, Charles -suspiró ella cuando él le cubrió el pecho con la mano y se lo apretó.
– Dios mío -respondió él, que creía que estallaría allí mismo. No lo veía, pero lo notaba. Era del tamaño perfecto para su mano. Cálido, dulce y suave y, maldita sea, si no lo saboreaba allí mismo iba a perder el control por completo.
Obviamente, había muchas posibilidades de que saborear sus pechos también le hiciera perder el control, pero se olvidó de todo en cuanto apartó la camisola.
Contuvo el aliento cuando por fin la vio.
– Dios mío -suspiró.
Ellie enseguida hizo ademán de cubrirse.
– Lo siento, yo…
– No digas que lo sientes -le ordenó él con brusquedad.
Había sido un estúpido al pensar que verla desnuda finalmente pondría fin a las tribulaciones eróticas de su imaginación. La realidad era mucho más exquisita; dudaba que pudiera volver a realizar sus actividades diarias sin recordarla así en su imaginación. Constantemente. Justo como estaba ahora.
Se inclinó y le dio un suave beso debajo de un pecho.
– Eres preciosa -susurró.
Ellie, a quien no habían llamado fea pero tampoco se había pasado la vida escuchando piropos hacia su belleza, se quedó callada. Charles la besó debajo del otro pecho.
– Perfecta.
– Eh… sé que no soy…
– No digas nada a menos que vayas a darme la razón -dijo, muy serio.
Ella sonrió. No pudo evitarlo.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de decir algo para tomarle el pelo, la boca de Charles localizó su pezón, se cerró sobre él y ella se olvidó de todo. Distintas sensaciones invadieron su cuerpo y, aunque quisiera, no habría podido articular palabra o formular un pensamiento.
Pero no quería. Sólo quería arquear la espalda hacia él y apretarse contra su boca.
– Eres mejor de lo que había soñado -murmuró él contra su piel-. Más de lo que había imaginado -levantó la cabeza lo justo para obsequiarla con una picara sonrisa-. Y tengo muy buena imaginación.
Una vez más, Ellie no pudo reprimir una tierna sonrisa, porque estaba muy emocionada con los esfuerzos que estaba haciendo Charles para que aquella primera experiencia íntima entre ellos no le resultara abrumadora. Bueno, no era del todo cierto. Estaba intentando abrumarla, esforzándose por ejercer su magia sobre cada terminación nerviosa de su cuerpo, pero también estaba intentando que no perdiera la sonrisa ni un instante.
Era un hombre más bueno de lo que quería que la gente creyera. Ellie sintió algo cálido y dulce en su corazón, y se preguntó si serían los primeros destellos de amor.
Presa de una nueva oleada de sensaciones, levantó las manos, que hasta ahora habían estado en el suelo pegadas a su cuerpo, y entrelazó los dedos en el pelo castaño rojizo de Charles. Era corto y suave y le volvió la cabeza para que el pelo le acariciara la mejilla.
Él la sujetó unos segundos y luego levantó su cuerpo para poder mirarla.
– Dios mío, Ellie -dijo con palabras temblorosas-, cómo te deseo. Nunca sabrás cuánto…
Los ojos de Ellie se llenaron de lágrimas ante la sincera emoción que percibió en su voz.
– Charles -empezó a decir, pero entonces se estremeció cuando una ráfaga de viento le acarició la piel.
– Tienes frío -dijo él.
– No -mintió ella, que no quería que nada, ni siquiera el tiempo, rompiera ese precioso instante.
– Tienes frío -se apartó y empezó a abotonarle el vestido-. Soy un animal -dijo entre dientes-. Seducirte aquí por primera vez al aire libre. Encima de la hierba.
– Un animal precioso -intentó bromear ella.
Él la miró y sus ojos marrones ardieron con una emoción que ella no había visto nunca. Era ardiente, y salvaje y maravillosamente posesiva.
– Cuando te haga mi mujer, lo haré bien: en nuestra cama de matrimonio. Y entonces… -se inclinó y le dio un apasionado beso- no pienso dejarte salir en una semana. O dos.
Ellie lo miraba atónita porque todavía no se creía que ella hubiera despertado tal pasión en ese hombre. Había estado con las mujeres más bonitas del mundo y era ella, una sencilla chica de pueblo, quien hacía latir su corazón. Entonces, Charles la tiró del brazo y, cuando Ellie se vio arrastrada de vuelta hacia Wycombe Abbey, gritó:
– ¡Espera! ¿Adónde vamos?
– A casa. Ahora mismo.
– No podemos.
Él se volvió muy despacio.
– Al diablo con que no podemos.
– Charles, el lenguaje.
Él ignoró la reprimenda.
– Eleanor, cada centímetro de mi cuerpo arde por ti, y no puedes negarme que a ti te pasa lo mismo. ¿Quieres darme un buen motivo por el que no debería arrastrarte hasta Wycombe Abbey ahora mismo y hacerte el amor hasta que los dos caigamos extasiados?
Ella se sonrojó ante un discurso tan sincero.
– Los arrendatarios. Teníamos que ir a visitarlos esta tarde.
– Al demonio los arrendatarios. Pueden esperar.
– Pero ya he enviado a alguien a casa de Sally Evans para decirle que iríamos a inspeccionar la limpieza de la chimenea. Charles no se detuvo y siguió arrastrándola hacia casa. -No nos echará de menos.
– Sí que lo hará -insistió ella-. Seguro que ha limpiado toda la casa y ha preparado té. Sería el colmo de la mala educación no presentarnos. Y más después del número que montamos en su casa a principios de semana.
Él recordó la escena en la chimenea, aunque eso no sirvió para mejorar su humor. Lo último que necesitaba eran recuerdos de ese día en que se había quedado atrapado con su mujer en un espacio tan estrecho.
– Charles -dijo Ellie por última vez-, tenemos que ir a verla. No tenemos otra opción.
– Pero no me estás rechazando, ¿verdad?
– ¡No! -exclamó ella, en voz alta y con sinceridad.
Él blasfemó entre dientes y maldijo en voz baja.
– Está bien -dijo-. Visitamos a Sally Evans y ya está. Quince minutos en su casa y volvemos a Wycombe Abbey.
Ellie asintió.
Charles volvió a maldecir mientras intentaba no pensar demasiado en el hecho de que su cuerpo todavía no había recuperado su estado relajado. Iba a ser una tarde de lo más incómoda.