CAPITULO 03

Ellie nunca había sido una chica de carácter fuerte. Sí, como su padre solía decir, hablaba mucho, pero era una chica sensible y sensata que no gritaba ni se enrabietaba.

Sin embargo, ese aspecto de su personalidad no apareció en Wycombe Abbey.

– ¿Qué? -gritó mientras se levantaba-. ¡Cómo se atreve! -exclamó mientras se abalanzaba sobre Billington, que empezó a retroceder muy despacio debido a la herida y al bastón-. ¡Será desalmado! -chilló, mientras lo empujaba y caía al suelo con él.

Charles gruñó.

– Si me ha empujado -dijo-, debe de ser la señorita Lyndon.

– Por supuesto que soy la señorita Lyndon -gritó ella-. ¿Quién iba a ser, si no?

– Debo señalar que no parece usted.

Aquello provocó que Ellie hiciera una pausa. Estaba segura de que se parecía bastante a una rata empapada, con la ropa llena de barro y el sombrero… Miró a su alrededor. ¿Dónde diablos estaba el sombrero?

– ¿Ha perdido algo? -le preguntó Charles.

– Mi sombrero -respondió Ellie que, de repente, se sentía muy avergonzada.

Él sonrió.

– Me gusta más sin sombrero. Me preguntaba de qué color era su pelo.

– Es rojo -respondió ella, que se dijo que aquello tenía que ser la indignidad total. Odiaba su pelo; siempre lo había odiado.

Charles tosió para camuflar otra sonrisa. Ellie estaba rebozada de barro, hecha una furia y él no recordaba la última vez que se había divertido tanto. Bueno, sí que lo recordaba. El día anterior, para ser exactos, cuando había caído de un árbol y había tenido la buena suerte de aterrizar encima de ella.

Ellie alargó la mano para apartarse un mechón mojado y pegajoso de la cara, lo que provocó que el húmedo vestido se le pegara al cuerpo. La piel de Charles se encendió.

«Sí -pensó-. Sería una esposa perfecta.»

– ¿Milord? -preguntó el mayordomo mientras se agachaba para ayudar al conde a levantarse-. ¿Conocemos a esta persona?

– Me temo que sí -respondió Charles, lo que le valió una mordaz mirada de Ellie-. Por lo visto, la señorita Lyndon ha tenido un día complicado. Quizá podríamos ofrecerle un té y… -la miró con recelo- una toalla.

– Se lo agradecería -respondió Ellie con recato.

El conde la miró mientras se levantaba.

– Confío en que haya estado reconsiderando mi proposición. Rosejack se detuvo en seco y se volvió.

– ¿Proposición? -exclamó.

Charles sonrió.

– Sí, Rosejack. Espero que la señorita Lyndon me conceda el honor de ser mi mujer.

El mayordomo palideció. Ellie lo miró con una mueca.

– Me ha sorprendido la tormenta -dijo, aunque luego pensó que era más que obvio-. Normalmente estoy un poco más presentable.

– La ha sorprendido la tormenta -repitió Charles-. Y doy fe de que normalmente está mucho más presentable. Te aseguro que será una excelente condesa.

– Todavía no he aceptado -murmuró Ellie.

Parecía que Rosejack fuera a desmayarse en cualquier momento.

– Aceptará -dijo Charles con una sonrisa cómplice.

– ¿Cómo puede…?

– ¿Por qué otro motivo habría venido, si no? -la interrumpió él. Se volvió hacia el mayordomo-. Rosejack, el té, por favor. Y no te olvides de la toalla. O mejor trae dos -bajó la mirada hasta los charcos que Ellie estaba dejando en el suelo de madera y volvió a mirar al criado-. Será mejor que traigas varias.

– No he venido a aceptar su proposición -dijo Ellie-. Sólo quería comentar algunas cosas con usted. He…

– Claro, querida -murmuró Charles-. ¿Quiere seguirme hasta el salón? Le ofrecería el brazo, pero me temo que estos días no puedo ofrecer mucha estabilidad -señaló el bastón.

Ellie exhaló con frustración y lo siguió hasta un salón cercano. Estaba decorado en tonos crema y azul y ella no se atrevía a sentarse en ningún sitio.

– No creo que las toallas sean suficientes, milord -dijo. Ni siquiera se atrevía a pisar la alfombra. No con la cantidad de agua que goteaba del vestido.

Charles la observó detenidamente.

– Creo que tiene razón. ¿Le gustaría cambiarse de ropa? Mi hermana está casada y ahora vive en Surrey, pero todavía tiene algunos vestidos aquí. Creo que le irán bien.

A Ellie no le gustaba la idea de ponerse ropa de otra persona sin pedirle permiso, pero la otra opción era caer enferma con fiebre. Se miró los dedos, que le temblaban de frío y humedad, y asintió con la cabeza.

Charles tocó la campana y enseguida llegó una doncella. El conde le dio instrucciones para que la acompañara hasta la habitación de su hermana. Ellie siguió a la muchacha con la sensación de que, sin saber cómo, había perdido un poco el control de su destino.

El conde se sentó en un cómodo sofá, soltó aire, relajado, y luego envió un silencioso agradecimiento al responsable de que Ellie se hubiera presentado en su puerta. Había empezado a temer que tendría que ir a Londres y casarse con una de esas terribles debutantes que su familia le seguía presentando.

Mientras esperaba el té y a la señorita Lyndon, silbó para sus adentros. ¿Por qué había venido? Todavía estaba algo entonado cuando le había hecho aquella extraña proposición el día anterior, pero no tanto como para no calcular los sentimientos de Ellie.

Pensaba que lo rechazaría. Estaba casi seguro.

Era una chica sensible. A pesar del poco tiempo que hacía que la conocía, aquello era obvio. ¿Qué haría que se entregara en matrimonio a un hombre al que apenas conocía?

Algunos motivos eran obvios. Tenía dinero y un título y, si se casaba con él, ella también tendría dinero y un título. Pero Charles sospechaba que no aceptaría por eso. Había visto la mirada de desesperación en sus ojos cuando había…

Frunció el ceño y luego se rió mientras se levantaba para mirar por la ventana. La señorita Lyndon lo había atacado. En la entrada. No había otra palabra para definirlo.

Trajeron el té unos minutos después y Charles dijo a la doncella que lo dejara en la tetera para que siguiera infusionando. Le gustaba fuerte.

Al cabo de unos minutos más, oyó unos dubitativos golpes en la puerta. Se volvió, sorprendido, pues le había dicho a la chica que la dejara abierta.

Ellie estaba en el umbral, con la mano levantada para volver a llamar.

– Pensé que no me había oído -dijo.

– La puerta estaba abierta. No tenía que llamar.

Ella se encogió de hombros.

– No quería molestar.

Charles la invitó a pasar y la observó con detenimiento mientras cruzaba el salón. El vestido de su hermana le iba un poco largo, con lo que tenía que subirse la falda verde pálido para andar. Así fue como pudo ver que no llevaba zapatos. Era curioso comprobar cómo la visión de un pie podía hacer reaccionar a su entrepierna de esa forma…

Ellie vio que le estaba mirando los pies y se sonrojó.

– Su hermana tiene unos pies muy pequeños -dijo-, y mis zapatos están empapados.

Él parpadeó, como si estuviera perdido en sus pensamientos, meneó ligeramente la cabeza y la miró a los ojos.

– No importa -dijo, y luego volvió a deslizar la mirada hasta sus pies.

Ellie se soltó la falda y se preguntó por qué diantres le miraba tanto los pies.

– El verde le queda muy bien -le dijo mientras se acercó cojeando a ella-. Debería llevarlo más a menudo.

– Todos mis vestidos son oscuros y prácticos -respondió ella, con una mezcla de ironía y nostalgia en la voz.

– Una lástima. Tendré que comprarle vestidos nuevos cuando nos casemos.

– ¡Un momento! -protestó Ellie-. No he aceptado su proposición. Sólo he venido a… -se interrumpió cuando se dio cuenta de que estaba gritando y continuó en un tono más relajado-. Sólo he venido a hablarlo con usted.

Él sonrió muy despacio.

– ¿Qué quiere saber?

Ellie suspiró mientras deseaba haber iniciado la conversación con un poco más de serenidad. Aunque, claro, tampoco habría servido de mucho, teniendo en cuenta la entrada que había protagonizado. El mayordomo jamás se lo perdonaría. Levantó la mirada y dijo:

– ¿Le importa si me siento?

– Claro que no. Qué maleducado -señaló el sofá y ella se sentó-. ¿Quiere servir el té?

– Sí, me encantaría. -Ellie se acercó la bandeja y empezó a servir. Servir té a ese hombre en su propia casa parecía algo terriblemente íntimo-. ¿Leche?

– Por favor. Sin azúcar.

Ella sonrió.

– Yo lo tomo igual.

Charles bebió un sorbo y la observó por encima del borde de la taza. Estaba nerviosa. No podía culparla. Era una situación muy extraña y tenía que admirarla por mostrar tanta fortaleza. La vio beberse el té y luego dijo:

– Por cierto, su pelo no es rojo.

Ellie se atragantó con la infusión.

– ¿Cómo lo llaman? -se preguntó Charles, mientras levantaba las manos como si eso pudiera despertarle el cerebro-. Ah, sí, rubio fresa. Aunque el nombre me parece de lo más inapropiado.

– Es rojo -dijo Ellie sin rodeos.

– No, no, no lo es. Es…

– Rojo.

Él dibujó una perezosa sonrisa.

– Está bien, si insiste, es rojo.

La joven se quedó extrañamente decepcionada de que hubiera cedido. Siempre había querido que su pelo fuera de un color más exótico que simplemente rojo. Era un regalo inesperado de algún antepasado irlandés del que ya no se acordaban. Lo único bueno era que había sido una fuente de irritación constante para su padre, que tenía náuseas de pensar que podía haber un católico en algún rincón de su árbol genealógico.

A Ellie siempre le había gustado pensar que había algún pícaro católico en la familia. Siempre le había gustado la idea de algo extraordinario, algo que rompiera la monotonía de su rutinaria vida. Miró a Billington, que estaba sentado elegantemente en una silla delante de ella.

Decidió que ese hombre entraba en la categoría de algo extraordinario. Igual que la situación en la que la había puesto recientemente. Dibujó una débil sonrisa mientras pensaba que tendría que ser más fuerte. Tenía una cara increíblemente hermosa y su encanto… Bueno, nadie discutía que no era letal. Sin embargo, tenía que llevar esa conversación como la mujer sensata que era. Se aclaró la garganta.

– Creo que estábamos hablando de… -frunció el ceño-. ¿De qué estábamos hablando?

– De su pelo -respondió él, arrastrando las palabras.

Ellie notó cómo se sonrojaba.

– Sí. Ya. Mmm…

Charles se apiadó de ella y dijo:

– Imagino que no querrá explicarme qué la ha hecho reconsiderar mi proposición.

Ella levantó la mirada de golpe.

– ¿Qué le hace pensar que ha sido algo en concreto?

– Lleva la desesperación escrita en la mirada.

Ellie ni siquiera podía fingir sentirse ofendida por ese comentario porque sabía que era verdad.

– Mi padre volverá a casarse el mes que viene -dijo después de un largo suspiro-. Su prometida es una bruja.

Él apretó los labios.

– ¿Tan mala es?

Ellie tenía la sensación de que Charles creía que exageraba.

– No bromeo. Ayer me dio dos listas. En la primera había todos los quehaceres de la casa que debo realizar, aparte de los que ya hago.

– ¿Y qué? ¿La obligaba a limpiar la chimenea? -se burló él.

– ¡Sí! -exclamó Ellie-. ¡Sí, y no era broma! Y encima tuvo la desfachatez de decirme que como demasiado cuando le dije que no cabría en la chimenea.

– A mí me parece que tiene la talla perfecta -murmuró Charles. Sin embargo, ella no lo oyó, aunque quizá era mejor. No quería asustarla. No cuando estaba tan cerca de conseguir inscribir su nombre en el maldito certificado de matrimonio.

– ¿Y la otra lista? -le preguntó.

– Posibles maridos -respondió ella con la voz asqueada.

– ¿Aparecía yo?

– Le aseguro que no. Sólo anotó nombres de hombres a los que cree que puedo aspirar.

– Pobre.

Ellie frunció el ceño.

– No tiene demasiada buena opinión de mí.

– Me estremezco al pensar quién estaba en la lista.

– Varios hombres de más de sesenta años, uno de menos de dieciséis y uno que es tonto.

Charles no pudo evitarlo. Se echó a reír.

– ¡No me hace gracia! -exclamó Ellie-. Y ni siquiera he mencionado al que pegaba a su primera mujer.

Él se puso serio al instante.

– No se casará con alguien que le pegue.

Ellie se quedó boquiabierta. Parecía casi como si fuera suya. Qué extraño.

– Le aseguro que no lo haré. Si me caso, escogeré con quién. Y me temo, milord, que, de todas mis opciones, usted parece el mejor partido.

– Me halaga -farfulló él.

– Pensaba que no tendría que casarme con usted. Charles frunció el ceño porque creía que no tenía por qué estar tan resignada.

– Tengo dinero -continuó ella-. El suficiente para sobrevivir durante un tiempo. Al menos, hasta que mi hermana y su marido regresen de sus vacaciones.

– ¿Qué será…?

– Dentro de tres meses -respondió Ellie-. O quizá un poco más tarde. Su hijo tiene un pequeño problema respiratorio y el médico les ha dicho que un clima más cálido le iría bien.

– Espero que no sea nada grave.

– No -respondió Ellie, reforzando la respuesta con un movimiento de cabeza-. Es una de esas cosas que se superan. Pero me temo que sigo sin opciones.

– No la entiendo -dijo Charles.

– El abogado no quiere darme el dinero. -Ellie le relató los acontecimientos del día, aunque obvió su indigna discusión con el cielo. Ese hombre no tenía por qué saberlo todo de ella. Era mejor no decir nada que pudiera hacerlo creer que estaba trastornada.

Charles se quedó sentado sin decir nada y jugueteando con los dedos mientras la escuchaba.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga por usted? -le preguntó cuando ella terminó.

– En un mundo ideal, me gustaría que fuera al despacho del abogado en mi nombre y le pidiera que le dejara sacar mi dinero -respondió ella-. Entonces, podría vivir tranquilamente en Londres y esperar a mi hermana.

– ¿Y no casarse conmigo? -preguntó él, con una sonrisa cómplice.

– No va a pasar, ¿verdad?

Él meneó la cabeza.

– Quizá podría casarme con usted, usted saca mi dinero y, una vez que se haya asegurado la herencia, podríamos obtener la anulación… -intentó parecer convincente, pero sus palabras quedaron en el aire cuando vio que él meneaba la cabeza.

– Este planteamiento presenta dos problemas -dijo.

– ¿Dos? -repitió ella. Quizá habría podido solucionar uno, pero ¿dos? Lo dudaba.

– El testamento de mi padre plantea específicamente la posibilidad de un matrimonio de conveniencia únicamente para conseguir la herencia. Si solicitara la anulación, lo perdería todo, y el dinero iría a Parar a manos de mi primo.

A Ellie se le detuvo el corazón.

– Y, en segundo lugar -continuó él-, una anulación implicaría que no habríamos consumado el matrimonio. Ellie tragó saliva.

– Yo no veo ningún problema en eso.

Él se inclinó hacia delante.

– ¿De veras? -preguntó con suavidad.

A ella no le gustaba el brinco que le había dado el corazón. El conde era demasiado atractivo para su bien…, demasiado atractivo para el bien de ella.

– Si nos casamos -dijo Ellie, ansiosa por cambiar de tema-, tendrá que sacar mi dinero por mí. ¿Puede hacerlo? Porque, si no, no me casaré con usted.

– Podré proporcionarle lo que quiera sin necesidad de ese dinero -dijo Charles.

– Pero es mío, y he trabajado muy duro. No pienso dejar que se pudra en las manos de Tibbett.

– Claro que no -farfulló el conde, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por no reír.

– Es por principios.

– Y lo que le importa son los principios, ¿verdad?

– Absolutamente -hizo una pausa-. Aunque está claro que los principios no dan de comer. Si no, no estaría aquí.

– Muy bien. Conseguiré su dinero. No será demasiado difícil.

– Para usted, quizá no -farfulló Ellie algo contrariada-. Pero yo ni siquiera he logrado que ese hombre admita que soy más inteligente que una oveja.

Charles se rió.

– No tema, señorita Lyndon. Yo no cometeré el mismo error.

– Y ese dinero será mío -insistió Ellie-. Sé que cuando nos casemos, todas mis propiedades, por escasas que sean, serán suyas, pero me gustaría disponer de una cuenta aparte a mi nombre.

– Hecho.

– ¿Y se asegurará de que el banco sepa que seré la única que controle esos fondos?

– Si lo desea.

Ellie lo miró con suspicacia. Charles reconoció la mirada y dijo:

– Tengo dinero más que suficiente, siempre que nos casemos enseguida. No necesito el suyo.

Ella respiró tranquila.

– Perfecto. Me gusta invertir y no me gustaría tener que pedirle la firma cada vez que quiera hacer una transacción.

Charles se quedó boquiabierto.

– ¿Invierte?

– Sí, y si me permite decirlo, se me da bastante bien. El año pasado, saqué grandes beneficios con el azúcar.

Él sonrió con incredulidad. Estaba seguro de que se llevarían de maravilla. Las horas junto a su nueva mujer serían más que placenteras y, por lo visto, sería capaz de entretenerse mientras él se ocupaba de sus asuntos en Londres. Lo último que necesitaba era atarse a una mujer que lloriqueara cada vez que la dejara sola.

Entrecerró los ojos.

– No es una de esas mujeres controladoras, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– Lo último que necesito es una mujer que quiera dirigirme la vida. Necesito una esposa, no una gobernanta.

– Es bastante exigente para alguien que sólo tiene catorce días antes de perder su fortuna para siempre.

– El matrimonio es para toda la vida, Eleanor.

– Créame, lo sé.

– ¿Y bien?

– No -respondió ella, casi poniendo los ojos en blanco-. No lo soy. Aunque eso no implica que no quiera dirigir mi propia vida, por supuesto.

– Por supuesto -asintió él.

– Pero no interferiré en la suya. Ni siquiera sabrá que existo.

– No sé por qué, lo dudo.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

– Ya sabe a qué me refiero.

– Muy bien -dijo él-. Creo que hemos llegado a un acuerdo bastante justo. Me caso con usted, y usted consigue su dinero. Se casa conmigo, y yo consigo mi dinero.

Ellie parpadeó.

– No lo había visto así, pero, sí, es el resumen del acuerdo.

– Perfecto. ¿Tenemos un trato?

Ella tragó saliva mientras intentaba ignorar la terrible sensación de que acababa de vender su alma al diablo. Como acababa de decir el conde, el matrimonio era para siempre, y ella apenas hacía dos días que lo conocía. Cerró los ojos un segundo y asintió.

– Excelente. -Charles se levantó sonriente y se apoyó en el brazo de la butaca mientras agarraba el bastón-. Tenemos que cerrarlo de una forma más festiva.

– ¿Champán? -propuso Ellie, aunque enseguida quiso regañarse por ser tan atrevida. Siempre había querido saber qué gusto tenía.

– Buena idea -murmuró él mientras se acercaba al sofá donde estaba ella-. Estoy seguro de que debe haber alguna botella en la casa. Pero yo estaba pensando en algo un poco distinto.

– ¿Distinto?

– Más íntimo.

Se le cortó la respiración.

Charles se sentó a su lado.

– Creo que un beso sería lo más apropiado.

– Oh -dijo Ellie, muy rápido y en voz alta-. No es necesario -y, por si él no la había entendido, agitó con fuerza la cabeza.

Él la agarró por la barbilla de forma ligera pero firme.

Au contraire, esposa mía. Creo que es muy necesario.

– No soy su…

– Lo será.

Ellie no tenía réplica.

– Debería estar seguro de que encajamos, ¿no cree? -se le acercó un poco más.

– Seguro que encajamos. No tenemos que…

Charles redujo a la mitad la distancia que los separaba.

– ¿Le han dicho alguna vez que habla mucho?

– Uy, muchas veces -respondió ella, desesperada por hacer o decir lo que fuera con tal de evitar que la besara-. De hecho…

– Y en los momentos más inoportunos -meneó la cabeza en un dulce gesto de reprimenda.

– Bueno, es que mi sentido de la oportunidad no es ideal. Mire…

– Cállese.

Y lo dijo con una autoridad tan suave que ella se calló. O quizá fue por la ardiente mirada en sus ojos. Nadie había mirado nunca a Eleanor Lyndon con ardor. Aquello era más que sorprendente.

Charles pegó sus caderas a las de ella y todo el cuerpo de Ellie dio un brinco cuando le acarició el cuello.

– Oh, Dios mío -susurró.

Él se rió.

– También habla mientras besa.

– Oh -ella levantó la cabeza algo nerviosa-. ¿No tengo que hacerlo?

Él se echó a reír con tanta fuerza que tuvo que separarse y sentarse.

– En realidad -dijo, en cuanto pudo-, me resulta de lo más atractivo. Siempre que sean cumplidos.

– Oh -repitió ella.

– ¿Volvemos a intentarlo? -le preguntó.

Ellie había usado todas las protestas con el primer beso. Además, ahora que lo había probado una vez, sentía un poco más de curiosidad. Asintió lentamente.

En los ojos de Charles se reflejó algo muy masculino y posesivo, y sus labios volvieron a rozarla. Fue tan suave como el primero, pero mucho, mucho más apasionado. La lengua de Charles se acercó a sus labios hasta que ella los separó con un suspiro. Entonces él se adentró y exploró su boca con una tranquila confianza.

Ellie se dejó llevar por el momento y se apoyó en él. Era cálido y fuerte y había algo emocionante en cómo sus manos se aferraban a su espalda. Se sintió marcada y quemada, como si él le acabara de poner su sello.

La pasión de Charles aumentó… y la asustó. Ellie nunca había besado a un hombre, pero estaba segura de que él era un experto. No sabía qué hacer y él sabía demasiado y… se tensó porque, de repente, la situación la sobrepasó. Aquello no estaba bien. No lo conocía y…

El conde se separó porque percibió que ella no estaba a gusto.

– ¿Se encuentra bien? -le susurró.

Ellie intentó recordar cómo respirar y, cuando por fin recuperó la voz, dijo:

– Ya lo ha hecho antes, ¿verdad? -y entonces cerró los ojos un momento y farfulló-: ¿Qué estoy diciendo? Claro que sí.

Él asintió mientras su cuerpo se agitaba con una carcajada silenciosa.

– ¿Supone algún problema?

– No estoy segura. Tengo la sensación de ser una especie de… -no pudo terminar.

– ¿Una especie de qué?

– De premio.

– Bueno, le aseguro que lo es -respondió Charles, dejando claro con el tono de voz que su intención era halagarla.

Pero Ellie no lo interpretó de la misma forma. No le gustaba verse como un objeto que se ganaba, y particularmente no le gustaba el hecho de que Billington consiguiera marearla de tal forma que, cuando la besaba, perdía toda la capacidad de razonar. Se alejó de él y se sentó en la butaca que había ocupado él antes. Todavía conservaba el calor de su cuerpo y ella habría jurado que podía olerlo y…

Meneó la cabeza. ¿Qué diantres le había hecho ese beso? Sus pensamientos iban de un lado a otro sin un rumbo concreto. No estaba segura de si se gustaba de aquella forma, alterada y estúpida. Se irguió y levantó la cabeza.

Charles arqueó las cejas.

– Presiento que tiene algo importante que decirme. Ellie frunció el ceño.

¿Tan transparente era?

– Sí-dijo-. Acerca de ese beso…

– Estoy encantado de hablar de ese beso -dijo, y ella no estaba segura de si estaba riendo, sonriendo o…

Lo estaba haciendo otra vez. Volvía a perder los papeles. Aquello era peligroso.

– No puede volver a suceder -soltó de repente.

– ¿En serio? -preguntó él, arrastrando las palabras.

– Si voy a casarme con usted…

– Ya ha aceptado -dijo él, con una voz que parecía muy peligrosa.

– Lo sé, y no soy de las que no mantiene su palabra. -Ellie tragó saliva y se dio cuenta de que era lo que estaba a punto de hacer-. Pero no puedo casarme con usted a menos que acordemos no… no…

– ¿Consumar el matrimonio? -terminó él por ella como si nada.

– ¡Sí! -dijo ella, con un suspiro de alivio-. Sí, exactamente.

– No puedo.

– No sería para siempre -añadió ella enseguida-. Sólo hasta que me acostumbre a… al matrimonio.

– ¿Al matrimonio o a mí?

– A ambos.

Charles se quedó callado un minuto.

– No pido tanto -dijo Ellie, al final, desesperada por romper el silencio-. No quiero una asignación desorbitada. No necesito joyas o vestidos…

– Necesita vestidos -la interrumpió él.

– Está bien -aceptó ella mientras pensaba que sería maravilloso ponerse algo que no fuera marrón-. Necesito vestidos, pero nada más.

Él la miró muy serio.

– Yo necesito más.

Ella tragó saliva.

– Y lo tendrá. Pero no enseguida.

Él juntó los dedos. Era un gesto que, en la mente de Ellie, ya se había convertido en algo propio y único de él.

– Está bien -asintió-. Acepto. Siempre que usted haga algo por mí a cambio.

– Cualquier cosa. Bueno, casi cualquier cosa.

– Imagino que tendrá pensado comunicarme cuándo estará lista para consumar el matrimonio.

– Eh…, sí -dijo Ellie. No lo había pensado. Era difícil pensar en algo cuando lo tenía sentado delante, mirándola fijamente.

– En primer lugar, debo insistir en que su participación en el acto marital no queda irrazonablemente excluida.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿Ha estudiado la ley? Porque todo esto suena terriblemente legal.

– Un hombre de mi posición debe engendrar un heredero, señorita Lyndon. Sería una estupidez por mi parte seguir adelante con nuestro acuerdo sin su promesa de que nuestra abstinencia no será una situación permanente.

– Por supuesto -respondió ella, muy despacio, mientras intentaba ignorar la inesperada tristeza que se apoderó de su corazón. Pensaba que había despertado una mayor pasión en él. Debería haberlo sabido. Tenía otros motivos para besarla-. No… No le haré esperar una eternidad.

– Perfecto. Y ahora vayamos a la segunda parte de mis condiciones.

A Ellie no le gustó la mirada que vio en sus ojos. Él se inclinó hacia delante.

– Me reservo el derecho de intentar convencerla de lo contrario.

– No le entiendo.

– ¿No? Acérquese.

Ella meneó la cabeza.

– No creo que sea una buena idea.

– Acérquese, Eleanor.

El hecho de que la llamara por el nombre de pila la sorprendió. No le había dado permiso para hacerlo y, sin embargo, había aceptado casarse con él, así que supuso que no podía ponerle peros.

– Eleanor -repitió él, que dejó entrever su impaciencia por su tardanza. Cuando ella siguió sin responder, alargó el brazo, la agarró de la mano, la obligó a rodear la mesita de caoba y la sentó en sus rodillas.

– Lord Billing…

Le tapó la boca con la mano mientras sus labios se pegaron a su oreja.

– Cuando he dicho que me reservaba el derecho de intentar convencerla de lo contrario -le susurró-, me refería a esto.

Volvió a besarla, y Ellie perdió totalmente la capacidad de pensar. De repente, él interrumpió el beso y la dejó temblando. Sonrió.

– ¿Le parece justo?

– Yo… ah…

Parecía que él disfrutaba de su desconcierto.

– Es la única forma en que voy a aceptar su petición.

Ella asintió hipnotizada. Al fin y al cabo, ¿con qué frecuencia iba a querer besarla? Se levantó tambaleándose.

– Será mejor que me vaya a casa.

– Perfecto. -Charles miró por la ventana. Ya no llovía, pero había empezado a atardecer-. En cuanto a los demás pormenores de nuestro acuerdo, podemos ir solucionándolos sobre la marcha.

Ellie abrió la boca, sorprendida:

– ¿Pormenores?

– Imaginé que una mujer de sus sensibilidades querría estipular sus obligaciones.

– Supongo que usted también tendrá «obligaciones».

Charles dibujó una media sonrisa irónica.

– Por supuesto.

– Muy bien.

La tomó del brazo y la acompañó hasta la puerta.

– Haré que un carruaje la lleve a casa y la vaya a recoger mañana.

– ¿Mañana? -preguntó ella, casi sin aire.

– No tengo tiempo que perder.

– ¿No necesitamos una licencia?

– Ya la tengo. Sólo hay que escribir su nombre.

– ¿Puede hacer eso? -preguntó ella-. ¿Es legal?

– Si conoces a las personas adecuadas, puedes hacer lo que quieras.

– Pero tendré que prepararme. Hacer el equipaje -«Encontrar algo que ponerme», se dijo en silencio. No tenía nada adecuado para casarse con un conde.

– Está bien -dijo él, algo seco-. Pasado mañana.

– Demasiado pronto. -Ellie colocó los brazos en jarra en un intento de mostrarse más firme.

Él se cruzó de brazos.

– Dentro de tres días, y es mi última oferta.

– Trato hecho, milord -dijo Ellie con una sonrisa. Se había pasado los últimos cinco años negociando de forma clandestina. Palabras como «última oferta» le resultaban familiares y cómodas. Mucho más que «matrimonio».

– De acuerdo, pero si tengo que esperarme tres días, tengo que pedirle algo a cambio.

Ella entrecerró los ojos.

– No es demasiado caballeroso cerrar un trato y luego seguir añadiendo condiciones.

– Creo que es exactamente lo que usted ha hecho con respecto a la consumación de nuestro matrimonio.

Ellie se sonrojó.

– De acuerdo. ¿Qué quiere?

– Es algo benigno, se lo prometo. Sólo pido una tarde en su compañía. Al fin y al cabo, la estoy cortejando, ¿no es cierto?

– Supongo que podríamos llamarlo…

– Mañana -la interrumpió él-. La recogeré puntual a la una del mediodía.

Ellie asintió con la cabeza porque no confiaba en que pudiera hablar.

Al cabo de unos minutos, apareció un coche de dos caballos y Charles observó cómo un mozo la ayudaba a subir. Se apoyó en el bastón y dobló el tobillo. Sería mejor que la maldita lesión se curara pronto; tenía la sensación de que tendría que perseguir a su mujer por toda la casa.

Se quedó en la escalinata de la entrada unos minutos después de perder el coche de vista, observando cómo el sol se acercaba al horizonte y teñía el cielo.

«Su pelo», pensó de repente. El pelo de Eleanor era del mismo color del sol en su momento preferido del día.

Sintió cómo su corazón se llenaba de una inesperada alegría, y sonrió.

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