CAPITULO 12

Al día siguiente, Ellie se despertó con una ligera mayor disposición hacia su marido. Era difícil mantener el enfado con un hombre que adoraba así a los niños.

¿Que no se tomaba el matrimonio tan en serio como a ella le hubiera gustado? Eso no lo convertía en mala persona. Irreverente, quizá, pero no malo y, después de todos esos años de convivencia con su padre, Ellie empezaba a pensar que ser irreverente era incluso bueno. Obviamente, Charles todavía tenía que cambiar mucho antes de ser el marido en el que ella pudiera confiar a ciegas, pero, al menos, la excursión de la noche anterior con Judith había alimentado un poco las esperanzas de que podrían tener un matrimonio decente.

Aunque eso no quería decir que estuviera pensando en caer en su trampa e intentara seducirlo. Ellie no tenía ninguna duda sobre quién tendría el control de dicha situación. Se lo imaginaba perfectamente. Se acercaría para darle un beso, que era lo único que ella sabía hacer, y, a los pocos segundos, la seductora se habría convertido en seducida.

Sin embargo, para ser justos, Charles había mantenido su palabra. Se había encargado de los asuntos financieros de Ellie, para su mayor alegría, pues que se moría de ganas de ponerse a trabajar. En algún momento de la noche, Charles había deslizado un papel por debajo de la puerta con toda la información que ella necesitaría para tomar las riendas de sus ahorros. Era de agradecer que se hubiera acordado y Ellie decidió que, cada vez que quisiera estrangularlo, algo que sucedía con una frecuencia que ella esperaba que disminuyera con el tiempo, pensaría en su amabilidad.

Se marchó a ver al nuevo abogado después de desayunar. No había tostadas, claro; la señora Stubbs se negaba rotundamente a hacerlas, algo que a Ellie le parecía un poco presuntuoso para un ama de llaves. Aunque claro, si lo único que podía esperar era otro cuadrado seco y quemado que pareciera como si algún día se hubiera originado de una rebanada de pan, estaba segura de que no merecía la pena discutir.

Pero entonces recordó lo que había visto la noche anterior: alguien había colocado la rejilla donde ella la había dejado. Si sabía lo que hacía, y estaba segura de que sí, en Wycombe Abbey podrían volver a comer tostadas deliciosas toda la vida.

Se dijo que debía comprobarlo cuando volviera.

El nuevo abogado de Ellie era un hombre de mediana edad llamado William Barnés, y era obvio que Charles le había dejado claro que su mujer estaría al cargo de sus finanzas. El señor Barnes era la educación personificada, e incluso expresó su gran respeto por los conocimientos y la visión de Ellie para los negocios. Cuando ella le dijo que invirtiera la mitad de sus ahorros en una cuenta conservadora y la otra mitad en el negocio del algodón, más arriesgado, el señor Barnes chasqueó la lengua como muestra de aprobación por el valor que Ellie daba a la diversificación.

Era la primera vez que Ellie había podido reclamar crédito por sus expertas gestiones, y le pareció una sensación embriagadora. Le gustaba poder hablar por sí misma y no tener que empezar cada frase con: «A mi padre le gustaría…» o «Mi padre cree que…».

La única opinión de su padre sobre el dinero era que era fuente de mucha maldad y Ellie estaba encantada de poder decir: «Quiero invertir mi dinero de la siguiente forma». Imaginaba que la mayoría la considerarían excéntrica; normalmente, las mujeres no gestionaban su propio dinero. Pero no le importaba. De hecho, disfrutaba mucho de su recién descubierta independencia.

Cuando regresó a Wycombe Abbey, estaba de buen humor, y decidió esforzarse todavía más en convertir aquella gran propiedad en su casa. Sus esfuerzos dentro de aquellas paredes habían acabado en sonados fracasos, así que decidió pasar el día fuera y conocer personalmente a los arrendatarios. Era una aventura que valía la pena; sabía que, a menudo, las relaciones entre dueño y arrendatarios marcaban la diferencia entre unas tierras prósperas y unas tierras pobres. Si algo había aprendido como hija del vicario, era escuchar las preocupaciones de la gente y ayudarlos a encontrar soluciones a sus problemas. Como señora de esas tierras, su poder y posición serían mucho más elevados, pero estaba segura de que el proceso sería el mismo.

Aquello sí que sabía hacerlo.

Aunque claro, también sabía arreglar hornos y cuidar rosas, y todo le había salido mal.

Regresó poco después de mediodía y Rosejack la informó de que el conde había salido a dar un paseo a caballo. Daba igual; prefería conocer a los arrendatarios sin la imponente presencia del conde junto a ella. Helen sería una mejor compañía y Ellie esperaba que aceptara.

Y así fue. Cuando la encontró en el salón, Helen respondió:

– Oh, encantada. He tenido que encargarme de eso yo sola durante años y, para serte sincera, creo que no se me da demasiado bien.

– Bobadas -respondió Ellie con una sonrisa cómplice.

– No, de veras. Puedo llegar a ser muy tímida y nunca he sabido qué decirles.

– Entonces, no se hable más. Estoy encantada de asumir la responsabilidad, pero tendrás que acompañarme para guiarme.

Cuando salieron, el aire era frío, pero el sol estaba en lo alto del cielo y brillaba con la promesa de una tarde cálida. Tardaron unos veinte minutos en llegar al primer grupo de casas. Ellie seguramente habría tardado cinco minutos menos, pero hacía tiempo que había aprendido a adaptar sus andares rápidos y desbocados al ritmo de los demás.

– La primera casa es de Thom y Bessie Stillwell -dijo Helen- Tienen un pequeño trozo de tierra donde siembran avena y cebada. La señora Stillwell también hace remiendos para ganarse unas monedas más.

– Stillwell -se repitió Ellie mientras anotaba el apellido en una pequeña libreta-. Avena. Cebada. Remiendos -levantó la mirada-. ¿Hijos?

– Dos, creo. Ah, no, espera, ahora son tres. Hace unos meses tuvieron una niña.

Ellie llamó a la puerta y les abrió una mujer de unos veinticinco años.

– Oh, señora Pallister, ¿cómo está? -le dijo a Helen, casi disculpándose con la mirada-. No la esperaba. ¿Le apetece una taza de té? Me temo que no tengo galletas.

– No se preocupe, señora Stillwell -respondió Helen-. No le hemos dicho que veníamos, de modo que no esperamos que nos reciba con todos los honores.

– No, no, claro que no -respondió Bessie, que no parecía demasiado convencida. Miró a Ellie y empezó a ponerse nerviosa. Había oído que el conde se había casado y no se equivocaba al imaginar que Ellie era la nueva condesa. Ésta decidió sacarla de dudas.

– ¿Cómo está, señora Stillwell? -dijo-. Soy la nueva condesa de Billington y es un placer conocerla.

Bessie hizo una rápida reverencia y farfulló un saludo. Ellie se preguntó qué experiencias había tenido aquella gente con la aristocracia para estar tan nerviosos en su presencia. Dibujó su más cálida sonrisa y dijo:

– Es la primera arrendataria que visito. Tendré que confiar en sus buenos consejos. Estoy convencida de que sabrá decirme la mejor ruta si quiero visitar a todos los demás esta tarde.

Bessie agradeció la sugerencia de poder aconsejar a una condesa y la charla continuó en un tono tan agradable como Ellie podía esperar. Descubrió que los hijos de los Stillwell se llamaban Thom Junior, Billy y Katey, que la familia estaba pensando en comprar otro cerdo y que el tejado tenía una gotera, algo que Ellie prometió arreglar lo antes posible.

– No, Thom puede encargarse. Es un manitas -dijo Bessie. Y luego bajó la mirada-. Lo que no tenemos son los materiales necesarios.

Ellie imaginó que el último año había sido difícil para los Stillwell. Sabía que, en Bellfield, las cosechas no habían sido tan abundantes como otros años, y supuso que por las cercanías de Wycombe Abbey había sucedido lo mismo.

– Entonces, me aseguraré de que les envíen los materiales -dijo-. Es lo menos que podemos hacer. Nadie tendría que vivir con goteras en el tejado.

Bessie le dio las gracias y, al final del día, Ellie había tenido tanto éxito con los arrendatarios que, con frecuencia, Helen decía:

– No sé cómo lo haces. Acabas de conocerlos y no sé por qué presiento que todos estarían dispuestos a lanzarse bajo las ruedas de un carromato por ti.

– Sólo tienes que asegurarte de que sepan que estás a gusto con ellos. Cuando lo sepan, estarán a gusto contigo.

Helen sonrió.

– Supongo que la señora Smith no tiene ninguna duda de que estás cómoda con ella, después de ver cómo te has subido a una escalera y has inspeccionado el nido de pájaros de su tejado.

– No podía no hacerlo. Si los pájaros estaban quitándole la paja del tejado podrían haber provocado un problema grave. Por eso creo que el nido debería trasladarse a algún árbol cercano. Sin embargo, no estoy segura de cómo hacerlo sin asustar a las crías. He oído que, si un humano toca a las crías, la madre ya no las alimentará nunca más.

Helen meneó la cabeza.

– ¿Dónde aprendes esas cosas?

– De mi cuñado -respondió Ellie mientras agitaba la mano en el aire-. Siempre ha sido bastante científico. Ya hemos llegado. La última casa del día.

– Aquí vive Sally Evans -dijo Helen-. Enviudó hace casi un año.

– Qué pena -murmuró Ellie-. ¿De qué murió su marido?

– De fiebre. Asoló el pueblo el año pasado, pero él fue la única víctima.

– ¿La señora Evans puede mantenerse sola? ¿Tiene hijos?

– No -respondió Helen-. Llevaba casada menos de un año. Y no sé cómo se gana la vida. Imagino que dentro de poco se buscará otro marido. Tiene un pequeño huerto y unos cuantos animales, pero cuando sacrifique a los cerdos no sé qué va a hacer. Su marido era herrero, de modo que ella no tiene ninguna tierra para intentar sembrar algo. Además, aunque la tuviera, dudo que pudiera arreglárselas sola.

– Sí -asintió Ellie mientras levantaba la mano para llamar a la puerta-, trabajar la tierra es muy duro. Demasiado para una mujer sola. O un hombre solo, da lo mismo.

Sally Evans era más joven de lo que Ellie se esperaba y enseguida reconoció las líneas de dolor agrietando su pálida cara. Estaba claro que la mujer todavía lloraba a su marido.

Mientras Helen las presentaba, Ellie echó un vistazo a la pequeña casa. Estaba limpia y ordenada, pero tenía cierto aire abandonado, como si Sally pudiera encargarse de las pequeñas cosas de la vida, pero de las grandes todavía no. Todo estaba en su sitio, pero había un montón de ropa en el suelo que llegaba hasta la altura de la cadera de Ellie y varios trozos de una silla rota arrinconados esperando a que alguien los arreglara. La casa estaba tan fría que Ellie se preguntó cuánto hacía que Sally no encendía el fuego.

Durante la entrevista, quedó claro que la joven viuda se dejaba llevar por la vida. Su marido y ella no habían sido bendecidos con hijos y ahora estaba sola en su dolor.

Mientras Ellie pensaba en eso, Helen se estremeció y era imposible decidir quién estaba más avergonzada, si Sally por la temperatura de su casa o Helen por haberlo puesto de manifiesto.

– Lo siento mucho, señora Pallister -dijo Sally.

– No, no te preocupes, de verdad, soy yo. Creo que estoy incubando un resfriado y…

– No tiene que excusarse -la interrumpió Sally, con un rostro bastante melancólico-. La casa está helada y todas lo sabemos. Pero es que la chimenea está estropeada y no he podido arreglarla todavía y…

– ¿Por qué no le echo un vistazo? -dijo Ellie mientras se levantaba.

De repente, la expresión de Helen fue de auténtico pánico.

– No voy a intentar arreglarla -dijo Ellie en un tono molesto-. Nunca intento arreglar nada que no sé arreglar.

Helen hizo una mueca tan irónica que Ellie sabía que se moría por sacar a relucir el tema de las tostadas.

– Pero sé reconocer cuando algo está estropeado -continuó Ellie-. ¿Por qué no me ayudáis a mover este tronco?

Sally se levantó de inmediato y, al cabo de unos segundos, Ellie estaba de pie en la chimenea, mirando hacia arriba y sin ver nada.

– Esto está oscuro como la noche. Sally, ¿qué sucede cuando intentas encender el fuego?

– Que la casa se llena de humo negro -respondió la chica mientras le acercaba una lámpara.

Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Ellie levantó la mirada y vio que el agujero de la chimenea estaba mugriento.

– En mi opinión, sólo necesita una buena limpieza. Enviaremos a alguien de inmediato a hacerlo. Estoy segura de que el conde estaría de acuerdo conmigo en que…

– ¿Estaría de acuerdo contigo en qué? -dijo una divertida voz desde la puerta.

Ellie se quedó de piedra. A Charles no le iba a hacer ninguna gracia encontrársela con la cabeza metida en una chimenea.

– ¡Charles! -exclamó Helen-. ¡Qué sorpresa! Ven y mira lo que…

– Me ha parecido oír la voz de mi encantadora esposa -la interrumpió él.

Sally le respondió:

– Ha sido muy amable. La chimenea…

– ¿Qué?

Ellie hizo una mueca y consideró seriamente escalar por el tubo de la chimenea.

– Eleanor -dijo él, muy serio-, sal de la chimenea ahora mismo.

Ella vio unos pequeños escalones en la pared de piedra. Si subía uno o dos, no podría verla.

– ¡Eleanor! -exclamó Charles, enfadado.

– Charles, ella sólo… -añadió Helen, en tono conciliador.

– De acuerdo, pues iré a buscarte -dijo él, todavía más enfadado, a pesar de que Ellie creía que eso era imposible.

– ¡Señor! No hay espacio -dijo Sally, presa del pánico.

– Eleanor, voy a contar hasta tres -otra vez Charles, que estaba… Bueno, Ellie ya no veía el sentido a analizar lo enfadado que estaba.

Quería salir y enfrentarse a sus reprimendas, de verdad que sí. No era cobarde por naturaleza, pero cuando él dijo «Uno», se quedó helada, cuando dijo «Dos», dejó de respirar y, si Charles dijo «Tres», ella no lo oyó por encima del ruido de la sangre latiéndole en las orejas.

Entonces, notó cómo él se metía en la chimenea a su lado y, de repente, recuperó el cerebro:

– ¡Charles! ¿Qué demonios haces?

– Intentar meter un poco de sentido común en esa cabecita tuya.

– ¿A la fuerza? -dijo ella entre dientes-. ¡Ay!

– ¿Qué? -preguntó él.

– Tu codo.

– Sí, bueno, tu rodilla…

– ¿Estáis bien? -preguntó Helen, preocupada.

– ¡Dejadnos solos! -gritó Charles.

– Bueno, milord -dijo Ellie en tono sarcástico-, creo que aquí estamos bastante solos…

– Mujer, deberías aprender cuándo callar.

– Sí, bueno… -y sus palabras quedaron en el aire cuando oyó cómo la puerta de la casa se cerraba. De repente fue muy consciente de que estaba metida en un espacio muy estrecho con su marido, y de que sus cuerpos estaban pegados de formas que no deberían ser legales.

– ¿Ellie?

– ¿Charles?

– ¿Te importaría explicarme por qué estás en una chimenea?

– No lo sé -respondió ella, arrastrando las palabras, enorgulleciéndose de ella misma por su savoir-faire-. ¿Quieres decirme tú qué estás haciendo en una chimenea?

– Ellie, no pongas a prueba mi paciencia.

Ella opinaba que ya habían dejado atrás la fase de las pruebas, pero fue lista y se guardó esos pensamientos para sí. Dijo:

– No había ningún peligro, por supuesto.

– Por supuesto -respondió él, y a Ellie la impresionó la cantidad de sarcasmo que imprimió a esas dos palabras. Hacer algo así era un talento.

– Sólo habría sido peligroso si el fuego hubiera estado encendido, pero no lo estaba, claro.

– Uno de estos días voy a tener que estrangularte antes de que te mates.

– No te lo recomendaría -dijo ella, con un hilo de voz, mientras intentaba deslizarse hacia abajo. Si podía salir antes que él, ganaría el tiempo suficiente para llegar hasta el bosque. Charles nunca la atraparía entre esos árboles.

– Eleanor…, por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo?

– Eh…, intento salir -respondió ella, con la cabeza a la altura de su cintura. Se había quedado atascada allí.

Charles gimió. Gimió de verdad. Podía notar cada centímetro del cuerpo de su mujer, y su boca… ¡Su boca! Estaba peligrosa y deliciosamente cerca de su entrepierna y…

– Charles, ¿te encuentras mal?

– No -respondió él con voz ronca mientras intentaba ignorar el hecho de que notaba el movimiento de su boca cuando hablaba, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por ignorar que se movía contra su ombligo.

– ¿Estás seguro? Tu voz no suena demasiado bien.

– Ellie.

– ¿Sí?

– Ponte de pie. Ahora.

Ella le hizo caso, pero tuvo que contonearse bastante para conseguirlo, y después de que Charles notara sus pechos contra el muslo, luego la cadera y luego el brazo…, bueno, tuvo que concentrarse con todas sus fuerzas para que ciertas partes de su anatomía no se excitaran más de lo que ya estaban.

No lo consiguió.

– Ellie -dijo.

– ¿Sí? -volvía a estar de pie, lo que dejaba su boca en algún punto indeterminado de la parte baja de su cuello.

– Levanta la cabeza. Sólo un poco.

– ¿Estás seguro? Porque puede que quedemos encajados y…

– Ya estamos encajados.

– No, podría deslizarme hacia abajo y…

– ¡No te deslices hacia abajo!

– Oh.

Charles respiró hondo. Y entonces ella se movió. No fue un gran movimiento, sólo un ligero contoneo de la cadera, pero bastó. Y él la besó. No habría podido evitarlo ni siquiera si Francia hubiera estado invadiendo Inglaterra, ni tampoco si el cielo cayera sobre la tierra, ni tampoco si su maldito primo Cecil fuera a heredar hasta el último céntimo.

La besó, y volvió a besarla, y luego la besó otra vez. Y luego, al fin, levantó la cabeza un segundo, sólo un segundo, para coger aire, y la confundida mujer consiguió hablar.

– ¿Por eso querías que levantara la cabeza? -le preguntó.

– Sí, y ahora calla.

Volvió a besarla y habría hecho mucho más, pero estaban tan pegados que, aunque lo hubiera intentado, no habría podido abrazarla.

– Charles -dijo ella, cuando él se separó para tomar aire.

– Tienes un talento especial para esto, ¿lo sabías?

– ¿Para besar? -preguntó ella, más encantada de lo que le habría gustado demostrar.

– No, para hablar cada vez que me separo para respirar.

– Oh.

– Aunque lo de besar tampoco se te da mal. Un poco más de práctica y serás excelente.

Ella le dio un codazo en las costillas, todo un logro considerando que él no podía ni mover los brazos.

– No voy a morder el anzuelo -dijo ella-. Lo que quería decir antes de tu paréntesis es que Helen y Sally Evans deben de estar muy preocupadas por nosotros.

– Imagino que curiosas, pero no preocupadas.

– Sí, bueno, creo que deberíamos intentar salir. Se me caerá la cara de vergüenza cuando las vea. Seguro que saben lo que estamos haciendo y…

– En tal caso, el daño ya está hecho -volvió a besarla.

– ¡Charles! -esta vez, ni siquiera esperó a que se separara.

– ¿Y ahora qué? Estoy intentando besarte.

– Y yo estoy intentando salir de esta mugrienta chimenea -y, para demostrarlo, empezó a deslizarse hacia abajo, sometiéndolo a la misma tortura erótica de hacía unos minutos. Pronto cayó al suelo con un golpe seco-. Ya está -dijo, mientras salía a cuatro gatas del agujero y ofrecía a Charles una bonita vista de su trasero manchado de hollín.

Él respiró hondo varias veces para intentar controlar su acelerado cuerpo.

– ¿Vas a salir o no? -preguntó Ellie en tono divertido.

– Dame un segundo -él se agachó puesto que, ahora que ella ya no estaba, moverse era más fácil, y salió gateando.

– ¡Madre mía! -se rió Ellie-. ¡Mírate!

Él se miró mientras se sentaba a su lado en el suelo. Iba cubierto de hollín.

– Tú también vas sucia -respondió él.

Los dos se echaron a reír, incapaces de negar lo estúpidos que parecían, y luego Ellie dijo:

– Ah, me había olvidado. Hoy he ido a ver al señor Barnes.

– ¿Y estaba todo dispuesto a tu gusto?

– Sí, perfecto. De hecho, ha sido muy emocionante poder encargarme de mis finanzas sin intermediarios. Y también será de gran ayuda para ti.

– ¿Y eso?

– Querías una esposa que no interfiriera en tu vida, ¿verdad?

Él frunció el ceño.

– Eh…, sí, supongo que lo dije.

– De acuerdo, entonces es lógico creer que si tengo algo con que entretenerme, no te molestaré para nada.

Él volvió a fruncir el ceño, pero no dijo nada.

Ellie exhaló.

– Todavía estás enfadado conmigo, ¿verdad?

– No -respondió él con un suspiro-. Pero tienes que dejar de hacer cosas potencialmente peligrosas.

– No era…

Él levantó una mano.

– No lo digas, Ellie. Sólo recuerda una cosa. Ahora estás casada. Tu bienestar ya no te concierne a ti sola. Lo que te hace daño a ti, me hace daño a mí. De modo que no quiero que corras más peligros innecesarios.

Ellie se dijo que era lo más dulce que le habían dicho en la vida y que, si hubieran estado en casa, se habría lanzado a sus brazos sin pensárselo. Al cabo de unos segundos, dijo:

– ¿Cómo nos has encontrado?

– No ha sido difícil. Sólo he seguido el hilo de arrendatarios que hablaban maravillas de ti.

Ella sonrió.

– Creo que hoy he hecho un buen trabajo.

– Sí -respondió él con suavidad-. Serás una magnífica condesa. Lo supe desde el principio.

– Arreglaré los daños que he provocado en casa, lo prometo. He mirado el horno y…

– No me digas que has vuelto a juguetear con el horno -dijo Charles, que parecía el hombre más furioso de Inglaterra-. Dime lo que sea, menos eso.

– Pero…

– No quiero oírlo. Mañana, quizá. Pero hoy no. No tengo las fuerzas para darte la zurra que te mereces.

– ¿Zurra? -repitió ella, al tiempo que erguía la espalda en un esto de ofendida indignación. Sin embargo, antes de que pudiera añadir algo más, Helen abrió la puerta y asomó la cabeza.

– Menos mal que estáis fuera -dijo-. Empezábamos a estar preocupadas. Sally estaba convencida de que os ibais a quedar ahí metidos toda la noche.

– Te ruego que nos disculpes ante ella -dijo Ellie-. Nos hemos comportado de forma abominable. -Como su marido ni siquiera se molestó en farfullar algo, le dio una patada en el pie. Entonces dijo algo, pero, si era su mismo idioma, dijo unas palabras que Ellie jamás había oído.

Ella se levantó, se arregló la falda, con lo que consiguió mancharse todavía más los guantes, y sin mirar a nadie dijo:

– Creo que deberíamos volver a Wycombe Abbey, ¿no os parece?

Helen asintió enseguida. Charles no dijo nada, pero se levantó, un gesto que Ellie interpretó como un «sí». Se despidieron de Sally y se marcharon. Él había venido con un pequeño carruaje y, después de pasarse todo el día andando, tanto Ellie como Helen lo agradecieron.

Ellie no dijo nada en todo el trayecto y aprovechó para repasar mentalmente los acontecimientos del día. La visita al señor Barnes había ido de maravilla. Había empezado con muy buen pie con los arrendatarios, que parecía que ya la aceptaban sinceramente como la nueva condesa. Y tenía la sensación de que había avanzado un poco más con su marido que, a pesar de que no la quería, estaba claro que sentía por ella algo que iba más allá de la lujuria y el agradecimiento por el hecho de haber salvado su fortuna.

En definitiva, Ellie se sentía complacida con la vida.

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