CAPITULO 17

Ellie se pasó la mañana siguiente recuperándose en la cama. Charles apenas se movió de su lado y, cuando lo hacía, enseguida lo sustituía un miembro de la familia Pallister, generalmente Helen o Judith, puesto que Claire estaba ocupada limpiando el invernadero.

Sin embargo, por la tarde ya empezaba a estar un poco harta de Charles y de su omnipresente botella de láudano.

– Te agradezco mucho que te preocupes por mis quemaduras, dijo Ellie, intentando apaciguarlo-, pero te prometo que el dolor no es tan fuerte como ayer y, además, parece que no pueda mantener una conversación sin dormirme.

– A nadie le importa -le aseguró él. -A mí sí.

– Ya te he reducido la dosis a la mitad.

– Y me sigue dejando medio dormida. Puedo soportar un poco e dolor, Charles. No soy ningún alfeñique.

– Ellie, no tienes que ser una mártir.

– No quiero ser una mártir. Sólo quiero ser yo misma.

Él la miró con recelo, pero dejó la botella en la mesita.

– Si te duelen…

– Lo sé, lo sé. Me… -Ellie soltó un suspiro de alivio cuando alguien llamó a la puerta, poniendo fin a la conversación. Charles todavía parecía que podía cambiar de opinión y obligarla a tomarse el láudano a la menor provocación-. ¡Adelante! -exclamó.

Judith asomó por la puerta, con el pelo oscuro recogido, de modo que no le tapaba la cara.

– Buenos días, Ellie -dijo.

– Buenos días, Judith. Me alegro de verte.

La niña asintió con un gesto propio de la realeza y se subió a la cama.

– ¿Yo no merezco ningún saludo? -preguntó el conde.

– Ah, sí, claro -respondió Judith-. Buenos días, Charles, pero vas a tener que marcharte.

Ellie contuvo una carcajada.

– ¿Y por qué? -preguntó él.

– Tengo asuntos extremadamente importantes que hablar con Ellie. Asuntos privados.

– ¿De veras?

Judith arqueó las cejas con altanería, una expresión que, de alguna forma, encajaba perfectamente con su cara de seis años.

– Sí. Aunque supongo que puedes quedarte mientras le doy su regalo.

– Qué generosa -dijo él.

– ¡Un regalo! ¡Qué amable! -exclamó Ellie al mismo tiempo.

– Te he hecho un dibujo -la niña le ofreció una acuarela.

– Es muy bonito, Judith -dijo Ellie mientras observaba los trazos azules, verdes y rojos-. Es precioso. Es… Es…

– Es la pradera -dijo Judith.

Ellie suspiró aliviada por no tener que adivinarlo.

– ¿Ves? -continuó la pequeña-. Esto es la hierba. Y esto, el cielo. Y éstas son las manzanas del árbol.

– ¿Dónde está el tronco del árbol? -preguntó Charles.

Judith lo miró con mala cara.

– Me he quedado sin marrón.

– ¿Quieres que pida un poco más?

– Es lo que más me gustaría del mundo.

Charles sonrió.

– Ojalá todas las mujeres fueran tan fáciles de complacer.

– No somos tan poco razonables. -Ellie se sintió obligada a defender a su género.

Judith puso los brazos en jarra, irritada por no entender de qué hablaban los mayores.

– Ahora tienes que irte, Charles. Como he dicho, tengo que hablar con Ellie. Es muy importante.

– ¿Ah, sí? -preguntó él-. ¿Demasiado importante para mí? ¿El conde? ¿El que se supone que está al frente de este montón de piedras?

– La palabra clave es «supone» -dijo Ellie con una sonrisa-. Me temo que quien realmente dirige la casa es Judith.

– Estás en lo cierto. Sin duda -respondió él con ironía. -Necesitaremos, al menos, media hora, creo -dijo Judith-. O quizá más. En cualquier caso, llama antes de volver a entrar. No quisiera que nos interrumpieras.

Charles se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Veo que me echan sin miramientos.

– ¡Media hora! -gritó Judith mientras él se retiraba.

El volvió a asomarse.

– Tesoro, eres una tirana.

– Charles -dijo Ellie simulando un tono de gran irritación-, Judith ha solicitado una audiencia privada.

– Brujita precoz -dijo él entre dientes.

– Lo he oído -dijo Judith con una sonrisa-, y sólo significa que me quieres.

– A ésta no hay quien la engañe -dijo Ellie mientras alargaba la mano para acariciarle el pelo, pero luego recordó que no podía.

– ¡Cuidado con las manos! -le ordenó Charles.

– Márchate ya -le respondió Ellie, que no pudo esconder la sonrisa que le provocó la agradable sensación de mandarlo.

Oyeron cómo se alejaba por el pasillo. Judith no dejó de reírse con la mano delante de la boca.

– De acuerdo -dijo Ellie-, ¿de qué quieres hablar conmigo?

– De la celebración del cumpleaños de Charles. Claire nos ha dicho que querías organizarle una fiesta.

– Sí, claro. Me alegro que te hayas acordado. Me temo que no podré hacer demasiado, pero se me da bastante bien dar órdenes.

Judith se rió.

– No, yo estaré al mando.

– ¿Puedo ser tu ayudante, entonces?

– Claro.

– Muy bien. Tenemos un trato -dijo Ellie-. Y, como no puedo darte la mano, tendremos que cerrarlo con un beso.

– ¡Hecho! -Judith se acercó a ella a cuatro patas y le plantó un sonoro beso en la mejilla.

– Perfecto. Ahora te lo doy yo y ya podemos empezar a hacer planes.

Judith esperó mientras Ellie le daba un beso en la cabeza y dijo:

– Creo que deberíamos pedirle a monsieur Belmont que hiciera un pastel muy grande. ¡Enorme! Con cobertura de mantequilla.

– ¿Enorme o sólo gigantesco? -preguntó Ellie con una sonrisa.

– ¡Enorme! -gritó Judith, agitando los brazos en el aire para demostrárselo-. Y podemos…

– ¡Ay! -Ellie gritó de dolor cuando una de las manos de la pequeña la tocó la suya.

Judith saltó de la cama de inmediato.

– Lo siento. Lo siento mucho. Ha sido un accidente. Lo juro.

– Lo sé -dijo Ellie con los dientes apretados por el dolor-. No hay ningún problema, tesoro. Coge la botella de la mesa y sírveme un poco en el vaso.

– ¿Cuánto? ¿Así? -señaló con el dedo la mitad del vaso, que correspondía a media dosis.

– No, la mitad de eso -respondió Ellie. Un cuarto de dosis parecía la cantidad perfecta: suficiente para calmar el dolor, pero esperaba que no lo suficiente para dejarla dormida y desorientada-. Pero no se lo digas a Charles.

– ¿Por qué no?

– Porque no -y luego dijo entre dientes-: Odio cuando tiene razón.

– ¿Cómo dices?

Ellie se bebió el líquido y dijo:

– Nada. Tenemos que hacer muchos planes, ¿no?

Se pasaron el siguiente cuarto de hora discutiendo seriamente sobre la cobertura del pastel, argumentando las ventajas del chocolate frente a la vainilla.


Más tarde, Charles apareció por la puerta que conectaba sus habitaciones con una hoja de papel.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.

– Mucho mejor, gracias. Aunque me cuesta un poco pasar las páginas del libro.

Él arqueó la comisura de los labios.

– ¿Qué estás intentando leer?

– «Intentando» es la palabra clave -dijo ella irónicamente.

Charles se acercó a su lado y pasó una página mientras se fijaba en el título del libro.

– ¿Y qué hace esta tarde nuestra encantadora señorita Dashwood? le preguntó.

Ella lo miró confundida hasta que descubrió que había visto que estaba leyendo Sentido y sensibilidad.

– Muy bien -respondió-. Creo que el señor Ferrars se le declarará en cualquier momento.

– Qué emocionante -respondió él, y ella no pudo sino admirarlo por mantener la misma expresión seria.

– Toma, deja el libro -le dijo-. Ya he tenido suficiente lectura Por esta tarde.

– ¿Quizá necesitas otro cuarto de dosis de láudano?

– ¿Cómo lo has sabido?

Él arqueó una ceja.

– Lo sé todo, querida.

– Imagino que lo que sabes es cómo sobornar a Judith.

– Sí, de hecho es un conocimiento muy útil.

Ella puso los ojos en blanco.

– Un cuarto de dosis me vendría bien, gracias.

Él vertió el líquido y se lo dio, masajeándose el brazo mientras lo hacía.

– Es verdad -dijo Ellie-. Me había olvidado por completo de tu brazo. ¿Cómo lo tienes?

– Ni la mitad de mal que tus manos. No tienes de qué preocuparte.

– Pero no voy a poder quitarte los puntos.

– Estoy seguro que alguien podrá hacerlo. Helen, seguramente. Se pasa el día cosiendo y bordando.

– Imagino que sí. Espero que no te estés haciendo el valiente y no quieras decirme lo mucho que te duele. Si descubro que has…

– Por el amor de Dios, Ellie, te has quemado las manos. Deja de preocuparte por mí.

– Es mucho más fácil preocuparme por ti que quedarme aquí pensando en mis manos.

Él dibujó una comprensiva sonrisa.

– Te cuesta estar sin hacer nada, ¿verdad?

– Mucho.

– De acuerdo. ¿Por qué no mantenemos una de esas conversaciones que me dicen que tiene los maridos y las mujeres?

– ¿Cómo dices?

– Tú me dices algo como: «Querido, querido marido…»

– Oh, por favor.

Él la ignoró.

– «Mi querido marido, ¿cómo te ha ido el día?»

Ellie soltó un largo suspiro.

– Ah, de acuerdo. Supongo que puedo jugar a eso.

– Muy amable de tu parte -dijo él, asintiendo.

Ella le lanzó una desagradable mirada y le preguntó:

– ¿Cómo has ocupado hoy tu día, querido marido? Te he oído moverte en la habitación de al lado.

– Iba de un lado a otro.

– ¿De un lado a otro? Parece algo serio.

Él sonrió despacio.

– He estado haciendo una nueva lista.

– ¿Una lista nueva? Me muero de curiosidad. ¿Cómo se titula?

– «Siete formas de entretener a Eleanor.»

– ¿Sólo siete? No sabía que era tan fácil de entretener.

– Te aseguro que le he estado dando muchas vueltas.

– Lo sé. Y las marcas de pisadas que has dejado en la alfombra de tu habitación dan fe de ello.

– No te burles de mi pobre y vieja alfombra. Ir de un lado a otro es el menor de mis males. Si nuestro matrimonio va a ser como estos quince días, tendré el pelo completamente canoso cuando cumpla los treinta.

Ellie sabía que aquella fecha tan señalada era al día siguiente, pero no quería revelar la fiesta sorpresa que había organizado con las Pallister, así que fingió ignorancia y dijo:

– Estoy segura de que nuestras vidas serán mucho más tranquilas ahora que he hecho las paces con Claire.

– Eso espero -dijo él en un tono propio de un niño pequeño contrariado-. Pero, bueno, ¿quieres oír la lista? Llevo toda la tarde con ella.

– Por supuesto. ¿La leo yo o tú en voz alta?

– Oh, creo que será mejor que la lea yo en voz alta -se inclinó hacia delante y arqueó una ceja, formando una expresión lobezna-. Así me aseguro de que cada palabra recibe el énfasis que merece.

Ellie no pudo contener la risa.

– Está bien. Empieza. Él se aclaró la garganta.

– «Número uno: leerle para que no tenga que pasar las páginas.»

– ¡Déjame ver eso! Te lo estás inventando. Es imposible que supieras que estaba leyendo. Y menos que adivinaras los problemas que estaba teniendo con las páginas.

– Sólo edito un poco la información -respondió él con altivez-. Puedo hacerlo.

– Sí, seguro, y más teniendo en cuenta que impones las reglas cuando te apetece.

– Es uno de los pocos beneficios de ser conde -admitió-. Pero, si quieres saberlo, el punto número uno era leerte. Sólo lo he adaptado para incluir el asunto de pasar las páginas. ¿Puedo continuar? -cuando ella asintió, añadió-: «Número dos: masajearle los pies».

– ¿Los pies?

– Mmm, sí. ¿Nunca te han dado un masaje en los pies? -aunque luego pensó dónde se había criado ella y dónde había recibido él los masajes, y por parte de quién, y decidió que la respuesta debía de ser negativa-. Te aseguro que son deliciosos. ¿Quieres una descripción? ¿O prefieres una demostración?

Ella se aclaró la garganta varias veces.

– ¿Cuál es el siguiente punto de la lista?

– Cobarde -la acusó él con una sonrisa. Alargó la mano y, por encima de la colcha, le resiguió la forma de la pierna hasta que llegó al pie-. «Número tres: traer a Judith al menos dos veces al día para hablar.»

– Esa me parece una sugerencia considerablemente más inocente que la anterior.

– Sé que disfrutas estando con ella.

– Cada vez estoy más intrigada por la variedad de la lista. Él se encogió de hombros.

– No la he hecho siguiendo ningún orden en particular. He ido escribiendo cosas a medida que se me iban ocurriendo. Bueno, excepto la última, claro. Es lo que se me ocurrió primero, pero no quería asustarte.

– Casi me da miedo preguntar en qué consiste el punto número siete.

– Haces bien -sonrió-. Es mi favorito. Ella se sonrojó.

Charles se aclaró la garganta e intentó no reírse ante la inocente agonía de Ellie.

– ¿Puedo seguir con el siguiente punto?

– Por favor.

– «Número cuatro: mantenerla informada de los progresos de Claire en el invernadero.»

– ¿Se supone que eso es un entretenimiento?

– Quizá no, pero he pensado que te gustaría saberlo.

– ¿Cómo lo lleva?

– Muy bien, en realidad. Se ha mostrado muy diligente. Sin embargo, el invernadero está helado. Ha abierto todas las puertas para que se airee. Espero que el olor haya desaparecido en cuanto estés mejor para poder volver a tu afición por la jardinería.

Ellie sonrió.

– ¿Qué más?

Él bajó la cabeza.

– A ver… Ah, sí. «Número cinco: traer a la modista con telas y diseños» -la miró-. No puedo creer que todavía no lo hayamos hecho. No estás en condiciones para una prueba, pero, al menos, podemos elegir varios estilos y colores. Empiezo a estar cansado de verte siempre de marrón.

– Hace dos años, a modo de diezmo, a mi padre le dieron varios líos de tela marrón. Desde entonces, no he tenido un vestido de otro color.

– Me parece un asunto de la máxima gravedad.

– ¿Tan experto en moda eres?

– Más que el buen reverendo, tu padre. Eso seguro.

– En ese punto, milord, estamos de acuerdo.

Él se acercó hasta que sus narices se rozaron.

– ¿De verdad soy tu lord, Eleanor?

Ella dibujó una sonrisa irónica.

– El protocolo parece indicar que así es como debo llamarte.

Él suspiró y se agarró el pecho en una fingida desesperación.

– Si bailas con la agilidad que hablas, predigo que serás la sensación de la ciudad.

– Si no me compro uno o dos vestidos nuevos, no. No sería adecuado ir a todos los actos sociales vestida de marrón.

– Ah, el siempre sutil recordatorio para que no cambie de tema -sujetó el papel con las dos manos, tensó las muñecas para estirarlo y leyó-: «Número seis: comentar con ella los términos de su nueva cuenta bancaria».

A Ellie se le iluminó la cara.

– ¿Te interesa?

– Por supuesto.

– Ya, pero comparado con tus finanzas, mis trescientas libras son una suma ridícula. Seguro que no es importante para ti.

Charles ladeó la cabeza y la miró como si hubiera algo muy obvio que ella no entendiera.

– Pero para ti lo es.

Justo en ese instante, Ellie decidió que lo quería. Aunque estaba claro que uno no decidía esas cosas. Aquel descubrimiento fue sorprendente y, en algún lugar de su aturdida mente, se dijo que aquel sentimiento se había ido fundamentando desde el día que le había propuesto matrimonio. Había algo muy… especial en él.

La forma en que se reía de él mismo.

En cómo hacía que ella se riera de ella misma.

En cómo se aseguraba de darle un beso de buenas noches a Judith cada día.

Pero, sobre todo, en cómo respetaba el talento y anticipaba sus necesidades, y en cómo sus ojos se habían llenado de tristeza cuando se había quemado, como si sintiera cada una de las pequeñas ampollas en su piel.

Era un hombre mucho mejor de lo que ella creía cuando dijo «Sí, quiero».

Él le dio unos golpecitos en el hombro.

– ¿Ellie? ¿Ellie?

– ¿Qué? Oh, lo siento -se sonrojó, a pesar de que era consciente de que Charles no podía leerle los pensamientos-. Tenía la cabeza en otro sitio.

– Cariño, como mínimo estabas en la luna.

Ella tragó saliva e intentó buscar una excusa razonable.

– Estaba pensando en mi estrategia de inversión. ¿Qué te parece el café?

– Que me gusta con leche.

– Como inversión -prácticamente espetó ella.

– Dios mío, de repente estamos muy irritables.

Ella pensó que, si él se acabara de dar cuenta de que se había metido en un camino de sentido único donde sabía que le romperían el corazón, también estaría irritable. Estaba enamorada de un hombre que no veía nada malo en la infidelidad. Le había dejado muy claras sus opiniones sobre el matrimonio.

Ellie sabía que, por ahora, le sería fiel. Estaba demasiado intrigado por ella y la novedad de su matrimonio para recurrir a otras mujeres, pero, al final, acabaría aburrido y, entonces, ella se quedaría en casa sola y con el corazón roto.

Maldito hombre. Si tenía que tener un defecto fatal, ¿por qué no podía morderse las uñas, o jugar, o ser bajo, gordo y feo? ¿Por qué tenía que ser perfecto en todos los sentidos menos en la apabullante falta de respeto hacia la santidad del matrimonio?

Ellie estaba a punto de llorar.

Y lo peor era que sabía que nunca podría pagarle con la misma moneda. No podría serle infiel, aunque quisiera. Quizá era debido a su estricta educación por parte de un hombre de Dios, pero era imposible que ella rompiera un voto tan solemne como el del matrimonio. No era su naturaleza.

– Te has puesto triste de repente -dijo Charles acariciándole la cara-. ¡Dios mío! Estás llorando. Ellie, ¿qué te pasa? ¿Son las manos?

Ella asintió. Parecía lo más fácil teniendo en cuenta las circunstancias.

– Voy a darte más láudano. Y no admitiré quejas de que acabas de tomarte un poco. Otro cuarto de dosis no te dejará inconsciente.

Ella se bebió el líquido mientras pensaba que no le importaría quedarse inconsciente allí mismo.

– Gracias -le dijo, cuando él le secó los labios. La estaba mirando tan preocupado, y eso le rompía el corazón y…

Y entonces se acordó. Decían que los donjuanes eran los mejores maridos, ¿no? ¿Por qué diantres no podía reformarlo? Nunca antes se había amilanado ante un reto. Con una repentina inspiración, y quizá un poco mareada después de haber doblado la dosis de láudano, se volvió hacia él y dijo:

– ¿Y cuándo sabré en qué consiste el misterioso punto número siete de la lista?

Él la miró con preocupación.

– No estoy seguro de que estés en condiciones.

– Bobadas -ella meneó la cabeza y le ofreció una alegre sonrisa-. Estoy en condiciones para cualquier cosa.

Ahora la miraba extrañado. Parpadeó varias veces, agarró la botella de láudano y la miró con curiosidad.

– Creía que esto te adormecía.

– No sé si quiero dormir -respondió ella-, pero me siento mucho mejor.

Charles la miró, miró la botella y la olió con cuidado.

– Quizá debería probarlo.

– Yo podría probarte a ti -y se rió.

– Ahora sé que has tomado demasiado láudano.

– Quiero oír el punto número siete.

Charles se cruzó de brazos y la observó bostezar. Empezaba a preocuparlo. Parecía que estaba bien, luego de repente se le habían llenado los ojos de lágrimas y ahora… Bueno, si no la conociera, creería que estaba intentando seducirlo.

Cosa que iba muy bien con lo que había escrito al final de la lista, aunque de repente se mostraba reticente a revelar sus intenciones amorosas mientras ella estuviera en ese estado.

– El número siete, por favor -insistió ella.

– Quizá mañana.

Ella hizo un mohín.

– Has dicho que querías entretenerme. Y te aseguro que no me entretendré mientras no sepa el último punto de la lista.

Charles jamás se lo hubiera creído, pero era incapaz de leer esas palabras en voz alta. No cuando ella se estaba comportando de una forma tan extraña. Sencillamente, no podía aprovecharse de ella en esas condiciones.

– Toma -dijo, horrorizado por la vergüenza que reconoció en su voz y algo enfadado con ella por hacerlo sentir como un… un… Santo Dios, ¿qué le estaba pasando? Estaba domesticado. Frunció el ceño-. Puedes leerlo tú misma.

Le colocó la hoja frente a ella y la miró mientras sus ojos leían las palabras.

– Madre… -gritó-. ¿Es posible? -Te aseguro que sí.

– ¿Incluso en mi estado? -levantó las manos-. Oh. Supongo que por eso mencionas específicamente…

Charles se sintió algo petulante cuando ella se sonrojó.

– ¿No puedes decirlo en voz alta, querida?

– No sabía que se podían hacer esas cosas con la boca -farfulló. Charles dibujó una lenta sonrisa cuando el donjuán que llevaba dentro despertó. Le gustaba. Era más él mismo.

– En realidad, hay mucho más…

– Puedes explicármelo después -se apresuró a decir ella.

Él entrecerró los ojos.

– O quizá te lo demuestre.

Si no la conociera, habría jurado que la había visto tensar los hombros cuando dijo, o más bien susurró:

– De acuerdo.

O quizá fue más un grito que un susurro. En cualquier caso, estaba aterrada.

Y entonces bostezó, y Charles se dio cuenta de que poco importaba si estaba aterrada o no. La dosis adicional de láudano empezaba a hacer efecto y Ellie estaba a punto de…

Roncar.

Él suspiró y se apartó mientras se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera hacer el amor con su mujer. Y luego se preguntó si viviría hasta entonces.

La garganta de Ellie emitió un sonido curioso, un sonido con el que ningún ser humano podría dormir.

Y entonces fue cuando descubrió que tenía mayores preocupaciones y empezó a pensar si roncaría cada noche.

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