Kent, Inglaterra.
Octubre de 1817.
Eleonor Lyndon estaba pensando en sus cosas cuando Charles Wycombe, conde de Billington, cayó, literalmente, en su vida.
Ella iba caminando, silbando una alegre melodía e intentando calcular mentalmente los beneficios anuales de East & West Sugar Company (de la que tenía algunas acciones) cuando, para su mayor sorpresa, un hombre cayó del cielo y aterrizó a sus pies o, para ser precisos, encima de sus pies.
Cuando se fijó un poco más, descubrió que no había caído del cielo, sino de un enorme roble. Ellie, cuya vida había sido bastante monótona durante el último año, casi habría preferido que hubiera caído del cielo. Habría sido mucho más emocionante que el hecho de que hubiera caído de un árbol.
Sacó el pie izquierdo de debajo del hombro del caballero, se arre-mangó el vestido por encima de los tobillos para no mancharse la falda y se agachó.
– ¿Señor? -preguntó-. ¿Se encuentra bien?
Él sólo gruñó:
– Au.
– Madre mía -murmuró ella-. No se ha roto ningún hueso, ¿verdad?
Él no respondió, sólo vació todo el aire de los pulmones. Ellie retrocedió cuando olió su aliento.
– Por todos los santos -dijo entre dientes-. Huele como si se hubiera bebido una licorería entera.
– Whisky -respondió él, arrastrando las letras-. Un caballero bebe whisky.
– Sí, pero no tanto -dijo ella-. Sólo un borracho bebe tanto de lo que sea.
Él se incorporó, con muchas dificultades, y meneó la cabeza para despejarse.
– Exacto -respondió él, agitando la mano en el aire, aunque luego hizo una mueca cuando comprobó que se mareaba con el movimiento-. Me temo que estoy un poco borracho.
Ellie decidió no hacer más comentarios sobre el tema.
– ¿Está seguro de que no está herido?
Él se rascó el pelo marrón rojizo y parpadeó.
– Me duele mucho la cabeza.
– Sospecho que no es sólo por la caída.
Él intentó levantarse, se tambaleó y volvió a sentarse.
– Es una chica de lengua mordaz.
– Lo sé -respondió ella con una sonrisa irónica-. Por eso soy una solterona. Pero no puedo curarle las heridas si no sé dónde están.
– Y muy eficaz -murmuró él-. ¿Y cómo está tan segura de que estoy herizo… herido?
Ellie alzó la mirada hacia el árbol. La rama más cercana que habría podido soportar su peso estaba a unos cinco metros.
– Si ha caído desde allí arriba, no ha podido salir ileso.
Él volvió a agitar la mano en el aire para ignorar sus palabras e intentó levantarse otra vez.
– Ya, bueno, los Wycombe somos duros de pelar. Haría falta más que una… ¡Santo Dios! -gritó.
Ellie hizo un esfuerzo por no sonar petulante cuando dijo:
– ¿Un dolor? ¿Un tirón? ¿Un esguince, quizá? Él entrecerró los ojos marrones mientras se apoyaba en el tronco del árbol.
– Es una mujer dura y cruel, señorita como se llame, por regodearse tanto en mi agonía.
Ellie tosió para camuflar una carcajada.
– Señor Anónimo, debo protestar y señalar que intenté curarle las heridas, pero usted insistió en que no estaba herido.
Él frunció el ceño como un niño pequeño y se sentó.
– Es lord Anónimo -murmuró.
– Está bien, milord -dijo ella, pensando que ojalá no lo hubiera irritado demasiado. Un lord tenía mucho más poder que la hija de un vicario y, si quería, podría hacerle la vida imposible. Ellie abandonó cualquier esperanza de no mancharse el vestido y se sentó en el suelo-. ¿Qué tobillo le duele, milord?
Él señaló el derecho e hizo una mueca cuando ella se lo cogió con las manos. Después de unos instantes de observación, ella lo miró y, con su voz más educada, dijo:
– Voy a tener que quitarle la bota, milord. ¿Me permite?
– Me gustaba más cuando sacaba fuego por la boca -dijo él entre dientes.
Ellie también se gustaba más así. Sonrió.
– ¿Tiene una navaja?
Él se rió.
– Si cree que voy a darle un arma…
– Muy bien. Entonces, supongo que tendré que estirar -ladeó la cabeza y fingió analizar la situación-. Puede que le duela un poco cuando se quede atascada en el tobillo terriblemente hinchado pero, como usted mismo ha dicho, viene de buena casta y un hombre debería poder soportar un poco de dolor.
– ¿De qué diablos está hablando?
Ellie empezó a sacarle la bota, aunque no tiró demasiado fuerte, porque nunca podría ser tan cruel. Mientras tiraba lo suficiente para demostrarle que la bota no le saldría de forma normal, contuvo el aliento.
Él gritó y Ellie deseó que ojalá no hubiera intentado darle una lección, porque acabó con la cara llena de su aliento apestando a whisky.
– ¿Cuánto ha bebido? -le preguntó mientras intentaba respirar.
– No lo suficiente -gruñó él-. Todavía no han inventando una bebida tan fuerte como para…
– Venga ya -lo interrumpió Ellie-. No soy tan mala.
Para su sorpresa, él se rió.
– Querida -le dijo, en un tono que le dejó claro que se dedicaba a ser un donjuán-, es usted lo menos malo que me ha pasado en los últimos meses.
Ellie sintió un extraño cosquilleo en la nuca ante aquel tosco halago. Dio las gracias de que el sombrero le tapara la cara sonrojada y se centró en el tobillo.
– ¿Ha cambiado de idea acerca de lo de la navaja?
La respuesta fue entregarle la navaja sin rechistar.
– Siempre supe que había un motivo para llevar una encima, aunque nunca lo había descubierto hasta hoy.
La navaja estaba un poco embotada y, al cabo de poco, Ellie tuvo que apretar los dientes del esfuerzo que suponía cortar la bota. Levantó la mirada un segundo.
– Si le hago daño…
– ¡Au!
– Dígamelo -terminó de decir-. Lo siento mucho.
– Es sorprendente -comentó él con la voz cargada de ironía- el poco arrepentimiento que percibo en su voz.
Ella contuvo otra carcajada en la garganta.
– Por el amor de Dios -dijo él entre dientes-, ríase. Hasta el Señor sabe que mi vida es un chiste.
Ellie, cuya vida también había caído en la tristeza desde que su padre viudo había anunciado su intención de casarse con la mayor metomentodo del Bellfield, se sintió identificada con él. No sabía qué podía haber llevado a ese apuesto y rico lord a salir y emborracharse de aquella manera, pero, fuera lo que fuera, le daba pena. Dejó de cortar la bota un segundo, lo miró con los ojos azul oscuros y dijo:
– Me llamo Eleanor Lyndon.
Él suavizó la mirada.
– Muchas gracias por compartir ese dato tan importante conmigo, señorita Lyndon. No suelo permitir que mujeres extrañas me corten la bota.
– A mí tampoco me suelen caer hombres de los árboles. Hombres extraños -añadió con énfasis.
– Ah, sí, debería presentarme, supongo -ladeó la cabeza de forma que Ellie recordó que iba bastante ebrio-. Charles Wycombe, para servirla, señorita Lyndon. Conde de Billington -añadió-, aunque para lo que me sirve.
Ellie lo miró sin parpadear. ¿Billington? Era uno de los solteros más deseados del país. Tanto que hasta ella había oído hablar de él, y Ellie no aparecía en la lista de chicas casaderas de nadie. Se decía que era un donjuán empedernido. Había oído hablar de él en las reuniones del pueblo, aunque, como chica soltera, no tenía acceso a esos cotilleos. Pensaba que su reputación tendría que ser muy oscura si hacía cosas que no se podían ni comentar delante de ella.
También había oído que era increíblemente rico, incluso más que el recién estrenado marido de su hermana Victoria, el conde de Macclesfield. Ellie no podía dar fe de ello, puesto que no había visto sus libros de contabilidad y nunca se había dedicado a especular sobre asuntos financieros sin pruebas. Sin embargo, sabía que la mansión de los Billington era enorme y antigua.
Y estaba a unos veinte kilómetros.
– ¿Qué hace en Bellfield? -le preguntó.
– Visitando los lugares predilectos de mi infancia.
Ellie movió la cabeza hacia las ramas que tenían encima.
– ¿Su árbol preferido?
– Solía subirme ahí con Macclesfield.
Ellie terminó de cortar la bota y dejó la navaja.
– ¿Con Robert? -le preguntó.
Charles la miró desconfiado y algo protector.
– ¿Lo conoce por el nombre de pila? Hace poco que se casó.
– Sí. Con mi hermana.
– Vaya, el mundo es un pañuelo -murmuró él-. Es un placer conocerla.
– Quizá no piense lo mismo dentro de unos segundos -respondió ella. Con suavidad, le sacó el pie hinchado de la bota.
Charles miró la bota destrozada con expresión de pena.
– Imagino que el tobillo es más importante -dijo, pensativo, aunque no sonó como si lo dijera en serio.
Ellie le estudió el tobillo con manos expertas.
– Me parece que no se ha roto ningún hueso, pero se ha hecho un buen esguince.
– Parece toda una experta en estas cosas.
– Rescato todo tipo de animales heridos -respondió ella con las cejas arqueadas-. Perros, gatos, pájaros…
– Hombres -terminó él.
– No -respondió ella con descaro-. Usted es el primero. Aunque imagino que no debe ser tan distinto a un perro.
– Se le ven los colmillos, señorita Lyndon.
– ¿De veras? -preguntó ella al tiempo que se llevaba las manos a la cara-. Tendré que acordarme de quitármelos.
Charles se echó a reír.
– Señorita Lyndon, es usted un tesoro.
– Es lo que yo siempre digo a todo el mundo -respondió ella encogiéndose de hombros y con una sonrisa irónica-, pero parece que nadie me cree. Bueno, me temo que va a tener que llevar bastón unos días. Seguramente, una semana. ¿Tiene alguno?
– ¿Aquí?
– No, me refiero en su casa, pero… -dejó las palabras en el aire mientras miraba a su alrededor. Vio un palo largo a unos metros y se levantó-. Esto le servirá -dijo, cuando lo recogió y se lo ofreció-. ¿Necesita ayuda para ponerse de pie?
Él dibujó una salvaje sonrisa cuando se acercó a ella.
– Cualquier excusa para estar en sus brazos, querida señorita Lyndon.
Ellie sabía que tendría que haberse ofendido, pero es que el conde se estaba esforzando mucho en ser encantador y, aunque le costara reconocerlo, lo estaba consiguiendo. Y fácilmente. Ellie supuso que por eso era un donjuán con tanto éxito. Se colocó detrás de él y lo agarró por debajo de los brazos.
– Le advierto que no soy demasiado delicada.
– ¿Por qué no me sorprende?
– A la de tres. ¿Está listo?
– Supongo que eso depende de…
– Una, dos… ¡tres! -con un gruñido y un tirón, Ellie levantó al conde. No fue nada fácil. Pesaba veinticinco kilos más que ella y, encima, estaba ebrio. Al conde le fallaron las rodillas y ella estuvo a punto de maldecir en voz alta cuando tuvo que sujetarlo con sus piernas. Entonces el conde empezó a tambalearse hacia el otro lado, y Ellie tuvo que colocarse delante de él para evitar que se cayera.
– Así se está de maravilla -murmuró él cuando tuvo su pecho pegado al de ella.
– Lord Billington, debo insistir en que utilice el bastón.
– ¿Contra usted? -parecía intrigado por aquella petición.
– ¡Para andar! -exclamó ella.
Él hizo una mueca ante el ruido agudo y meneó la cabeza. -Es algo muy extraño -murmuró-, pero siento la urgente necesidad de besarla.
Por una vez, Ellie no supo qué decir.
Él se mordió el labio inferior de forma pensativa.
– Creo que debería hacerlo.
Aquello bastó para hacerla reaccionar; saltó a un lado y el conde cayó al suelo otra vez.
– ¡Por el amor de Dios, mujer! -gritó él-. ¿Por qué ha hecho eso?
– Iba a besarme.
Él se frotó la cabeza, con la que había golpeado el tronco de un árbol.
– ¿Tan terrible era la idea?
Ellie parpadeó.
– Exactamente terrible, no.
– Por favor, no diga que era repulsiva -refunfuñó-. No podría soportarlo.
Ella exhaló y le ofreció una conciliadora mano.
– Siento mucho haberlo soltado, milord.
– Una vez más, su cara es la viva imagen del arrepentimiento.
Ellie contuvo el impulso de golpear el suelo con los pies.
– Esta vez lo decía de verdad. ¿Acepta mis disculpas?
Él arqueó las cejas y dijo:
– Parece que, si no lo hago, vaya a hacerme daño.
– Oh, vamos -dijo ella entre dientes-. Intento disculparme.
– Y yo intento aceptar sus disculpas.
Alargó el brazo y aceptó la enguantada mano. Ella lo ayudó a levantarse y, cuando el conde se estabilizó con la ayuda del palo, Ellie se separó de él.
– Le acompañaré a Bellfield -dijo ella-. No está demasiado lejos. ¿Podrá llegar a su casa desde allí?
– He dejado el carruaje en el Bee and Thistle -respondió él.
Ella se aclaró la garganta.
– Le agradecería que se comportara con amabilidad y discreción. Puede que esté soltera, pero debo proteger mi reputación.
Él la miró de reojo.
– Me temo que hay quien me considera un canalla.
– Lo sé.
– Su reputación quedó estropeada en cuanto caí encima de usted.
– Por todos los santos, ¡se ha caído de un árbol!
– Sí, claro, pero usted me ha tocado el tobillo con las manos.
– Ha sido por el más noble de los motivos.
– Francamente, me pareció que besarla también parecía bastante noble, pero usted no pensaba lo mismo.
Ella apretó los labios.
– Me refiero exactamente a ese tipo de comentarios frívolos. Sé que no debería, pero me preocupa lo que la gente piense de mí, y tengo que vivir aquí el resto de mi vida.
– ¿De veras? -preguntó él-. Qué pena.
– No es gracioso.
– No pretendía serlo.
Ella suspiró con impaciencia.
– Intente comportarse cuando lleguemos a Bellfield. Por favor…
Él se apoyó en el palo y realizó una educada reverencia.
– Intento no decepcionar nunca a una dama.
– ¡Quiere estarse quieto! -exclamó ella mientras lo agarraba por el codo y lo levantaba-. Volverá a caerse.
– Vaya, señorita Lyndon, creo que está empezando a preocuparse por mí.
Su respuesta fue un gruñido poco femenino. Con los puños cerrados, empezó a caminar hacia el pueblo. Charles la siguió cojeando y sin dejar de sonreír. Sin embargo, ella caminaba mucho más deprisa que él y la distancia entre ellos aumentó hasta que se vio obligado a gritar su nombre.
Ellie se volvió.
Charles le ofreció lo que esperaba que fuera una atractiva sonrisa.
– Me temo que no puedo mantener su ritmo -alargó las manos a modo de súplica y perdió el equilibrio. Ellie corrió a su lado para ayudarlo a incorporarse.
– Es un desastre andante -dijo ella mientras lo sujetaba por un codo.
– Un desastre renqueante -la corrigió él-. Y no puedo… -se llevó la mano libre a la boca para sofocar un ebrio eructo-. No puedo renquear deprisa.
Ella suspiró.
– Venga. Puede apoyarse en mi hombro. Juntos, tendríamos que poder llegar al pueblo.
Charles sonrió y la rodeó con el brazo. Era menuda, pero tenaz, de modo que decidió sondear las aguas y apoyarse un poco más en ella. Ellie se tensó y soltó otro sonoro suspiro.
Se dirigieron despacio hacia el pueblo. Charles se apoyaba cada vez más en ella, pero no sabía si su incompetencia se debía al esguince o a la ebriedad. La notaba cálida, fuerte y suave a su lado, todo a la vez, y no le importaba demasiado cómo había terminado en aquella situación; estaba decidido a disfrutarla mientras durara. Cada paso presionaba más el pecho de Ellie contra sus costillas y descubrió que era una sensación de lo más agradable.
– Hace un día precioso, ¿no le parece? -preguntó él cuando se dijo que quizá tendría que darle conversación.
– Sí-asintió Ellie, que caminaba a trompicones bajo el peso del conde-. Pero se está haciendo tarde. ¿Sería posible que fuera un poco más deprisa?
Charles agitó la mano en un gesto exagerado y dijo:
– Ni siquiera yo soy tan canalla de fingir una cojera sólo para disfrutar de las atenciones de una preciosa dama.
– ¡Quiere dejar de mover el brazo! Vamos a perder el equilibrio.
Charles no sabía por qué, quizá sólo era porque todavía estaba ebrio, pero le gustaba cómo hablaba de ellos en primera persona del plural. Había algo en esa señorita Lyndon que lo hacía alegrarse de tenerla al lado. Y no porque creyera que pudiera ser una enemiga temible, sino porque parecía leal, sensata y justa. Y tenía un sentido del humor muy retorcido. El tipo de persona que un hombre querría a su lado cuando necesitaba apoyo.
Volvió la cara hacia ella.
– Huele bien -dijo.
– ¿Qué? -gritó ella.
Y, encima, tomarle el pelo era muy divertido. ¿Se había acordado de añadirlo a la lista de cualidades? Siempre estaba bien rodearse de gente de la que poder reírse. Adquirió una expresión inocente.
– Usted. Que huele bien -repitió.
– Un caballero no dice esas cosas a una dama -respondió ella con remilgo.
– Estoy borracho -respondió él mientras se encogía de hombros sin arrepentimiento-. No sé lo que digo.
Ella entrecerró los ojos llenos de sospecha.
– Tengo la sensación de que sabe exactamente lo que dice.
– Señorita Lyndon, ¿me está acusando de intentar seducirla?
Le parecía imposible, pero ella se sonrojó todavía un poco más. Charles se dijo que ojalá pudiera ver el color de su pelo, que estaba escondido debajo de aquel horrible sombrero. Tenía las cejas rubias, y destacaban todavía más con la cara colorada.
– Deje de tergiversar mis palabras.
– Pero si usted misma las tergiversa de maravilla, señorita Lyndon -cuando ella no respondió, Charles añadió-: Era un cumplido.
Ella aceleró el paso y lo arrastró por el camino de tierra.
– Me desconcierta, milord.
Charles sonrió mientras pensaba lo estupendo que era desconcertar a la señorita Eleanor Lyndon. Se quedó callado unos minutos y, luego, cuando pasaron una curva, preguntó:
– ¿Estamos cerca?
– Creo que debemos ir por la mitad. -Ellie miró hacia el horizonte y vio cómo el sol iba cayendo-. Se está haciendo tarde. Papá me cortará la cabeza.
– Juro sobre la tumba de mi padre… -Charles intentaba parecer serio, pero le entró hipo.
Ellie se volvió hacia él tan deprisa que se golpeó con la nariz en su hombro.
– ¿De qué habla, milord?
– Intentaba… hic… jurarle que no… hic… trato de retenerla de forma deliberada.
Ella arqueó la comisura de los labios.
– No sé por qué le creo -dijo-, pero lo hago.
– Quizá porque mi tobillo parece una pera pasada -se rió él.
– No -respondió ella muy pensativa-. Creo que es mucho mejor persona de lo que quiere que los demás crean.
El se burló diciendo:
– Estoy muy lejos de ser… hic… buena persona.
– Seguro que, en Navidades, dobla el sueldo de sus empleados.
Para mayor irritación de Charles, se sonrojó.
– ¡Aja! -exclamó ella, triunfante-. ¡Lo hace!
– Fomenta la lealtad -murmuró él.
– Les da dinero para que puedan comprar algún regalo para la familia -añadió ella con suavidad. Él gruñó y se volvió.
– Un atardecer precioso, ¿no cree, señorita Lyndon?
– El cambio de tema ha sido algo brusco -respondió ella con una sonrisa cómplice-, pero sí, es muy bonito.
– Es increíble la cantidad de colores que aparecen durante el atardecer -continuó él-. Hay tonos naranjas, rosas y melocotones. Ah. Y un toque de color azafrán allí -señaló hacia el suroeste-. Y lo más sorprendente es que mañana será totalmente distinto.
– ¿Es artista? -preguntó Ellie.
– No -respondió él-. Me gustan los atardeceres.
– Bellfield está detrás de aquella curva -dijo ella.
– ¿Ya?
– Parece decepcionado.
– Supongo que no quiero ir a casa -respondió él.
Suspiró y pensó en lo que le esperaba allí. Un montón de piedras que formaban Wycombe Abbey. Un montón de piedras cuya manutención costaba una fortuna. Una fortuna que se le escaparía entre los dedos en menos de un mes gracias al entrometido de su padre.
Cualquiera diría que la rigidez de George Wycombe para administrar el dinero desaparecería con su muerte, pero no; había encontrado la forma de seguir asfixiando a su hijo desde la tumba. Charles maldijo en voz baja mientras pensaba en la idoneidad de la imagen. Realmente tenía la sensación de que lo estaban asfixiando.
Dentro de exactamente quince días cumpliría los treinta años. Dentro de exactamente quince días, toda su herencia desaparecería. A menos que…
La señorita Lyndon tosió y se quitó una mota de polvo del ojo. Charles la observó con un interés renovado.
A menos que… pensó muy despacio porque no quería que su cerebro, todavía algo aturdido, pasara por alto ningún detalle importante. A menos que, en algún momento de esos quince días, consiguiera casarse.
La señorita Lyndon lo llevó hacia la calle principal de Bellfield y señaló hacia el sur.
– El Bee and Thistle está justo allí. No veo su coche. ¿Lo ha dejado en la parte de atrás?
Charles se dijo que tenía una voz bonita. Tenía una voz bonita, un cerebro bonito, un ingenio bonito y, aunque todavía no sabía de qué color tenía el pelo, tenía las cejas muy bonitas. Y la sensación de estar pegado a ella era preciosa.
Se aclaró la garganta.
– Señorita Lyndon…
– No me diga que ha dejado el coche en otro sitio. -Señorita Lyndon, tengo que decirle una cosa muy importante.
– ¿Tiene peor el tobillo? Sabía que apoyar peso sobre él era una mala idea, pero no sabía de qué otra forma traerlo al pueblo. Un poco de hielo habría…
– ¡Señorita Lyndon! -exclamó Charles.
Consiguió que cerrara la boca.
– ¿Cree que podría aceptar…? -tosió y, de repente, deseó estar más sobrio porque tenía la sensación de que, cuando no estaba borracho, tenía un vocabulario más amplio.
– ¿Lord Billington? -preguntó ella con preocupación.
Al final, Charles acabó soltándolo de golpe.
– ¿Cree que podría aceptar casarse conmigo?