Al día siguiente, Ellie se despertó sintiéndose mucho más fresca. Era increíble lo que un poco de valor y determinación podían hacer por el estado de ánimo. El amor romántico era algo muy extraño. Ella nunca lo había sentido y, aunque le revolvía un poco el estómago, quería aferrarse a él con las dos manos y no soltarlo nunca.
O mejor, quería aferrarse a Charles y no soltarlo nunca, aunque con los vendajes le costaría un poco. Suponía que eso sería el deseo, algo tan desconocido para ella como el amor.
No estaba completamente segura de poder convencerlo y que adoptara su visión del amor, el matrimonio y la fidelidad, pero sabía que si no lo intentaba, se lo reprocharía toda la vida. Si no lo conseguía, seguramente estaría hundida, pero al menos no tendría que llamarse cobarde.
Y, por tanto, esperó emocionada en el comedor informal con Helen y Judith mientras Claire iba a buscar a Charles. La chica había ido a su despacho con la excusa de que la acompañara al invernadero a revisar su trabajo. El pequeño comedor estaba de camino al invernadero, así que Ellie, Judith y Helen estaban preparadas para saltar y gritar: «¡Sorpresa!»
– El pastel es precioso -dijo Helen, contemplando la cobertura pálida. Se acercó un poco más-. Excepto, quizá, por esta marca que es exactamente del ancho del dedo de niña de seis años.
Judith, con el pretexto de que había visto un bicho, se metió debajo de la mesa.
Ellie sonrió con indulgencia.
– Un pastel no sería un pastel sin estas marcas. Al menos, no sería un pastel familiar. Y son los mejores.
Helen bajó la mirada para asegurarse de que Judith estaba ocupada en otra cosa que no fuera escuchar su conversación y dijo:
– Para ser sincera, hasta yo misma estoy tentada.
– Pues adelante. No se lo diré a nadie. Yo también lo haría, pero… -levantó las manos vendadas.
El rostro de Helen enseguida reflejó preocupación.
– ¿Seguro que estás bien para la fiesta? Las manos…
– Ya no me duelen tanto, lo juro.
– Charles dijo que todavía necesitas láudano para el dolor.
– Muy poco. Un cuarto de dosis. Y espero que mañana ya no tenga que tomar nada. Las quemaduras se están curando y casi no quedan ampollas.
– Qué bien. Me alegro, yo… -Helen tragó saliva, cerró los ojos un momento, y se llevó a Ellie al otro lado del comedor para que Judith no la oyera-. No puedo agradecerte lo suficiente la comprensión que has demostrado con Claire. Yo…
Ellie levantó una mano.
– No ha sido nada, Helen. No tienes que decir nada más.
– Pero debo hacerlo. La mayor parte de mujeres nos habrían echado a las tres a patadas.
– Helen, ésta es tu casa.
– No -respondió la mujer muy despacio-. Wycombe Abbey es tu casa. Nosotras sólo somos invitadas.
– Ésta es tu casa -dijo Ellie con un tono firme, aunque con una sonrisa-. Y si vuelvo a oírte decir lo contrario, te estrangularé.
Parecía que Helen iba a decir otra cosa, pero cerró la boca. Sin embargo, al cabo de unos segundos, dijo:
– Claire no me ha dicho por qué hizo todas esas cosas, aunque tengo una ligera idea.
– Imagino que sí -dijo Ellie.
– Gracias por no dejarla en ridículo delante de Charles. -No necesitaba que le rompieran el corazón dos veces.
Judith, que salió de debajo de la mesa, salvó a su madre de seguir disculpándose.
– ¡He aplastado al bicho! -anunció-. Era enorme. Y muy valiente.
– No había ningún bicho, tesoro, y lo sabes -dijo Ellie.
– ¿Sabías que a los bichos les gusta la cobertura de los pasteles?
– Y, por lo que sé, a las niñas pequeñas también.
Judith apretó los labios, disgustada por la dirección que había tomado la conversación.
– ¡Me parece que ya los oigo! -susurró Helen-. Callaos.
Las tres se colocaron junto a la puerta, observando y escuchando. A los pocos segundos, oyeron la voz de Claire.
– Ya verás lo mucho que he avanzado en el invernadero -dijo.
– Sí-respondió Charles, que cada vez estaba más cerca-, pero ¿no habría sido más rápido ir por el ala este?
– Estaban encerando el suelo -respondió la joven enseguida-. Seguro que estaría resbaladizo.
– Chica lista -susurró Ellie a Helen.
– Podemos acortar por el comedor informal -continuó Claire-. Es casi tan rápido y… Empezó a abrir la puerta.
– ¡Sorpresa! -gritaron las cuatro residentes de Wycombe Abbey.
Y Charles se quedó sorprendido…, aunque sólo un segundo. Luego se enfadó bastante cuando se volvió hacia Ellie y le preguntó:
– ¿Qué demonios haces aquí?
– Vaya, feliz cumpleaños -respondió ella, mordaz.
– Tus manos…
– … parece que no me impiden caminar -sonrió irónicamente-. Increíble, ¿verdad?
– Pero…
Helen, en un gesto impaciente poco propio de ella, dio un golpecito a Charles en la cabeza y dijo:
– Primo, cállate y disfruta de la fiesta.
Charles miró al grupo de mujeres que lo observaban con rostros expectantes y se dio cuenta de que había sido muy grosero.
– Muchas gracias a todas -dijo-. Es un honor que os hayáis tomado tantas molestias para mi cumpleaños.
– No podíamos dejarlo pasar sin tener, al menos, un pastel -dijo Ellie-. Judith y yo escogimos la cobertura. De mantequilla.
– ¿De veras? -dijo, asintiendo-. Muy listas.
– ¡Te he hecho un dibujo! -exclamó Judith-. Con las acuarelas.
– ¿En serio, tesoro? -se arrodilló a su lado-. Es precioso. Pero si parece… parece… -miró a Helen, Claire y Ellie para que lo ayudaran, pero ellas se encogieron de hombros.
– ¡Los establos! -exclamó Judith muy emocionada.
– ¡Exacto!
– Me he pasado una hora entera mirándolos mientras pintaba.
– ¿Una hora entera? Qué aplicada. Tendré que buscarle una posición de honor en mi despacho.
– Tienes que enmarcarlo -le ordenó ella-. Con un marco de oro.
Ellie contuvo una carcajada y susurró a Helen:
– Predigo un gran futuro para esta niña. Quizá reina del universo.
Helen suspiró.
– Lo cierto es que mi hija no sufre de la incapacidad de saber qué quiere.
– Pero eso es bueno -dijo Ellie-. Es bueno saber lo que uno quiere. Yo misma lo he descubierto hace poco.
Charles cortó el pastel, bajo la dirección de Judith, claro, que tenía convicciones muy firmes sobre cómo tenía que hacerlo, y luego empezó a abrir sus regalos.
Estaba la acuarela de Judith, una almohada bordada de Claire y un pequeño reloj de Helen.
– Para tu escritorio -le dijo-. Me he fijado que por la noche, es difícil ver la hora en el reloj de pie.
Ellie dio un suave codazo a su marido para obtener su atención.
– Yo todavía no tengo tu regalo -le dijo despacio-, pero lo tengo todo planeado.
– ¿De verdad?
– Te lo daré dentro de una semana.
– ¿Tengo que esperar una semana?
– Necesitaré poder utilizar las manos -dijo con una mirada seductora.
La sonrisa de Charles se volvió salvaje.
– Estoy impaciente.
Fiel a su palabra, Charles trajo a la modista a Wycombe Abbey para mirar telas y diseños. Ellie tendría que hacerse el vestuario en Londres, pero Smithson de Canterbury era una buena modista y la señora Smithson podría hacerle unos cuantos vestidos para que los llevara hasta que pudiera viajar a la ciudad.
Ellie estaba emocionada por conocer a la modista; siempre había tenido que coserse sus propios vestidos y una consulta privada era todo un lujo.
Bueno, no tan privada.
– Charles -dijo Ellie por quinta vez-, soy perfectamente capaz de elegir mis vestidos.
– Claro, querida, pero nunca has estado en Londres y… -vio los diseños que la señora Smithson tenía en la mano-. Ése no. Es demasiado escotado.
– Pero estos vestidos no son para Londres. Son para el campo. Y he estado en el campo -y, en un tono sarcástico, añadió-: De hecho, ahora estoy en el campo.
Si Charles la oyó, no lo demostró.
– Verde -dijo, aparentemente hablando con la señora Smithson-. Está preciosa de verde.
A Ellie le hubiera gustado sentirse halagada por el comentario, pero tenía asuntos más urgentes que solucionar.
– Charles -dijo-, me gustaría mucho estar un momento a solas con la señora Smithson.
Él se quedó atónito.
– ¿Para qué?
– ¿No te gustaría no saber cómo serán todos mis vestidos? -sonrió con dulzura-. ¿No te gustaría que te sorprendiera?
Él se encogió de hombros.
– No lo había pensado.
– Pues piénsalo -dijo ella, tajante-. Preferiblemente en tu despacho.
– Quieres que me vaya, ¿verdad?
Parecía dolido y Ellie se arrepintió enseguida de haberle hablado así.
– Es que elegir vestidos es un entretenimiento femenino.
– ¿Ah, sí? Pues yo tenía muchas ganas de hacerlo. Nunca había elegido un vestido para ninguna mujer.
– ¿Ni siquiera para tu…? -Ellie se mordió el labio. Había estado a punto de decir «amantes», pero no había querido pronunciar esa palabra. Esos días estaba muy positiva, y ni siquiera quería recordarle que había confraternizado con los bajos fondos-. Charles -continuó en un tono más suave-, quisiera escoger algo que te sorprenda.
Él refunfuñó, pero salió de la habitación.
– El conde es un marido muy implicado, ¿verdad? -dijo la señora Smithson cuando se cerró la puerta.
Ellie se sonrojó y murmuró algo sin sentido. Entonces se dio cuenta de que tenía que darse prisa si quería encargar algo mientras Charles no estuviera. Conociéndolo, cambiaría de opinión y entraría corriendo en cualquier momento.
– Señora Smithson -dijo-, los vestidos no corren prisa, pero lo que necesito es…
La modista sonrió cómplice.
– ¿Un ajuar?
– Sí, unas piezas de lencería.
– Eso se puede arreglar sin ninguna prueba.
Ellie suspiró aliviada.
– ¿Y el estilo?
– Cualquiera. Eh… Cualquiera que a usted le parezca adecuado para una joven pareja de recién casados -intentó no enfatizar demasiado las dos últimas palabras, pero quería dejar claro que no quería escoger un camisón dependiendo de lo cálido que pudiera ser. Y, entonces, la señora Smithson asintió de aquel modo tan secreto suyo y Ellie supo que le enviaría algo especial. Quizá incluso algo un poco atrevido. Seguro que era algo que Ellie nunca habría elegido para ella.
Aunque, teniendo en cuenta su inexperiencia en el arte de la seducción, se dijo que así era mejor.
Una semana después, las manos de Ellie estaban curadas. La piel todavía estaba tierna, pero ya no le dolían con cada movimiento. Había llegado el momento de dar a Charles su regalo de cumpleaños. Estaba aterrada.
También estaba emocionada, aunque, al ser una total inocente, el error podía más.
Ellie había decidido que su regalo para el trigésimo cumpleaños de Charles sería ella. Quería que su matrimonio fuera una unión real, de mente, alma y…, tragó saliva al pensarlo…, cuerpo.
La señora Smithson estuvo a la altura de sus promesas. Ellie no se creía que la del espejo fuera ella. La modista había elegido una prenda de seda de un verde muy pálido. El escote era recatado, pero el resto era más atrevido de lo que Ellie podría haber soñado. Consistía en dos paneles de seda cosidos únicamente en los hombros. Había dos cintas en la cintura, pero no ocultaban el perfil de las piernas ni las curvas de las caderas.
Se sentía prácticamente desnuda y, encantada, se puso la bata a juego. Se estremeció; en parte por el aire frío de la noche y, en parte, porque oía a Charles trajinando en su habitación. Normalmente, entraba para darle las buenas noches, pero Ellie se dijo que podía morirse de los nervios si tenía que sentarse y esperarlo. Nunca había sido demasiado paciente.
Respiró hondo, levantó la mano y llamó a la puerta que conectaba las dos habitaciones.
Charles se quedó inmóvil en el movimiento de quitarse la corbata. Ellie nunca llamaba a la puerta. Siempre iba él y, además, ¿ya tenía las manos lo suficientemente curadas para golpear la madera? No le parecía que tuviera los nudillos quemados, pero aun así…
Se acabó de quitar la corbata, la tiró encima de una butaca y cruzó la habitación hasta la puerta. No quería que Ellie tuviera que girar el pomo, así que, en lugar de decir «Adelante», la abrió él mismo.
Y casi se desmaya.
– ¿Ellie? -dijo con la voz ahogada.
Ella sonrió.
– ¿Qué llevas?
– Es… eh… parte de mi ajuar.
– No tienes ajuar.
– Pensé que estaría bien tener uno.
Charles estudió las ramificaciones de esa frase y notó cómo se le encendía la piel.
– ¿Puedo pasar?
– Sí, sí. Claro -se apartó y la dejó pasar, boquiabierto cuando Ellie pasó por delante suyo. Esa cosa que llevaba estaba atada a la cintura y la seda se pegaba a todas sus curvas.
Ella se volvió.
– Supongo que te estás preguntando qué hago aquí.
Charles se recordó que tenía que cerrar la boca.
– Yo también me lo pregunto -dijo ella con una risa nerviosa.
– Ellie, yo…
Ella se quitó la bata.
– Dios mío -dijo él con voz ronca mientras alzaba la mirada al cielo-. Me estás poniendo a prueba, ¿verdad? Me estás poniendo a prueba.
– ¿Charles?
– Vuelve a ponerte esto -dijo, nervioso, mientras recogía la bata del suelo. Todavía conservaba la calidez de su piel. La dejó y cogió una manta de lana-. No, mejor, ponte esto.
– ¡Charles, basta! -levantó los brazos para apartar la manta y él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
– No llores -dijo-. ¿Por qué lloras?
– ¿No me…? ¿No me…?
– ¿No te qué?
– ¿No me deseas? -susurró-. ¿Ni siquiera un poco? La semana pasada me deseabas, pero no iba vestida así y…
– ¿Estás loca? -gritó él-. Te deseo tanto que es más que probable que caiga muerto aquí mismo. Así que tápate porque, si no, vas a matarme.
Ellie colocó los brazos en jarra, algo irritada por la dirección de conversación.
– ¡Cuidado con las manos! -exclamó él.
– Mis manos están bien -espetó ella.
– ¿Sí?
– Siempre que no me acerque a un rosal sin guantes.
– ¿Seguro?
Ella asintió.
Por una décima de segundo, Charles no se movió. Pero luego se abalanzó sobre ella con tanta fuerza que la dejó sin respiración. Un momento estaba de pie y, al siguiente, estaba en la cama, con él encima de ella.
Sin embargo, lo más sorprendente es que la estaba besando. Besándola de verdad, con la fuerza y la pasión con que no la había besado desde el accidente. Sí, había escrito cosas muy descaradas en la lista, pero la había tratado como a una flor delicada. Y ahora la estaba besando con todo su cuerpo: con las manos, que ya habían descubierto la abertura lateral del camisón y estaban aferradas a la cálida curva de su cadera; con las caderas, que se pegaban a ella de forma íntima; y con el corazón, que latía a un ritmo seductor contra su pecho.
– No pares -gimió Ellie-. No pares nunca.
– No podría, aunque quisiera -respondió él, acariciándole la oreja delicadamente… con la boca-. Y no quiero. Parar.
– Perfecto -echó la cabeza hacia atrás y él descendió de la oreja a la garganta.
– Este camisón -gruñó Charles, que parecía incapaz de formular frases enteras-. No lo pierdas nunca.
Ella sonrió.
– ¿Te gusta?
Él respondió desatándole los lazos de los lados.
– Debería ser ilegal.
– Puedo hacerme uno en cada color -bromeó ella.
Él le acarició el vientre y sus largos dedos rozaron la parte inferior de los pechos.
– Hazlo. Envíame la factura. No, mejor. Los pagaré por adelantado.
– Éste lo he pagado yo -dijo ella con suavidad. Charles se quedó inmóvil y levantó la cabeza, porque percibió algo distinto en su voz.
– ¿Por qué? Sabes que puedes utilizar mi dinero para lo que quieras.
– Lo sé. Pero éste es mi regalo de cumpleaños.
– ¿El camisón?
Ella sonrió y le acarició la mejilla. Los hombres podían llegar a ser tan obtusos.
– El camisón. Yo -le tomó la mano y se la acercó al corazón-. Esto. Quiero que nuestro matrimonio sea real.
Él no dijo nada, sólo le tomó la cara entre las manos y la miró con devoción unos segundos. Y luego, con una lentitud agonizante, bajó la cabeza para darle el beso más tierno que ella hubiera podido soñar.
– Ah, Ellie -suspiró contra su boca-. Me haces tan feliz.
No fue una declaración de amor, pero consiguió estremecerle el corazón.
– Yo también soy feliz -susurró ella.
– Mmm -se deslizó por el cuello, acariciándoselo con la cara. Las manos se metieron por debajo de la seda y dejaron un rastro de fuego en su ya cálida piel. Ellie notó sus manos en las caderas, en el estómago, en los pechos… Parecían estar en todas partes, y ella quería más.
Intentó torpemente desabotonarle la camisa, porque deseaba sentir el calor de su piel. Pero temblaba de deseo y las manos todavía no habían recuperado la movilidad habitual.
– Chisss, ya lo hago yo -susurró él, que se incorporó para quitarse la camisa. Se la desabotonó despacio y Ellie no sabía si quería que fuera todavía más despacio, para prolongar aquel seductor baile o que se la arrancara de golpe y volviera a su lado.
Al final, Charles se la quitó y volvió a colocarse encima de ella, apoyado en los brazos estirados.
– Tócame -le ordenó, aunque luego lo suavizó con un apasionado-. Por favor.
Ella alargó la mano dubitativa. Nunca había tocado el pecho de un hombre, ni siquiera había visto ninguno. Se quedó algo sorprendida por el pelo marrón rojizo que tenía en el pecho. Era suave y esponjoso, aunque no ocultaba el ardor de su piel ni la tensión de sus músculos ante sus caricias.
Ellie se lanzó un poco más, emocionada y envalentonada por cómo Charles contenía el aliento cuando lo tocaba. Ni siquiera tenía que acariciarle la piel para que se estremeciera de deseo. De repente, se sintió la mujer más guapa del mundo. Al menos, a los ojos de Charles, y al menos por ese instante, que era lo importante.
Notó sus manos en su cuerpo, cómo la levantaba y le quitaba la prenda de seda por la cabeza y la dejaba en el suelo. Ellie ya no se sentía desnuda; estaba desnuda. Y, sin saber cómo, le pareció lo más natural del mundo.
Él se levantó y se quitó los pantalones. Esta vez se desvistió deprisa, casi en exceso. Ellie abrió los ojos cuando vio el miembro excitado. Charles percibió su preocupación, tragó saliva y dijo:
– ¿Estás asustada?
Ella meneó la cabeza.
– Bueno, quizá un poco. Pero sé que harás que sea maravilloso.
– Dios, Ellie -gruñó él mientras volvía a la cama-. Lo intentaré. Te prometo que lo intentaré. Aunque nunca he estado con ninguna virgen.
Eso la hizo reír.
– Y yo no he hecho esto nunca, así que estamos empatados.
Él le acarició la mejilla.
– Eres muy valiente.
– Valiente no; es que confío en ti.
– Sí, pero reírte cuando estoy a punto de…
– Por eso me río. Estoy tan feliz que sólo puedo pensar en reír.
Charles volvió a besarla, apasionado. Y mientras la distraía con besos, deslizó la mano por la suave piel del estómago hasta la mata de rizos que escondían su sexo. Ella se tensó momentáneamente, aunque enseguida se relajó con sus caricias. Al principio, él no hizo ademán de profundizar la caricia; se limitó a hacerle cosquillas mientras le besaba todos los rincones de la cara.
– ¿Te gusta? -le susurró.
Ella asintió.
Deslizó la otra mano hasta el pecho y lo apretó hasta que el excitado pezón se le clavó en la mano.
– ¿Te gusta esto? -volvió a susurrarle con voz ronca.
Y ella asintió, esta vez con los ojos cerrados.
– ¿Quieres que vuelva a hacerlo?
Y, mientras asentía por tercera vez, Charles deslizó un dedo entre los pliegues de su sexo y empezó a moverlo.
Ella gritó, pero enseguida se olvidó de respirar. Y, al final, cuando recordó dónde estaban los pulmones, emitió un sonoro «¡Oh!» que provocó que Charles se riera y empujara todavía más con el dedo y alcanzara los rincones más íntimos de su cuerpo.
– Dios mío, Ellie -gruñó-. Me deseas. Ella se aferró desesperada a sus hombros.
– ¿Te acabas de dar cuenta?
Esta vez, la risa salió del fondo de la garganta. Los dedos continuaron su sensual tortura, moviéndose y acariciándola, y entonces encontró el punto de carne más sensible y Ellie estuvo a punto de saltar de la cama.
– No te resistas -dijo él, colocando su miembro excitado en su estómago-. Lo mejor está por llegar.
– ¿Seguro?
Él asintió.
– Prometido.
Ellie volvió a relajar las piernas y Charles aprovechó para separárselas y colocarse entre sus muslos. Movió la mano, y entonces su miembro la acarició, presionando ligeramente contra la entrada de su sexo.
– Eso es -le susurró-. Ábrete para mí. Relájate -empujó un poco, y se detuvo-. ¿Qué tal? -le preguntó con la voz ahogada.
Ellie sabía que estaba ejerciendo un control extraordinario sobre sí mismo para no tomarla del todo en ese mismo momento.
– Es muy extraño -admitió ella-. Pero me gusta. Es… ¡Oh! -gritó cuando Charles avanzó un poco más-. Has hecho trampa.
– De eso se trata, querida.
– Charles, yo…
Él se puso serio.
– Puede que esto te duela un poco.
– No me dolerá -le aseguró ella-. Contigo no.
– Ellie… Dios, no puedo esperar más -la penetró completamente-. Eres tan… No puedo… Oh, Ellie, Ellie…
El cuerpo de Charles empezó a moverse con el ritmo primitivo y cada embestida iba acompañada de un sonido que estaba entre un gruñido y un suspiro. Era tan perfecta, tan activa. Nunca hasta ahora había sentido un deseo con esa total y absoluta urgencia. Quería adorarla y devorarla al mismo tiempo. Quería besarla, quererla, envolverla. Lo quería todo de ella, y quería entregarle hasta el último suspiro de su ser.
En algún lugar de su mente, se dio cuenta de que aquello era amor, aquella escurridiza emoción que había conseguido esquivar durante tantos años. Sin embargo, las ideas y los pensamientos se vieron sobrepasados por la potente necesidad de su cuerpo, y perdió toda capacidad de pensamiento.
Oyó que los gemidos de Ellie eran cada vez más agudos, y supo que ella sentía la misma desesperación y necesidad.
– Adelante, Ellie -dijo-. Hazlo.
Y entonces ella se sacudió debajo de su cuerpo, y sus músculos se tensaron y lo envolvieron como un guante de terciopelo, y Charles gritó cuando dio la última embestida y se derramó dentro de ella.
Se sacudió varias veces a consecuencia del orgasmo, y luego se dejó caer encima de ella y, aunque se dio cuenta de que posiblemente pesaba demasiado, no podía moverse. Al final, cuando le pareció que volvía a controlar mínimamente su cuerpo, empezó a separarse de ella.
– No -dijo ella-. Me gusta sentirte.
– Te aplastaré.
– No. Quiero…
Él rodó sobre la cama hasta colocarse de lado y la llevó con él.
– ¿Ves? ¿No estamos mejor así?
Ella asintió y cerró los ojos; parecía cansada, aunque satisfecha.
Charles jugó con su pelo mientras se preguntaba cómo había sucedido aquello, cómo se había enamorado de su mujer…, una mujer que había elegido de forma impulsiva y desesperada.
– ¿Sabías que sueño con tu pelo? -le preguntó.
Ella abrió los ojos con una complacida sorpresa.
– ¿De verdad?
– Mmm, sí. Solía pensar que era del mismo color que el sol del atardecer, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocado -cogió un mechón y se lo acercó a los labios-. Es más brillante. Más brillante que el sol. Igual que tú.
La abrazó y así se quedaron dormidos.