CAPITULO 06

Al día siguiente, un mensajero trajo un paquete para Ellie. Con curiosidad, desató las cuerdas y se detuvo cuando un sobre cayó al suelo. Se agachó, lo cogió y lo abrió:


Querida Eleanor:

Le ruego que acepte este regalo como muestra de mi estima y afecto. Estaba tan guapa de verde el otro día. He pensado que quizá le gustaría ponérselo para la boda.

Sinceramente, Billington

P.D.: Por favor, no se cubra el pelo.


Ellie apenas pudo contener la emoción cuando sus dedos acariciaron el delicioso terciopelo. Apartó el papel y descubrió el vestido más bonito que había visto en su vida, y que nunca habría soñado que podría ponerse. Era de color verde esmeralda intenso y de corte sencillo, sin volantes ni adornos. Sabía que le iría como anillo al dedo.

Y, con un poco de suerte, el hombre que se lo había regalado también.


El día de la boda amaneció resplandeciente y despejado. Un carruaje vino a llevar a Ellie, a su padre y a la señora Foxglove hasta Wycombe Abbey, y Ellie realmente se sintió como una princesa de cuento. El vestido, el carruaje, el increíblemente apuesto hombre que la esperaba al final del trayecto…; todo parecía el decorado perfecto para el cuento de hadas más glorioso.

La ceremonia iba a celebrarse en el salón formal de Wycombe Abbey. El reverendo Lyndon se colocó en su sitio frente a Charles y luego, para diversión de todo el mundo, soltó un grito de consternación y salió del salón.

– Tengo que entregar a la novia -dijo antes de salir.

Y las risas continuaron cuando, siguiendo el texto que tenía memorizado, dijo:

– ¿Quién entrega a esta mujer? -y luego añadió-: En realidad, yo.

Sin embargo, esos momentos de ligereza no rebajaron el nerviosismo de Ellie, que notó cómo todo su cuerpo se tensaba cuando su padre la invitó a decir «Sí quiero».

Sin poder casi respirar, miró al hombre que iba a convertirse en su marido. ¿Qué estaba haciendo? Si apenas lo conocía.

Miró a su padre, que la estaba mirando con una nostalgia impropia de él.

Se volvió hacia la señora Foxglove, que, por lo visto, había olvidado todos sus planes de utilizar a Ellie como deshollinadora y se había pasado todo el trayecto hablando de cómo ella siempre había sabido que su «querida Eleanor se casaría con un excelente partido» y de su «querido yerno, el conde».

– Sí quiero -dijo Ellie-. Sí que quiero.

A su lado, notó cómo Charles se sacudía de la risa.

Y entonces, él le deslizó un impresionante anillo de oro en el dedo anular de la mano izquierda y Ellie se dio cuenta de que, ante los ojos de la Iglesia y de Inglaterra, ahora pertenecía al conde de Billington. Para siempre.

Para una mujer que siempre había presumido de su coraje, notó que las rodillas le temblaban sospechosamente.

El señor Lyndon terminó la ceremonia y Charles se inclinó y dio un suave beso a Ellie en los labios. Para cualquier observador, no fue más que un casto beso, pero ella notó cómo la lengua de su flamante marido le rozaba la comisura de los labios. Agotada por aquella caricia secreta, apenas tuvo tiempo de recuperar la compostura cuando Charles la tomó del brazo y la guió hasta un grupo de personas que ella había imaginado que serían sus familiares.

– No he tenido tiempo de invitar a toda mi familia -le dijo-, pero quiero que conozcas a mis primas. Te presento a la señora de George Pallister, a la señorita Pallister y a la señorita Judith Pallister -se volvió hacia la señora y las dos chicas y sonrió-. Helen, Claire, Judith, os presento a mi mujer, Eleanor, condesa de Billington.

– Encantada -dijo Ellie, que no estaba segura de si tenía que hacerles una reverencia, o si quizá se la tenían que hacer ellas, o si nadie tenía que hacer nada. De modo que dibujó su sonrisa más encantadora. Helen, una atractiva señora rubia de unos cuarenta años, también sonrió.

– Helen y sus hijas viven en Wycombe Abbey -dijo Charles-. Desde la muerte del señor Pallister.

– ¿Ah, sí? -preguntó Ellie sorprendida. Se volvió hacia sus nuevas primas-. ¿Ah, sí?

– Sí -respondió Charles-, igual que mi tía soltera, Cordelia. No sé dónde estará.

– Es un poco excéntrica -añadió Helen. Claire, que debía de tener unos catorce o quince años, no dijo nada y estuvo todo el tiempo con expresión hosca.

– Estoy segura de que nos llevaremos de maravilla -dijo Ellie-. Siempre he querido vivir en una casa llena de gente. La mía ha estado bastante vacía desde que mi hermana se marchó.

– La hermana de Eleanor hace poco que se casó con el conde Macclesfield -explicó Charles.

– Sí, pero se marchó de casa mucho antes -dijo Ellie, algo nostálgica-. Hace ocho años que mi padre y yo vivimos solos.

– ¡Yo también tengo una hermana! -exclamó Judith-. ¡Claire! Ellie sonrió hacia la pequeña.

– Ya lo veo. ¿Y cuántos años tienes, Judith?

– Seis -respondió la niña, orgullosa, apartándose el pelo castaño de la cara-. Y mañana tendré doce.

Helen se rió.

– «Mañana» suele significar algún día en el futuro -dijo, mientras se inclinaba para besar a su hija en la mejilla-. Primero tiene que cumplir siete.

– ¡Y luego doce!

Ellie se agachó.

– Todavía no, tesoro. Después ocho, y después nueve, y después…

– Diez, después once -la interrumpió orgullosa Judith-, ¡y después doce!

– Exacto -dijo Ellie.

– Puedo contar hasta sesenta y dos.

– ¿De verdad? -preguntó Ellie con su mejor voz de «estoy impresionada».

– Mmm… mmm. Uno. Dos. Tres. Cuatro…

– ¡Madre! -dijo Claire con un atribulado suspiro.

Helen tomó a Judith de la mano.

– Vamos, pequeña. Ya practicaremos los números otro día. Judith puso los ojos en blanco antes de volverse hacia Charles y decir:

– Mamá dice que ya iba siendo hora de que te casaras.

– ¡Judith! -exclamó Helen, ligeramente sonrosada.

– Lo dijiste. Y dijiste que tenía trago con demasiadas mujeres y que…

– ¡Judith! -casi gritó Helen mientras agarraba a su hija de la mano-. No es el momento.

– No pasa nada -se apresuró a decir Ellie-. No lo ha hecho con maldad.

Parecía que Helen quisiera que la tierra se la tragara. Tiró a Judith del brazo y dijo:

– Creo que los recién casados querrán estar solos unos instantes. Acompañaré al resto al comedor para el desayuno nupcial.

Mientras Helen salía con todos los invitados, Ellie y Charles oyeron cómo Judith decía:

– Claire, ¿qué es una mujer fresca?

La respuesta de su hermana fue:

– Judith, no tienes remedio.

– ¿Acaso tiene siempre frío? ¿Está en la heladera?

Ellie no sabía si reír o llorar.

– Lo siento -dijo Charles cuando se quedaron solos.

– No ha sido nada.

– Una novia no tendría que escuchar historias de los deslices de su nuevo marido el día de su boda.

Ella se encogió hombros.

– No es tan terrible si viene de la boca de una niña de seis años. Aunque imagino que quería decir que tenías «trato» con mujeres.

– Te aseguro que no tengo «trago» con nadie.

Ellie se rió.

Charles miró a la mujer que se había convertido en su esposa y sintió cómo, en su interior, florecía un inexplicable sentido de orgullo. Los acontecimientos de aquella mañana podrían haberla sobrepasado, pero se había comportado con gracia y dignidad. Había elegido bien.

– Me alegro de que no te hayas cubierto el pelo -le susurró él. Se rió cuando ella se llevó una mano a la cabeza.

– No imagino por qué me pediste que no lo hiciera -dijo ella, algo nerviosa.

Él alargó la mano y acarició uno de los mechones que se había soltado del recogido y se le enroscaba en la base de la garganta.

– ¿Ah, no?

Ella no respondió y el la agarró con fuerza por el hombro hasta que Ellie se balanceó hasta él, con los ojos brillando de deseo. Charles sintió una oleada de triunfalismo cuando se dio cuenta de que seducir a su mujer no iba a ser tan difícil como se había imaginado.

Tensó el cuerpo y se inclinó para besarla, para acariciarle el precioso pelo dorado rojizo con las manos y entonces…

Ella se separó. Sin más.

Charles maldijo en voz baja.

– No es muy buena idea, milord -dijo ella, muy segura de sus palabras.

– Llámame Charles -respondió él.

– No cuando tienes ese aspecto.

– ¿Qué aspecto?

– Así…, no sé. Imperioso -parpadeó-. En realidad, parece como si estuvieras dolorido.

– Es que lo estoy -admitió él.

Ella retrocedió.

– Oh, lo siento mucho. ¿Todavía te duele el cuerpo por el accidente con el carruaje? ¿O es el tobillo? Me he fijado en que todavía cojeas un poco.

La miró mientras se preguntaba si realmente podía ser tan inocente.

– No es el tobillo, Eleanor.

– Si yo tengo que llamarte Charles, será mejor que me tú llames Ellie -dijo ella.

– Todavía no me has llamado Charles.

– Supongo que no. -Se aclaró la garganta mientras pensaba que aquella conversación bastaba como prueba de que no conocía lo suficiente a ese hombre para casarse con él-. Charles.

Él sonrió.

– Ellie. Me gusta. Te queda bien.

– Sólo mi padre me llama Eleanor -frunció el ceño-. Ah, y la señora Foxglove, supongo.

– Entonces, nunca te llamaré Eleanor -prometió él con una sonrisa.

– Seguramente lo harás -dijo ella- cuando te enfades conmigo.

– ¿Por qué dices eso?

– Todo el mundo lo hace cuando se enfada conmigo.

– ¿Por qué estás tan segura de que me enfadaré contigo?

Ella se rió.

– Milord, vamos a estar juntos toda la vida. Imagino que no pasará mucho antes de que haga algo que despierte tu ira, al menos una vez.

– Supongo que tendría que estar contento de haberme casado con una mujer realista.

– A largo plazo, somos las mejores -respondió ella con una amplia sonrisa-. Ya lo verás.

– No lo dudo.

Se produjo un momento de silencio y Ellie dijo:

– Deberíamos ir a desayunar.

– Supongo que sí -murmuró él mientras alargaba la mano para acariciarle la barbilla.

Ellie retrocedió.

– No lo intentes.

– ¿El qué? Formaba parte de nuestro acuerdo, ¿no es así?

– Sí. -Ellie intentó escaparse-. Pero sabes perfectamente que no puedo pensar cuando haces eso -imaginó que seguramente debería haberse guardado esa información, pero ¿para qué si él lo sabía tan bien como ella?

Charles dibujó una sonrisa satisfecha.

– Ésa es la idea, querida.

– Quizá para ti -respondió ella-, pero me gustaría poder conocerte mejor antes de pasar a… eh… esa fase de la relación.

– Muy bien, ¿qué quieres saber?

Ellie se quedó callada unos segundos porque no sabía qué responder. Al final, dijo:

– Cualquier cosa.

– ¿Lo que sea?

– Lo que sea que te parezca que me servirá para conocer mejor al conde de Billington…, perdón, a Charles.

El se quedó pensativo, luego sonrió y dijo:

– Escribo listas de forma compulsiva. ¿Te parece interesante?

Ellie no estaba segura de qué esperaba que le revelara, pero aquello no. ¿Escribía listas de forma compulsiva? Eso hablaba más de él que cualquier afición o pasatiempos.

– ¿Sobre qué escribes listas? -le preguntó.

– De todo.

– ¿Has escrito una lista sobre mí?

– Por supuesto.

Ellie esperó que dijera algo más y luego, impaciente, preguntó:

– ¿Qué ponía?

El se rió ante su curiosidad.

– Era una lista de motivos por los que creía que serías una buena esposa. Esas cosas.

– Ya. -Ellie quería preguntarle cuántos puntos tenía la lista, pero le pareció que podría ser de mala educación.

Él se inclinó hacia delante, con el diablo reflejado en sus ojos marrones.

– Había seis puntos.

Ella retrocedió.

– Estoy segura de que no te he preguntado por el número de puntos.

– Pero querías hacerlo.

Ella no dijo nada.

– Ahora -dijo Charles-, tienes que decirme algo sobre la señorita Eleanor Lyndon.

– Ya no soy la señorita Eleanor Lyndon -respondió ella con descaro.

Charles se rió ante su error.

– La condesa de Billington. ¿Cómo es?

– A veces, habla demasiado -dijo ella.

– Eso ya lo sé.

Ellie hizo una mueca.

– Está bien -se quedó pensativa un segundo-. Cuando hace buen tiempo, me gusta coger un libro y leer al aire libre. No suelo volver a casa hasta el atardecer.

Charles alargó la mano y la tomó por el brazo.

– Está muy bien que un marido sepa eso -dijo con suavidad-. Así, si alguna vez te pierdo, sabré dónde buscar.

Se dirigieron hacia el comedor, y él se inclinó y le dijo:

– Parece que el vestido te va como un guante. ¿Te gusta?

– Sí, mucho. Es el vestido más bonito que me he puesto en la vida. Casi no ha hecho falta ni arreglarlo. ¿Cómo lo has conseguido en tan poco tiempo?

Él se encogió de hombros con toda tranquilidad.

– He pagado una cantidad obscena de dinero a una modista.

Antes de que Ellie pudiera responder, giraron una esquina y entraron en el comedor. El pequeño grupo de invitados se puso de pie para recibir y vitorear al nuevo matrimonio.

El desayuno fue tranquilo, con la excepción de la presentación de la tía-abuela de Charles, Cordelia, que había estado ausente durante la ceremonia y gran parte del desayuno. Ellie no pudo evitar fijarse en la silla vacía y preguntarse si la tía de su marido tenía alguna objeción a la elección de Charles.

Él siguió la dirección de su mirada y le susurró:

– No te preocupes. Es una mujer excéntrica y le gusta seguir su propio ritmo. Estoy seguro de que aparecerá.

Ellie no lo creyó hasta que una anciana, con un vestido de hacía al menos veinte años, entró corriendo en el comedor al grito de:

– ¡La cocina está ardiendo!

Ellie y su familia estaban levantados (de hecho, la señora Foxglove ya estaba en la puerta) cuando se dieron cuenta de que Charles y sus primas no se habían movido.

– ¡Charles! -exclamó Ellie-. ¿No has oído lo que ha dicho? Tenemos que hacer algo.

– Siempre aparece diciendo que esto o aquello está ardiendo -respondió él-. Le gusta poner un toque de dramatismo.

Cordelia se acercó a Ellie.

– Tú debes de ser la novia -dijo la mujer, directamente.

– Eh… sí.

– Bien. Hacía tiempo que necesitábamos una -y se marchó, dejando a Ellie boquiabierta.

Charles le dio una palmadita en la espalda.

– ¿Lo ves? Le has caído bien.

Ellie volvió a sentarse mientras se preguntaba si todas las familias aristócratas tenían a una tía soltera loca escondida en el desván.

– ¿Hay algún otro familiar que quieras presentarme? -le preguntó con voz débil.

– Sólo mi primo Cecil -respondió Charles, que estaba haciendo un gran esfuerzo por no reírse-. Pero no vive aquí. Además, es un sapo adulador.

– Un sapo en la familia -murmuró Ellie, con una delicada sonrisa-. Qué curioso. Desconocía la rama anfibia en los Wycombe.

Charles se rió.

– Sí, somos unos excelentes nadadores.

Ahora Ellie sí que se rió abiertamente.

– Pues algún día tendrás que enseñarme. Nunca he aprendido.

Él le tomó la mano y se la acercó a los labios.

– Será un honor, milady. En cuanto empiece a hacer calor, iremos al estanque.

Y, ante los ojos de todos los presentes, parecían una pareja de jóvenes locamente enamorados.


Unas horas después, Charles estaba sentado en su despacho, con la silla reclinada hacia atrás y los pies apoyados encima de la mesa.

Había intuido que Ellie querría estar un rato a solas para deshacer el equipaje y acostumbrarse a su nuevo hogar. De modo que había ido a su despacho intentando convencerse de que tenía muchos asuntos que resolver. Las responsabilidades derivadas de la administración de un condado, si se querían hacer de forma decente, conllevaban mucho tiempo. Podría avanzar algo de trabajo en el despacho y sacarse de encima algunos asuntos que había ido amontonando en la mesa durante esos últimos días. Se ocuparía de sus cosas mientras Ellie se ocupaba de las suyas y…

Soltó un sonoro suspiro mientras intentaba con todas sus fuerzas ignorar el hecho de que todo su cuerpo estaba tenso de deseo por su mujer.

Pero no lo consiguió.

Ciertamente, no esperaba desearla tanto. Sabía que se sentía traído por ella; era uno de los motivos por los cuales le había pedido que se casara con él. Siempre se había considerado un hombre sensato y casarse con una mujer que no le despertara ninguna emoción no tenía demasiado sentido.

Sin embargo, esas medias sonrisas de ella tenían algo que lo volvían loco, como si tuviera un secreto que no quisiera confesar. Y el pelo… Sabía que ella odiaba el color, pero él sólo quería acariciarlo y…

Los pies le resbalaron de la mesa y la silla cayó al suelo con un golpe seco. ¿Hasta dónde le llegaría el pelo a su mujer? Parecía un dato que un marido debería conocer.

Se lo imaginó por las rodillas, agitándose de un lado a otro mientras caminaba. «Me parece que no», pensó. El sombrero que llevaba no era tan grande.

Luego se lo imaginó por la cintura, acariciándole el ombligo y ondulándose encima de la curva de la cadera. Meneó la cabeza. No, aquello tampoco le convencía. Ellie, ¡Dios, cómo le gustaba ese nombre!, no parecía de las que tenían la paciencia suficiente como para cuidar un pelo tan largo.

Quizá le llegaba hasta la curva de los pechos. Se lo imaginaba recogido detrás de un hombro mientras una cascada de pelo rojizo dorado le cubría un pecho y el otro quedaba al descubierto…

Se golpeó la cabeza con el talón de la mano, como si así pudiera eliminar esa imagen de su cabeza. «Demonios», pensó con irritación. No quería eliminarla. Quería enviarla volando por la sala y la ventana. Esa línea de pensamiento no contribuía a rebajar la tensión de su cuerpo.

Necesitaba pasar a la acción. Cuanto antes sedujera a Ellie y se la llevara a la cama, antes terminaría esa locura que le alteraba la sangre y antes podría volver a la rutina de su vida.

Sacó una hoja de papel y, en la parte superior, escribió:


PARA SEDUCIR A ELLIE


Utilizó las mayúsculas sin pensar, aunque luego decidió que debía de ser una señal de la urgencia con que necesitaba poseerla.

Tamborileó los dedos índice y corazón contra la sien mientras pensaba y, al final, escribió:


1. Flores. A todas las mujeres les gustan las flores.

2. Una clase de natación. Tendrá que quedarse con poca ropa. Objeción: hace frío y el tiempo seguirá así varios meses.

3. Vestidos. Le ha gustado el vestido verde y ha comentado que todos sus vestidos son oscuros y prácticos. Como condesa, necesitará ropa adecuada, así que este punto no supone ningún gasto adicional.

4. Halagar su visión para los negocios. Los halagos típicos seguramente no funcionen con ella.

5. Besarla.


De todos los puntos de la lista, Charles prefería la quinta opción, pero le preocupaba que besarla sólo intensificara el estado de frustración que ya sentía. No estaba seguro de poder seducirla con sólo un beso; seguramente necesitaría repetidos intentos durante varios días.

Y eso significaría varios días de una incómoda tensión para él. El último beso que le había dado lo había dejado hambriento de deseo y, varias horas después, todavía sentía el dolor de la necesidad insatisfecha.

Sin embargo, las otras opciones no eran viables en esos momentos. Era demasiado tarde para ir al invernadero a buscar un ramo de flores, y hacía demasiado frío para ir a nadar. Un vestuario completo requería un viaje a Londres y un halago hacia su visión por los negocios…, bueno, sería complicado antes de haber podido comprobarla, y Ellie era demasiado lista para no darse cuenta de cuándo un halago era falso.

«No -pensó con una sonrisa-. Tendrá que ser un beso.»

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