Charles gruñó cuando impactó con el suelo, sintiendo el golpe en cada hueso, cada músculo y cada pelo de su cuerpo.
Medio segundo después, Ellie cayó encima de él y pareció un saco de patatas con muy buena puntería.
El cerró los ojos y se preguntó si algún día podría tener hijos, incluso si algún día querría intentarlo.
– ¡Ay! -exclamó ella mientras se frotaba el hombro.
A él le habría gustado responder, preferiblemente con algo sarcástico, pero no podía hablar. Le dolían tanto las costillas que estaba convencido de que se le romperían si intentaba decir algo. Después de lo que pareció una eternidad, ella rodó y se apartó, aunque antes su pequeño y puntiagudo codo localizó el tierno hueco debajo del riñón izquierdo.
– No puedo creer que no viera el surco -dijo Ellie, con una mirada altanera, incluso sentada en el suelo.
Charles se planteó estrangularla. Se planteó ponerle un bozal. Incluso se planteó besarla para borrarle esa molesta expresión de la cara, pero, al final, se quedó en el suelo intentando recuperar la respiración.
– Incluso yo podría haber conducido el coche mejor que usted -continuó ella mientras se levantaba y se sacudía el polvo del vestido-. Espero que no haya roto la rueda. Repararlas es muy caro y quien se encarga de ello en Bellfield se pasa más horas ebrio que sobrio. Podría ir hasta Faversham, claro, pero no se lo recomiendo…
Charles emitió un gruñido agonizante a pesar de que no sabía qué le dolía más: las costillas, la cabeza o el sermón de Ellie.
Ella se agachó a su lado, con la preocupación reflejada en la cara.
– No está herido, ¿verdad?
Él consiguió separar los labios y enseñar los dientes, aunque sólo el más optimista del mundo hubiera descrito aquello como una sonrisa.
– Estoy mejor que nunca -dijo con voz ronca.
– ¡Está herido! -exclamó Ellie.
– No demasiado -consiguió decir él-. Sólo las costillas, la espalda y el… -empezó a toser.
– Madre mía -dijo ella-. Lo siento mucho. ¿Le he cortado la respiración cuando he caído encima de usted?
– Me la ha cortado hasta dentro de unos años.
Ellie frunció el ceño mientras le tocaba la frente con la mano.
– Su voz no pinta nada bien. ¿Tiene fiebre?
– Por Dios, Eleanor, no tengo fiebre.
Ella apartó la mano y murmuró:
– Al menos, no ha perdido su amplio y variado vocabulario.
Con la voz emergiendo en forma de doloroso suspiro, Charles dijo:
– ¿Por qué siempre que estoy cerca de usted acabo lesionado?
– ¡Cuidado con lo que dice! -exclamó Ellie-. No ha sido culpa mía. Yo no conducía. Y le aseguro que no tuve nada que ver con que se cayera de un árbol.
Charles no se molestó en responder. El único sonido que emitió fue un gemido cuando intentó incorporarse.
– Al menos, deje que le mire las heridas -dijo ella.
Él le lanzó una mirada de reojo que olía a sarcasmo.
– ¡Perfecto! -gritó ella, al tiempo que se levantaba y agitaba los brazos en el aire-. Cuídese usted mismo, entonces. Espero que la vuelta a casa sea maravillosa. ¿Qué son? ¿Diez, quince kilómetros?
Él se acarició la cabeza, que empezaba a latirle con fuerza.
– Seguro que lo disfruta mucho -continuó ella-. Sobre todo con ese tobillo.
Charles se apretó las sienes con más fuerza, con la esperanza de que la presión aminoraría el dolor.
– Creo que tiene una vena vengativa de un kilómetro de ancha -murmuró él.
– Soy la persona menos vengativa del mundo -dijo ella mientras se sorbía la nariz-. Y, si no está de acuerdo, entonces quizá no debería casarse conmigo.
– Se casará conmigo -gruñó él-, aunque tenga que arrastrarla hasta el altar atada y amordazada.
Ellie sonrió sardónicamente.
– Podría intentarlo -se burló-, pero en su condición no podría arrastrar ni a una pulga.
– Y dice que no es vengativa.
– Por lo visto, empieza a gustarme.
Charles se agarró la parte posterior de la cabeza, porque notaba como si alguien le estuviera clavando agujas largas y oxidadas. Hizo una mueca de dolor y dijo:
– No diga nada. Ni una palabra más. Ni una… -gritó cuando sintió otra punzada de dolor- maldita palabra más.
Ellie, que ni siquiera sabía que Charles tenía dolor de cabeza, interpretó que aquellas palabras significaban que él creía que era intrascendente, estúpida y molesta. Irguió la espalda, apretó los dientes y apretó los puños casi sin querer.
– No he hecho nada para merecer este trato -dijo con voz altanera. Y luego, con un sonoro «Uff», se volvió y empezó a caminar hacia su casa.
Charles levantó la cabeza lo suficiente para verla alejarse, suspiró y se desmayó.
– Esa serpiente despiadada -murmuró Ellie para sí misma-. Si piensa que voy a casarme con él ahora… ¡Es peor que la señora Foxglove! -arrugó la frente y se dijo que no era apropiado empezar a mentirse a los veintitrés años, así que añadió-. Bueno, casi.
Siguió caminando unos metros más y luego se agachó cuando algo brillante le llamó la atención. Parecía una especie de tornillo metálico. Lo cogió, lo sostuvo en la palma de la mano unos segundos y luego se lo guardó en el bolsillo. Un chico de la parroquia de su padre adoraba esas baratijas. Quizá podría dárselo el próximo día que fuera a misa.
Ellie suspiró. Tendría tiempo de sobra para darle el tornillo a Tommy Beechcombe. Por lo visto, seguiría en casa de su padre durante un tiempo. Quizá incluso podría empezar a practicar las técnicas de deshollinador esa misma tarde.
El conde de Billington había aportado cierta dosis de emoción a su vida, pero ahora estaba claro que no se llevarían tan bien. Sin embargo, se sentía ligeramente culpable por dejarlo allí tendido en la cuneta del camino. No es que no se lo mereciera, pero Ellie siempre intentaba ser caritativa y…
Meneó la cabeza y puso los ojos en blanco. Echar un vistazo no la mataría. Sólo para comprobar que estaba bien.
Se volvió, pero vio que había bajado una pequeña colina y que no podía verlo. Suspiró con fuerza y regresó sobre sus pasos.
– Esto no significa que te preocupes por él -se dijo-. Sólo significa que eres una mujer buena e íntegra, una mujer que no abandona a nadie, por rudos y viles que sean… -se permitió dibujar una pequeña sonrisa-, y aunque sean incapaces de mirar por el bien de… ¡Dios mío!
Lo vio tirado donde lo había dejado, y parecía muerto.
– ¡Charles! -gritó ella, mientras se levantaba la falda y echaba a correr hacia él. Tropezó con una roca, cayó a su lado y le golpeó el costado con una rodilla.
Él gruñó. Ellie soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. No se había creído que estuviera muerto, pero es que estaba tan quieto.
– ¿Dónde están las sales cuando una más las necesita? -murmuró. La señora Foxglove siempre agitaba pestilentes pociones a la mínima provocación-. No, no tengo ninguna vinagreta -le dijo al inconsciente conde-. Nunca nadie se me había desmayado.
Miró a su alrededor, buscando algo para reanimarlo, y vio una pequeña petaca que debía de haberse caído del carruaje. La cogió, desenroscó el tapón y olió le contenido.
– Madre mía -dijo mientras alejaba la petaca y agitaba la mano delante de la nariz. El aire se llenó del intenso aroma del whisky. Ellie se preguntó si todavía sería del día que se había caído del árbol. Hoy no había bebido, estaba segura. Lo habría notado y, además, no le parecía de los que abusaban del alcohol de forma regular.
Bajó la mirada hasta el hombre con el que estaba pensando casarse. Incluso inconsciente, tenía un aire de poder decidido. No, no necesitaría el alcohol para aumentar su autoestima.
– Bueno -dijo ella en voz alta-, supongo que, al menos, puedo utilizarlo para despertarle -sujetó la petaca y se la colocó debajo de la nariz.
No obtuvo respuesta.
Ellie frunció el ceño y le apoyó la mano encima del corazón.
– Milord, no se ha muerto desde la última vez que ha gruñido, ¿no?
Como es lógico, él no respondió, pero ella notó cómo el corazón le latía rítmicamente debajo de la palma de la mano, lo que la tranquilizó mucho.
– Charles -dijo, intentando ser fuerte-, le agradecería que se despertara de inmediato.
Cuando él no hizo ni un gesto, ella colocó los dedos índice y corazón en la boca de la petaca y se impregnó la piel de whisky. Se evaporó enseguida, de modo que repitió la operación, aunque esta vez sostuvo la petaca bocabajo más tiempo. Cuando creyó que tenía los dedos lo suficientemente mojados, se los colocó debajo de la nariz al conde.
– Aaah…, ay… ¡Ooooh!
Charles dijo cosas sin sentido cuando despertó. Se levantó como una bala, parpadeando y sorprendido, como si se hubiera despertado de golpe de una pesadilla.
Ellie se echó hacia atrás para evitar que la golpeara con los brazos, pero no fue lo suficientemente rápida, y Charles golpeó la petaca. Salió volando, sin dejar de escupir alcohol ni un segundo. Ellie saltó y esta vez sí que fue rápida. Todo el whisky se derramó sobre el conde, que seguía diciendo cosas incoherentes.
– ¿Qué diablos me ha hecho? -le preguntó cuando recuperó el habla.
– ¿Qué le he hecho?
Él tosió y arrugó la nariz.
– Huelo como un borracho.
– Huele como hace dos días.
– Hace dos días estaba…
– Era un borracho -lo interrumpió ella.
Él oscureció la mirada.
– Estaba borracho, no era un borracho. Hay una diferencia. Y usted… -la señaló con el dedo, pero hizo una mueca por el repentino movimiento y se agarró la cabeza.
– ¿Charles? -preguntó ella con cautela, olvidándose de que estaba enfadada con él por culparla de aquel estúpido incidente. Sólo veía que le dolía. Y, a juzgar por su cara, le dolía mucho.
– ¡Jesús! -maldijo él-. ¿Alguien me ha golpeado en la cabeza con un tronco?
– Yo he estado tentada -intentó bromear Ellie, con la esperanza de que la frivolidad lo hiciera olvidarse del dolor.
– No lo dudo. De haber nacido hombre, hubiera sido un comandante excelente.
– De haber nacido hombre, habría hecho muchas cosas -murmuró Ellie-, y casarme con usted no hubiera sido una de ellas.
– Qué suerte he tenido -respondió Charles, todavía con una mueca de dolor-. Y usted también.
– Eso está por ver.
Se produjo un extraño silencio y Ellie, que creía que debía explicarle lo que había pasado mientras estaba inconsciente, dijo:
– Acerca del whisky…, supongo que tengo que disculparme, pero sólo intentaba…
– ¿Flamearme?
– No, aunque no es tan mala idea. Intentaba reanimarlo. Vinagreta alcohólica. Ha tirado la petaca cuando se ha levantado.
– ¿Por qué parece que a mí me hayan dado una paliza y usted está completamente ilesa?
Ellie dibujó una media sonrisa irónica.
– Cualquiera diría que un caballero cortés como usted estaría encantado de que la dama no hubiera sufrido heridas.
– Soy muy cortés, milady. Pero también estoy confundido, maldita sea.
– Evidentemente, su cortesía no le impide maldecir en mi presencia. En cualquier caso -agitó la mano en el aire para quitarle hierro al asunto-, tiene suerte de que estas cosas nunca me hayan importado demasiado.
Charles cerró los ojos y se preguntó por qué Ellie necesitaba tantas palabras para decir lo que quería decir.
– Aterricé encima de usted cuando caímos del carruaje -le explicó al final-. Seguro que se ha hecho daño en la espalda cuando ha caído, pero cualquier dolor que sienta en… eh… la parte delantera seguramente es culpa… mía -parpadeó varias veces y luego se quedó callada y con las mejillas teñidas de manchas rosadas.
– Entiendo.
Ellie tragó saliva, incómoda.
– ¿Quiere que le ayude a levantarse?
– Sí, gracias -Charles aceptó su mano y se levantó, intentando ignorar los numerosos dolores que sentía con cada movimiento. Una vez derecho, apoyó las manos en las caderas e inclinó la cabeza hacia la izquierda. El cuello crujió y él intentó contener una carcajada cuando Ellie hizo un gesto de dolor.
– Eso no ha sonado demasiado bien -dijo ella.
Él no respondió. Se limitó a inclinar la cabeza hacia el otro lado mientras descubría una especie de perversa satisfacción en la segunda ronda de crujidos. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia el carruaje y maldijo entre dientes. La rueda se había salido del eje y estaba aplastada debajo del vehículo.
Ellie siguió su mirada y dijo:
– Sí, he intentado decirle que la rueda estaba inservible, pero ahora me doy cuenta de que estaba demasiado dolorido para escucharme.
Mientras Charles se arrodillaba para inspeccionar los daños, ella lo sorprendió al añadir:
– Lamento mucho haberme marchado hace unos minutos. No me di cuenta de lo malherido que estaba. Si lo hubiera sabido, no lo habría hecho. En… En cualquier caso, no debería haberme ido. Ha estado muy mal por mi parte.
Charles se emocionó por aquellas sentidas palabras y lo impresionó su sentido del honor.
– Las disculpas no son necesarias -dijo con brusquedad-, pero las agradezco y las acepto.
Ellie inclinó la cabeza.
– No habíamos recorrido mucha distancia desde mi casa. Podríamos regresar con los caballos. Seguro que mi padre podrá encontrar un transporte para que vuelva a casa. O podemos buscar un mensajero que vaya a Wycombe Abbey y diga que envíen otro carruaje.
– Perfecto -murmuró él mientras miraba el carruaje con detenimiento.
– ¿Sucede algo, milord? ¿Aparte del hecho de que hemos cruzado un surco y nos hemos caído?
– Mire esto, Eleanor -alargó el brazo y tocó la rueda destrozada-. Se ha salido del eje.
– Supongo que habrá sido por el accidente.
Charles tamborileó los dedos contra el lateral del carruaje mientras pensaba.
– No, no debería haberse salido. Podría estar rota, por la caída, pero debería estar anclada al carruaje.
– ¿Cree que la rueda se ha salido por otras causas?
– Sí -respondió, pensativo-. Sí.
– Pero sé que hemos cruzado ese surco enorme. Lo he visto. Lo he notado.
– Seguramente, el surco fue lo que provocó que la rueda, que ya debía de estar floja, se soltara.
Ellie se arrodilló y observó los daños.
– Creo que tiene razón, milord. Mire cómo ha quedado. Los rayos se han roto por el peso del carruaje, pero el cuerpo de la rueda está intacto. He estudiado muy poca física, pero creo que debería haberse partido por la mitad cuando nos hemos caído. Y… ¡ah, mire! -metió la mano en el bolsillo y sacó el tornillo.
– ¿Dónde lo ha encontrado?
– En el camino. Más allá de la colina. Debió de soltarse de la rueda.
Charles se volvió hacia ella con un movimiento tan rápido que quedaron con las narices pegadas.
– Creo -dijo con suavidad- que tiene razón.
Ellie separó los labios, sorprendida. Lo tenía tan cerca que su aliento le acariciaba la cara; tan cerca que podía sentir sus palabras, aparte de oírlas.
– Tendré que volver a besarte.
Ella intentó emitir un sonido que transmitiera… bueno, no sabía qué quería transmitir exactamente, pero no importó porque sus cuerdas vocales se negaron a emitir ningún sonido. Se quedó allí sentada, inmóvil, mientras él lentamente inclinaba la cabeza y le daba un beso en los labios.
– Precioso -murmuró él, y sus palabras penetraron en su boca.
– Milord…
– Charles -la corrigió él.
– Tenemos que… Quiero decir… -en ese punto, perdió el hilo de sus pensamientos. Es lo que le pasaba cuando la lengua de un hombre le acariciaba el labio inferior.
El se rió y levantó la cabeza un centímetro.
– ¿Qué decía?
Ellie no dijo nada, sólo parpadeó.
– Entonces, debo asumir que sólo quería pedirme que siguiera -la sonrisa se volvió lobezna antes de tomarle la barbilla y recorrerle la línea de la mandíbula con los labios.
– ¡No! -exclamó Ellie, movida de repente por un mortificador sentido de la urgencia-. No es lo que quería decir.
– ¿Ah, no? -bromeó él.
– Quería decir que estamos en mitad de un camino público y…
– Y teme por su reputación -concluyó él.
– Y por la suya, así que no intente hacerme quedar como una mojigata.
– No tengo ninguna intención de hacerlo, cariño.
Ellie retrocedió ante el cariñoso apelativo, perdió el equilibrio y acabó espatarrada en el suelo. Se mordió el labio para no decir algo de lo que después podría arrepentirse.
– ¿Por qué no nos vamos a casa? -dijo como si nada.
– Una idea excelente -respondió Charles, mientras se levantaba y le ofrecía la mano. Ella la aceptó y dejó que la ayudara a levantarse, aunque sospechaba que ese gesto le dolía. Al fin y al cabo, todo hombre tiene su orgullo y Ellie sospechaba que el de los Wycombe superaba a la media.
Tardaron unos diez minutos en llegar a casa del vicario. Ellie se aseguró de que la conversación girara en torno a temas estrictamente neutrales, como literatura, cocina francesa y, aunque hizo una mueca ante la banalidad del asunto cuando lo sacó a relucir, el tiempo. Charles parecía bastante contento durante la conversación, como si supiera exactamente lo que ella estaba haciendo. No, peor. La sonrisa irónica era un poco benevolente, como si la estuviera dejando hablar de truenos y cosas así.
A Ellie no le gustaba demasiado la mirada petulante de Charles, pero tenía que admitir que la impresionaba que pudiera mantener esa expresión mientras cojeaba, se frotaba la cabeza y, ocasionalmente, se agarraba las costillas.
Cuando vieron la casa, Ellie se volvió hacia él y dijo:
– Mi padre ya ha vuelto.
Él arqueó las cejas.
– ¿Cómo lo sabes?
– La vela del despacho está encendida. Estará trabajando en su próximo sermón.
– ¿Ya? Todavía faltan días para el domingo. Recuerdo que nuestro vicario se pasaba las noches de los sábados escribiendo el sermón. Solía venir a Wycombe Abbey en busca de inspiración.
– ¿En serio? -preguntó Ellie con una sonrisa-. ¿Tan inspirador le resultaba? No tenía ni idea de que hubiera sido un niño tan angelical.
– Me temo que era todo lo contrario. Le gustaba estudiarme y luego escogía cuál de mis pecados serviría como tema principal del próximo sermón.
– Pobre -respondió Ellie, reprimiendo una sonrisa-. ¿Cómo lo soportaba?
– Es peor de lo que cree. También era mi tutor de latín y me daba clases tres días a la semana. Decía que había venido a la tierra a torturarlo.
– Parece un comentario muy irreverente para un vicario.
Charles se encogió de hombros.
– También le gustaba mucho la bebida.
Ellie alargó el brazo para abrir la puerta, pero antes de que la mano agarrara el pomo, Charles la detuvo con la mano. Cuando ella lo miró, él dijo en voz baja:
– ¿Puedo hablar con usted un segundo antes de conocer a su padre?
– Claro -respondió ella mientras se separaba de la puerta.
Charles tenía los músculos de la cara tensos cuando dijo:
– Sigue decidida a casarse conmigo pasado mañana, ¿verdad?
De repente, el mundo de Ellie empezó a dar vueltas. Charles, que se había mostrado tan firme respecto a que mantuviera su promesa, parecía que le estaba ofreciendo una vía de escape. Podía echarse a llorar, desdecirse de sus palabras…
– Eleanor -insistió él.
Ella tragó saliva y pensó en lo aburrida que era su vida. La idea de casarse con un extraño la aterraba, pero no tanto como una vida de aburrimiento. No, sería peor que eso. Una vida de aburrimiento llena de encontronazos con la señora Foxglove. Aunque el conde tuviera defectos, y Ellie sospechaba que tendría algunos, en el fondo sabía que no era un hombre débil o malo. Seguro que podría ser feliz a su lado.
Charles le acarició un hombro y ella asintió. Ellie habría jurado que vio cómo relajaba los hombros, pero, al cabo de unos instantes, recuperó la máscara del elegante y joven conde.
– ¿Está listo para entrar? -le preguntó ella.
Él asintió, Ellie abrió la puerta y exclamó:
– ¿Papá? -al cabo de un instante de silencio, dijo-: Iré a buscarlo al despacho.
Charles esperó y, a los pocos segundos, Ellie regresó seguida por un hombre de aspecto severo y pelo canoso y fino.
– La señora Foxglove ha tenido que volver a su casa -dijo Ellie, dibujando una sonrisa secreta a Charles-, pero le presento a mi padre, el revendo Lyndon. Papá, él es Charles Wycombe, el conde de Billington.
Los dos hombres se dieron la mano, en silencio, observándose mutuamente. Charles se dijo que el reverendo parecía demasiado rígido y severo para haber engendrado a una hija tan extrovertida como Eleanor. Pero, a juzgar por cómo lo miraba, vio que él tampoco estaba a la altura del yerno ideal.
Intercambiaron unas palabras educadas, se sentaron y, cuando Ellie se hubo ido a preparar un poco de té, el reverendo se volvió hacia Charles y dijo:
– La mayoría de los hombres aprobarían a su futuro yerno por el mero hecho de que fuera conde. Yo no soy de ésos.
– Ya lo imaginaba, señor Lyndon. Está claro que a Eleanor la ha educado un hombre con una moral más severa. -Charles pretendía que aquellas palabras sirvieran para tranquilizar al reverendo, pero, después de pronunciarlas, se dio cuenta de que le habían salido del alma. Eleanor Lyndon nunca había dado señales de dejarse cegar por su título o su riqueza. De hecho, parecía mucho más interesada en sus trescientas libras que en la enorme fortuna de su futuro marido.
El reverendo se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos como si quisiera saber hasta qué punto llegaba la sinceridad de las palabras del conde.
– No intentaré evitar el matrimonio -dijo muy despacio-. Ya lo intenté una vez, con mi hija mayor, y las consecuencias fueron desastrosas. Pero le diré una cosa: si maltrata a Eleanor de cualquier forma, lo perseguiré con todo el fuego infernal y el tormento que pueda reunir.
Charles no pudo evitar que sus labios dibujaran una respetuosa sonrisa. Suponía que el reverendo podía reunir bastante fuego infernal y tormento.
– Tiene mi palabra de que trataré a Eleanor como a una reina.
– Una cosa más.
– Diga.
El reverendo se aclaró la garganta.
– ¿Le gusta beber?
Charles parpadeó, algo desconcertado por la pregunta.
– Me tomo una copa cuando la ocasión lo merece, pero no me paso el día y la noche bebiendo, si es lo que quiere saber.
– Entonces quizá pueda explicarme por qué apesta a whisky.
El conde reprimió la absurda necesidad de reírse y le explicó lo que había pasado esa tarde y cómo Ellie le había derramado, accidentalmente, todo el whisky por encima.
El señor Lyndon se reclinó en la silla, satisfecho. No sonrió, pero Charles dudaba que ese hombre sonriera a menudo.
– Perfecto -dijo el reverendo-, ahora que ya nos entendemos, permita que sea el primero en darle la bienvenida a la familia.
– Es un honor formar parte de ella.
El reverendo asintió.
– Si a usted le parece bien, quisiera oficiar la ceremonia.
– Por supuesto.
Ellie escogió ese momento para entrar en el salón con el servicio de té.
– Eleanor -dijo su padre-, he decidido que el conde será un buen marido para ti.
Ella soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. Tenía la aprobación de su padre, algo que significaba más de lo que se imaginaba hasta ese momento. Ahora sólo tenía que casarse.
Casarse. Tragó saliva. Que Dios la ayudara.