Capítulo 10

– Pero, milady -dijo Alfrydd-, debéis atender a otros asuntos aparte del prisionero, quiero decir…, el invitado. Por ejemplo, la banda de ladrones que ha estado asaltando a los campesinos y a los comerciantes en los caminos.

– El alguacil y el capitán de la guardia se ocupan de ello -le interrumpió Morwenna irritada ante la insinuación del administrador de que estaba desatendiendo sus funciones.

– Sí, es cierto. Pero hay otras cuestiones -insistió él-. No debemos olvidarnos de los impuestos. Tenemos que recaudarlos para poder mantener la torre. Jack Farmer es sólo uno de los hombres que debe dos años de catastro. Su casa, así como las de otros, cuyos nombres tengo en una lista, están en vuestras tierras y, por tanto, deben abonaros el catastro.

– Entiendo -volvió a interrumpirle.

Pero el administrador no había terminado.

– También está el impuesto sobre el ganado. No hemos recaudado todo lo que deberíamos porque algunos campesinos, aunque han dejado pastar su ganado en los bosques, se han negado a pagaros, milady.

Alfrydd estaba de pie ante Morwenna, sentada a su escritorio. Con un dedo largo y esquelético, el administrador le indicó los libros de contabilidad donde un amanuense había copiado los registros de todos los impuestos, diezmos y honorarios recaudados durante los tres últimos años. Las familias que estaban atrasadas en los pagos ocupaban otra hoja de pergamino.

– Hay también varias personas, entre ellas Gregory el hojalatero, que debe el desecho de paso por haber ha transportado sus bienes a través de los bosques. Y… y… mire aquí -dio un golpe sobre la página del libro de contabilidad-. No hemos recaudado el heriot de cinco familias el pasado año. Esos cinco caballos que nos corresponderían no están en el establo del castillo.

Morwenna frunció el ceño. El heriot era uno de los impuestos que le disgustaban enormemente. Un impuesto, pensaba ella, diseñado por hombres y para hombres.

– Creo que es difícil arrebatar los mejores animales a una familia cuando ésta llora la pérdida de un marido o un padre, especialmente cuando esos caballos pueden proporcionar a la esposa algún ingreso.

– Lo sé, milady. Pero debéis hacer la recaudación y pasarle al rey su parte -sonrió Alfrydd con amabilidad-. No quiero parecer insensible, pero esta torre es muy costosa de mantener y todos los tributarios se benefician de la protección que les brindáis. Es un privilegio pagar esa ínfima suma de dinero.

– Díselo a Mavis, la esposa del carretero, y a sus cinco niños. Explícales por qué debo quedarme con su muía más fuerte cuando no tienen ningún caballo. Probablemente utilizan la muía para labrar la tierra de su pequeña parcela. Ah, y diles que no sólo les voy a quitar la muía, sino que también estaré esperando el forraje.

– Todos deben ayudar a alimentar los caballos de nuestro ejército.

– ¡Y los del rey! Lo sé, lo sé. -Sacudió sus manos con repugnancia y se puso de pie bruscamente-. Pero Mavis tiene seis bocas que alimentar incluyendo la suya y ningún marido que la ayude. ¿Qué ha de hacer? ¿Buscar a otro hombre que ayude a sostenerse a ella y a sus hijos?

– El muchacho mayor puede ayudar.

– Sí, un chaval de apenas ocho años -le espetó, soltando un largo suspiro.

– Un muchacho fuerte, que podría ayudar al leñador o al albañil…

– No confiscaremos la muía de Mavis -sostuvo, al tiempo que sentía que las mejillas se le encendían y que le ardían los ojos-. Tampoco tendrá que pagar el forraje este año ni el próximo. Después ya veremos.

Si Alfrydd tenía intención de seguir discutiendo, lo pensó mejor y se mordió la lengua.

– Como deseéis -murmuró adustamente, recogiendo los libros de contabilidad.

– Así es. Como yo desee -replicó Morwenna irritada.

Pero, al ver que Alfrydd fruncía los labios, sintió remordimientos. El hombre sólo estaba haciendo su trabajo y lo hacía con esmero. De pronto, sintió como si tuviera un gran peso sobre la espalda. En todos los años que había reclamado ser tratada igual que sus hermanos, en sus plegarias por conseguir una torre a sus órdenes, nunca se había parado a pensar en algunas de las tareas y las responsabilidades que implicaba ni en las difíciles decisiones que se vería obligada a tomar.

– Gracias, Alfrydd. Sé que en verdad sólo buscáis el bien de Calon -dijo con más tacto.

Él asintió con la cabeza mientras abandonaba la habitación. Cuando se estaba acomodando en la silla, fueron anunciados el capitán de la guardia y el alguacil. Apenas un instante más tarde, los dos hombres cruzaban de una zancada el cuarto.

– Milady -dijo Alexander-, si pudiéramos hablar con vos.

– Por supuesto -se preparó ella.

La expresión de los dos hombres era severa e inflexible, y su manera de comportarse rígida, como si estuvieran a punto de darle malas noticias. «Carrick», pensó ella, y su estúpido corazón se le encogió en el pecho.

– Es sobre el paciente -afirmó Alexander.

Por supuesto. Los dedos de Morwenna se enroscaron en los brazos de la silla.

– ¿Qué pasa?

– Creo que ha llegado el momento de informar a lord Graydynn sobre su presencia.

«Dios mío querido, todavía no. ¡No antes de que sepa la verdad!»

– ¿Así lo creéis? -preguntó Morwenna, esforzándose en permanecer serena-. ¿Por qué?

Después de vacilar sólo un segundo, Alexander expuso el primero su argumento, en concreto su preocupación sobre la reacción del barón Graydynn, porque ya debía de conocer por boca de otros que ella cobijaba a un traidor y a un criminal.

Morwenna quiso discutir y un sentimiento creciente de pánico comenzó a apoderarse de ella ante la idea de enviar a Carrick a su tío. Aplacando sus temores, siguió escuchando, aguardó en silencio su turno para hablar, e intentó permanecer neutral e imparcial durante todo el parlamento de los dos hombres. Trató de reprimir en silencio una ansiedad, a la que no podía poner nombre, por tener que entregar al paciente. Los dos hombres que estaban delante de ella, ¿se habrían puesto de acuerdo de antemano? No podía asegurarlo. Mientras Alexander exponía su punto de vista, el alguacil permanecía quieto, casi atento, mientras el capitán de la guardia enumeraba los motivos para enviar un mensajero a Wybren.

Una vez Alexander realizó una pausa, Morwenna se dirigió al alguacil.

– ¿Debo suponer que estáis de acuerdo en que debemos enviar un mensajero a Wybren?

Payne trató de escapar por la tangente.

– No estoy seguro. Es posible que el hombre no sea Carrick y entonces no haya ningún motivo para informar al barón Graydynn. A no ser que tengamos ya la certeza sobre la identidad del paciente. Sin embargo, creo que sir Alexander tiene razón al indicar que sería mejor que informarais sobre la situación antes de que los rumores y los chismes, y quién sabe qué tipo de mentiras, lleguen a las puertas de Wybren.

De modo que eso era. Tenía que tomar una decisión sobre el destino de Carrick.

– Creía que podíamos esperar hasta que estuviésemos seguros de quién es el hombre.

Payne se rascó la parte posterior del cuello.

– Sí, eso sería lo mejor.

– Pero no podemos esperar demasiado tiempo -replicó Alexander, con una expresión muy seria fija en su enorme cara-. Tal vez una nota a Graydynn, cuidadosamente redactada para no irritarle o para despejar cualquier sospecha, sería suficiente por ahora. -Un músculo se movió bajo su barba-. Temo que los chismorreos hayan llegado ya hasta sus oídos.

Morwenna se reclinó hacia atrás en la silla y descansó la barbilla sobre sus manos cruzadas. Alexander tenía razón. Ella lo sabía. El alguacil lo sabía. Con todo, estaba poco dispuesta a enviar la misiva.

– ¿Qué sucedería si lord Graydynn enviara su ejército o se presentara él mismo para recuperar a Carrick y lo ahorcara por traición? ¿Qué ocurre si el hombre no es Carrick?

– Entonces ¿quién es? ¿Un ladrón común que le robó el anillo a un muerto?

– Podría ser cualquiera -comentó Morwenna, aunque en su corazón sintiera que el hombre que yacía en la cámara de Tadd era en verdad Carrick de Wybren-. Podría haber robado el anillo, sí, o haberlo encontrado. Quizá lo ganó a los dados. Incluso pudo haber sido un regalo.

Alexander bramó incrédulo, pero el alguacil asentía despacio.

– Hay muchos motivos por los que el hombre que está al otro lado del vestíbulo podría estar en posesión del anillo, pero hasta que no despierte y cuente su historia, no sabremos cuáles son.

– Incluso entonces, podría mentir -afirmó Alexander.

Las cejas de Payne se enarcaron e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Es muy probable.

– No deberíamos correr riesgos, milady. Creo que lo mejor sería que informarais a Graydynn de Wybren de que cobijáis a un hombre herido, un desconocido, posiblemente un soldado, que llevaba un anillo con el emblema de Wybren cuando lo encontraron. Podríais decirle que estáis esperando a que recobre el conocimiento para determinar quién es y lo que, en cualquier caso, haréis con él. Si obráis de ese modo, evitaréis que Graydynn se enfurezca y tal vez fragüe una venganza.

Morwenna miró al alguacil.

– ¿Estáis de acuerdo?

El alguacil asintió despacio.

– En gran parte.

– Pero tenéis reservas.

Él rió.

– Desde luego, milady. Siempre tengo reservas.

Morwenna se fiaba de aquellos dos hombres. Alexander se preocupaba por la seguridad de Calon y Payne perseguía la justicia. Aunque conocía a los dos hacía menos de un año, sentía que tenían un buen corazón.

«O eso es lo que tú crees. ¿Qué sabes en realidad de ellos? Sólo lo que ellos quieren que tú veas; sólo lo que escuchas de los criados y los campesinos del castillo, que son más leales a ellos que a ti». ¿Qué le había dicho Isa?

«No te fíes de nadie, Morwenna. De nadie».

Los dos hombres la miraban fijamente, a la espera, y ella no pudo menos que preguntarse si habían conspirado para comparecer ante ella, actuando cada uno según un papel determinado.

– Milady… -la apremió suavemente sir Alexander.

Morwenna se mordió el labio y sopesó cada una de las alternativas.

No quería arriesgarse a ofender a Wybren, tampoco quería actuar con prisas.

– Lo pensaré esta noche y, si decido informar a lord Graydynn, enviaré a un mensajero mañana.

– Para entonces puede que sea demasiado tarde -advirtió Alexander-. Graydynn puede haber escuchado los rumores.

– Puede que le hayan llegado ya -replicó Morwenna-. Wybren está sólo a un día de camino de Calon.

Payne fruncía el ceño pensativamente y se rascaba la barbilla.

– O a menos.

– Entonces unas horas más no cambiarán las cosas -dijo ella, despidiéndose de ellos-. Tomaré una decisión mañana.

Sólo esperaba que fuera la acertada.


– ¿Por qué odias tanto a Carrick? -le preguntó Bryanna mientras Isa fingía estar bordando.

Tiró con impaciencia del hilo. Era por la tarde. Las ascuas ardían y brillaban en la chimenea e Isa sintió entonces que el mal estaba al acecho en el castillo.

Era como si las mismas paredes tuvieran ojos.

– Le rompió el corazón a tu hermana.

Estaban sentadas en la habitación de Bryanna. Isa se calentaba la vieja espalda al fuego de los troncos de la chimenea. Parecía que, con cada invierno que pasaba, los dolores en las articulaciones empeoraban. Se frotó las manos y notó cómo se le habían ensanchado los nudillos en los últimos años.

Bryanna encogió uno de sus hombros y, mirando con cara de pocos amigos su trabajo, estiró del hilo anudado y luego murmuró algo poco amable entre dientes:

– A menudo pasa, ¿no? Que un corazón se rompe.

– Sí, pero no a Morwenna.

Isa sabía que Morwenna había quedado embarazada de un bebé que no llegó a nacer, desde luego, aunque nunca se lo había revelado a nadie, ni siquiera a la propia Morwenna. Isa nunca perdonaría a Carrick por la pérdida del pequeño. Ni tampoco le revelaría a Bryanna que Carrick había abandonado a su hermana por Alena de Heath, la mujer que había contraído esponsales con su hermano Theron; Alena, la hermana de lord Ryden, a quien Morwenna estaba prometida. Ay, era un enlace imposible. Tan malo como las patéticas tentativas de Bryanna en las labores de bordado. Y por encima de todo este embrollo estaban los rumores omnipresentes de que Carrick había asesinado a su familia al completo mientras dormía.

– Tú sabes muchas más cosas de las que estás dispuesta a decir.

– Muchas cosas -admitió Isa-. Todos tenemos nuestros secretos.

– Hablas en clave.

– Hacéis demasiadas preguntas.

Bryanna resopló, pero no discrepó.

– Hay habladurías de que quieren enviar a Carrick a Wybren.

Isa asintió, había oído el mismo rumor. Según Isa, devolver a Carrick a Wybren era demasiado bueno para un monstruo como él.

– ¿Os lo ha dicho vuestra hermana?

– No, fue Fyrnne. ¡Oh! -Bryanna levantó la mirada rápidamente, suplicando con sus ojos redondos-. Por favor, no la reprendas. La oí por casualidad mientras hablaba con Gladdys cuando bajaban por la escalera llevando la ropa a la lavandería y comentaban que sir Alexander quiere que Morwenna envíe a un mensajero a Graydynn de Wybren informándole del herido -explicó Bryanna, con palabras que salían tan de prisa que se agolpaban las unas encima de las otras-. Por supuesto, lord Graydynn pedirá que le devuelvan al traidor.

– Desde luego -se mostró de acuerdo Isa. Ella había pensado lo mismo. Bueno, cuanto más pronto Carrick saliera de la torre, tanto mejor para todos. Especialmente para Morwenna-. De cualquier modo, las criadas no deberían chismorrear.

Bryanna asintió, pero sonrió abiertamente, enarcando una ceja oscura con sabiduría.

– Nadie debería, Isa. Pero todos lo hacemos, es lo que tiene de divertido. Es la naturaleza de la mujer, y supongo que la del hombre también. -Miró hacia abajo, a su aro de bordado y suspiró al advertir sus tímidos progresos-. Esto es desesperante.

De mal humor, cortó el hilo con los dientes, arrojó el aro sobre la cama y dejó de hacerle caso. Se inclinó hacia delante, reverberando en sus ojos la luz de la lumbre, y preguntó:

– ¿Cómo mató Carrick a su familia?

– No estoy segura. Son conjeturas, nada más, pero se dice que provocó un incendio, creo recordar.

Bryanna miró fijamente a Isa.

– Pero, ¿tú lo crees?

Isa mesuró sus palabras con cuidado.

– Creo que es capaz de muchas cosas, incluso de asesinar a su familia, aunque no entiendo por qué. No tiene sentido. -Frotó sus abultados nudillos-. Pero se comenta que mientras el barón y su familia dormían, Carrick salió a hurtadillas al vestíbulo y prendió el fuego. Algunos, entre ellos el guardia, creen que incluso vertió aceite en el suelo o algún producto inflamable que provocó que las llamas se propagaran aún más rápido y que el humo se filtrara y se extendiera por cada una de las cámaras. El señor y la señora, el barón Dafydd y lady Myrnna, estaban en sus aposentos, y sus hijos Alyce, Byron y Owen, así como Theron y su esposa, Alena, dormían en sus cámaras. -Isa frunció el ceño-. Fue una tragedia.

– ¿Dónde estaban los guardias?

– No lo sé, pero se dice que estaban dormidos en sus puestos.

– ¿No despertó nadie?

Isa suspiró y se mordió el labio.

– Se cree que todos cuantos perecieron bebieron de la misma jarra de vino, que podía estar contaminada.

– ¿Con veneno?

– De forma que los miembros de la familia permanecieran dormidos cuando se desataran el humo y las llamas. -Isa se puso en pie. Ya haría hablado bastante. Demasiado quizás. Tembló con una ráfaga de aire fresco que le alcanzó la nuca y miró arriba, hacia las paredes que se elevaban tan alto hasta el techo, hacia el lugar oscuro donde la luz parecía que no llegaba nunca.

– ¿Qué crees que hará Morwenna? -preguntó Bryanna.

– No lo sé -dijo Isa, caminando hasta la cama y recogiendo el aro del bordado. Corrigió con habilidad algunos los puntos desgarbados, luego le dio el aro a Bryanna-. Estoy segura de que vuestra hermana tomará la decisión adecuada.

Era mentira.

Mientras Isa abandonaba la habitación, Isa supo que no había una alternativa adecuada. Había visto el rostro de la muerte en sus sueños, había sentido su aliento sobre la piel, sabía que rondaba cerca, aguardando tan sólo el momento oportuno, lista para atacar.

Era sólo cuestión de tiempo.


Estaba oscuro.

La noche se había abatido y estaba envuelta en una niebla densa que impedía la visión de la luna.

El Redentor estaba de pie cerca de las almenas de una torre alta y sintió cómo la humedad rezumaba a través de la capa y la capucha de color oscuro. La humedad se le calaba en la cara, fresca y balsámica y, sin embargo, había algo perturbador en aquella noche. Aunque no pudiera ver a través del halo de la bruma, sabía que ella estaba allí, o orilla del arroyo, susurrando hechizos y dibujando runas en la tierra.

La anciana. Isa.

Era peligrosa. Y mala.

¿Acaso no había tenido visiones que, muchísimas veces, habían demostrado ser verdaderas?

Era un milagro que aún no le hubiera desenmascarado, echando abajo todo su trabajo.

Aunque El Redentor en principio desdeñaba a cualquiera que creyera en las bobadas que propagaban las antiguas creencias paganas, no podía negar que en ocasiones su magia parecía verdadera.

Aquella noche en la que no soplaba ni una brizna de viento había oído su voz áspera susurrando a través de los árboles desnudos, invocando al espíritu de Morrigu, la gran Madre, y rogando por la salvación de una amenaza latente. Pedía orientación y protección.

Desde la profundidad de su capucha, dibujó una sonrisa en las comisuras de sus labios.

«Es demasiado tarde, Isa, vieja bruja… demasiado tarde». Toqueteó con sigilo el cuchillo sujeto con una correa a su cintura.

Todos sus rezos a la gran Madre eran en balde.

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