Capítulo 16

El paciente se quedó inmóvil. Estaba débil, su estómago pedía alimento a gritos y tenía los labios secos y agrietados por la carencia de agua. Aunque recordaba que le habían obligado a tragarse un caldo y que habían vertido agua sobre sus labios, estaba muerto de sed.

Se había despertado esa mañana y había abierto los ojos, descubriendo que podía ver con mayor claridad. Podía moverse sin notar aquel dolor tan virulento en la cabeza. Podía mover la mano hasta tocarse la cara y había comprobado la hinchazón, pero la agonía que había embargado su cuerpo había disminuido.

Había fingido inconsciencia oyendo hablar a los guardias, y reconstruyó la conversación a partir de los retazos que logró atrapar. Los guardias hablaban de un asesinato que se había producido en la torre, y lady Morwenna iba a enviar un mensajero a lord Graydynn de Wybren notificando que retenía a su primo, Carrick de Graydynn, como rehén o prisionero.

Trató de recordar a Graydynn. Debería tener algún sentimiento hacia el lord, su primo, ¿verdad? Pero no pudo evocar ninguna imagen de aquel hombre y sólo sintió un inquietante temor de que, si averiguaba dónde estaba, significaría su sentencia de muerte. Lo poco que podía recordar acerca del barón de Wybren era que había sido un hombre celoso y hosco… O tal vez lo era su padre… ¿Cómo se llamaba? Se concentró pero al darle vueltas sólo ganó un dolor de cabeza.

Las imágenes que poblaban su cabeza eran difíciles de comprender, sólo pensamientos fugaces que escapaban al momento que trataba de capturarlos.

Recordó el castillo de Wybren. O tan sólo fragmentos. Todavía podía oler el fuego… y presenció las llamas que subían por las paredes. ¿O esos pensamientos eran únicamente imaginaciones suyas, sueños que se había inventado a partir de todas las conversaciones que había oído allí, incapaz de moverse?

Le habían obligado a oír un chisme sobre un gran incendio en Wybren, un incendio provocado por Carrick, que probablemente era él. Carrick, el traidor. Carrick, el asesino de siete almas inocentes. Carrick, el monstruo. ¿Acaso era posible? ¿Había matado de una manera tan cruel a su familia?

Y si así era, ¿por qué?

Sus sentimientos en cuanto a lo que recordaba sobre su familia eran difíciles de clasificar, recuerdos hechos añicos y entremezclados… Pensó que tenía hermanos y hermanas… por quienes no había sentido mucho cariño. Pero sus caras eran borrosas, imágenes oscuras que evocaban en él sensaciones despiadadas de dolor, de envidia y odio.

¿Era cierto?

¿De veras era el monstruo que todo el mundo creía?

Encajó la mandíbula y apartó las condenadas preguntas de su cerebro. No tenía tiempo de concentrarse. Pronto la guardia pasaría control. Tenía que actuar con rapidez.

Al igual que hacía durante todo el día mientras estaba solo, obligó a una pierna a moverse. Esta vez la balanceó hacia fuera de la cama sin demasiado dolor.

Intentó mover la otra y sintió la protesta de los músculos aletargados, cambió de postura y ambos pies aterrizaron en el suelo.

Ahora faltaba la verdadera prueba.

Despacio, consciente de que podía caer desplomado, se obligó a mantenerse erguido. Para su sorpresa, las piernas eran capaces de sostener su propio peso. Por primera vez.

Aspiró profundamente y dio un paso.

El dolor le abrasaba la pierna. Su rodilla aguantó. Suspiró.

Otro paso.

Casi se cayó pero logró agarrarse a tiempo. El sudor le resbalaba por todo el cuerpo. Cada pequeño movimiento representaba un esfuerzo colosal. Pero las rodillas no se le doblaron.

Otra vez trató de caminar. Sintió algo de dolor, pero con cada paso las molestias eran menores, los músculos se tensaban. Para su sorpresa, la mayor parte del dolor agudo que había experimentado cuando se despertó por primera vez en esa cámara días antes, parecía haber remitido.

No contaba con ningún plan, sólo con el convencimiento de que si no escapaba sería enviado a Wybren con toda certeza para vérselas con la justicia de Graydynn, fuera cual fuese. No podía recordar a su primo pero instintivamente desconfiaba de aquel hombre que, sin duda, lo ahorcaría y luego lo destriparía y descuartizaría acusado de traición y de siete muertes.

«Salvo que no seas Carrick. Seguramente Graydynn vería que no eres el traidor. ¿O sí lo eres?»

Tenía que guardar al menos alguna semejanza con Carrick, ya que la reacción de todo el mundo era la misma: todos le señalaban como el asesino. Incluso si recordaba su verdadera identidad y reivindicaba su inocencia, sería en vano. Incluso si había dudas respecto a su identidad, debido al maldito anillo con que le habían encontrado, al menos sería considerado ladrón.

Pero había más.

Graydynn se había beneficiado del incendio. Por consiguiente, ¿no había razones para sostener que Graydynn o alguno de sus soldados pudiera estar detrás de la tragedia de Wybren? Tal vez habían pagado al mozo de cuadra por declarar que Carrick se alejaba a caballo.

Sólo él podía destapar la verdad y no había tiempo que perder. Cada cierto tiempo un guardia, un criado o incluso la propia señora visitaban su habitación, y si le descubrían despierto, no tendría ninguna posibilidad de fugarse, ninguna oportunidad de redimirse, ningún modo de poner la verdad al descubierto.

Y si él no daba con lo que realmente pasó en Wybren, ¿quién lo haría entonces?

«¡Nadie! Tú, solo, debes hacerlo».

Comenzaría esa noche. Despacio, sus oídos esforzándose por escuchar cualquier cosa desde el portal grande de roble, anduvo el perímetro de la cámara grande, y mientras lo hacía, su mirada recorría fijamente las paredes y el suelo.

Estudiaba los rincones y los lugares donde se juntaban las piedras. En algún sitio, bien lo sabía, había otra entrada a esa habitación, una entrada oculta. A no ser que hubiera soñado con el hombre que se situaba sobre él, y el sonido silencioso de una piedra rozando contra otra piedra mientras se abría la entrada. No había podido levantar la mirada a la llegada de su visitante nocturno, pero se había despertado lo suficiente y aquella persona que le rondaba aquella noche, fuera quien fuera, se había abierto camino a través de un pasadizo en la esquina opuesta a la entrada del pasillo.

Con cuidado levantó una vela de junco de un candelabro de la pared y la sostuvo en lo alto. ¿Se estaba equivocando? ¿Acaso sus pesadillas eran tan vividas debido al dolor que había llegado a creérselas? Su mirada atenta midió palmo a palmo el muro y el suelo, palpó las piedras lisas y el mortero áspero pero no encontró nada.

Concluyó que había sido sólo un sueño pero de repente los juncos del suelo captaron su atención. Estaban esparcidos al azar, eran paja y flores secas dispersas sobre la piedra, pero en un punto, en el rincón más lejano de la habitación, formaba un pequeño rimero, como si lo hubieran amontonado.

El corazón empezó a latirle con fuerza, se arrodilló más cerca sin hacer caso de la punzada de dolor que le subía por la pierna. Recorrió con los dedos las piedras lisas del suelo y advirtió una marca casi imperceptible en la superficie de una piedra grande. «Aquí -pensó-, aquí es por donde entró el bastardo». Entrecerró los ojos y se concentró con fuerza en la piedra marcada. No parecía que hubiera nada fuera de lo normal.

«Maldita sea», refunfuñó, pero se negó a rendirse.

Con toda certeza, si había una entrada, tenía que estar recortada de modo que la puerta se moviera con facilidad. Y el resorte tenía que estar allí.

Con muestras de dolor se tumbó en el suelo, directamente frente al lugar donde sospechaba que estaba la puerta. Cerró los ojos y se concentró, y sintió el ligero indicio de una corriente de aire que se movía por debajo del área donde debería estar la entrada. Entonces, ¿dónde estaba? ¿Cómo se abría?

Oyó la voz del centinela al otro lado de la puerta.

– ¡Milady!

«Maldita sea».

– Me gustaría ver al paciente.

– ¿Otra vez? -preguntó el centinela.

Saltó sobre sus pies. Sus rodillas protestaron y se mordió el labio inferior con fuerza para no gritar.

Se produjo un breve silencio de infarto.

Regresó cautelosamente hacia la cama.

– Ahora mismo, sir James -exigió Morwenna-. Y no quiero oír ninguna discusión al respecto.

Después se oyó el sonido de una cerradura abriéndose, y se sumergió en la cama, su cuerpo hecho un clamor por el esfuerzo. Logró deslizarse bajo las sábanas y cerró los ojos justo cuando la puerta se abría de golpe.

– Me gustaría estar a solas con él -ordenó Morwenna.

El corazón le latió fuerte, con mucha rapidez. Seguramente sería capaz de oírlo.

– A sir Alexander no le gustará.

Obligó a sus músculos a distenderse y respiró hondo por la nariz.

– Ya me encargaré de ello con sir Alexander y no veo razón por la que sostener esta conversación otra vez.

Soltó el aliento despacio.

Se produjo un momento de tensión y el paciente pudo percibir la indecisión del guardia.

– Como vos deseéis, milady -dijo de mala gana.

Morwenna esperó unos minutos, como si se estuviera tomando un momento para serenarse o asegurándose de que estaban a solas y, luego, oyó un sonido de pasos rápidos que se acercaban a su cama. Tenía todos los nervios de punta, consciente de los movimientos de la mujer que se acercaba a su lugar de reposo. Al principio Morwenna no habló y él se esforzó todo lo que pudo por simular un estado de inconsciencia.

– Bien, sir Carrick -dijo finalmente ella, como si esperara que él la oyera-. Ya está hecho.

Transcurrieron algunos segundos y él todavía fingió dormir, no osaba mover ni un músculo.

Morwenna se inclinó hacia delante.

– Tal como prometí, he redactado una carta a lord Graydynn, aunque aún no la he enviado. Si decido enviar la carta, el barón Graydynn no está lejos, reside en Wybren, y podría enterarse en el plazo de un día de que estáis aquí en Calon.

Aguardó como esperando a que él dijera algo.

Él se concentró en su respiración.

Sintió sus pasos más cerca.

Bajó el volumen de su voz hasta que se convirtió en el más sordo de los susurros a la vez que acercaba su boca tan cerca de su oído que él pudo sentir la calidez de su respiración resbalándole por la piel.

– Óyeme, Carrick, y ruego a Dios que puedas escucharme: no sé lo que hiciste en Wybren, y aunque eres un sinvergüenza, peor aún, un pedazo de estiércol, no puedo creer que mataras a tu familia o que seas un traidor asesino. Es incluso más ruin de lo que esperaría de ti.

De nuevo le asaltaron las dudas e hizo todo lo que pudo por mantener sus ojos cerrados y el cuerpo relajado como si estuviera inmerso en un sueño profundo.

– Pero lo que te pase en un futuro no es decisión mía. No importa lo que yo crea. Es mi deber informar a mi aliado que te he encontrado. Así que si puedes oírme, házmelo saber. Mueve tus párpados o tus dedos o… ¡Oh, rayos y centellas! -Morwenna soltó un resoplido de exasperación-. No sé ni siquiera lo que hago aquí. Es un error. -Se enderezó y él dejó de sentir el calor que emitía la piel de ella, pero imaginó que se apartaba el pelo del rostro con frustración-. Así que… Oh, por los dioses, esto es un error…

Pensó que se había ido, sintió que se había vuelto hacia la puerta otra vez, pero luego giró sobre sus talones repentinamente y le miró de frente.

– Así que, maldita sea, si estás despierto, será mejor que me llames. -Su voz se quebró y respiró hondo, fue una exhalación escalofriante-. Debería odiarte y juré que te odiaría… pero… es una mentira. No puedo. Deseo… Deseo que haya otra alternativa. Deseo que… Oh, ¡los dos sabemos que los deseos son cosa de bobos! Sólo… Sólo, por favor, cree que todo lo que hago es con un profundo pesar.

Él hizo todo lo que pudo por permanecer inmóvil. Con todo, no pudo. Y cuando ella se acercó otra vez y sus labios rozaron su sien, pensó que podía gemir a causa de la dulce agonía o, peor aún, sería incapaz de mantener los brazos sujetos a ambos lados y la estrecharía contra él.

Empleando toda su fuerza, logró mantenerse inmóvil y respirar como si estuviera dormido. No hizo mucho más que levantar ligeramente un párpado y esperó algunos segundos, todo su cuerpo pareció concentrarse en aquel punto diminuto cerca del nacimiento del pelo donde los labios cálidos y esponjosos de ella estaban en contacto con su piel.

El pulso le latía desbocado, la sangre fluía ardiente por las venas, el corazón le tronaba en el pecho. ¿Acaso ella no oía su palpitación, no, daba cuenta del pulso desenfrenado en el cuello, no advertía las gotas de sudor que brotaban de la piel?

Él continuó esforzándose en simular que estaba inmerso en un sueño profundo, la respiración salía de sus labios en pequeños soplos suaves, sus músculos continuaban relajados y los ojos cerrados.

– ¡Carrick! ¿Puedes oírme? ¡Por favor, por favor, despierta! -susurró ella con desesperación contra el lóbulo de su oreja.

«No la oigas. No permitas que sepa que puedes oírla».

– Tengo que hablar contigo… Por todo lo que es sagrado, Carrick, despierta -suplicó ella. Como no obtuvo respuesta, soltó un bufido irritado-. ¡Espero que te pudras en el infierno! -exclamó.

Pensó que entonces se marcharía, rezó para que ella pusiera punto final a ese dulce tormento pero, en lugar de eso, se quedó un rato más, se acercó de nuevo, la respiración de ella volvía a recorrer su piel cuando, una vez más, se inclinó sobre él. Se le retorció el estómago. Casi gimió. Ella depositó sus labios sobre los de él y luego deslizó un beso desde la mejilla poblada de barba hasta la boca.

«¡Oh, Dios, no!»

Él se tensó.

Sintió el aliento de ella mezclándose con el suyo.

«¡No!»

Su boca suave y dúctil tocó la suya.

¿Cómo podía ignorarlo? ¿El calor que invadía su sangre, el cosquilleo que traspasaba todo su cuerpo, el salvaje impulso de necesidad que se precipitaba por sus venas? Desesperadamente luchó contra el impulso de rodearla entre sus brazos, aplastar su boca contra la suya, degustar el sabor salado de su piel… Su ingle se apretó y se puso tan rígido que le dolía. El calor irradiaba de su parte más íntima. Se negó a dejar que su boca respondiera.

Como para probarlo, ella bordeó sus labios aún hinchados con la punta de la lengua y él gimió casi en voz alta antes de que se incorporara, dejando un cosquilleo en su boca y su cuerpo desesperado por aliviarse.

– Por todos los santos, Carrick -dijo ella con un suspiro lleno de indignación-, temo que estás condenado. Si no despiertas, no podré hacer nada para salvarle.

Su virilidad estaba dura como una roca y casi esperó que le retirara las sábanas como había hecho la otra vez. No lo hizo. En su lugar, su voz se tornó áspera y susurró para sí:

– Juro por la tumba de mi madre, Lenore de Penbrooke, que si puedes oírme, eres un canalla… Si… si todo esto es una representación… entonces eres un bastardo peor aún de lo que me imaginé, y te enviaré a Graydynn y, con mucho gusto, aceptaré cualquier castigo que te deparen. ¡Si finges sobre este… este estado en el que parece que estás sumido y lo averiguo, créeme, Carrick, te arrepentirás del día en que te cruzaste en mi camino! -Su cólera pareció latir en la habitación-. ¡Nunca te perdonaré!

En ese momento, él reaccionó. Abrió los ojos instintivamente y sus manos sujetaron las muñecas de ella con toda rapidez.

Ella jadeó, asustada. El corazón le dio un pálpito y trató de zafarse.

La sostuvo como si su vida dependiera de ello.

– ¡Ayúdame! -dijo bruscamente, arrancando a la fuerza las palabras a sus cuerdas vocales-. ¡Ayúdame!

– ¡Oh, Dios mío, puedes oírme! -gritó ella-. Carrick, oh, Dios…

El mundo comenzó a darle vueltas, la oscuridad se cernía sobre él. Todavía la agarraba por las muñecas.

– No puedo creer que estés despierto -dijo ella, como hablándole a través de un largo túnel.

Como si el esfuerzo de sostenerla fuera demasiado titánico, dejó caer sus brazos y se derrumbó sobre la cama. Gimiendo, trató de seguir despierto, de decirle…

– ¡Carrick! -gritó ella, pero él no pudo responder. Los dedos de ella se agarraron a sus hombros, estirando de él-. Por favor, háblame… Oh, no… No lo hagas. ¡No te atrevas a hacerlo! -le ordenó ella.

Oyó la desesperación de su voz, sintió que le zarandeaba los hombros bruscamente, pero él ya se dejaba llevar por la corriente, sin energía por el esfuerzo de permanecer de pie, de andar, y el hecho de engañarla. Ahora él había caído en la oscuridad otra vez y, aunque combatiera aquella sensación, tenía sus garras clavadas profundamente en el cerebro.

– Eres un bastardo, no me abandones otra vez…

Pero él se apagaba rápidamente y ella lo sabía.

– ¡Tú, canalla…, perverso y miserable, te mereces cualquier cosa que el destino te depare!

Él sintió una bocanada de aire cuando ella dio media vuelta rápidamente y sus pasos aporrearon la puerta. La oyó decir algo ininteligible al guardia y luego gritar:

– ¡Por los clavos de Cristo, Dwynn! ¡Me has dado un susto terrible! ¿Por qué estás siempre al acecho?

Vio a un hombre alejándose a toda prisa. Luego la puerta se cerró de golpe y resonó un ruido sordo. Como si Morwenna estuviera apartándolo de su vida para siempre. Sintió una punzada de arrepentimiento y, entonces, con gran felicidad, se sumergió en la inconsciencia.

Загрузка...