Capítulo 11

– Ya os dije que todo irá bien, sir James. Dejadme pasar.

La voz apagada de Morwenna llegaba flotando al hombre herido como en un sueño y tal vez estuviera soñando puesto que su estado oscilaba entre la consciencia y la inconsciencia. Sabía que el tiempo transcurría, escuchaba como a través de un túnel las voces de las personas que le atendían, pero el timbre de Morwenna era diferente de los demás. Tocaba una fibra en su interior que le llevaba más cerca de la superficie.

Trató de mover un brazo y para su sorpresa se movió. Sólo un poco. Su corazón palpitaba más rápido y tenía la frente cubierta de gotas de sudor mientras se concentraba. Con determinación renovada, intentó deslizar la pierna derecha hacia un lado y también se movió aunque sólo ligeramente. Sin embargo, no había duda de que la pantorrilla se había desplazado bajo la ropa de cama.

¡Santo Dios, no era un lisiado!

Intentó mover los dedos y le respondieron. Al igual que los dedos de los pies.

El corazón le latió con fuerza, sin orden ni concierto, por el esfuerzo y el regocijo repentino de saber que no tendría que estar inmóvil sobre esa cama el resto de sus días.

– A sir Alexander no le gustará esto -sostuvo una voz masculina sorda, el interpelado sir James-. Perderé mi puesto, al igual que le ocurrió a Vernon.

– Asumiré toda la responsabilidad -insistió ella-. De hecho, se lo diré yo misma a sir Alexander, por la mañana.

El paciente fue presa del pánico. Pronto se deslizaría en la habitación y él tendría que elegir. Intentar hablar y razonar con ella, mostrarle que estaba curándose o permanecer inmóvil y fingir que todavía estaba en coma.

Si le demostraba que estaba, tal vez los guardias estarían más alerta o, peor aún, le enviarían a una celda de la prisión para asegurarse de que no escapara.

– Pero, milady, es mi deber protegeros y… -señaló sir James.

– El paciente no se ha movido desde que le trajeron aquí hace ya casi dos semanas. Estoy segura de que estaré a salvo con él.

– No.

– Manteneos al margen, sir James, y quedaos en vuestro puesto aquí en la puerta. Os llamaré si os necesito -le indicó ella con voz firme. El paciente oyó el chirrido de la puerta al abrirse, y se cerró suavemente unos segundos más tarde.

– Esperad. ¡Lady Morwenna! -La voz del hombre se amortiguó y la puerta volvió a chirriar mientras se abría otra vez. El guardia asomó la cabeza y bramó de un modo que puso los nervios de punta al paciente-. No deberíais cerrar la puerta. Por favor, milady, dejadla entornada.

– Bien -dijo ella con un suspiro de indignación.

– Como deseéis.

– Gracias, sir James -dijo ella y luego, tras unos segundos, se amonestó a sí misma entre dientes-: Diantres, Morwenna, ¿quién es el que manda aquí? ¿Por qué dejas que te intimiden? ¿Acaso Kelan permitiría a un soldado que le dijera lo que debía hacer? No. Sir Alexander y sir Payne y todo el resto intentan decirte lo que tienes que hacer porque eres una mujer, a pesar de que ostentas todo el poder como soberana del castillo.

Su voz se aproximaba. Más fuerte, susurraba llevada por la ira.

– Malditos sean. Incluso los hombres de menor rango y las criadas hacen lo mismo. Te tratan como si fueras una niña en lugar de la señora del feudo. Es un insulto.

Sus pasos, que el paciente había oído acercándose a su cama, se detuvieron de repente.

– ¡Por el amor de Dios, no dejes que se salgan con la suya!

El sonido de los pasos retrocedió con furia mientras Morwenna se alejaba de él.

– He cambiado de idea, sir James -gritó tan fuerte que el paciente se llevó un susto tremendo-. La puerta quedará cerrada.

– No, milady.

– ¡No discutáis conmigo! -La puerta se cerró de golpe-. Debería cerrarla con llave -refunfuñó entre dientes otra vez, y luego unos pasos más fuertes avanzaron hacia la cama del herido.

Todas sus terminaciones nerviosas estaban tensas y, por primera vez, mientras trataba de abrir los ojos, sintió que los párpados se le elevaban ligeramente, apenas entrecerrados, pero permitiéndole ver un poco de luz sombría y algo de movimiento. El dolor le quemaba a través de las pupilas mientras su visión se ajustaba a la luz tenue del fuego que crepitaba en la chimenea.

– Bueno, Carrick -la voz de Morwenna no transmitía cordialidad-, ha llegado el momento de que envíe a un mensajero a Wybren.

Carrick, si es que así se llamaba, sintió que se le tensaba todo el cuerpo, cada uno de los músculos le dolía al contraerlos. Wybren le resultaba familiar, el nombre del castillo reverberaba en su mente. Unos recuerdos horribles y vagos de pasillos llenos de humo, tapices ardiendo y el chisporroteo de las llamas arrasando todo a su paso le aguijonearon sus pensamientos. Dios santo, ¿acaso era él el responsable del incendio? ¿De veras él era la bestia que había asesinado brutalmente a su propia familia mientras dormía?

Una malevolencia oscura hurgó en la profundidad de su alma. Visualizó a alguien levantando una antorcha encendida de uno de los candelabros de la pared y arrojándola sobre los juncos completamente secos y los tapices cubiertos de polvo de la torre. ¿Había sido él? ¿Podía haber maquinado la muerte de todos los integrantes de su familia? ¿Planeó el horrible incendio? Se le aparecían visiones nauseabundas de cabello ardiendo, ojos en blanco del horror, carne ennegrecida, chamuscada.

«¡No! ¡No! ¡No!»

¡Él no podía haber planeado y organizado lo inconcebible!

Se sumió en la desesperación. El estómago se le revolvió.

¿Qué clase de hombre era él?

¿O era todo una patraña?

¿Algún funesto plan orquestado para hacerle responsable de los crímenes de otra persona?

– ¿Quién os hizo esto? -le preguntó ella, apoyándose más cerca.

En su imaginación, vio botas llenas de lodo apuntándole al abdomen. Oyó voces airadas, relinchos terribles resonando en los bosques.

El olor a humo de una hoguera de campamento. Sintió un chasquido agudo y doloroso cuando la punta del pie de una bota certera le rompió las costillas. Unos hombres le insultaban, le golpeaban con palos por todo el cuerpo mientras se retorcía por el suelo. Pero ¿quién había sido? ¿Quién?

¿Le habían dado por muerto? O ¿acaso el hijo de perra que le había golpeado hasta dejarle a las puertas de la muerte lo había hecho premeditadamente para que lo encontraran y lo condujeran a ese castillo?

Pero ¿por qué lo habían hecho?

¿Y por qué había estado tan indefenso? Aunque no pudiera recordar mucho sobre sí mismo, intuía que era un hombre fuerte, un guerrero, alguien que se defendería a capa y espada en una paliza.

Por todos los dioses, sintió como si se volviera loco cuando escuchó su voz y sintió su presencia tan cerca de él.

– ¿Podéis oírme? -preguntó ella, con voz susurrante-. Carrick.

Otra vez ese nombre tan familiar. No se movió.

– Debo hablar con vos.

Se quedó quieto como una roca incluso cuando sintió que le presionaban con cuidado en el hombro.

– ¿Podéis oírme? Sir Carrick de Wybren, por favor, despertaos.

Era todo lo que podía hacer para respirar con normalidad.

Otro aguijonazo. Más fuerte esa vez. Su voz sonó más desesperada cuando comenzó a tutearle.

– Carrick, por lo más sagrado, por favor, por favor, háblame.

Él se resistió. No conseguiría nada bueno si sabía que lo oía. Todavía no. Encajó la mandíbula y soportó otro pinchazo hasta que ella se dio por vencida y dejó escapar un soplo de aire.

– Entonces tomaré yo sola la decisión. No me ayudarás.

Si su observación trataba de incitarle a que hablara, si no era más que una prueba, él no picó el anzuelo y no hizo siquiera el esfuerzo de arquear una ceja. Con todo, ella continuó hablando. Si no para él, al menos para sí misma.

– Bueno, ¡supongo que no debería esperar más! Sin embargo, debéis saber también que sir Alexander insiste en que mande informar a Wybren sobre vuestra… condición y, esto, vuestra situación. Y debo deciros que todos en Calon, incluidos Isa, el médico, el sacerdote y el alguacil, están de acuerdo en que se debería notificar a lord Graydynn que habéis sido… bueno, «capturado» no es la palabra que me gustaría utilizar y «detenido» tampoco es la correcta, en fin, que sois mi invitado, mientras os recuperáis de las heridas.

Ella se movía alrededor de la cama, el sonido de su voz se desplazaba, y por entre el velo de las pestañas, percibió colores mientras lo hacía. La forma de ella parecía flotar alrededor de él.

Los ojos del hombre herido alcanzaron a ver la larga mata de cabello negro de Morwenna, que se rizaba salvajemente alrededor de la cara pequeña. Cuando se movía se difuminaban sus rasgos, pero distinguió la imagen de un vestido blanco que captaba la luz de la lumbre y de sus ojos, unos ojos increíblemente azules que le miraban fijamente como si él fuera algo más que una curiosidad, como si fuera un profundo enigma. Casi se atragantó ante aquella visión, y las imágenes se desvanecían y le bailaban en la cabeza. Sintió que la recordaba, tan hermosa, pero fue sólo un pensamiento fugaz y no supo qué parte de ese recuerdo era verdad o cuál producto de su mente.

Su cabeza palpitó. Quería gritar. En su lugar, apretó la mandíbula y esperó que ella no lo notara. Su voz le llegó otra vez por encima del silbido apacible del fuego.

– Hay quien afirma que eres aliado de Graydynn, que matasteis a todos los miembros de vuestra familia en un intento por ganar la señoría y que luego Graydynn se volvió contra vos, llamándoos traidor asesino. ¿Es eso cierto? -Morwenna se acercaba, su respiración cálida le soplaba en la cara-. Me lo pregunto.

La miró a través de las rendijas en que se habían convertido sus ojos y, en la luz tenue, la pareció que no reparaba en que él podía verla. Durante un segundo, pensó que tal vez podría hablar con ella, decirle unas palabras, pero consideró que lo mejor era morderse la lengua, escuchar luego planear su próximo movimiento si se veía capaz de ello.

Morwenna le tocó una mejilla con los dedos fríos y luchó contra el impulso de estremecerse. De algún modo logró fingir inconsciencia.

– Oh, Carrick -susurró enhebrando las palabras con el hilo de la desesperación-. Cómo me desconciertas -Deslizó su dedo a lo largo del extremo de su mandíbula y de su barba creando un sendero de sensibilidad sobre la piel magullada-. Siempre lo has hecho. -Tembló ligeramente-. ¿Qué debo hacer contigo? ¿Enviarte a Wybren a la justicia de Graydynn? ¿Mantenerte aquí como… un paciente o un prisionero?

Morwenna deslizó el dedo bajo su cuello y descansó en el hombro y, a pesar del mortificante dolor, se concentró en aquel punto donde su piel desnuda se encontraba con la otra. El calor pareció irradiar de aquel frágil punto de unión.

– Te amé, miserable bastardo -confesó ella.

Una parte de él deseó que ella no desnudara su alma.

– Quería casarme contigo, ser la madre de tus hijos…

Su voz calló y durante un segundo él pensó que había terminado. Todavía brotaron más palabras de su boca, ahora enojadas, y la presión de su dedo era más fuerte, como si deseara empujarlo.

– Pero me abandonaste, ¿verdad? Por Alena, me dijeron.

«Alena». El nombre provocó un recuerdo en él, aunque no pudo revivir su imagen. ¿También ella había sido su amante?

– Eres un maldito bellaco que le robaría la esposa a su propio hermano.

Se le retorcieron las entrañas. ¿Qué estaba diciendo? ¿Se había acostado con la esposa de su hermano?

– Así, que ya ves, Carrick, es una decisión difícil la que tengo entre manos. ¿Qué te debo? -Hizo una pausa ella, como si estuviera pensando-. Nada -soltó al final-. Nos abandonaste, a nuestro hijo y a mí, por Alena.

¿Nuestro hijo? ¿Era padre de un niño? ¿Con ella?

No… Algo no encajaba en este punto. No encajaba en absoluto. Sí, recordaba el nombre de Morwenna y el de Alena también, pero… pero no sabía nada acerca de un niño. Estaba seguro. Tal vez lo estaba imaginando. Su mente no había parado de dar vueltas y quizá su cerebro cansado creara visiones, algún sueño originado por la poción que el médico le había administrado en un caldo que le había hecho tomar con la cuchara.

Eso era. Quizás imaginaba que un médico le había examinado, que había escuchado una cantinela de plegarias adustas de los labios de un sacerdote, que había sentido toda clase de ojos escrutándole mientras fingía que dormía. Tal vez había estado a solas y sólo habían sido apariciones. Imaginaciones. La otra noche habría asegurado que un ser malévolo se le aparecía, se deslizaba a través de la sólida pared y se quedaba mirándolo fijamente con pérfidas intenciones… Eso también podía ser un sueño. Eso era. La dama no estaba en su cámara.

Pero la presión sobre su piel decía lo contrario y él cerró sus ojos por completo.

Morwenna arrastró el dedo a lo largo de su hombro hasta el pecho. Su corazón palpitaba. Se le enervó la sangre.

– ¡Por todos los dioses, Carrick! -exclamó furiosa-. ¡Debería haber dejado que murieras!

A pesar de la rabia de Morwenna, él sintió una hinchazón entre las piernas cuando la yema de su dedo le apretó en el cuello donde, no cabía duda, si ella mirara vería que su pulso latía de manera irregular.

– Oh, Carrick. -Ella permitió que el dedo se deslizara hacia abajo, a lo largo de su caja torácica, dejando que la colcha se arrugara y que su pecho quedara expuesto al aire fresco. Poco a poco ella remontó su esternón, haciendo que el dolor en sus costillas se convirtiera en una tortura terrible, seductora-. Te perdí -admitió ella con tristeza-. Perdí al bebé. Y tal vez eso fuera lo mejor.

Su voz se quebró y sintió que el alma se le desgarraba profundamente. ¿Qué pasaba con esta mujer que lograba llegarle tan adentro? ¿Por qué sus palabras le hurgaban en el corazón?

Era la medicación que le habían dado, aquel brebaje que sabía tan mal y que le habían obligado a tragarse. O era el dolor, ¡eso era!, que creaba imágenes eróticas y tentadoras producto de la agonía… Aquella mujer no estaba realmente en la habitación con él. Así rezaba en silencio, ya que sentía que la entrepierna le apretaba y su miembro respondía a los movimientos eróticos de aquella mano. El sudor humedeció su frente y se mordió con fuerza el labio inferior por no gritar cuando la colcha se deslizó todavía un poco más abajo, exponiendo su carne al aire frío de la cámara. Abrió un ojo ligeramente y la vio, vio la inclinación de su cuello, el cabello que le caía hacia delante y cómo lo recogía detrás del hombro.

– Sí, lo recuerdo, teníais una marca de nacimiento en el muslo, cerca de la coyuntura de las piernas.

¡Qué! Casi gritó.

Con un rápido movimiento, Morwenna apartó la colcha a un lado y él sintió el roce del aire sobre su falo endurecido.

Ella dejó escapar un grito ahogado.

– Madre santísima -dijo con la respiración entrecortada, mientras miraba fijamente hacia la forma desnuda con su apéndice duro como una roca apuntando hacia arriba-. Carrick… Oh, Dios mío…

La colcha se deslizó sobre él rápidamente, su miembro por debajo de las sábanas se marchitaba. Él sintió que se sonrojaba hasta el cuello, incluso una parte de él quería estallar en carcajadas.

Se lo tenía bien merecido.

– Oh, querido, oh, querido, oh… ¡maldito! -Ella respiró hondo y levantó la mirada hacia su cara-. ¿Puedes oírme, canalla? ¿Puedes…? No… Oh, Dios, Carrick, eres repugnante, un enfermo, si has oído una palabra de lo que he dicho, te juro que… Que te arrancaré tu corazón miserable y te enviaré a Wybren y yo misma pagaré al verdugo para que cuelgue tu cuerpo de las almenas…

Morwenna se apresuró a salir de la cámara con pasos rápidos y frenéticos. Él la oyó tropezar y maldecir.

Ella se sorprendió a sí misma mientras abría de golpe la puerta.

– ¿Milady? -preguntó el guardia-. ¿Estáis bien?

– Perfectamente, sir James.

– Pero, parece que hubierais visto un fantasma.

– He dicho que estoy bien -respondió sin aliento.

La puerta se cerró de un golpe y él se quedó solo. De nuevo.

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