Capítulo 23

– ¡No! ¡No, Isa!

La cara de Bryanna era una máscara de puro horror. Se sentó sobre un taburete en su cámara mientras Fyrnne se afanaba en hacer una trenza con su pelo rebelde.

– Es cierto, Bry. La encontré yo. Al lado de la capilla.

– ¿La han asesinado? -Bryanna le quitó el cepillo de la mano a Fyrnne y cruzó la habitación. Los ojos se le llenaron de lágrimas y su labio inferior temblaba-. ¿Por qué?

– No lo sé.

Sin dejar de parpadear, Bryanna respiró hondo y se estremeció.

– Tiene que ver con Carrick de Wybren, ¿verdad?

– Es probable.

Morwenna le hizo señas a Bryanna para que se sentara en el taburete otra vez y entonces le pidió a Fyrnne que las dejara a solas. Una vez Bryanna se hubo sentado, le dijo todo lo que sabía sobre la fuga de Carrick, la muerte de Isa y el anillo que había descubierto en su puño cerrado.

– Carrick la mató -sentenció Bryanna, apretando la mandíbula de la rabia mientras las lágrimas le resbalaban de los ojos-. Ese gusano le cortó la garganta y probablemente hizo lo mismo con sir Vernon.

– No sabemos que haya sido así.

¿Por qué lo defendía?

– ¿Quién más pudo haber sido?

– No… no lo sé. Pero cuando sir Vernon fue asesinado, Carrick no podía moverse.

– Creemos que no podía moverse. Todo puede haber sido una farsa.

– Tú lo viste, Bryanna. Le habían propinado una paliza brutal, todo él estaba magullado. A duras penas podía hablar.

– Estaba lo bastante consciente para susurrar el nombre de una mujer, ¿no? ¿No repetía el nombre de Alena una y otra vez?

Morwenna sintió como si mil cuchillos le hicieran pedazos el corazón.

– Pero no sabía lo que decía. Todavía estaba inconsciente.

– Eso es lo que tú crees.

– Y cuando asesinaron a Vernon, Carrick estaba bajo vigilancia, inconsciente, convaleciente en una habitación con una sola salida.

– Igual que anoche. Pero consiguió salir, ¿verdad?

Morwenna suspiró.

– Sí.

– Y, de algún modo, también burló la vigilancia de sir James.

– Pero…

– ¡Más tarde esquivó a todos los malditos centinelas de la maldita torre! -Bryanna hizo un gesto amplio con el brazo, un movimiento que trataba de abarcar cuantos residían dentro de los muros del castillo de Calon-. ¿Cómo explicas eso?

– No puedo -Morwenna sacudió la cabeza.

Las preguntas que la habían estado asediando durante horas todavía no tenían respuesta. La fuga de Carrick era un misterio. Se acercó a la chimenea y se calentó las manos pero en lo más profundo de su alma sentía un frío glacial. Como si cada una de las piedras que se habían utilizado para construir los muros de Calon las sostuviera con firmeza sobre sus hombros.

– Déjame verla.

Morwenna negó con la cabeza.

– No creo que debas…

– Déjame verla -insistió Bryanna con los ojos relucientes por las lágrimas-. Ahora.

– Pero el médico todavía tiene que examinarla.

– No me importa. -Había un fuego nuevo en la mirada de Bryanna, una determinación que no podía ser negada. Bryanna, que no era tan alta como Morwenna, inclinó su cabeza hacia arriba y se topó con la mirada fija de su hermana mayor-. No me prohibirás un último momento con Isa, ¿no?

– No, pero no creo que sea el momento apropiado.

– ¿Dónde está?

Morwenna dudó y entonces decidió que nada la disuadiría.

– Está en las dependencias del médico.

– Creí que habías dicho que todavía no la habían examinado.

– Así es. Estoy esperando a que Nygyll vuelva. Lo llamaron de la ciudad. El hijo del herrero comenzó a tener convulsiones a primera hora de la mañana. Nygyll debe de estar a punto de volver.

Bryanna se revolvió el pelo con los dedos, deshaciéndose la trenza a medio acabar mientras Morwenna la conducía a través de la torre. El castillo bullía de excitación por las noticias de la huida de Carrick de Wybren y el asesinato de Isa. Todo el mundo tenía los nervios de punta y los comentarios se habían desatado. Las puertas se cerraron y ahora los guardias estaban ocupados buscando a Carrick, una búsqueda que Morwenna no sólo consideraba inútil sino una distracción a su misión de encontrar y arrestar al asesino de Isa.

En el exterior, el día era fresco y gélido: sólo unos pocos rayos de sol lograban penetrar las nubes. Los trabajadores estaban ocupados en sus obligaciones, los martillos de los carpinteros no dejaban de golpear y los fuegos resplandecían bajo las cubas de cerveza que removían las taberneras. Los tejedores chismeaban y mujeres y niños charlaban en corrillos mientras lavaban la ropa, reunían restos de comida para los pobres o desplumaban pollos, gansos y patos.

Al pasar, Morwenna escuchó fragmentos de los murmullos. Dos chicos cubiertos con capas de lana se burlaban mientras paseaban los perros. El curtidor habló en voz baja a uno de los cazadores pero, al ver a Morwenna, se calló la boca y se le sonrosaron las orejas.

«Va a ser un día largo».

Bryanna y ella doblaron la esquina de la cabaña del cerero y vieron a dos mujeres sentadas a una mesa de tres patas cerca del fuego. No se distrajeron de sus labores, no se dieron cuenta de que Morwenna se había parado cerca de la cabaña de la costurera.

– Es una pena lo que le ha pasado a Isa -dijo Leah, la mujer desdentada del apicultor, dando vueltas con sus manos rollizas a un pájaro desplumado sobre las llamas mientras acababa de quitar las plumas chamuscadas de las puntas.

Dylis, la mujer más pequeña, viuda de un soldado muerto, desplumaba un ganso habilidosamente, moviendo las manos con agilidad, y clasificaba las plumas, apilándolas según el tamaño y el peso en bolsas diferentes.

– Es casi como si Dios la hubiera castigado por rezar a la gran diosa -comentó Dylis y, como para asegurarse de que ella no caería en el mismo estado que Isa, se apresuró a santiguarse sobre su pecho escuálido.

– Me pregunto qué se debe hacer con Carrick de Wybren -caviló Leah-. Se dice que Isa encontró su anillo. Que lo agarraba tan fuerte que tenía la marca de la W en la palma de la mano.

– Y he oído que el cuello se lo habían cortado de la misma manera.

Leah se puso a hablar en voz más baja, con complicidad.

– Ya sabes, Carrick era prácticamente un prisionero y se desvaneció en el aire como si fuera un maldito fantasma -chasqueó los dedos-, ¡como por arte de magia!

Dylis enarcó una ceja mientras una ráfaga de viento recorría el patio de armas y soplaba sobre sus caras, lo que provocó que se desataran las cintas de sus sombreros.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Dylis atándolo alrededor de su barbilla huesuda.

– Sí. Y por lo que he escuchado, la señora estuvo con él toda la noche -dijo Leah, al tiempo que le daba un codazo a su amiga.

Morwenna se estremeció. Sabía que debía anunciarse pero no podía parar de escuchar. A veces una sabía más por las conversaciones de los criados que por un interrogatorio. Sintió que Bryanna se enfurecía a su lado y colocó una mano sobre el brazo de su hermana menor para callarla.

Mientras las miraban, Leah metió el ganso chamuscado en un rediente grande lleno de agua fría.

Dylis dijo con desdén en voz alta:

– Si me lo preguntas, creo que ella todavía está enamorada de él. He oído que estuvo con Carrick antes del incendio y que él la dejó sin pensarlo dos veces.

– Por Alena, la hermana de lord Ryden de Heath. -Los ojillos de Leah centellearon-. Si me dejas que te lo cuente, te diré que ésa es una promiscua. Casi como si fuera un hombre. Ha tenido varios amantes, incluido un plebeyo -rió tontamente con ese pequeño chisme.

– Estuvo casada con uno de los hermanos de Wybren, ¿no?

– Sí, pero no con Carrick. No me acuerdo de con quién… Espera un minuto y me vendrá a la cabeza. Déjame ver, uno era Owen, el otro Byron y… otro más, espera, que pienso.

– Sí, Theron -dijo la mujer más canija, haciendo un gesto con la cabeza.

Llenaba los sacos con plumas pequeñas que servirían para las camas, y las plumas más grandes las dejaba a un lado para la fabricación de flechas y plumas para escribir. Estaba atando las cuerdas de una bolsa llena cuando se le ocurrió levantar la mirada y se encontró con la de Morwenna. Al instante paró de chismorrear.

– Sí, eso es, Theron -corroboró la mujer desdentada como saboreando el nombre. A pesar del frío, un sudor le recorrió el cuerpo por debajo la capa-. El carnudo -añadió, riendo tan fuerte que dio un resoplido.

Colocaba el ganso chamuscado en una cesta cuando, de repente, captó la mirada de advertencia de su amiga. Al fin miró hacia arriba y, al darse cuenta de que no estaban solas, se sonrojó con toda la gama de rojos.

– Oh, milady -fingiendo que no había estado esparciendo rumores-. No os vi.

– Es obvio -dijo furiosa Bryanna.

– Bien, buenos días a las dos. -Leah se limpió las manos con el delantal.

– Y para ti también, Leah -dijo Morwenna apretando la mandíbula.

Pensó en reprender a la mujer por su charla pero decidió morderse la lengua.

Pero Bryanna no tuvo reparos en decir lo que le apetecía.

– Tal vez sería mejor que las dos prestarais más atención a vuestro trabajo y menos a comentar habladurías de la señora que gobierna la torre -advirtió sulfurada.

Luego dio media vuelta y caminó con rigidez hacia la habitación del médico.

– Lo siento mucho -se disculpó Leah-. Si dije algo que os ofendiera, milady, por favor…, perdonadme.

Con la cabeza gacha hacia el suelo fangoso, lleno de plumas esparcidas a sus pies, parecía absolutamente miserable y completamente arrepentida. Si se trataba de una farsa, era una actriz excelente.

– Limítate a tener más cuidado en un futuro -advirtió Morwenna.

Sabía que a aquellas gentes les gustaba hablar y adornar historias, contentas de que las desventuras les ocurrieran a otros que no fueran ellos.

Mientras se apresuraba a la habitación del médico, Morwenna se dijo que permanecería tranquila y mantendría su ira bajo control, pero tenía el presentimiento de que estaba perdiendo el tiempo. Quienquiera que hubiera matado a Isa se había escapado y Carrick también se alejaba en la distancia.

En cuanto tuviera la oportunidad de hablar con el alguacil y el capitán de la guardia partiría, dirigiría un pelotón de búsqueda sin ayuda y no haría caso de los argumentos que, estaba segura, esgrimirían dos hombres. Este era su castillo y ella, la soberana. Dos personas inocentes habían sido asesinadas delante de sus narices. Otro, tal vez culpable de asesinato, se le había escurrido de los dedos. Era su deber ayudar a capturar a los dos criminales.

«Quizás el criminal fuera un solo hombre. Aunque parece improbable, no es imposible, tal como señaló Bryanna, que Carrick estuviera de una manera detrás de las muertes de Isa y de sir Vernon».

Siguiendo a Bryanna, se dirigió a las dependencias del médico, una casa de dos piezas que lindaba con el muro de la torre sur. Alcanzó a su hermana cuando se encontraba sólo a unos pasos de la casa de Nygyll, donde había un guardia apostado. Sin ninguna objeción, permitió la entrada a Bryanna y a Morwenna.

Dentro, las habitaciones estaban a oscuras y olía a las hierbas secas que colgaban del techo. Las velas se habían consumido y la única iluminación procedía de una única ventana. Era suficiente. A Morwenna se le hizo un nudo en el estómago cuando vio a Isa de nuevo. Estirada sobre una mesa robusta, había sido cubierta con una sábana y yacía con la piel pálida como luna de noviembre y el cuello abierto en un corte irregular.

Bryanna dejó escapar un grito de la garganta cuando vio a la anciana nodriza.

– ¡No, no…! ¡Ah, Dios, no! -gimoteó-. ¡Oh, Isa, no…! ¡No, no! -susurró con voz ronca y los ojos rebosantes de lágrimas. Cogió las manos de la mujer muerta entre las suyas y se arrodilló ante ella-. ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó como si la mujer muerta no sólo pudiera escuchar sino también contestar.

Morwenna dejó escapar un lamento intenso que arañaba su alma. Bryanna meneó la cabeza e hizo suyas las palabras de su hermana, susurrando:

– Te juro que tu muerte será vengada. Tu muerte no ha sido en vano, no descansaré, Isa, ni un segundo, hasta que atrapemos y castiguemos al vil asesino, hasta que sus tripas cuelguen a la vista de todo el mundo. -Sollozaba y se ahogaba con sus lágrimas mientras con las manos masajeaba los dedos inertes de la anciana mujer-. Prometo a madre Morrigu y a todos los dioses y diosas en los que confiaste que la justicia prevalecerá.

A Morwenna se le removieron las entrañas. Ella también sentía el dolor y el desespero por una mujer que la había cuidado, guiado e instruido, una mujer que había sido una parte esencial en su vida y con quien había vivido hasta donde su memoria alcanzaba a recordar. Miró el cadáver de la mujer y contuvo sus lágrimas amargas.

– Me gustaría estar a solas con ella -susurró Bryanna, mirando su hermana con los ojos enrojecidos.

– De acuerdo -asintió Morwenna. Las dos tenían mucho que pensar y mucho que hacer, también-. Estaré en el gran salón.

Arropándose con la capa, caminó hacia fuera y tuvo la certeza de que su vida había cambiado para siempre.


Forzó al caballo a que corriera más. El sudor empapaba la piel del zaino. No descansarían hasta que estuviera seguro de que estaba solo. A estas horas, tenía la seguridad de que habrían descubierto su huida e intentó no pensar en cuál sería la expresión de Morwenna cuando se diera cuenta de que la había engañado. Mirando por encima de su hombro, vio que nadie le seguía y, con todo, le acosaba la sensación de que alguien andaba muy cerca desde que había dejado el castillo de Calon.

«¡No es nada! Sólo tu miedo…» Y sin embargo…

Sus dedos se aferraron a las riendas y miró con el ceño fruncido hacia el cielo plomizo y amenazante. El corcel avanzaba galopando, y en cada bifurcación el jinete se guiaba instintivamente hacia Wybren, donde se encerraban las respuestas a su identidad. De alguna manera, en los gruesos muros de piedra encontraría la verdad, poco importaba lo atroz que fuera su pasado.

«¿Y si eres Carrick, un asesino?»

– Pues que así sea -dijo al viento.

Espoleó con sus talones al caballo para que avanzara todavía más rápido. Se inclinó hacia delante, sintiendo el azote de la crin de su cabalgadura contra la cara mientras guiaba al animal inequívocamente hacia Wybren.

Cruzó un bosque de robles secos y quebradizos que vibraban con el viento hasta que encontró el río y un lugar donde no había puente, salvo un estrechamiento del río. En la orilla, había huellas de cascos en el lodo, prueba de que aquél era el lugar conocido como el cruce del Cuervo. Allí era donde el temerario, a caballo, eligió cruzar a la orilla opuesta.

El caballo castaño frenó en la orilla del agua, se hizo a un lado y vaciló, agitando su gran cabeza y emitiendo destellos blancos de los ojos oscuros.

– Vamos -urgió el jinete-. Todo irá bien -le calmó, aunque no sabía cuál era la profundidad ni la velocidad de la corriente-. Tranquilo…

Poco a poco el caballo entró en el río, sumergiendo las patas en un torrente de agua que se arremolinaba formando espuma. Caballo y jinete se hundieron cada vez más en el agua, hasta que la bestia quedó sumergida hasta el pecho, con las botas del jinete. Éste apretaba los dientes por el frío y dio rienda suelta al animal para que encontrara su propio camino. El caballo echó a nadar y Carrick notó la sensación inquietante de flotar mientras el animal luchaba contra la fuerza de la corriente.

El zaino, manteniendo en la superficie los orificios nasales, luchaba contra el oleaje del agua que lo empujaba hacia abajo. Los pantalones abombados de Carrick estaban húmedos, el dobladillo de su capa flotaba a su lado, se había sumergido hasta la silla.

– Muy bien -le dijo, mientras sentía la sacudida de un casco golpeando contra el fondo-. ¡Venga, chico!

En un instante el animal arremetió hacia delante, el agua cayó en cascada hacia los dos lados y el caballo zaino se esforzó por galopar y hacer presión con sus cascos mientras Carrick se sostenía de la perilla de silla por no caer hacia abajo.

El animal dio un salto poderoso y subió hacia arriba, saliendo de las cálidas profundidades, a unos metros más abajo del cruce.

Se detuvo para sacudirse el agua y caminó con ansiedad e impaciencia hacia la orilla pisoteada y el camino que conducía hacia las colinas arboladas.

A Wybren.

El jinete tuvo el recuerdo remoto de aquel camino como lo había sido en un día de primavera de un año incierto. Sus hermanos estaban con él, veía sus caras borrosas. Montaban juntos a caballo… pero había algo más aparte de la camaradería familiar del grupo mientras viajaban por ese camino. Se respiraba algo en el aire, algo oscuro y siniestro.

Tiritó por el frío del río que se le había calado en los huesos y las manos le temblaban al sostener las riendas, mientras trataba de concentrarse y evocar el recuerdo.

«¡Piensa, maldita sea!»

Pero los recuerdos fugaces no fueron más que una broma pesada ya que se disiparon en el acto.

Con un sentimiento de frustración siguió a caballo, adelantando a otros viajeros que había en el camino. Una compañía de trovadores, un carro cargado de piedra tirado por un buey, el carromato que guiaba un muchacho campesino y dos jinetes solitarios fue todo lo que encontró.

El día avanzaba, las nubes correteaban a través del cielo, el sol no conseguía agujerear el velo en movimiento. Le castañeaban los dientes sentía los dedos congelados sobre las riendas, y con todo apenas los notó cuando se acercaba a Wybren. Vio una iglesia abandonada y un puente desvencijado que le resultó familiar y, más adelante, pasó por una granja donde los cerdos buscaban bellotas bajo los grandes robles.

Destellos de recuerdos volvieron a jugar con él, comenzaban a formarse y se desvanecían antes de que pudiera llevarle a la memoria cualquier imagen clara. Sin embargo, sintió que se acercaba más, sintió que era sólo una cuestión de tiempo recorrer algo y recordar todo cuanto había olvidado.

Se acercaban dos muchachos a caballo que iban en dirección contraria. Corrían a lo largo del camino, se gritaban el uno al otro, totalmente ajenos a la gélida temperatura, a la tormenta inminente o a cualquier otra cosa. Riéndose y persiguiéndose, irrumpieron ante él, levantando el barro con los cascos de sus caballos.

Mientras pasaban por delante, una visión se materializó ante sus ojos. Él había sido uno de aquellos demonios que montan a caballo sin respeto por nada salvo por la necesidad de correr precipitadamente a cielo abierto. Su risa continuó al viento entre los cuatro… Sí, eso era, cuatro hermanos competían a caballo a través de los verdes campos de la primavera, sin respeto por nadie excepto por ellos.

– ¡Te atraparé! -gritó uno.

Un desafío. Se vio a sí mismo inclinándose hacia delante de la grupa de su caballo negro, enterrando su cara entre la crin del corcel, sintiendo que le abofeteaba las mejillas y las lágrimas corrían por sus ojos en la ráfaga de viento. ¡Iba delante y no iba a permitir ganar a ninguno de sus hermanos!

Con el rabillo del ojo observó el morro de uno de los caballos de sus hermanos asomarse, el animal respiraba con fuerza, clavando las piernas sobre la marga mullida, soltando las riendas un poco. No podía perder. ¡Otra vez no!

– ¡Vamos! -gritó a su semental, liberando las riendas un poco. No iba a dejarse ganar. ¡Otra vez no!-. ¡Vamos, vamos, vamos!

Su caballo saltó hacia delante pero no podía alcanzar al otro corcel mientras el bosque se abría ante ellos, oyó la risa de su hermano, un ruido malévolo que le recorrió el espinazo. Hubo un movimiento, un destello de un guante rápido mientras el bastardo se inclinaba más cerca y fustigaba las posaderas negras con un látigo corto. El caballo relinchó. Se estremeció y dio sacudidas y bandazos hacia delante. Se zafó desesperadamente de las riendas, que cayeron al suelo, la montura cedió por sus patas delanteras. El miedo le paralizó la sangre. Iba a caerse y a ser pisoteado. Oyó gritos.

¡Sus otros dos hermanos!

Estos se habían quedado rezagados sobre sus caballos, más lentos, seguramente podrían evitar la colisión desviando a sus corceles del camino. Su cabalgadura se espantó, tropezó y viró encabritada hacia la derecha. Directamente hacia el camino de los dos caballos. «¡Por el amor de Dios, no!»

Se agarró a la perilla de la silla con fuerza, intentó retener su cuerpo contra la silla de montar, pero la gravedad le tiró con fuerza hacia abajo y la silla comenzó a resbalar.

– ¡Maldita sea, para! -gritó impotente-. ¡Para!

El suelo pasó por delante de él de manera borrosa, la hierba lozana quedaba triturada por los cascos de los caballos. Le dolieron los brazos, la espalda se le arqueó mientras la silla de montar se deslizaba más y más abajo, los estribos golpeando contra los costados del caballo.

¡Ya no podía aguantar más!

Y entonces… ¡Nada!

De repente el recuerdo se esfumó tan rápido como si se hubiera arrepentido de emerger a la luz. Como una serpiente luchando por retroceder. No quedó más que el vacío negro de su pasado otra vez.

Parpadeó con fuerza mientras las primeras gotas de lluvia caían del cielo, frías gotas contra su piel congelada. Los cuatro muchachos que había visto en sus recuerdos, ¿serían él y sus hermanos? Seguiría recordando más cosas. Estaba seguro de ello. El dique que contenía la verdad estaba resquebrajándose y pronto pasaría la corriente.

Con entusiasmo renovado, empujó su caballo adelante, que flaqueaba en el camino fangoso. Sabía que cada vez estaba más cerca de Wybren, y sintió algo diferente en el aire.

Los recuerdos iban y venían por su cabeza y se desvanecían. Vio un camino lleno de maleza que se abría a través de la espesura. También se acordó de haber encontrado un ciervo en el monte yendo de caza con sus hermanos… Respiró y su mente torturada se alivió, seleccionando poco a poco los restos de sus recuerdos destrozados.

Recordó que los cuatro hermanos no habían ido en busca de venado o de juego. El otoño había llegado pronto, las hojas habían comenzado a caer de los árboles, el aire fresco, la cosecha daba sus frutos… Otra vez se vio a caballo pero esta vez iba solo, y la luna dorada ascendía en el cielo.

Montaba como un desaforado, la cólera encendía su sangre y la lujuria de la venganza bullía misteriosamente en su alma. El odio le impulsaba hacia delante, el deseo de matar en aquel mismo instante tronaba en su cerebro.

Estaba empeñado en librarse de un enemigo.

Ahora, mientras se ponía de prisa las riendas y detenía al caballo castaño, intentó recordar a quién perseguía, a quién quería matar. Pero la cara de su enemigo era una imagen borrosa y crispada.

¿Quién le habría provocado semejante furia? Se le puso la carne de gallina en los brazos mientras recordaba que era alguien cercano, alguien en quien había confiado.

El recuerdo le golpeó. Estaba a punto de recordarlo.

¿Quién era la persona que lo había traicionado?

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron y un dolor de cabeza le martilleó detrás de los ojos. ¿Quién?

– Maldita sea -gruñó.

Cuando la lluvia comenzó a caer, otro recuerdo le asaltó. La imagen de su enemigo, ahora completamente nítida, se formó en su mente: era un hombre alto, fuerte, con una barba negra, una sonrisa calculadora y unos ojos tan azules como los suyos.

El corazón le palpitó con fuerza y los dedos retorcieron las acordándose de su primo, el hombre que pensaba que de alguna manera siempre le había engañado, un hombre que, ahora lo sabía, no haría nada que no sirviera para fomentar su propia ambición.

¡Graydynn! Lord de Wybren.

Una rabia tenebrosa circuló con fuerza a través de su torrente sanguíneo.

La bilis le subió a la garganta, el gusto malo y desagradable a traición le amargó la boca.

Se inclinó a un lado y escupió en la maleza.

Había llegado el momento de enfrentarse al enemigo.

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