Capítulo 2

– No puede ser -dijo Morwenna. Se sentía mareada y se regañó por la debilidad que había mostrado al oír el grito desesperado del herido llamando a Alena resonó en su cabeza-. Carrick… Carrick está muerto, como los demás. -De repente sintió frío y se frotó los brazos mientras repetía lo que pensaba-: Él y su familia murieron en el incendio.

«Como su amante, Alena».

Isa sacudió la cabeza y dejó traslucir preocupación.

– Se rumoreó que había conseguido escapar. Un mozo de cuadra afirmó que había visto a Carrick alejarse sobre su corcel favorito al poco de que se declarara el incendio.

– Un cotilleo infundado -insistió Morwenna, aunque su confianza estaba desvaneciéndose.

– Restos carbonizados. Sólo se le identificó por las prendas de ropa y las joyas que no quedaron destruidas. Todo lo que dejaron los miembros de su familia fueron unos cadáveres ennegrecidos, poca cosa más que un montón de huesos.

– Tú no estabas allí.

El estómago de Morwenna se revolvió ante el cuadro que Isa pintaba. Su cabeza palpitaba, el pulso le tronaba en los oídos. «¿Podía ser cierto? ¿Acaso Carrick había sobrevivido y ahora yacía medio muerto en su torre?» No, no iba a dar crédito a esas tonterías. No eran más que los miedos más profundos de una anciana.

Isa espiró despacio, como si percibiera la incredulidad de Morwenna.

– Vedlo con vuestros ojos, milady.

Morwenna así lo hizo. Sin esperar a Isa, se apresuró al gran salón, donde la multitud se congregaba alrededor del herido. El criado regresó con un triturado de milenrama y Nygyll aplicó con cuidado la hierba medicinal sobre las heridas del paciente. El sacerdote agitaba sus manos y murmuraba plegarias sobre el cuerpo molido del desconocido, que ahora era del todo visible, puesto que le habían despojado de las ropas andrajosas y empapadas de sangre. El pecho estaba desnudo, los pelos negros se arremolinaban sobre los músculos planos y gruesos, lacios, y desaparecían bajo la sábana que le cubría la parte inferior del cuerpo. Unas marcas oscuras, contusiones y unas incisiones desagradables cubrían la piel tensa del torso, los hombros y los brazos.

– ¿Vivirá? -preguntó Morwenna.

Bajó su mirada hasta alcanzar una de sus manos que tenía los nudillos cortados y ensangrentados, con dos uñas colgando.

– Es demasiado pronto para saberlo -dijo Nygyll frunciendo el ceño. Pasaba sus manos experimentadas a lo largo de las extremidades del desconocido-. Creo que no tiene roto ningún hueso, excepto las costillas, que pueden estar fracturadas. -El médico enarcó las cejas espesas y entornó los ojos-. Cuesta creerlo dada la gravedad de sus heridas, pero de nuevo es demasiado pronto para decir nada. Si despierta, comprobaremos si puede utilizar los brazos o las piernas.

Nygyll levantó una de las manos del hombre. Como Isa había afirmado, llevaba un anillo incrustado en uno de sus dedos sucios. Parpadeó a la luz de las velas, y la boca de Morwenna se secó al reparar en el emblema grabado en el oro. Notó cómo el corazón le daba un vuelco… y un recuerdo, tan claro como el agua, apareció en su mente…

Hacía tres años de lo ocurrido. Era verano. Iban a caballo, habían parado cerca de un arroyo y Carrick, un joven de diecinueve años pero ya de corazón perverso, arrancó una rosa silvestre y se la ofreció, al tiempo que arqueó una ceja irreverente y dibujó una sonrisa juguetona en las comisuras de los labios. Ella sintió que, si tomaba la flor, pagaría un precio por ella. Con todo, aceptó con mucho gusto el regalo de pétalos rojos y se cortó el dedo con una espina oculta bajo una hoja verde y lisa.

– ¡Ay!

– Cuidado, milady -se burló Carrick-, hay que tener siempre cuidado. Lo que en apariencia es inocente a menudo demuestra ser mortífero.

– ¿Qué queréis decir con eso? -preguntó.

Él acercó el dedo de ella a sus labios y succionó la gota de sangre que brotaba sobre su piel. En ese momento vio el anillo, aunque no por primera vez, cuando resplandeció a causa del cálido sol veraniego.

– ¿Queréis hablar ahora de adivinanzas absurdas?

Su boca era cálida, la punta de la lengua suave y húmeda al tocar la pequeña herida. Morwenna sintió un cosquilleo que le subía por el brazo y le bajaba por el cuerpo hasta alcanzar su parte más íntima y húmeda.

– Esto no es absurdo. Es de verdad.

De nuevo, Carrick enarcó su ceja oscura mientras rozaba la yema de su dedo con los dientes.

Algo cálido y fogoso estaba revelándose dentro de ella y, temerosa de caer en un estado de deseo más profundo, apartó el dedo sólo para ver el destello de la risa mortífera y el brillo de diversión en los ojos azul claro de Carrick.

– ¿Tenéis miedo? -se burló él.

– ¿De vos? -negó, atormentándole mientras se acercaba a él-. No, Carrick, sólo soy precavida.

La risa del joven estalló, sonora y estentórea, y retumbó en el corazón de Morwenna. En ese instante se enamoró de esa bestia blasfema.

– Milady.

Morwenna parpadeó y prestó atención a Alexander. Las oraciones del padre Daniel habían cesado y quienes atendían al hombre desfallecido parecían mirarla fijamente.

– Disculpadme -dijo ella, aclarándose la garganta y sintiendo que el calor le subía hasta las mejillas, como si todos los que estuvieran dentro de la torre hubieran podido leer sus pensamientos-. ¿Qué sucede?

El capitán de la guardia dijo con suavidad:

– Si me lo permitís, quisiera hablar un momento con vos.

– Sí, desde luego. Vayamos al solar -dijo, y rápidamente se dirigió a la escalera-. No mováis a ese hombre -pidió al médico- hasta que yo vuelva o diga lo contrario.

– Como deseéis.

Nygyll apenas levantó la mirada mientras limpiaba una herida particularmente desagradable de uno de los ojos hinchados del paciente.

Morwenna subió la escalera a toda prisa, aliviada por alejarse del desconocido, cuyo cuerpo herido estaba terriblemente apaleado y cuya ropa andrajosa apenas le cubría el cuerpo, y del anillo inquietante que llevaba ceñido en el dedo.

El solar era una estancia grande a la que podía accederse desde el vestíbulo o desde los aposentos privados de Morwenna. Cuando entró, una de las sirvientas salió diligentemente de la estancia tras retirar las cenizas y encender el fuego.

– Milady -dijo la criada, inclinando su cabeza cuando pasó Morwenna-. ¿Hay algo más que pueda hacer por vos?

– Sí, Fyrnne, trae un poco de vino para el capitán y para mí, nos hará entrar en calor…

La criada ofreció una sonrisa y dejó entrever unos dientes separados. Una cabellera pelirroja y mullida rodeaba su cara, salpicada de pecas.

– Lo subiré de inmediato -dijo, apresurándose a salir al pasillo, las largas faldas haciendo crujir los juncos frescos que había esparcidos por la habitación.

– Queríais decirme algo -recordó Morwenna al capitán de la guardia, que se había quedado cerca de la puerta-. Por favor, tomad asiento.

Morwenna le indicó dos sillas cerca del fuego y se sentó en una de ellas.

– Decidme lo que os preocupa.

– Se trata del prisionero -dijo.

Y pareció que tomaba asiento de mala gana mientras el fuego crepitaba y chisporroteaba, desprendiendo una luz dorada que jugaba sobre sus rasgos devastados.

El capitán Alexander, un hombre robusto, de nariz torcida y ojos oscuros e inquietos, formaba parte de Calon y era uno de los criados y soldados que había heredado Morwenna con la torre.

– ¿Qué ocurre? Recordad, sir Alexander: hasta que no esté segura de que es nuestro enemigo, le consideraré un invitado.

– Podría ser un error, milady.

Los dedos gruesos frotaron la empuñadura de su espada con nerviosismo, resiguiendo la talladura intrincada del mango del arma.

– ¿Por qué?

– Deberíamos considerarle un enemigo hasta que las pruebas nos demuestren lo contrario.

– ¿Creéis que es peligroso?

– Sí.

– Pero está a las puertas de la muerte -dijo dando golpecitos con su dedo sobre el brazo desgastado de la silla, intentando evitar la idea de que ese hombre pudiera ser Carrick. No, era imposible-. Dudo que pueda infligir daño a nadie.

– No es pecado tomar precauciones -dijo el capitán.

Le asaltó a Morwenna de nuevo la advertencia que Carrick lanzara a la brisa veraniega hacía mucho tiempo: «Hay que tener siempre cuidado. Lo que en apariencia es inocente, a menudo demuestra ser mortífero».

La mirada atenta y oscura de Alexander rozó la suya, y no era la primera vez que ella notó algo en aquellos ojos marrones, algo que él rápidamente trató de disimular apartando la mirada.

Un golpe seco en la puerta rompió el incómodo silencio.

– Soy Fyrnne, milady -pidió permiso con una voz suave.

– Entra, por favor.

– El cocinero pensó que os gustaría tomar un bocado también.

La criada entró acarreando una amplia bandeja. La colocó sobre la mesa pequeña entre Morwenna y el capitán de la guardia.

Dejó una cesta con pan caliente y platillos con huevos cubiertos de gelatina, anguilas salteadas y manzanas asadas.

– Muy bien, gracias -dijo Morwenna. El estómago de Morwenna gruñó mientras ofrecía a Alexander una copa.

– Esto es todo, Fyrnne.

– Como deseéis.

Una vez Fyrnne se hubo retirado, Morwenna volvió a mirar al capitán de la guardia.

– Ahora decidme, Alexander, ¿pensáis que el hombre que está abajo es peligroso? ¿Por qué?

– Lo encontraron no muy lejos del castillo, escondido en un bosquecillo de árboles que domina el camino que conduce a la entrada trasera.

– Y golpeado casi hasta acabar con su vida. ¿Llevaba alguna arma encima?

– Sí, una daga atada con una correa a la pierna, dentro de la bota. Y una espada.

– ¿Envainada?

– Sí.

– ¿Había rastros de sangre en ella?

Alexander negó con la cabeza y tomó un trago de la copa.

– No.

– Entonces, ¿no se defendió del ataque?

– No con un arma que podamos determinar. El alguacil y algunos de sus hombres están rastreando el área donde se localizó el cuerpo.

– ¿Por otros?

– Para intentar saber qué ha pasado.

– ¿Le robaron?

– No le quitaron las armas ni el anillo, sin embargo no había rastro del caballo, ni del carro, ni del portamonedas que debía de llevar consigo. Por lo tanto, es probable que haya sido víctima de un robo.

Morwenna se llevó a la boca un huevo en gelatina e hizo caso omiso de los fuertes latidos de su corazón mientras masticaba. «El hombre que está abajo puede ser Carrick». ¿Acaso no había existido el rumor de que se había salvado del incendio que arrebató la vida a su familia? ¿Es que no se comentó que un mozo de cuadra lo había visto escapar a lomos de un caballo? ¿No era cierto que se había conjeturado que el propio Carrick era el autor del fatal fuego? ¿Por qué? ¿Qué razón podía empujarle a matar a toda su familia? Quedaba descartada la herencia de la torre como móvil puesto que había dejado creer a todo el mundo que había muerto. Desde que el mozo de cuadra extendiera ese rumor, el año pasado, nadie le había visto.

«Hasta ahora».

– Creo que deberíamos temer más a los que asaltaron a ese hombre que a la víctima.

Alexander examinó el contenido del cuenco de madera y la miró directamente.

– Lleva en el dedo el anillo de Wybren.

El corazón casi se le heló.

– Lo vi, pero nuestro enemigo no es Wybren.

– Algo pasa en Wybren.

Poco se podía hacer. Todo aquel que viera el anillo recordaría el incendio que asoló la torre de Wybren hacía un año, durante la Nochebuena, y las acusaciones que profirió el barón Graydynn, ahora señor del castillo, que poco hicieron para acallar los rumores.

– Mató al menos a siete personas, miembros de la familia del barón Dafydd, la mujer, cinco hijos y la nuera. El único que logró escapar fue su hijo Carrick. Se rumorea que fue un asesinato.

Ella toqueteó su copa de vino.

– ¿Creéis que Carrick provocó el fuego, mató a su familia, huyó a caballo, desapareció durante un año y, ahora, por algún motivo inexplicable, está tendido apaleado sobre una mesa en el gran salón?

Alexander había alcanzado una anguila pero se detuvo, la mano se mantuvo inmóvil sobre la fuente.

– Es posible.

– Pero no probable. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a matar a su familia y después desaparecer?

– No lo sé. Quizá les guardara rencor.

– ¿A toda la familia? Siete personas perdieron la vida. Siete -recordó al capitán de la guardia y a sí misma-. Sir Carrick logró escapar del fuego de alguna manera, o al menos eso parece… Pero no hay ninguna evidencia de que fuera él quien provocara el incendio.

Dicho esto, terminó la copa de vino y se limpió los labios con una servilleta de lino. Los dedos le temblaban.

– ¿Por qué no me conducís hasta el lugar donde fue encontrado? Mientras tanto, que lo trasladen a la habitación de Tadd por el vestíbulo.

Tadd era su hermano, pero raras veces la visitaba, algo que Morwenna agradecía por lo general. Sin embargo, hoy habría buscado el consuelo en su consejo, aunque pudiera ser irrespetuoso.

– Podéis colocar un guardia ante la puerta, pero lo trataremos como a un invitado hasta que encontremos un indicio que nos haga pensar que se trata de un enemigo.

– Pero, milady…

Morwenna le miró fijamente y elevó la barbilla, un gesto que adoptaba involuntariamente cada vez que alguien se atrevía a desafiarla o insinuaba que por ser una mujer tenía menor autoridad que un hombre.

Alexander captó el gesto.

– Como deseéis.

– Cogeré mi capa y me reuniré con vos en la cuadra. Decid al capataz que prepare mi caballo.

El capitán hizo un ademán de protesta, pero se limitó a posar la copa sobre la mesa y asentir con la cabeza antes de abandonar presto la estancia.

Morwenna dejó escapar un suspiro. Se sacudió los dedos para limpiarse las migajas de la comida y se deslizó a la habitación contigua. Al cerrar la puerta, intentó apartar los pensamientos que le decían que el forastero herido que se encontraba en el castillo podía ser Carrick. Era una opinión ridícula, como le acababa de decir sir Alexander. Echó un vistazo a su cama y recordó el sueño que había tenido, el calor y la lujuria, el deseo y la avidez, y luego esa sensación tan real de que la observaban mientras daba vueltas entre las sábanas. Otro pensamiento absurdo. El castillo Calon era una torre intrincada, con una extensa trama de escaleras y vestíbulos, algunos de los cuales todavía no había explorado, pero nadie estaba al acecho en la sombra, vigilándola por los rincones. Sólo había sido producto de su imaginación, demasiado fértil, que alzaba el vuelo otra vez.

Se cubrió el cuerpo con una capa cálida, se puso los guantes con ayuda de los dientes y salió corriendo por la serpenteada escalera hacia abajo, al gran vestíbulo.

Los soldados levantaban la camilla del herido, que dejó escapar un gemido cuando movieron su cuerpo, y durante un segundo ella pensó que sus párpados hinchados se abrirían, pero se limitó a gemir sin despertar.

– ¿Sobrevivirá? -le preguntó al médico.

Nygyll movió la cabeza y se limpió las manos ensangrentadas y húmedas en una toalla.

– Es poco probable. Se encuentra en un estado lamentable. Demasiadas heridas. Parece fuerte, pero necesitaría una gran fortaleza para salir de ésta. Tendrá que luchar si quiere seguir viviendo.

– Ahora está en manos de Dios -añadió el sacerdote, persignándose sobre el pecho y meneando la cabeza, como si sentenciara a la pobre alma que reposaba ante él.

– Imagino entonces que hay poco que temer si se queda en la torre -dijo Morwenna.

El sacerdote se disponía a marcharse, pero Morwenna le puso la mano sobre el brazo.

– Padre, un momento, por favor -dijo, y la mirada gélida del sacerdote se encontró con la suya. Retiró la mano rápidamente-. El hombre lleva un anillo con el emblema de Wybren. Notó una tirantez apenas perceptible en los labios del sacerdote-. Es el emblema de la torre del barón Graydynn, vuestro hermano. El emblema de la torre donde murió la familia del barón Dafydd, vuestro tío.

El sacerdote no dijo nada.

– Persiste la gran preocupación de que el herido sea Carrick, vuestro primo.

– El traidor.

– Eso dicen.

La mirada atenta del padre Daniel siguió a los soldados que trasladaban al desconocido arriba.

– No, no son sólo habladurías. Es la verdad.

– ¿Lo habéis reconocido?

– No más que vos -replicó el sacerdote, y ella sólo acertó a tomar aliento-. Lo habéis reconocido, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Es imposible decir quién es.

– Debemos esperar a que se cure.

El padre Daniel enarcó una ceja.

– Eso si se cura. Como dije, ahora está en manos de Dios. -Se santiguó y después añadió-: Pero desde luego sería prudente informar a mi hermano que su enemigo, nuestro primo, tal vez haya sido capturado.

– Lo haré cuando esté segura de que el hombre es realmente Carrick -dijo Morwenna, mirando cómo los soldados rodeaban la esquina de la escalera-. Los rumores pueden propagarse por Wybren antes de que llegue la mañana, pero hasta que no estemos seguros de quién es, no serán más que eso, rumores.

¿Quién podría haber golpeado al hombre con tanto ensañamiento y después darlo por muerto? ¿Por qué?, se preguntaba ella. ¿Había sido un robo? ¿Obra de unos ladrones desalmados? Entonces, ¿por qué no se habían apoderado de algunos de sus objetos de valor? ¿Se frustró el robo? ¿Acaso algo había espantado a los supuestos asesinos antes de que pudieran robar todo lo que querían y matar a la víctima? ¿O le habían propinado esta severa paliza para vengarse? Y si era así, ¿para vengarse de qué fechoría? ¿Qué pecado pudo cometer ese hombre para justificar un ataque tan brutal?

«¿Y por qué lleva el anillo con el emblema de Wybren?»

Morwenna no tenía respuestas para ninguna de las preguntas que la asediaban y caminaba impaciente cuando Alexander volvió, con Bryanna siguiéndole como un perrito que hubiera quedado huérfano.

– ¿El hombre se queda en la torre? -susurró ella. Sus ojos brillaron cuando miró por encima de su hombro, como si esperara que el hombre herido apareciera como un espectro detrás de ella.

– Sí.

– ¿No es peligroso? -preguntó Bryanna, dejando entrever lo que parecía ser una gran expectación.

– Creo que no, está inconsciente y apenas respira.

Morwenna dejó de prestar atención a su hermana menor y se dirigió a sir Alexander:

– Vayamos al lugar donde el cazador encontró a nuestro invitado. Tal vez determinemos qué pasó.

Alexander resopló.

– El invitado -dijo entre dientes.

– Yo también voy -dijo Bryanna, volviendo hacia la escalera, casi chocando con el sacerdote con las prisas-. Perdóneme, padre -alcanzó a decir, y luego a Morwenna-: En un santiamén vuelvo con mis cosas.

El padre Daniel encontró la mirada de Morwenna y, en ella, pudo vislumbrar recriminaciones veladas y algo más, algo oscuro y sombrío -incluso prohibido- que perduraba en sus ojos, de un azul intenso, y que desapareció instantáneamente. Como si también se diera cuenta de lo que había pasado entre ellos, el sacerdote apartó su mirada rápidamente y se apresuró a alcanzar el pasillo que conducía a la capilla.

– No sé qué conseguiréis de bueno con esto -se quejó Alexander mientras los ojos de Morwenna perseguían la figura del sacerdote.

¿Qué secretos escondía el padre Daniel? ¿Cuáles eran, en realidad, los pensamientos más íntimos de todas las personas de la torre? Sintió cómo un frío le calaba profundamente en los huesos. No era la primera vez que se sentía distanciada de todos los demás habitantes de la torre, como un pastor que no sabe nada de su rebaño. Llevaba allí menos de un año. Ella era la forastera.

– Milady -dijo Alexander, aclarándose la garganta.

– ¿Qué? ¡Ah! -exclamó ella, recordando lo que le había preguntado-. Tampoco sé lo que encontraremos en el bosque, sir Alexander, pero echaremos una ojeada, ¿de acuerdo?

Morwenna hizo una seña al guardia para que empujara la pesada puerta que daba al exterior y esperó a que la abriera. Mort, que había estado dormitando delante del fuego, se levantó y se desperezó. Apenas dio ella un paso hacia el patio de armas, oyó el alarido de una ráfaga de viento invernal, que semejaba un llanto amargo, agitaba la hierba, hurgaba en el interior de la capa de Morwenna y le abofeteaba en la cara. Hizo caso omiso de la ráfaga gélida, inclinó su cabeza y se dirigió hacia la cuadra por el camino trillado, con Mort pisándole los talones. La hierba estaba amarillenta y pisoteada, crujiente por la helada y con charcos a lo largo del sendero, donde flotaban aún restos de hielo.

Dos muchachos, con las narices rojas y gorros de lana calados hasta las orejas, transportaban leña hacia el gran salón mientras otros acarreaban cubos de agua. Una muchacha, que hacía años había dejado de ser una adolescente, lanzaba grano a las gallinas, que cloqueaban y se daban picotazos entre sí. Las plumas se dispersaban a medida que las gallinas se apartaban con premura del camino. El olor a humo, fermento de cerveza, estiércol de animales y grasa derretida impregnaba el aire frío. En los corrales, los cerdos gruñían ruidosamente y las cabras balaban mientras las ordeñaban.

El castillo estaba en pleno funcionamiento, todos se ocupaban con afán de sus tareas. La perturbación momentánea causada por la aparición del herido, por lo visto, se había esfumado. Levantó la mirada hacia el adarve y vio a los centinelas en sus puestos, como siempre. Los comerciantes y los campesinos azotaban a las bestias, que empujaban carros enormes, a través de los surcos profundos del camino principal que conducía a la torre.

Morwenna se introdujo por un camino que llevaba hasta la cabaña de las taberneras, donde las mujeres hablaban en voz alta y discutían acerca del descubrimiento del hombre.

– Le han golpeado con tanta ferocidad que ni siquiera su propia madre le reconocería -susurró Anne, una verdadera chismosa.

– Sin duda, es un ladrón que merecía este destino -respondió otra.

– O algún marido lo pescó levantando las faldas de su esposa -les confió Anne.

Las mujeres prorrumpieron en risas y Alexander exhaló un suspiro en señal de disgusto.

– Mujeres -refunfuñó el capitán de la guardia.

Morwenna apretó el paso y se alejaron de las arpías charlatanas.

Llegaron a la cabaña del armero. El sonido metálico de un martillo moldeando una cota de malla se distinguió sobre el desagradable graznido de un ganso que perseguía a un gallito, que impidió el paso a Morwenna.

Al rebasar la última puerta, Morwenna observó el cielo. Las nubes eran espesas, de un gris siniestro, y prometían descargar más lluvia.

– No sé lo que esperáis encontrar hoy -dijo Alexander bruscamente. Llegaron a la cuadra y Mort dio con su poste favorito, donde levantó la pata.

– Yo tampoco, pero tal vez mi curiosidad quede satisfecha.

Él le lanzó una mirada repleta de dudas, mientras ella se adentraba en el interior. La invadió el olor a heno, caballos, cuero y estiércol, y el viento dejó de mecerle el cabello. Morwenna anduvo, sin riesgo a equivocarse, hacia la casilla donde la pequeña yegua española, su favorita, ya estaba ensillada y la esperaba.

Alabastro, de ojos oscuros y brillantes, relinchó con fuerza y sacudió su cabeza blanca, haciendo tintinear la brida.

– Está preparada para cabalgar -dijo John, el encargado de la cuadra. Se agachó y acarició la cabeza de Mort-. Hay algo en el aire esta mañana que hace que todos los caballos se sientan molestos. -Tras incorporarse, frunció el ceño y se frotó la nuca-. Hay algo que no les gusta.

– ¿Como qué?

Él la miró mientras alcanzaba las riendas de la brida de Alabastro y meneó la cabeza.

– No sé lo que es, pero yo también lo percibo.

Acarició el cuello de Alabastro.

Un escalofrío de miedo recorrió la columna de Morwenna. John parecía un hombre robusto, un alma sensible, en absoluto se parecía a las taberneras que cacareaban o al sacerdote inquietantemente tranquilo.

– No es más que el frío y el invierno, John -dijo ella suavemente, aunque sintió que no la creía y, en verdad, ella también se sentía desconcertada.

Desde que tuvo ese maldito sueño donde se le aparecía Carrick.

¿Un sueño?

¿O un augurio?

Desterró esos pensamientos caprichosos mientras John conducía su caballo afuera. Alabastro, siempre impaciente, la nariz al viento, la cola empenachada, se sumergió en la fresca mañana y comenzó a tirar de las riendas.

– Tranquila, allí -le indicó el hombre corpulento, al tiempo que alisaba el pelaje de la crin del caballo.

La yegua, tan blanca como un fantasma, de patas y hocico grises, pertenecía a Morwenna desde hacía cuatro años.

– Tened cuidado, milady -advirtió John-. Esta mañana la tierra está resbaladiza, hay placas de hielo. Prestad atención.

– Descuida, John, así lo haré -dijo y, enarcando sus espesas cejas rubias con un signo de escepticismo, añadió-: Prometido.

– Oh, no tengo ninguna duda -dijo él rápidamente, aunque se sonrojó y su protuberante nariz resaltó más todavía mientras Morwenna subía a la grupa de la yegua.

Un sonido de pasos resonó en el camino y Bryanna, con la cara agrietada por el viento y los rizos oscuros ondeando tras de sí, llegó a todo correr por la esquina.

– Espérame -dijo ella, jadeando-. Voy contigo. John, necesito un caballo.

Morwenna ahogó un gemido y el encargado de la cuadra levantó la vista hacia Morwenna. Ella asintió con la cabeza y el capataz hizo señas a un muchacho que limpiaba la cuadra.

– Kyrth, ensilla a Mercurio para la dama. ¿Me has oído, chaval?

El muchacho echó al suelo su pala y, limpiándose las palmas de las manos en la parte trasera de los bombachos, hizo un gesto rápido de asentimiento.

– Sí. En un momento estará listo.

Se agachó sorteando el techo bajo y desapareció en el establo.

Alexander montaba su propio corcel, un semental de color rojo sangre que hacía cabriolas, tan cerca de la Alabastro, que ésta giró su cabeza blanca y trató de propinar un pellizco en el flanco al caballo más grande.

– Ten cuidado, muchacha -advirtió Morwenna-. No querrás meterte con alguien más fuerte, justo ahora.

Pero mientras hablaba al caballo, una imagen penetró en su cabeza: ella blandía una espada y corría tras Carrick. Él era mucho más fuerte que ella, medía casi dos metros y tenía una presencia imponente. Aunque ella era rápida y certera con la espada, él la había desarmado con facilidad, dejándola sin aliento, y le apuntaba con el arma al corazón. Estaban en el patio de un castillo, los dos a solas, envueltos de la fragancia dulce de madreselva y rosas que flotaba en el aire vespertino. La espalda de Morwenna había quedado al lado de un muro.

– Habéis perdido, milady -le había dicho Carrick con los ojos destellantes en el crepúsculo que se avecinaba.

– Por esta vez.

Morwenna se sacudió el pelo de la cara y encontró su mirada, mientras la espada permanecía contra ella. Jadeaba con fuerza y transpiraba a causa del esfuerzo, el corazón le palpitaba con intensidad. Carrick también estaba ruborizado, el brillo del sudor le cubría la frente.

– Siempre.

– Vos mismo os cubrís de halagos.

Su risa había sido lenta y sensual.

– Tal vez lo haga porque nadie lo hace.

– Y ahora pedís un cumplido.

Su sonrisa burlona era casi diabólica.

– Y no me dedicaréis ninguno, ¿me equivoco?

Ella había inclinado su cabeza hacia atrás y se había reído.

– Aquí es donde os equivocáis. Creo con todo mi corazón que vos, Carrick de Wybren, sois la serpiente más hermosa, arrogante y orgullosa que jamás haya conocido.

– ¿Una serpiente? -dijo con fingida estupefacción-. ¡Me habéis herido!

– ¿Una víbora?

– Es lo mismo.

– Ambas hablan con una lengua bífida, ¿no? -había bromeado ella.

Y al tiempo que una chispa llameaba en sus ojos, él había dejado caer la espada, que impactó sonoramente contra las piedras, y la inmovilizó veloz contra la pared con su propio cuerpo. Sus músculos fibrosos se habían tensado sobre los de ella, pantorrilla contra pantorrilla, muslo contra muslo, pecho contra pecho. Ella apenas podía respirar por la presión que ejercía con su cuerpo.

– Me desconcertáis, Morwenna -le había dicho.

Y ella notó su respiración entrecortada en el oído. Las manos masculinas sujetaron las de ella por encima de la cabeza. Luego descendieron por el cuerpo acariciándole la piel. Sentía el corazón embravecido, latiendo y palpitando salvajemente. Después él la había besado, su cara encendida, sus labios duros e insistentes y aquella lengua, que había menospreciado hacía escasos instantes, obró su magia en ella. Con un gemido que trataba de disuadirle, Morwenna se había derretido contra las paredes del patio…

– ¡Vámonos!

La voz de Bryanna sesgó la fantasía de Morwenna como si se tratara de una cuchilla. Exhaló un suspiro, notó que Alexander la miraba fijamente, y se sonrojó en medio del aire gélido. Carraspeó, ladeó ligeramente la cabeza y dejó sus recuerdos a un lado justo en el momento en que Alabastro salía al trote del establo, y Mercurio detrás.

Con la ayuda del mozo de cuadra, Bryanna montó y tomó las riendas entre sus dedos enguantados.

– Vámonos -dijo otra vez enérgicamente, con el entusiasmo llameando en sus ojos.

– De acuerdo -asintió Alexander.

Sin perder un instante, atravesaron la puerta abierta hasta el patio exterior, donde las ovejas, el ganado y otros caballos estaban encerrados. En el huerto, unos árboles esqueléticos se erguían, sin poder evitar temblar por el soplo del viento. En las ramas desnudas sólo se podían ver unas manzanas resistentes al invierno y un cuervo que graznaba.

Mientras pasaban bajo la reja elevadiza de la puerta trasera, Alexander masculló algo en voz baja sobre la «insensata» misión. Alzó una mano enguantada al guardia y luego espoleó al caballo y se encaminó hacia el sendero helado que conducía al río.

Fuera de la protección de las gruesas paredes del castillo, el viento se desataba con ferocidad, abofeteando una y otra vez la cara de Morwenna y agitándole el cabello. Sin hacer caso del frío, instó a Alabastro a seguir el ritmo del caballo más rápido y sintió cómo se estiraba bajo sus piernas y alargaba las patas en un galope ligero, ya fuera del camino, a la carrera a través de un campo en barbecho, y se dirigieron a los bosques situados al lado norte de la torre. Bryanna gritó de felicidad, se aferró al cuello de Mercurio y les siguió con coraje. Para su hermana menor, esa mañana era una fiesta, un grato soplo de entusiasmo. Para Morwenna, la situación era mucho más grave y molesta, aunque también se sintió muy animada por la ráfaga de viento y los terrones sucios que los cascos del caballo hacían saltar al galope. Le iba bien escapar de los muros del castillo. El espíritu pareció elevársele, notó como si se le quitara un peso de encima porque, a pesar de que le encantaba Calon, había algo en el interior de la torre, algo oscuro y siniestro que no entendía, una tiniebla que no conseguiría empañar la alegría que le invadía esa mañana.

«Llevas escuchando a Isa demasiado tiempo».

«Has tenido sueños demasiado inquietantes».

Alexander aminoró la marcha en el límite del bosque, y mientras los caballos respiraban con dificultad, espirando el aire caliente por los orificios de la nariz, avistó las huellas de un ciervo, pisoteadas recientemente por los cascos de muchos caballos.

– Por aquí -dijo.

La efímera ráfaga de euforia de Morwenna se desvaneció con la oscuridad de los bosques circundantes. Mientras trotaba montada a lomos de su yegua detrás de Alexander, oyó unas voces que sonaban por el bosque. En el momento en que pasaban bajo una bóveda andrajosa de árboles desnudos y detrás de la maleza, las voces se hicieron inteligibles. En un pequeño claro encontraron al alguacil, a dos de sus hombres y a Jason, el cazador. Habían desmontado de sus cabalgaduras y estaban inspeccionando la tierra palmo a palmo, en la orilla del riachuelo helado. Los hombres alzaron la vista al oír el ruido de los caballos y se sacaron los sombreros al tiempo que bajaban la mirada.

– Milady -dijo el alguacil cuando descendió del caballo.

– ¿Es aquí donde se encontró al hombre? -preguntó Alexander.

De un salto pisó tierra y Bryanna, también, descendió del caballo.

– Así es, detrás de aquel tronco, cerca de la roca grande.

Jason indicó una roca enorme de superficies planas y bordes pronunciados, así como varias manchas oscuras que fluían en hilos rojizos formando pequeños charcos en el suelo.

Sangre.

En su fuero interno, Morwenna tembló.

Alexander preguntó:

– ¿Habéis descubierto algo?

Payne, el alguacil, negó con su cabeza cana. Tenía unas cejas espesas plateadas, una frente alta y unos párpados que caían sobre las cuencas de los ojos. Aún así, Morwenna pensó que había visto más que la mayoría de la gente.

– No hay mucho que ver. Los restos de una hoguera por ahí -indicó hacia un pequeño hoyo donde se veía madera carbonizada y luego movió la mano hacia un poste de tejo-. Hay estiércol de caballo en esa zona y por supuesto sangre sobre la roca, junto con algunos cabellos negros. Probablemente le estamparon la cabeza contra la roca.

Bryanna dejó escapar un sonido de protesta, pero el alguacil continuó hablando.

– Hay huellas de cascos y pisadas de botas por todos lados.

El alguacil señaló al suelo.

– Muchas de las huellas son confusas, pero… -Se agachó mientras miraba fijamente al suelo-. Parece que hay al menos dos suelas de tamaños diferentes, y se podría conjeturar, por la maleza tronchada, que se produjo una pelea cerca de esta roca.

Miró a la arboleda que cubría el pequeño claro frunciendo el ceño.

– Se han roto las ramas más pequeñas de algunos árboles, pero no podemos estar seguros de que se rompieran durante el combate, aunque ésa es mi suposición.

Se frotó la barba pensativamente y entrecerró los ojos mirando al lugar de la escena, como si estuviera imaginándose los acontecimientos que habían ocurrido.

– Creo que tendieron una emboscada al hombre que Jason encontró aquí tirado, que éste repelió a uno o varios atacantes, perdió la batalla y le dieron por muerto.

– O tal vez la víctima sobreviviera y el hombre que albergamos en la torre sea el criminal. Con lo que sabemos no podemos determinar quién inició la lucha -dijo Alexander pisando sobre la roca y observándola-. El hombre que Jason encontró bien pudo ser el atacante y su víctima pudo haber escapado.

– O todavía no hemos encontrado su cuerpo en el bosque -dijo Payne en voz baja.

Morwenna se estremeció.

– Pero el arma del hombre magullado no tenía ningún rastro de sangre: su daga estaba envainada cuando lo encontraron.

Payne se puso en pie. Al estirar la rodilla notó cómo le crujía.

– Es un misterio. Las mejores respuestas nos las proporcionará el propio preso una vez que hablemos con él.

– No es un preso -replicó Morwenna.

– ¿Es acaso un invitado? -Payne soltó un resoplido que daba a entender lo absurda que consideraba la idea-. Algo ha ocurrido aquí, lady Morwenna, algo violento y criminal.

Al pronunciar esas palabras, una ráfaga de viento sacudió las ramas de un viejo roble, como si del susurro del destino se tratara. La mirada fija de Payne se concentraba con fuerza sobre Morwenna.

– Según he oído, el herido lleva un anillo con el emblema de Wybren, y cabría preguntarse cómo lo consiguió.

Morwenna asintió rígidamente, la identidad del malherido desconocido otra vez le hacía dar vueltas a la cabeza.

– ¿Robó el anillo? -prosiguió Payne-. ¿Fue un regalo? ¿Está vinculado de alguna manera a Wybren? Muchos problemas se cernieron sobre esta torre después de que la familia del barón Dafydd fuera asesinada y su sobrino, Graydynn, se hiciera el amo. -Frunció el ceño, su cara expresaba severidad, los orificios de su nariz se ensancharon como si hubiera olido algo putrefacto-. Sugiero que custodiéis al forastero bajo llave, al menos hasta que podamos determinar su identidad.

– Apostaremos un guardia a la puerta.

El alguacil echó un vistazo a la roca manchada de sangre.

– Esperemos que eso sea suficiente.

– Se encuentra a las puertas de la muerte. Dudo mucho que debamos temerle.

– Pero, ¿y su atacante? ¿Qué pasa si vuelve? -preguntó el alguacil meditabundo.

– Eso si fue atacado -replicó Alexander.

– Hay demasiadas preguntas y pocas respuestas. -Payne chasqueó la lengua al tiempo que el viento barrió el bosque con un susurro de lamento-. Muy pocas respuestas.

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