Capítulo 19

Al alguacil no le gustaba el rumbo que tomaban sus pensamientos. Sentado en la silla de madera, observaba con detenimiento el fuego y sintió la misma agitación que tenía cuando estaba cerca de encontrar a un culpable, aunque todavía no era del todo capaz de entender quién era el criminal.

Las botas estaban calentándose al lado de la chimenea y estiró las piernas para que los pies descalzos sintieran el calor de las ascuas encendidas. El olor de la empanada de cordero de Sarah todavía persistía, tenía la panza llena y una copa al lado.

Sarah y él vivían dentro de los muros del castillo en una edificación sólida de piedra de tres habitaciones y una entrada privada, a muy poca distancia del gran salón. Utilizaba la primera habitación para sus asuntos, donde lo encontraban los ciudadanos de la aldea y le presentaban sus demandas. En los últimos tiempos, todo el mundo parecía tener una. Riñas entre vecinos, la insistencia de Tom Farmer en que uno de los hijos del carpintero le había robado una cabra, varios comerciantes y campesinos que se quejaban de una banda de ladrones que actuaba cerca del cruce del Cuervo, una acusación de que el cerdo de un hombre se había vuelto loco, se había abierto paso fuera de la cerca y había desparramado dos sacos de semillas para la siembra de primavera, y etcétera.

Payne tenía un dolor punzante en la cabeza. Por encima de todas las quejas habituales, estaba el asunto de Carrick de Wybren, o quienquiera que fuera aquel hombre, y el asesinato atroz de sir Vernon.

Se frotó la barbilla, se concentró en las llamas hambrientas y no pudo abstraerse de lo que le había pasado a sir Vernon. El asesinato del guardia debía tener un motivo. La herida insólita de Vernon, la cuchillada en forma de W en la garganta era una pista sobre la mentalidad del asesino. Y tal vez fuera era algo que el bastardo quería que todo el mundo viera, una burla macabra.

Con toda certeza, la herida había sido intencionada.

¿Era una pista de la identidad del asesino?, ¿o un intento de desviar la atención del verdadero culpable, era más una diversión que un indicio del asesino?

¿Por qué habían matado a sir Vernon?

Payne introdujo la nariz en la copa, pensó en el fallecimiento del corpulento hombre y tomó un trago largo de cerveza.

De algún modo, y de eso estaba seguro, la muerte de Vernon estaba relacionada con Carrick de Wybren. Pero era imposible que Carrick hubiera podido arrastrarse desde el lecho donde yacía convaleciente, burlar la vigilancia, trepar por las torres de guardia, rajarle el cuello a Vernon y volver sin ser visto. No, pues sir James, el guardia que estaba ante la puerta de Carrick, no se había movido de su puesto en toda la noche.

Lamentablemente no había testigos. Quienes habían sido interrogados, incluidos los centinelas emplazados alrededor de la torre, no habían visto u oído nada fuera de lo común durante la tormenta, ni habían notado la presencia de algún desconocido.

Quienes habían sido vistos en el exterior, en medio de la tormenta, por lo general, tenían una buena excusa: el padre Daniel volvía de visitar a la hija enferma del constructor de molinos, al igual que Nygyll el médico; Alfrydd se había asegurado de que las tiendas de especias estuvieran bien cerradas. Isa, la vieja hechicera que afirmó haber «visto» la muerte, estuvo sola en sus aposentos. El curtidor estaba despierto, pero no había visto nada fuera de lo normal. El boticario, Samuel, a su regreso de la ciudad, había visto a Dwynn transportando leña a la cocina, aunque reinaba la oscuridad en la noche. El amo de la perrera y el capataz del establo declararon que estaban durmiendo cerca de sus puestos. Alexander, el capitán de la guardia, estaba durmiendo, como todos aquellos que no estaban de servicio en la protección de la torre.

A todo el mundo se le había comunicado oficialmente y, poco después, había circulado el rumor y el comadreo a través de la torre, palabras que se susurraban en los pasillos, las torres y los senderos. La especulación llegó al campo y a las cabañas. Las conjeturas y las bromas circulaban con los juegos de dados y los tragos de cerveza.

Payne había prestado atención a todos los rumores. Había esperado que a alguien, sin querer, se le escapara algo y diera a conocer nueva información, pero se llevó una decepción. Era como si el asesino hubiera aparecido de la nada, matando a Vernon, dejando escrita la atroz W en el cuello del corpulento guardia y desapareciendo otra vez. Se imaginó que el criminal era fuerte, inteligente y de confianza, ya que Vernon era un hombre corpulento, un soldado entrenado que no ofrecería su vida con facilidad.

Era un misterio. Payne tamborileó con los dedos en el brazo de la silla. Tal vez fuera errónea la forma de llevar el asunto. Tal vez no debía concentrarse en la muerte de Vernon. El asesino quería que tuviera en cuenta Wybren. ¿Por qué si no el anillo de Carrick había sido robado y habían abierto la garganta de Vernon de manera tan significativa? Sin duda alguna, ambos crímenes estaban relacionados y, lo más probable, es que también estuvieran conectados con el brutal ataque a Carrick.

¿Acaso el asesino trataba de obligar a Payne a investigar los asesinatos de la familia de Dafydd de Wybren más a fondo? Siete personas habían sido asesinadas esa noche. ¡Siete! Y ahora el hombre que se pensaba que había provocado el fuego estaba ahí, ni siquiera bajo llave.

¿Por qué no habían asesinado al forastero? ¿Por qué dejarlo vivo, agonizante, para que sobreviviera? ¿Fue un error por parte del desconocido que le asaltó? En el estado en el que se encontraba el hombre atacado habría sido bastante fácil clavar una cuchilla entre sus costillas y hacerle una muesca en el corazón. Se habría desangrado fácilmente hasta la muerte. Pero no…, el atacante se había asustado, o bien había querido que Carrick sobreviviera.

¿Por qué? ¿Sólo para que sufriera? Tal vez el asesino había planeado volver y terminar el trabajo.

¿Por qué habían robado el anillo sin tocar a la víctima? ¿No era el objetivo del agresor acabar con su vida? ¿Querían que fuera enviado a Wybren para que se enfrentase a la justicia? ¿Por qué, entonces, no amarrarlo simplemente, auparlo a la grupa de una muía y transportar su cuerpo moribundo hasta las puertas de Wybren?

Payne frunció el ceño, tomó un trago de su copa y decidió que el ataque al forastero tenía algo que ver con Calon y con lady Morwenna. La mayor parte de los problemas de la torre, incluyendo esta última escalada de horrores, habían ocurrido desde que su hermano le había adscrito la baronía hacía menos de un año.

¿Por qué entonces asesinar a Vernon?

– Bah -refunfuñó mientras acababa la última gota de la copa.

Quizá su teoría era equivocada. Quizá debía concentrarse en los que se beneficiarían de la muerte de Carrick de Wybren. ¿Podía ser que sir Vernon hubiera tropezado con algo que el asesino quería que permaneciera oculto? ¿Había escuchado por casualidad alguna conversación que pudiera implicarle?

Se pasó los dedos de una mano por el pelo y los dejó de punta.

– Ven conmigo, esposo mío -le llamó Sarah, su esposa, desde el dormitorio.

Su mujer, una hembra oronda de pechos laxos, cabello rubio plateado y mejillas como manzanas, era la única persona en quien confiaba en el mundo. El corazón más puro que nadie podría encontrar.

– No solucionarás el rompecabezas de la muerte de sir Vernon bebiendo cerveza y mirando las ascuas.

– Olvidas que muchos crímenes los he solucionado aquí -dijo él.

Ella rió con aquella sonrisa gutural que tanto le gustaba desde hacía veinte años.

– Has solucionado muchos aquí, en la cama.

Él rió y tomó otro trago de cerveza, sintió cómo el calor fuerte de la bebida se deslizaba garganta abajo. No se cansaba de ella. Nunca. Estaba encinta cuando se casaron y él estaba seguro, durante todos aquellos años atrás, de que no era el tipo de mujer con la que pasaría el resto de su vida. Pero estaba equivocado.

Ella lo sabía, al igual sabía tantas otras cosas, ella dio una palmadita sobre la cama.

– Dormir bien una noche te ayudará -dijo.

Él se volvió mirando fijamente, con una ceja enarcada, por encima del hombro hacia la entrada abierta. Vio a su otra mitad acostada sobre su lado del colchón, las colchas ocultando un tanto sus pechos atractivos, su sonrisa insinuante siempre tentadora.

– Entonces crees que necesito dormir.

Acabó la copa, la depositó en el suelo, se levantó y se estiró. Tal vez ella tenía razón.

– ¿Duermes? Sí, bien…, por fin.

– Eres una puta, Sarah.

Descalzo, cruzó por el dormitorio vigilante para alcanzar el borde de la cama. La habitación estaba casi a oscuras, pero la veía. Había envejecido mucho desde su boda. Su piel ya no era tersa. Las arrugas se amontonaban en los contornos de los ojos y se hacían más profundas alrededor de la boca. Su pelo ya no brillaba con el lustre de la juventud. Sin embargo, para él continuaba siendo hermosa.

Nunca se había descarriado. Nunca se había sentido tentado.

– Una puta, digo.

– Sólo para ti, mi amor. -Ella rió entre dientes; con aquel sonido profundo y gutural le tocaba el corazón y le hacía reír-. Todos los hombres de la torre piensan que tengo hielo en las venas. Sólo tú me conoces bien.

– Tontos. Son todos unos tontos.

Se sacó la túnica y se desató los bombachos a la vista de ella.

– ¿Me permites? -se ofreció su mujer.

Las colchas se deslizaron hacia abajo mientras se inclinaba hacia delante, y con las yemas de los dedos aflojó con ágilmente los cordones de cuero.

Una risa diminuta se dibujó en sus labios y sus miradas se encontraron. Ella introdujo su mano en los bombachos, con dedos cálidos y experimentados.

– Creo que no dormiremos mucho esta noche, alguacil -bromeó, buscando con sus dedos el pecho y enervándose en los pelos grises que allí brotaban.

Aunque estaba cansado, no se preocupó.


Tenía que marchar.

Ahora que Morwenna sabía que estaba consciente, que sospecharía que él había oído su confesión desesperada y que despotricaría enfadada, ahora que estaría decidida a ponerse en contacto con lord Graydynn, Carrick tenía que encontrar un modo de escapar.

Estaba a punto de ir en busca de los pasadizos otra vez cuando oyó llegar a las lavanderas. Reconoció sus voces mientras coqueteaban y bromeaban con sir James en el pasillo antes de entrar en la cámara.

– Entonces nadie sabe quién mató a sir Vernon -decía una mujer mientras cambiaba la ropa de cama sobre la que dormía.

¿Vernon, asesinado? ¿El centinela que había estado custodiando la entrada de su habitación? ¿El hombre de voz grave que había discutido con Morwenna y había sido relevado de su puesto? ¿Vernon era el hombre que había sido asesinado?

Había oído fragmentos de la conversación de los guardias, pero no había sido capaz de sacar nada en claro, y aunque había percibido un cambio en el ambiente, no entendía qué había pasado.

Esperó con impaciencia, aguardando en silencio a que las chismosas cotillearan y le proporcionaran más información.

– El alguacil tampoco sabe quién robó el anillo -añadió otra mujer con una voz aguda y melindrosa.

Unas manos hábiles lo movieron con la soltura de un experto. Se arriesgó a levantar un párpado y vio a una mujer que llevaba un pañuelo enrollado a la cabeza. Su cara era rolliza, los labios curvados, los movimientos bruscos y experimentados. La otra mujer parecía un pájaro con el pelo castaño rizado, la piel clara y los ojos oscuros. Lanzó la ropa de cama sucia a una cesta y desplegó con energía la ropa de lino fresca.

– A decir verdad, no ha habido otra cosa que problemas en esta torre desde que lo trajeron hasta aquí. -La mujer más grande dio un golpecito en el otro lado de la cama-. Comienzo a creer lo que dice Isa, que está maldito.

«¿Maldito?»

– Lo que no sé es por qué la señora le cobija aquí en la torre, siendo como es un asesino -prosiguió la mujer.

– Entonces crees que realmente es Carrick de Wybren.

– ¿Quién si no? Míralo. Ahora que se está curando está más claro que antes. La dama también lo sabe. Al final le ha enviado un mensaje a lord Graydynn. -Chasqueó la lengua-. Vaya desperdicio. Un hombre apuesto, hijo de un barón. ¿Por qué habría hecho algo así?

– Por dinero o por una mujer -dijo la criada con cara de pájaro-. A no ser que simplemente esté loco de remate, no hay ninguna otra razón. Y nunca he oído decir de Carrick de Wybren que haya perdido la chaveta. Traidor, sí. Un corazón perverso que siente debilidad por las mujeres. Tal vez incluso un mercenario, pero ¿loco? Nunca.

– Y sin embargo siete personas han sido asesinadas, ocho si contamos a sir Vernon. Este Carrick del maldito Wybren es un bastardo asesino y cuando antes lo envíe la señora a lord Graydynn, mejor. Tal vez entonces podamos descansar todos de nuevo; tal vez entonces esa maldición se acabe.

Con prontitud, como espoleadas por sus propias palabras, terminaron su trabajo y lo dejaron solo en la cama limpia.

Hasta este momento había aceptado que él era Carrick. El nombre le resultaba familiar, y la mención de Wybren le traía recuerdos. Seguramente había estado allí. Vivió allí. ¿De veras era él ese vil bastardo? En su imaginación vio un enorme torreón, un amplio patio de armas, un campo inmenso y un foso que arrancaba desde el río y rodeaba la mayor parte del castillo. Su cabeza latió con fuerza y recordó a los escuderos gritando cerca del estafermo, a un viejo herrero que forjaba herraduras, a los cazadores que volvían con cerdos, ciervos y faisanes a través de las puertas levadizas que se abrían… ¿O era un sueño?

No… Su familia había vivido allí… Vio rostros, a su padre de paso decidido y arrogante y a una madre más afable, de labios tersos, su esposa… ¿Su propia madre? Apretaba la mandíbula mientras intentaba disponer las imágenes, pero estaban borrosas y entraban y salían volando de su mente, como hizo su nombre.

Y Morwenna, ¿la conocía?

La garganta se le secó cuando pensó en ella. ¿Cómo podía olvidar su cara angelical, la piel lisa y el pelo de ébano rizado? En los pocos momentos que la había visto, se fijó en sus ojos ágiles, de un color negro azulado intenso, dotados de inteligencia, rodeados por unas pestañas como látigos negros y cejas que se enarcaban con el interés o la duda. En los breves instantes en que ella había estado en su habitación, había exteriorizado cambios bruscos de temperamento. Se había apasionado como loca, se había llenado de desesperación, había resplandecido con una furia ardiente o se mostraba con fría determinación. Había jurado ante él, le había acusado de toda clase de vilezas y, con todo, lo había besado con ternura y deseo, un dolor y un calor que él mismo había sentido.

Y en sus pocos y breves encuentros comprendió una verdad: Morwenna de Calon todavía estaba enamorada de Carrick.

Dios santo, si pudiera sólo dirigirse a ella, defenderse de sus cargos, pedirle su perdón.

«¿Para qué? ¿Qué pecados has cometido? ¿De veras piensas que eres ese monstruo horrendo capaz de destruir a toda su familia?»

«¡No! -se enfureció en silencio-. ¡Imposible!»

Sus puños se cerraron en un gesto de impotencia y oyó su voz, la voz de ella, suave y baja, instándole al guardia a que la dejara entrar en la habitación.

Su corazón dio un vuelco. No podría continuar esa farsa una vez más. Ella sabía que él la escuchaba, que oía.

Una llave giró en la cerradura y él se preparó, con los músculos en tensión.

Reconoció su olor: Morwenna.


El Redentor observaba a Morwenna en su habitación. Se había bañado y lavado el pelo, después casi se queda dormida en la tina, sus pechos bordeados por el agua jabonosa, sus pezones oscuros de punta por la temperatura fría de la habitación.

Oh, qué placer lamerlos. Tocar con la punta de la lengua cada uno de sus pequeños pezones y mordisquearlos… Dejó escapar un gemido en voz baja y su condenado perro miró hacia arriba, ladró y gruñó.

Morwenna se despertó de repente, envuelta en una toalla y, siguiendo la dirección que indicaba el animal, miró hacia arriba al mismo lugar, Ella enarcó las cejas, frunció sus labios con cólera. Sostenía la mirada con firmeza, como si de veras pudiera ver las estrechas y casi invisibles hendiduras, y entonces le preguntó al estúpido y sarnoso chucho: «¿Qué pasa?».

Después se puso con premura una túnica escarlata y la ciñó con un cinturón plateado.

Todavía mirando hacia el muro con cierta desconfianza, se peinó el pelo cerca del fuego cuando sonó un golpe agudo contra la puerta. Morwenna se sobresaltó visiblemente mientras el perro cargaba contra la puerta ladrando y gruñendo como un loco, meneando sin parar su estúpida cola. Qué criatura tan inútil.

Gladdys, ese ganso de criada, se anunció antes de entrar. Entonces lanzó al chucho una mirada que sugería que no le gustaría nada más en el mundo que pegarle una patada que lo enviara fuera del castillo, luego ayudó a Morwenna a acabar de secar sus rizos enmarañados y sueltos.

Disgustado, la bestia moteada gruñó, pero se volvió a acurrucar como una bola.

Casi dos horas más tarde, tras haberse despedido de la criada, instando conciliar el sueño sin conseguirlo, Morwenna saltó de la cama, enfundó un traje largo y negro, se lo ciñó alrededor de su cintura delgada y se encaminó a la habitación del preso. «Y no cometas ningún error, el hombre que está en ese dormitorio es un cautivo». Lady Morwenna podía mentirse a sí misma y llamarle como quisiera, invitado, visitante o paciente, pero el hombre era un rehén, cautivo en una habitación, a la espera de un juicio.

El Redentor, sonriendo para sus adentros, siguió sus movimientos. Sabía con una claridad instintiva que el aposento adonde se dirigía le quemaba las entrañas. Con habilidad posó a través de los estrechos pasadizos y esperó, y la vio aparecer un instante después en la cámara del paciente.

«¡Puta zorra!»

Los dientes posteriores de El Redentor rechinaron mientras la estudiaba.

Seductora inocencia. Atractiva inteligencia.

Su mirada se centraba en el hombre inmóvil de la cama.

Con fascinación manifiesta, observó cada uno de sus movimientos, oyó el susurro bajo de su voz y sintió el odio latiendo por sus venas.

Debería haber asesinado al hombre cuando tuvo la posibilidad, debería haber prestado atención a sus instintos en lugar de disfrutar de la espera, alargando el dolor, en busca de que su satisfacción se colmara en un juicio que estaba todavía por llegar.

Se lamió los labios y alcanzó la daga que llevaba atada con una correa a su cintura. Unos segundos a solas con el hombre y le enviaría directamente al infierno.

«¡Paciencia! -gritó su mente-. Has trabajado demasiado duro, has empleado demasiado tiempo en planear los acontecimientos».

Se había demorado durante mucho tiempo. Y no podía arriesgarse a que le echaran de menos.

«Debes marcharte. Ahora mismo. Si descubren tu ausencia, todo estará perdido».

Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión. La sangre producía un aleteo vibrante en sus oídos. En silencio y con furia levantó el puño. Apretó el cuchillo hasta que los nudillos se pusieron de color blanco mientras, sin articular palabra, clamaba contra los dioses y miraba atentamente y sin pestañear siquiera por la hendidura de las piedras. La observó entrando en la cámara del hombre convaleciente, caminando sin apenas vacilar hacia la cama del canalla.

Era un tormento ser testigo de su presencia en la cámara de otro hombre, observar el interés de sus ojos al aproximarse a la cama.

«Maldita sea tu alma, Carrick de Wybren. Puedes pudrirte en el fuego del infierno durante toda la eternidad».

Se oyó un ruido en el pasillo, fuera de la habitación, sin duda el cambio de guardia. Se había detenido demasiado tiempo y aunque estaba fascinado con la escena que se estaba produciendo en la cámara de abajo, se obligó a sí mismo a alejarse de su escondrijo.

Cabía la posibilidad que él había esperado durante tanto tiempo. Debería matar el canalla y acabar con todo.

El pulso se le desbocó ante la expectativa de hacerlo. Sus dedos estaban deseosos de clavar su daga hasta el fondo en el corazón de ese bastardo.

Nadie lo sabría. Entraría en la cámara y se desharía rápidamente… nadie encontraría su puerta secreta.

¿O sí?

Controla tus impulsos. Has elegido un camino, ¡ahora síguelo!

Pero, ¿durante cuánto tiempo más podría soportar esa agonía, el cocimiento desdichado que le desgarraba el alma de que ella deseaba a otro hombre, a un traidor ni más ni menos?

«Ella verá la verdad a su debido tiempo, ella verá la verdad. Se dará cuenta de que es a ti a quien ama, que tú y ella estáis destinados a estar juntos. No descarriles. ¡Conserva tu plan y ahora, antes de que sea demasiado tarde, vete!»

Rechinó los dientes, liberó de su dominio la daga y la hundió en su bolsillo. Echó una última mirada por las aberturas del muro y luego se arrastró en silencio hasta su escondite.

Pero volvería. Aquella misma noche. Después de asegurarse de que nadie le echaba en falta.

Y si ella se entregaba al bastardo, observaría cada momento insoportable.

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