Redentor miró a través de la rendija del muro y se mordió el interior la mejilla para evitar maldecir en voz alta. Los orificios de la nariz se le ensancharon de indignación mientras miraba fijamente y era testigo de un acto tan vil que las tripas se le descompusieron.
Allí, al otro lado del muro, cinco metros más abajo, el bastardo esta acostándose con Morwenna. A pesar de las heridas, el miembro Carrick parecía rígido y grueso, sus músculos todavía descoloridos veían tensos a la luz del fuego. Su piel estaba tensa sobre las nalgas firmes que vacilaron sólo un instante antes de empujar más hondo, conduciendo la virilidad salvaje profundamente dentro de ella.
«¡Maldito sea él! ¡Maldita sea ella! ¡Malditos sean los dos por sus almas lascivas y libidinosas y que ardan en el fuego del infierno!»
En el silencio furioso los fulminaba con la mirada, apretaba los puños y los dientes mientras se revolcaban en celo como animales, gimiendo, arañándose y sudando. ¡Repugnante! ¡Inmoral! ¡Nauseabundo!
Y, con todo, no podía apartar la vista de ellos ya que observaba preso de una fascinación enfermiza. Y, para colmo de males, sus nervios reaccionaron ante la unión sexual, su mente traidora representaba escenas eróticas en las que se implicaba, su verga se le endureció como a roca y ansiaba liberarse. Vio los labios de ella, llenos en su cara enfebrecida mientras besaba cada palmo de la piel de su amante.
¡Ah, que aquella boca le tocara así! Que aquellas manos le tocaran le acariciaran. Que aquellos labios mimaran cada lugar de su cuerpo desnudo.
Tragó con fuerza. Notó el sabor de su propia sangre.
Era todo lo que pudo hacer para no tocarse a sí mismo, liberar los demonios de su interior y ceder ante el placer que tanto ansiaba. Cómo soñaba con aliviarse, estar encima de su cuerpo y empujar dentro de ella, en su calor húmedo y dispuesto. Una y otra vez la tomaría, haciéndola arrodillarse ante él, insistiendo en que lo acariciara con los labios y la lengua, pidiéndole que se pusiera de pie desnuda y sosteniéndole los pechos con las manos mientras la mordisqueaba y la saboreaba.
Soñando con lo que le haría, apretó los dientes y casi gritó de dolor. Ahora ella estaba mancillada. La semilla de otro hombre estaba dentro de ella, tal vez incluso echaba raíces concibiendo un hijo.
Se le removió el estómago y la furia se desató en su interior. Se obligó a retirarse de su punto de visión y en silencio juró vengarse. Decidió que ella no quedaría impune, velaría por que así fuera. Familiarizado como lo estaba con esos pasadizos, se abrió camino rápidamente a través del oscuro pasillo. Sólo cuando se encontró lejos del observatorio y dobló la esquina, pudo comenzar a respirar de nuevo. Al pasar, enganchó la vela de junco en el soporte de hierro. No perdería de vista ni un momento sus planes. Poco importaba lo furioso que estaba. Lo enfermo que se había puesto. Con cuánto dolor se habían estremecido sus ojos. ¡Aquello no le disuadiría!
Sostuvo la antorcha en lo alto y se apresuró hacia la pequeña cámara que usaba como zona de almacenaje. Necesitaría un disfraz aquella noche si no quería que lo reconocieran a la luz gris del alba.
Pensó en Carrick de Wybren. Pronto tendría una muerte justa y merecida, sobre todo. Si no balanceándose en la soga de un verdugo, a manos del propio verdugo.
Pensó en el asesinato y esa anticipación le hirvió la sangre. Se imaginó rebanando con su cuchillo el cuello del prisionero. ¡Y pensar que no lo había matado antes, cuando le hubiera resultado tan fácil! Dispuso de muchas oportunidades pero se había autoimpuesto calma y paciencia para poder saborear la justicia que merecía el bastardo.
¿Qué mejor manera de salvarse a sí mismo que hacer que inculparan y mataran al preso por todo lo que él había perpetrado en Wybren? ¿Acaso no había planeado el fallecimiento de Carrick?
¿Y qué pasaba si el hombre que se acostaba ahora con Morwenna no era Carrick? ¿Y si era un impostor?
Aquel pensamiento le hurgó profundamente en el cerebro pero lo relegó rápido a un segundo plano. ¿Quién más podía ser ese hombre? Por su belleza, en efecto, era la propia de los Wybren. Sus labios se retorcieron con aquel pensamiento repugnante.
Alcanzó el espacio diminuto y miró detenidamente la ropa amontonada en su interior. Aquella mañana llevaría las vestimentas de un campesino con bombachos remendados llenos de mugre, una túnica descolorida y un gorro… Se detuvo en seco. Movió la luz por encima de aquella zona otra vez, sus ojos la examinaron con detenimiento. Los atuendos de monje estaban en su sitio, así como la vestimenta de campesino, pero el uniforme del soldado no estaba… ¡No podía ser! Lo había dejado junto al disfraz de campesino.
La sangre le subió a la cabeza. El miedo le aguijoneó el cerebro. ¡Alguien había encontrado aquellos túneles!
Siguió buscando en el montón, seguro de que estaba equivocado, pero no. No sólo faltaba el uniforme de soldado sino también un pequeño cuchillo, una daga con una hoja particularmente siniestra.
El pánico casi lo asfixió y tuvo que respirar hondo en ese espacio viciado parecido una tumba. «Piensa -se instó en silencio-. ¡Piensa!» ¿Pudo haber utilizado el uniforme, dejándolo en su propia cámara? Acaso lo había desechado porque no lo utilizaba? ¿Lo había escondido en algún sitio por temor a ser descubierto?
¡No, no y no! Estaba justamente ahí. En su escondite secreto.
«Entonces ¡alguien lo ha encontrado! ¡Alguien sabe lo que estás haciendo! Alguien te mira en la sombra, esperando el momento justo para salir a la luz y destruir todo aquello por lo que has trabajado».
Le temblaron las tripas pero sostuvo la respiración, escuchó, se esforzó por oír cualquier sonido en el laberinto de pasadizos que había creído suyos. Algo se movió en la esquina y casi se orinó encima hasta que se dio cuenta de que era una rata, que desapareció espantada por el agujero de la argamasa del muro.
– ¡Para! -musitó furioso consigo mismo.
Estaba solo. Quienquiera que se hubiera apoderado del uniforme no se había hecho notar, por tanto el ladrón también tenía una misión secreta, una razón personal para rastrear aquellos pasadizos. Soltó la respiración y comenzó a cambiarse de ropa. Se despojó de que llevaba, que muchos habían visto y podrían reconocer. ¿Y el preso? Tal vez había sido él quien había encontrado la entrada oculta en su habitación.
Hasta aquella noche había creído que el hombre estaba inconsciente y que al despertar sufriría un desvarío, sin saber dónde estaba o quién era. Aunque reaccionara, estaría aturdido y débil…
«No lo suficientemente débil para acostarse encarnizadamente con Morwenna».
Otra vez la rabia le corroía el alma.
«Tal vez el hombre encontrara la entrada y los pasillos secretos pero aún no ha descubierto cómo escapar. Cabe la posibilidad de que sólo esté esperando la hora propicia. Mientras, se acuesta con la dama».
– ¡Ya es suficiente! -espetó, cansado de los reproches que se repetían en su cabeza.
Se puso enojado la túnica por la cabeza y la rasgó con la rabia. Comenzó a temblar, sus dedos hurgaban los cordones de piel mientras intentaba atarse los bombachos gruesos y malolientes.
Mientras escondía un cuchillo en la bota y sujetaba otro con una correa en el cinturón desgastado, trató de apartar todos los pensamientos de Morwenna sobre la cama del prisionero. Pero se coló en sus pensamientos la imagen sombría de sus pechos redondos con los pezones húmedos, capullos duros y oscuros que el cautivo había saboreado y estimulado, con besos y lamidos, mientras se sumergía en ella una y otra vez. ¡Oh, cómo disfrutaba la fulana! Ella se lo suplicaba, le pedía más, con las piernas enroscadas alrededor para tenerlo todavía más cerca.
«¡Ramera!»
La sangre fluía cada vez más rápido por sus venas. Le latía y zumbaban en los oídos mientras enderezaba los pasos a través de los pasillos, los pies parecían dirigidos por el instinto.
Cuando por fin encontró la entrada, buscó un pequeño acceso que conducía al jardín de hierbas finas de la cocina, abrió el pestillo y sintió una ráfaga de aire frío y crepuscular contra la cara. Sus ojos buscaron los peldaños de piedra y las cajas donde se almacenaba la leña; no vio nada. Estudió las manchas de suciedad donde las plantas marchitas eran visibles, las hojas amarillentas se mostraban tenues a la luz de la luna. Una sombra pasó delante de él en el camino que conducía a la despensa. Su corazón casi se detuvo hasta comprender que se trataba de un gato que saltaba sobre un carro. Se obligó a mantener el pulso tranquilo mientras inspeccionaba minuciosamente esa parte del patio de armas. Todo parecía estar en su lugar.
Por el momento parecía estar a salvo. Se deslizó por la salida y empujó su cuerpo hacia el exterior del muro, con cuidado de permanecer en las zonas en sombra, fuera del alcance de los centinelas que vigilaban desde los torreones.
Estaba a punto de encaminarse hacia la capilla cuando escuchó algo fuera de lo normal. Se quedó quieto. El vello de los brazos se le erizó, con toda certeza no era nada y el estremecimiento interior se debía al espectáculo lascivo del que había sido testigo en la habitación del cautivo, ni el descubrimiento de que uno de sus disfraces había desaparecido.
Pues no podía correr ningún riesgo.
Inmóvil como una roca, esforzándose por escuchar el más mínimo ruido, miró con detenimiento y cautela en la oscuridad. La noche era fría, sólo se veía una pequeña porción de luna a través de las nubes altas y delgadas. Un búho ululó y agitó las alas. Unas hojas secas crujieron en medio de la brisa. Pero había algo más. Algo que hizo que se le secara la saliva de la boca.
Poco a poco, con cada uno de los músculos en tensión, empuñado el cuchillo en la mano, se movió con sigilo hacia delante, tratando de determinar la causa de su espanto. ¿Qué era aquel ruido extraño que apeas podía distinguir por encima del susurro apacible de las aspas del molino movidas por la brisa invernal?
Cerró los ojos un momento, se concentró en el ruido y dirigió su mente hacia el origen.
La voz de una mujer susurraba al viento.
La bruja. ¡Otra vez con sus ritos!
Pero ésa sería la última noche. Nunca más volvería a rezar a un dios o una diosa paganos. Esa noche se satisfaría su sed de sangre.
Ella volvería a su habitación antes del alba. Todo lo que tenía que hacer era esperar.
Morwenna se dio la vuelta y él la estrechó con su brazo durante un último segundo. Después se deslizó de la cama. El olor que ella emanaba, los sentimientos por ella y el sonido de su suave respiración le disuadían, pero aunque la manera de hacer el amor había sido muy apasionada, sólo era el fruto de una noche de pasión. Con la luz del alba que se aproximaba, verían lo que habían compartido con nuevos y escudriñadores ojos.
Ella le había amenazado con enviarle a Wybren y él albergaba por las dudas respecto al cumplimiento de sus intenciones. A pesar de lo que habían compartido juntos esa noche, él sintió que una parte de ella se sentiría aliviada si no trataba con él nunca más.
La observó durante un instante, vio el modo en que sus labios se separaban mientras respiraba hondo y suave. Advirtió la manera en que sus párpados acariciaban la parte posterior de su mejilla. Algo le importunaba en su interior y, cuando ella suspiró, dio media vuelta y se acurrucó aún más bajo la manta, cambió de idea y quiso deslizarse entre la ropa de cama para acostarse con ella otra vez.
No podía. Tenía que escapar. Averiguar por su cuenta la verdad sobre su pasado.
Sus rasgos se tornaron más severos a la luz tenue. Tenía planeado ir a Wybren, pero no custodiado ni con las manos atadas, y el caballo, cuya grupa montaba a horcajadas, le conduciría por las enormes puertas del castillo a la vista de todo el mundo, no estaba seguro si hacia la horca o a la mazmorra. Él tomaría su propio camino.
Sin hacer el más mínimo ruido, anduvo hacia la puerta secreta, encontró el pestillo y, cuando hubo abierto la entrada, cogió la vela de junco y se arrastró por la abertura. La cerró bien detrás de él y guiado por las marcas en las piedras a ras del suelo encontró el camino hacia el lugar donde guardaba un montón de ropa que había robado. Rápidamente se enfundó el uniforme y, aunque le iba algo estrecho por la espalda, creyó que aún podría escapar si todavía prevalecía la oscuridad.
Entretanto, Morwenna dormía.
Sin dejar de pensar en ella, cogió las botas con las manos para no hacer ningún ruido y anduvo por el laberinto hacia la entrada próxima a la capilla. Desde allí se apresuraría al establo cuando se produjera el cambio de guardia y permanecería escondido hasta que encontrara el momento oportuno para robar un caballo. Probablemente tendría que atacar al encargado o convencer a algún mozo de cuadra corto de inteligencia de que era un mercenario a las órdenes de sir Alexander, pero estaba seguro de que, de una forma u otra, sería capaz de procurarse un corcel.
Una vez hecho esto, montaría como alma que lleva el diablo hasta Wybren y se enfrentaría a lord Graydynn como un hombre libre.
Y, al fin, sabía la verdad.
Mientras Isa rezaba cánticos a la madre diosa y escribía con las runas sobre el fango cerca del vivero de anguilas, supo que aquélla era la suya. La tenue luz de la luna arrojaba un misterioso brillo de plata en la noche y sintió que, en algún sitio dentro de la torre, el mal se movía, merodeaba en la oscuridad.
– Mantenlos a salvo, Madre -cantaba mientras cavaba un palo hasta el fondo del suelo espeso y dispersaba las hierbas y cortezas (fresno, hierba de San Juan y serbal) sobre el dibujo-. Por tu protección, Morrigu -rezaba-. Mantenedlos a salvo. Si debo morir, por favor, por favor, vela por la señora. Protégela a ella y a su familia.
Entonó la misma petición una y otra vez y, con el alba en ciernes, comprendió que aquellos rezos serían los últimos.
Al ponerse de pie despacio, le crujieron las viejas rodillas y el miedo encogió el corazón. Había esperado ser más valiente a la hora de afrontar la muerte, sentir alivio al cruzar a la otra orilla, pero estaba asustada. Era demasiado pronto. Le quedaba tanto por hacer. Tanto. Miró hacia sus manos nudosas, la hinchazón de los nudillos que a menudo le dolía. Cuando era joven, sus dedos habían sido flexibles y fuertes.
Debía aceptar su propia muerte, confiar en la suerte que había trazado su destino, y, con todo, no podía. Mientras un cuervo graznaba en la oscuridad, dio un paso más hacia el estanque y clavó la mirada en las profundidades de las aguas. Tan tranquilas. Tan oscuras. Sólo un indicio de luz de la luna añadía un brillo minúsculo a la superficie del charco.
«¡No mires!»
Pero dio otro paso hacia delante y observó las aguas silenciosas.
Vio su propio reflejo y reconoció el miedo en sus ojos. Conocimiento. Peor aún, no estaba sola y, aunque no había una brizna de viento, el agua pareció moverse y arremolinarse mientras detrás de su imagen emergía un dragón rojo brillante y aparecía sobre ella Arawn, el rey de la tierra de los Muertos, con una sonrisa espantosa esbozada en el rostro. El viejo corazón se le encogió de dolor. Se volvió para enfrentarse a la bestia pero, por supuesto, no había nadie tras ella: el dragón rojo y señor de la muerte eran invisibles.
Tembló y aguzó sus sentidos, buscando con la mirada entre la oscuridad mientras lanzaba otra oración temblorosa, esta vez dirigida a Morgana, para invocar la muerte de aquel que intentara matarla.
– Por favor, Señora de la muerte, acude desde Glamorgan, escucha mi súplica, haz que caiga una maldición sobre el malvado -susurró ella. Pero era demasiado tarde. Los dados del destino estaban echados no podía cambiar su visión del futuro.
«No tengas miedo -se dijo-. La muerte llega para todos». Y a pesar de que se envolvió la capa más fuerte alrededor del cuerpo, sintió una desesperación tan fría como el más glacial de los inviernos.
No se podía hacer trampa a la muerte. Cuando llegara -se había dicho siempre- se rendiría sin ofrecer resistencia, iría con entusiasmo hacia el umbral de la otra orilla. Pero, ahora, mientras se enfrentaba a la certeza, quiso correr, ocultarse, permanecer en la vida terrenal.
Se puso en camino hacia su habitación acompañada del dolor de sus viejas articulaciones.
Allí dentro encendería velas, quemaría hierbas y cortezas, ataría cuerdas para pedir protección y, por último, se proveería de un arma. Aunque no se podía dar muerte a Arawn, quienquiera que fuera envíalo en su lugar como mensajero, sería mortal sin lugar a dudas. Y malvado. Así lo sintió en el aire gélido y apacible.
Se precipitó por el camino a través del jardín y pensó en el cuchillo le empuñadura de hueso que su madre le había legado, el único con una hoja lo suficientemente afilada para rebanar, con un corte certero, una anguila desde la punta de la cabeza hasta la escurridiza cola. Aun sí, afilaría el cuchillo aquella misma noche para asegurarse de que estuviera a punto.
Una nube ocultó la luna. La noche se tornó oscura como la obsidiana.
Isa sintió un temblor. No sabía si en su interior o en el exterior, pero estaba experimentando un cambio.
¡Arawn!
Corrió más rápido y sus viejos pies resbalaron en las piedras planas. Ahora estaba cerca de la capilla y luego sólo quedaba una carrera corta por el jardín de la capilla hasta la entrada.
«¡Sólo unos pasos más! Corre, Isa. ¡Haz que esas viejas piernas se muevan más rápido!»
Los pulmones le quemaban mientras se henchían de aire frío, aunque ya estaba cerca. Cruzaría la puerta del jardín y alcanzaría el camino que conducía hacia el gran salón. Con toda certeza el guardia la veía… pero no había ningún guardia en la entrada, ningún centinela.
¡Algo iba mal! Era demasiado temprano para el cambio de guardia sir Cowan nunca abandonaría su puesto.
A un lado vio a una figura aproximarse y suspiró aliviada. El guardia sólo se había alejado un paso de la puerta, quizá para estirar las piernas.
– Oh, sir Cowan, me habéis dado un buen susto -dijo ella aspirando profundas bocanadas de aire.
Demasiado tarde. Mientras las nubes cambiaban otra vez de forma, permitiendo que a través de ellas se filtrara un chorro de luz de luna, se dio cuenta de que el hombre no era sir Cowan. Era sólo un campesino con el atuendo de un campesino… ¿O era él? No…
¡Se precipitó en un instante!
Antes de que pudiera gritar, saltó sobre ella y le tapó la boca con una mano enguantada mientras con el otro brazo le ceñía la cintura. No había escapatoria. Arawn había ido a por ella disfrazado de alguien a quien conocía. El miedo se clavó hondo en su alma.
Luchó, sacudió las extremidades y propinó patadas, pero no podía medirse con la fuerza de su agresor. Este empleó sus robustos músculos, la arrastró y la hizo retroceder hacia la puerta, mientras ella arañaba y se retorcía en vano.
Una vez dentro de la oscuridad de la capilla, el sudor y el aliento pestilente que desprendía el atacante eran de un hedor tan inmundo como del orín de Pwyll.
La lanzó contra el suelo. ¡Bam! Dio con la barbilla contra las rocas un destello de luz, que la cegó un instante, estalló en sus ojos.
«Morrigu, ayudadme». Quiso gritar, moverse y zafarse de alguna manera de aquella bestia. Trató de morderle la mano pero lo único que tuvo como recompensa a sus esfuerzos fue el sabor a cuero viejo y sucio. El peso del cuerpo del otro la retuvo. Éste cambió de posición respirando con dificultad, sin duda en busca del arma.
Le plantó algo ante la cara y ella vio el destello de un metal, un anillo. Ese monstruo debía ser la misma bestia vil que había asesinado a sir Vernon. Continuó luchando con más fuerza, empleó todos sus músculos y se olvidó de la artritis, con el cuerpo empapado en sudor por el esfuerzo y mente concentrada en repeler el ataque. Se armó de valor para quitárselo de la espalda pero fue inútil. Era fuerte y actuaba con determinación. «Gran Madre, dadme fuerzas».
Con el rabillo del ojo vio un destello de acero. Un cuchillo. Todo terminaría pronto.
Le hundió el cuchillo hasta el fondo.
No había escapatoria. No podía evitar la muerte.
Aquella noche, Arawn se cobraría la deuda.