Capítulo 12

«Así que ¡todavía está enamorada del canalla!»

Desde su escondite, El Redentor la observaba con furia silenciosa y candente. Un mal sabor le subió hasta la garganta y tembló mientras caminaba por el pasillo estrecho e impregnado de olor a humedad. Había oído retazos del soliloquio en voz baja sin poder reconstruirlo, pero fue testigo de la expresión de dolor en su cara, se dio cuenta de cómo su dedo se rezagaba y se arrastraba por la piel del hombre herido y cómo le arrancó la colcha en un arrebato de cólera, cómo había soltado un grito ahogado y después se había apresurado a tirársela de nuevo por encima. Como si la visión de su masculinidad la hubiera aturdido.

Como ella se interponía ante el cuerpo del paciente, El Redentor no alcanzó a verlo desnudo pero, por su reacción, tenía que haber visto algo que le había chocado… Algo fuera de lugar.

¿Acaso el hombre estaba tan poderosamente dotado como un semental en celo? ¿O, por el contrario, tenía un miembro diminuto y fláccido?

¿O estaba castrado?

En cualquier caso, Morwenna había sentido rechazo y se había enfurecido.

Aunque parecía que el hombre tendido sobre la cama no hubiera movido un músculo, al instante Morwenna había farfullado y escupido invectivas mientras se alejaba de él, al que, hasta ese momento, había insistido tanto en proteger.

Quizá fuera mejor así.

El Redentor esperó unos minutos y luego descendió en silencio por los familiares pasillos hasta su lugar favorito, desde donde podía ver su cámara. Mientras apretaba la nariz contra las piedras lisas, miró en silencio cómo Morwenna se despojaba de su larga túnica blanca, se arrojaba a la cama y aporreaba con el puño contra la ropa. El perro, que estaba durmiendo, se sobresaltó y empezó a ladrar con furia.

– ¡Silencio, Mort! -ordenó con irritación.

Ay, ella era una salvaje. El Redentor miró cómo dejaba liberar su furia y pensó cómo sería montarla, morderla en la nuca, entrar dentro de su cuerpo y cabalgarla con fuerza, oír su jadeo, juntando las manos en la soga gruesa de su cabellera, o abrazarla y coger los pechos entre sus manos, agarrándolos con tanta fuerza que ella gritaría con agonía dichosa.

Era difícil esperar hasta la consecución de su sueño.

Prever el futuro.

Planear aquella noche inevitable y continuar paciente.

Pasó la punta de la lengua alrededor de los labios secos de repente y apartó la mirada de ella, que había refrenado su temperamento, las piernas dispuestas de tal manera que con un brazo abrazaba las rodillas, la otra mano acariciaba el cuello del viejo perro serenamente. El cabello negro caía en olas rebeldes por debajo de sus brazos y de su espalda. Ella era sin duda la mujer más hermosa y seductora que El Redentor había visto jamás.

Deslizó la mano hacia el incómodo bulto que le apretaba los cordones de los bombachos. Desató los cordones de cuero e introdujo sus dedos en el interior.

Se puso rígido.

Anticipándose.

Sus dedos rodearon su miembro y pensó en el futuro y en los placeres que le aguardaban.

¿Acaso no sería una justicia dulce, bien dulce, reclamarla salvajemente como algo propio?


En el pequeño rincón que era su habitación, Isa había dispuesto una enorme bandeja, utilizaba su daga y tallaba una runa protectora en una vela blanca. Después ató una cuerda negra alrededor de la base de la vela y formó un círculo con siete piedras lisas untadas en aceite.

Sin saber que unos ojos ocultos la observaban, esparció con cuidado unas hierbas sobre las piedras. El corazón le latía desaforadamente, tenía los nervios de punta. Si el padre Daniel descubría que practicaba su magia dentro de la torre, montaría en cólera, la desterraría, empuñaría sus viejos huesos al invierno mortal, en soledad, pero ella tenía que correr el riesgo.

Había mucho en juego para preocuparse por su propia seguridad.

Isa sintió la malevolencia entre las paredes frías de Calon, sintió el mal oscuro y latente que parecía rezumar por todos los rincones del casillo.

¿Cuántas noches había despertado a causa de un sueño diáfano que auguraba algo tan oscuro que le robaba el aire? En todo momento sentía la presencia de un fantasma anónimo, sus rasgos ocultos bajo una capucha oscura, la identidad turbia mientras traía la muerte y la destrucción a quienes ella amaba.

No, no podía confiar en el padre Daniel para proteger la torre de la maldición que representaba Carrick de Wybren. Daniel era un hombre débil cuya piedad más bien parecía una impostura, una fachada tras la cual se escondía. Al igual que Carrick de Wybren, estaba cortado por el mismo patrón que su padre, un hombre que no podía dejar intacta a una doncella. ¿Acaso no circularon durante años abundantes rumores cerca de los líos de faldas de Dafydd de Wybren? De éstos, habían nacido algunos niños con vida, otros muertos, de otros se rumoreaba que habían nacido con anomalías y que al cabo murieron, como resultado e una maldición que lady Myrnna había encargado a una vieja bruja.

Isa se encogió ante el recuerdo. Lady Myrnna irrumpió de noche, suplicándole que hiciera algo para detener las infidelidades de su marido. Aunque fingía que no le molestaban, se sentía ofendida hasta lo más hondo de su alma y había estado al borde del suicidio. La hermana de Isa, Enid, se negó a ayudar a Myrnna, y entonces Myrnna viajó hasta Penbrooke para pedirle a Isa el favor.

Ahora parecía que aquella vieja maldición había vuelto para atormentarla bajo la forma de Carrick de Wybren, y estaba segura de la identidad del hombre.

Desde el momento en que había sido trasladado a Calon, ella había sentido crecer las fuerzas del mal dentro de la torre. Latía con vida. Creía impaciente.

Y la malevolencia, siempre cambiante y siniestra, se había vuelto más audaz y peligrosa. Ella sintió su aliento caliente contra su espalda. Pero tenía que ser fuerte. Luchar.

Como lo estaba haciendo esa noche.

Utilizando una brizna de paja que había cogido del palo de un cepillo, acercó la hoja seca a la mecha de una vela y miró cómo se encendía la pequeña tira delgada. Encendió con cuidado la vela. Una única llama brillante parpadeaba en el pequeño cuarto, proyectando sombras misteriosas contra la pared y reflejándose en el tazón del agua que reposaba cerca de la vela.

– Gran Madre esté con nosotros -susurró Isa, su viejo corazón palpitando desesperadamente-. Bendice esta torre y mantenla a salvo.

La mecha crepitó. La cera de abeja comenzó a fundirse a los lados de la vela. Mientras rezaba, la cera cálida alcanzó la base de la vela y corrió sobre el hilo negro, calentando las hierbas aplastadas y perfumando y empalagando el aire de la noche con laurel, hierba de San Juan y ruda.

Isa cerró sus ojos y cantó con dulzura.

– Morrigu, gran Madre, escucha mi súplica. Resguárdanos del peligro. Destierra el mal de estos muros. Morrigu, gran Madre, escucha mi súplica…

Una y otra vez susurró estas palabras, elevándose y tocando la piedra desgastada y perforada que pendía de su collar de cuero trenzado. Siguió cantando, aligerando el ritmo, mientras los minutos transcurrían. Se meció ligeramente al compás de sus propias palabras, sintió cómo se movían los espíritus dentro del castillo. Se concentró exclusivamente en liberar al castillo de todo mal.

– Morrigu, gran Madre, escucha mi súplica. Mantennos a salvo. Destierra…

Entonces sintió un movimiento.

Una nueva posición de las estrellas y la luna. El viejo corazón se le encogió al abrir los ojos, las palabras se apagaban mientras observaba la vela consumida hasta la mitad. Más allá de la vela derretida estaba el recipiente de agua, donde la superficie en calma y su propio reflejo comenzaron a arremolinarse en imágenes imprecisas que se movían más y más rápido, como si se estuviera produciendo una vorágine dentro de un cuenco poco profundo. El reflejo de su cara se distorsionó, su boca se abrió mucho como en un horrible y silencioso grito. Sus dedos frotaron con furia la piedra que le colgaba del cuello, pero la horripilante visión no desapareció. No se materializó en algo que pudiera entender. Su cara se dividió y sólo vio retazos de imágenes cambiantes, fragmentos de figuras que trasladaron el pavor directamente a su alma.

Una pequeña daga cortando hacia abajo. La perversa hoja emite destellos de color plata en la noche sin luna.

Sangre. Sangre que rezuma por los lados del recipiente. Y el emblema de Wybren flotando en el agua, espesa y roja, bajo su expresión asustada.

Y luego el dios de la muerte la miró por encima del hombro, y acercó tanto su severo rostro que se volvió rápidamente, dio un golpe a la vela y derramó el agua del recipiente.

El corazón le latía tan fuerte que estaba segura de que Arawn, el rey de la Tierra de los muertos, estaba en la habitación con ella.

Pero no había nadie. Sólo la oscuridad. Y la promesa de la muerte.

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