Capítulo 17

Su caballo resollaba en medio de la noche iluminada por la luna, el sudor le brotaba de la oscura piel, sus costados húmedos empujaban con dificultad mientras El Redentor se apeaba de su montura hasta el suelo casi helado. Sus botas se hundieron profundamente en el barro, cerca del arroyo que cruzaba el bosque de Calon. Echó un vistazo al corcel. El paseo a caballo había sido largo y arduo, y la respiración del semental salía bruscamente por los orificios de la nariz formando dos bocanadas gemelas de vapor. La bestia merecía que la sacaran a paseo, la cepillaran, la alimentaran y abrevaran. Sin embargo, no había tiempo.

Sosteniendo la brida entre sus manos enguantadas, permitió que el animal bebiera unos tragos largos de agua del arroyo helado donde el agua salpicaba las piedras y lamía las raíces de los salientes. Unos segundos más tarde, temeroso de que el caballo pudiera enfermar, apartó a su cabalgadura del cauce del agua, volvió a subir a la silla de montar de un salto y montó hasta un pequeño claro desde donde se divisaban las almenas por encima de la ladera.

Esa torre no era su hogar. Ni lo sería nunca. Era una fortaleza segura pero más pequeña que Wybren, las torres cuadradas no eran las torrecillas perfectamente pulidas que se elevaban en lo alto de los muros de Wybren, las almenas de Calon no eran tan escarpadas. Las únicas ventajas que presentaba ese castillo eran la red secreta de pasillos laberínticos y la mujer. Oh, sí, la mujer. El pulso se le aceleró al pensar en ella. Morwenna. Orgullosa. Alta e imponente. Una mujer de inteligentes ojos azules que parecían ver más allá de su fachada al hombre que había en su interior.

La frialdad de la noche penetró la capucha y la capa, calándole los huesos. Pensó en un cálido fuego, una taza de vino y una mujer caliente y suave que expulsara la frialdad de su alma, pero tendría que esperar. Quedaba mucho por hacer.

Desde que habían encontrado a sir Vernon, resultaba mucho más difícil cruzar a caballo las puertas de Calon. Tenía que ser cuidadoso y asegurar el motivo de su salida porque sería verificado. Nadie en el castillo dudaba de la necesidad de marcharse, más bien era una exigencia, y con todo cada uno de sus habitantes era estrechamente observado desde que Vernon, ese pelmazo viejo y gordo, había sido asesinado.

El Redentor rió al recordar la sorpresa de sir Vernon, su grito ahogado de horror al darse cuenta de que estaba a punto de morir, la satisfacción que experimentó él cuando le hizo farfullar su último aliento sangriento.

Aunque asesinar a Vernon no entraba dentro de sus planes, fue incapaz de detenerse, empujado por el impulso de satisfacer su sed de sangre. Cuando vio al centinela solo en el adarve, metiendo las narices por todos los sitios en busca de una rendija, supo que ese hombre tenía que morir. A pesar de que no se había dado cuenta, Vernon estaba muy cerca de descubrir el pestillo de la puerta que utilizaba para sus escapadas. Si hubiera dejado suelto al ingenuo soldado por aquel camino de ronda, buscando sitios donde esconder su petaca, existía una posibilidad de que tropezara con el laberinto privado, y si hubiera permitido que esto ocurriera, todos sus proyectos se habrían visto amenazados, quién sabe si descubiertos. Ningún otro centinela había prestado la más mínima atención a las rendijas que se abrían en las torres y en los muros de cerramiento, y El Redentor se sentía sano y salvo. Hasta que Vernon comenzó a fisgar.

No había tenido más remedio que detenerlo.

El papel había sido fácil. Y satisfactorio.

Recordó el momento exacto en el que los ojos de Vernon se toparon con los suyos, el instante de miedo y confusión, y se satisfizo. El guardia lo había reconocido y él, rápido como un relámpago que fulminara la tierra, le había golpeado con toda su furia, lanzándose contra la espalda del corpulento hombre, empuñando la cuchilla e hincándola profundamente en el grueso cuello de su presa, deleitándose en la lucha patética del guardia, sacudiendo sus brazos, tambaleando el cuerpo, y por fin, el momento en que la vida se le escurría y caía sobre las duras piedras del paseo de la muralla.

El Redentor se había visto obligado a trabajar con celeridad y suerte el chaparrón le limpió la sangre de su capa oscura.

Al final había engañado a todos.

Aquella noche, montado en su cabalgadura, El Redentor se reía para sus adentros y sintió un hormigueo de entusiasmo, una emoción que le recorría el espinazo ante la expectativa de su próximo asesinato.

Sería más difícil pero mucho más satisfactorio.

El viento suspiró a través de los árboles, haciendo que las hojas secas se arremolinaran y bailaran y que las frondas de helechos se balancearan. Procedente de algún sitio, oyó el sonido de la voz de una mujer entonando palabras indescifrables sin una brizna de inflexión. Un cántico.

El gesto se le torció de repugnancia. La vieja bruja estaba manos a la obra otra vez.

Susurrando blasfemias dirigidas a dioses y diosas impíos.

Ató su caballo a un árbol y avanzó furtivamente a través de la maleza y de los árboles desnudos por el sendero del arroyo, se movió en silencio cada vez más cerca del sonido que murmuraba entre las sombras.

Al fin dio con ella.

En un pequeño claro cerca de la corriente, se acurrucaba en la tierra fría y pelada, su capa extendida detrás de ella en una montaña de ropa negra, y escarbaba en la tierra blanda junto al riachuelo. Mientras trabajaba no cesó en su letanía, lanzando plegaria tras plegaria de inútiles súplicas que imploraban protección.

Estúpida cerda. No merecía otra cosa que la muerte.

Desde las sombras del bosque, él soltó un resoplido largo y se permitió la fantasía de matarla. En su imaginación, vio sus manos enguantadas rodeando el cuello patético y flacucho de la vieja. Se imaginó levantándola del suelo del bosque, sosteniéndola de manera que sus piernas sólo pudieran propinar patadas en balde, sus brazos larguiruchos extendidos al aire mientras él lentamente y con certeza ahogaría su respiración.

Sus manos estaban deseando entrar en acción. Su sangre bombeaba con anticipación. ¿Por qué esperar?

Ella se puso de pie, de repente.

Dándose la vuelta, miró fijamente hacia el bosque con sus ojos pálidos, escrutando la oscuridad. Como si presintiera que él estaba allí.

Él se quedó inmóvil. Sostuvo el aliento.

– Tú, Arawn -gritó ella, escupiendo el nombre del dios pagano del infierno-. ¡Fuera de aquí!

Su voz era enérgica y crujió a través de la noche. No había rastro del miedo que él había esperado ver en su rostro. En su lugar había una determinación acerada.

Ella dio un paso adelante, empujando la barbilla hacia fuera, el cabello gris le caía libremente alrededor de la cara arrugada.

– No te temo -juró ella, sacudiendo un manojo de tierra, hierbas y hojas secas en el aire. Las partículas diminutas y oscuras parecieron caer en un torbellino que se arremolinó y bailó a la luz de la luna-. ¡Vuelve a la oscuridad donde fuiste engendrado y déjanos vivir! -Sus labios lanzaron un gruñido horrible.

El Redentor tragó con fuerza, preguntándose durante el lapso de un latido si ella podría ver con aquellos ojos azul claro a través de la densa oscuridad del bosque hasta el lugar donde él se erguía.

– ¡Muere! -gritó-. ¡Vuelve con el demonio que te engendró!

Durante algunos segundos, el miedo encogió su corazón en un puño pero se rehizo. Era una embaucadora. No tenía ningún poder.

Sin embargo, comprendió que tenía que matarla antes de que lo desenmascarara.

Cuando girara la espalda.


Él encontró el pestillo.

Grabado profundamente en una de las piedras, sobresalía un diminuto pedazo de metal. Echó un vistazo hacia atrás, a la cama donde Morwenna se había inclinado sobre él y le había besado en los labios. Donde había caído en un sueño profundo mortal para despertar con energías renovadas. No sabía cuánto tiempo llevaba ella fuera, pero temía contar con un tiempo escaso y muy valioso hasta que alguien descubriera que había huido. Existía la posibilidad de que una vez él abriera esa puerta y caminara hacia cualquier entrada abierta, no la viera nunca más. No sabía qué había más allá de la entrada, y debía abrirla, pero hubiera lo que hubiese detrás de la pared le conduciría a otra habitación, a un pasillo, o a una sin custodia. Era su oportunidad de escapar, su única oportunidad, y tenía que aprovecharla. Antes que enfrentarse con Graydynn.

Accionó el diminuto pedazo de metal, lo empujó con las yemas de sus dedos, tirando de él, tratando de hacerlo, pero no dio resultado.

Tenía que ser allí. ¿O estaba cerrado? ¿Acaso la persona que lo había visitado disponía de una llave?

«¡Inténtalo otra vez!»

El sudor le corría por la frente y empujó todavía más fuerte, colocando su dedo sobre el maldito pedazo de metal y haciendo presión con todas sus fuerzas.

Escuchó un clic suave, casi imperceptible.

Sin pararse a pensar ni un segundo empujó hacia delante una de las piedras cerca del suelo y entonces, junto a varias otras, se movió deslizándose silenciosamente hacia fuera. Sonrió al darse cuenta de que el acceso era invisible porque era desigual, las piedras no encajaban linealmente, como corresponde a una entrada normal que se recortaría según la forma de las piedras, con el mortero que debía haberlas sostenido junto al corte.

Consciente de que disponía de poco tiempo, agarró una antorcha de la horquilla de hierro y se deslizó con cuidado hacia la pequeña abertura. Se encontró en un pasillo apretado, mohoso, que apenas era lo bastante amplio para sus espaldas. Transcurría a lo largo de la pared trasera de esa habitación y supuso que, por detrás de la próxima cámara, si es que había una. Había candelabros en la pared, lugares donde fijar velas y, al examinar el suelo, vislumbró numerosas huellas en el polvo acumulado durante décadas.

Así que ¿quién utilizaba ese pasillo? ¿Quién era la persona que había entrado a hurtadillas en su habitación? ¿Quién era la presencia oscura que había sentido que se cernía sobre él?

¿Y adonde conducía ese camino?

Consideró que la propia Morwenna podía conocer ese pasadizo oscuro pero luego descartó la idea. Si no, ¿por qué no lo había utilizado para visitarlo? ¿Para qué lidiar con los guardias? «No -conjeturó él-, ella no sabe que existe». Ni había oído a nadie hablando de su existencia aunque, si bien es cierto, había permanecido consciente durante poco tiempo. Sin embargo, por el olor del aire enrarecido del pasaje, sospechó que raras veces se utilizaba.

«Pero alguien sabe de él y ese alguien te ha visitado».

Encajó la mandíbula y supo que sólo había un modo de averiguar quién era. Decidió que tenía algo de tiempo para explorar esos pasadizos, pero cuando descubrieran que había escapado, sonaría la alarma y alertaría a los soldados, que se pondrían a buscarle.

Quizá podría encontrar una vía de escape.

Y luego, ¿qué?, le hostigó su mente.

Pero tenía una respuesta. Buscaría la verdad, independientemente de cuál fuera el resultado. ¿Era él, de veras, Carrick de Wybren? Si era así, ¿en verdad había acabado sin piedad con las vidas de toda su familia mientras dormían? Un mal sabor avanzó lentamente por el paladar mientras pensaba en ello. No, no podía ser. Y, con todo, tenía vagos recuerdos de Wybren, de la vida en el inmenso castillo, con sus altas agujas y gruesas almenas.

Localizó el pestillo del lateral del pasillo del muro y empujó las piedras hasta colocarlas en su posición original, sellando la entrada. Si alguien miraba en la habitación, no lo encontrarían y no sabrían cómo había escapado.

Pensó en Morwenna y en sus severas palabras acerca de entregarle a la justicia de Graydynn y Wybren. Le estaría bien empleado cuando descubriera que no estaba. Una sonrisa se le dibujó en los labios hasta que recordó su beso y su absurda respuesta.

Él no podía querer a esa mujer.

No, al menos hasta que averiguara quién era él.

Después de marcar la puerta que acababa de cerrar con carbón negro que le proporcionó una antigua vela de junco, se precipitó hacia abajo por el estrecho pasadizo. La antorcha ofrecía una luz titilante y desigual que se reflejaba contra las piedras vetustas y cubiertas de polvo, lo que provocó un movimiento caótico de garras de roedores, ratas, ratones o lo que fuera que se apartaba de su camino.

Asestó un golpe a las telarañas que encontraba a su paso y sus pensamientos se orientaron hacia las cuestiones que lo habían atormentado desde el momento en que había despertado. Si él no era Carrick, entonces, ¿quién era? ¿Por qué lo abandonaron, golpeado, casi muerto, cerca de los muros de ese castillo? ¿Se dirigían a Calon y le tendieron una emboscada? ¿O lo arrastraron hasta allí después del ataque y luego lo abandonaron? ¿Habían espantado a su atacante antes de que pudiera acabar su trabajo? ¿Y quién diablos era él? ¿O ella? El ataque que había sufrido, ¿tenía algo que ver con el misterioso visitante que había llegado hasta él utilizando este pasadizo o la emboscada estaba relacionada de alguna manera con Morwenna?

¡Si pudiera tan sólo recordar!

Sintió que si se enteraba de algo más, si encontraba una pieza más de ese rompecabezas que era su vida, todo se pondría en su lugar y recuperaría la memoria.

«¿Es eso lo que quieres? -se quejó su voz-. ¿Y qué pasa si, de verdad, eres Carrick? ¿Qué harás entonces? ¿Entregarte? ¿Enfrentarte a Morwenna? ¿Volver a Wybren?»

– Por los clavos de Cristo -susurró, sus labios agrietados, su voz chirriante.

No tenía sentido hacerse preguntas. Lo averiguaría con la suficiente antelación.

Sus pies desnudos se deslizaron sobre las piedras frías, se movía silenciosamente a lo largo del estrecho pasadizo hasta llegar a una bifurcación. Hizo otra señal negra sobre la pared para indicar cuál era el camino que había seguido, cambió de dirección hacia un conjunto de peldaños y empezó a subir hasta que alcanzó otro pasillo. Tal vez ese pasillo oculto se abría hacia una torre y se imaginó abriendo de par en par una puerta y sintiendo el aire frío y fresco y la fragancia de la lluvia sobre su piel. Parecía que habían transcurrido décadas desde la última vez que había estado a campo abierto, oliendo el bosque, sintiendo la humedad de la niebla en sus mejillas. Anduvo con cuidado y pronto llegó al lugar más amplio del pasillo. Se detuvo, sintió una ligera ráfaga de aire y colocó su mano en el espacio que se abría entre las piedras. Concluyó que las hendiduras eran para la ventilación pero inclinó su cara hacia la abertura. Descubrió una cámara amplia con tapices vibrantes colgados de las paredes, un fuego que crepitaba y ardía intensamente en la chimenea, una cama grande en el centro de los aposentos, y una mujer…

Su corazón se detuvo.

Inspiró con fuerza al reconocerla.

Morwenna de Calon. La señora de la torre. Yacía medio desnuda bajo las sábanas.

Dormida y sin saber que…

La parte posterior de la garganta se le secó cuando ella suspiró y se volvió, y la colcha se deslizó lo suficiente para que pudiera ver la circunferencia oscura de su pezón antes de recoger las sábanas y cubrirse hasta la barbilla.

El corazón de Carrick tronó. Se mordió el labio inferior y examinó la cama.

La ropa de cama estaba arrugada, como si estuviera pasando una mala noche y no pudiera conciliar el sueño. Un perro moteado se acurrucaba hecho un ovillo sobre la cama junto a ella y no hizo más que mirar hacia arriba mientras Carrick observaba.

La miró otra vez. Dios, qué hermosa era. Se sintió conmovido en lo más hondo de su ser y se maldijo en silencio por el deseo que ardía en su interior. ¿Qué había en esa mujer que él encontraba tan intrigante, exasperante y francamente irresistible? ¿Y por qué ahora, cuándo su propia vida dependía de su antojo, fantaseó con entrar en su cámara, deslizarse por bajo las sábanas y apretar su cuerpo contra el de ella? Imaginó la sensación de sus zonas más suaves cediendo a la presión apacible. Casi podía oír su gemido de rendición, sentir el rastro de sus dedos a lo largo de su piel mientras trepaba por las costillas…

«¡Para! ¡Para ahora mismo! ¡No hay tiempo para esto!»

Su mirada se demoró todavía un segundo más antes de que se obligara a dar vuelta atrás. Suspiró, limpió su mente de imágenes prohibidas para refrescar el fuego que ardía por sus venas.

¡Piensa, hombre, piensa! Tienes que concentrarte y recopilar información. Es imprescindible trazar un plan. No puedes distraerte por culpa de Morwenna ni por ninguna mujer.

Mientras se regañaba mentalmente, supervisó el pequeño espacio donde estaba en ese momento. Más amplio que el resto de los pasillos, sin duda estaba construido para ver la cámara de abajo.

«¿Por qué? ¿Y para quién? ¿Los centinelas? ¿Un marido celoso? ¿Espías en la torre?»

Frunció el ceño al observar el polvo del suelo. Huellas recientes. Por consiguiente no era el primero en mirar hacia abajo, hacia los aposentos de la dama. Una sensación misteriosa le recorrió la nuca. No cabía duda de que quienquiera que lo hubiera visitado la otra noche también había estado en ese lugar y había observado a Morwenna mientras dormía, se vestía o se bañaba. Quienquiera que fuera había escuchado las conversaciones más íntimas, la había visto cuando ella hubiera pensado estar completamente a solas. Quienquiera que fuera, presumía, era el enemigo. Cualquier pensamiento persistente de que ella conociera los pasadizos secretos se había desvanecido y se dio cuenta de que no si él, sino también ella, tenían enemigos dentro de los muros del castillo de Calon.

Se estaba tramando una traición y de alguna manera le implicaba.

Los dos habían sido observados por alguien, tal vez manipulados el mismo enemigo sombrío.

Morwenna soltó un suspiro largo y suave y no pudo ayudarse a mismo de otra manera que inclinándose para volver a mirarla mientras dormía pacíficamente. El pelo oscuro le caía alrededor de la cara y por detrás de la espalda, la respiración era suave y uniforme, tenía los ojos cerrados, las pestañas rizadas reposaban sobre sus mejillas. La boca de Morwenna estaba ligeramente abierta y él recordó el beso y la confesión de ella de que no creía que fuera un asesino.

Pero alguien lo es. Probablemente alguien en quien ella confía.

Pensó en todas las voces que había oído, las miradas de los hombres que lo habían observado. El administrador, los guardias, el sacerdote y el médico, todos ellos habían estado presentes. ¿Y la anciana que parecía odiarle tanto?

No tenía respuestas todavía, pero averiguaría quién estaba detrás… Le tendería una trampa al bastardo, eso es.

Su cabeza se adelantaba a los acontecimientos. De alguna manera tenía que sacar de su escondrijo al enemigo. El primer paso era conocer su guarida, eso ya lo había hecho.

Utilizó la antorcha para iluminarse, se inclinó más abajo y examinó con atención las huellas… La mayoría estaban esparcidas y no había nada distintivo en ellas; su tamaño era del de un hombre del montón, similar al pie del propio Carrick. Y aunque las aberturas del muro no estaban al mismo nivel, las huellas apuntaban a una que resultaba más cómoda para una persona de su propia estatura. No vio nada más que le ayudara a desenmascarar al mirón, ningún trozo de tejido, ningún cabello suelto sobre los bordes afilados del candelabro, aunque no se utilizara por temor a que la luz brillara a través de las rendijas del muro, ya que habría advertido a cualquiera que estuviera abajo que alguien estaba observando desde arriba.

Entonces, ¿quién la había estado mirando?

Sin obtener respuesta, se adentró a lo largo del estrecho pasillo. Había otros espacios amplios entre las piedras y pudo ver a otra mujer, con una mata de pelo rojizo oscuro desparramada sobre su almohada mientras dormía. Imaginó que debía de ser la hermana. Siguió avanzando hacia delante hasta llegar a lo que parecía ser el solario, que en ese momento estaba vacío, y luego pasó ante la habitación vacía con la cama arrugada, vacía, la cámara que le había albergado como un invitado cautivo. Adivinó que esa área de visión se encontraba situada directamente sobre la entrada oculta que había utilizado para entrar en el pasadizo. ¿Habría entradas en todas las habitaciones? ¿Y en la de Morwenna?

Buscó otras puertas ocultas y pestillos a lo largo del tramo de la escalera estrecha y del suelo donde estaban los aposentos de las damas, el mismo piso donde se localizaba la habitación que él había ocupado y la puerta secreta, pero no acertó a descubrir ninguno. También revisó el polvo del suelo del pasillo buscando signos de perturbación. Aunque había huellas que conducían a todas partes, parecía que había una mayor cantidad concentrada en el punto de mira sobre los aposentos de Morwenna.

Quienquiera que hiciera uso de esos pasadizos secretos los conocía bien y los utilizaba en secreto para observar a la dama de la torre.

Carrick sintió una rabia sorda invadiéndole la sangre, en absoluto diferente a las emociones que experimentaba cuando pensaba en la boda de Morwenna con lord Ryden, un acontecimiento del que se había enterado a causa de los cuchicheos de los criados.

«¿Celos?»

Apretó la mandíbula. No tenía derecho al sentimiento posesivo por ella. Según la dama, él había despreciado su amor, la había abandonado estando estaba embarazada.

Sacudió con la mano una telaraña y frunció el ceño. ¿Qué tipo de hombre había sido? ¿Un hombre que mató sin piedad a su familia? ¿Un hombre que dio la espalda a su mujer y a su hijo por un flirteo con la esposa de su hermano?

No era de extrañar que alguien hubiera tratado de acabar con él.

Moviéndose furtivamente, encontró por casualidad una pequeña habitación cuya dimensión no era mayor a la de un armario. Cuando su antorcha iluminó la diminuta habitación, descubrió cómo la persona que caminaba por esos pasadizos podía entrar o salir del castillo pasando inadvertida: unos hábitos de monje, una oscura capucha y una capa, el uniforme de un soldado, la humilde túnica de un campesino y un gorro…, disfraces, y armas. Encontró dos cuchillos, una espada, un hacha y varios instrumentos de carpintería. Quienquiera que utilizara esos aposentos lo había planeado al detalle.

Eso haría él. Se enfundó la túnica de soldado y se colocó los bombachos, el cinturón y la cartuchera que formaban parte del uniforme bajo el brazo. Luego, creyendo a duras penas en su ángel de la guarda, tomó el cuchillo más pequeño y lo ocultó en la manga.

Después prosiguió explorando durante tanto tiempo como pudo y descubrió varios túneles, uno que conducía directamente a la capilla, otro a la celda de la mazmorra, que estaba vacía, y cuya puerta oxidada estaba cerrada. Vio diversas bifurcaciones de los pasadizos pero no tenía tiempo de explorarlos. El tiempo transcurría y, aunque quería examinar cada palmo de ese laberinto secreto, las fuerzas le empezaban a fallar. De repente, se sintió muy cansado, los músculos le dolían después de haberlos utilizado tan repentinamente.

Por el temor a que se descubriera su fuga, y que en la búsqueda consiguiente se descubriera el pasadizo que necesitaba utilizar como medio de escape, se movió poco a poco hacia atrás.

Rehaciendo el camino hasta su cámara con el cuchillo en la mano, procuró no hacer ruido y sus oídos se aguzaron para escuchar el sonido más leve, por no tropezar con la persona que caminaba por esos pasadizos con facilidad y sabiduría.

Limpió las marcas de carbón de cada bifurcación del vestíbulo de modo que quien utilizara regularmente los pasillos secretos no notara nada raro y, en cambio, marcó las piedras del suelo. Apuntando mentalmente los pasos que se bifurcaban de lo que parecía la arteria principal, se dirigió hacia la habitación donde había pasado tantos días. La exploraría de nuevo, si tenía oportunidad. Seguramente habría más habitaciones por donde entrar y salir, tal vez más túneles que condujeran a otros edificios del castillo.

Había muchas cosas que podía hacer.

Pero primero, necesitaba descansar. La fatiga había hecho mella en él, sus músculos protestaban. Se desnudó ante la puerta de su habitación y metió su ropa recién descubierta en un pasillo oscuro y mohoso que apareció sin marcas de huellas y con profusión de telarañas, lo que indicaba que raras veces se utilizaba. Conservó el cuchillo y lo ocultó en su cuerpo, luego se dirigió otra vez a su habitación.

Pensó en la huida mientras abría el pestillo de la puerta y avanzaba desnudo hacia la cámara donde había estado tendido durante dos semanas.

Tenía que marcharse antes de que Morwenna cumpliera la amenaza de enviarle a Wybren.

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