Morwenna todavía pensaba en las preguntas que surgían sin respuesta mantenía fija la mirada, a través de la ventana del solario, hacia el exterior, sintiéndose completamente inútil. Se frotó los brazos y miró hacia arriba, con la sensación, otra vez, de que unos ojos ocultos observaban en silencio cada uno de sus movimientos. Un golpe suave en la puerta anunció al administrador.
– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó al ver entrar a Alfrydd acarreando los malditos libros de contabilidad-. Y no me habléis de impuestos hoy, os lo ruego. -Los impuestos impagados era su preocupación más insignificante del día-. Tengo muchos asuntos más importantes en que pensar.
Alfrydd, siempre con semblante cansado, estaba sin duda más malhumorado que de costumbre. Y con ganas de llevar la contraria.
– Pero, milady, tenemos cosas de qué hablar y creo que lo mejor sería hacerlo sin demora, aunque estemos afligidos, antes de que llegue Ryden.
¡Ryden!
Había olvidado que pronto llegaría a las puertas de Calon, esperando que se le diera la bienvenida a la torre. Con toda seguridad esperaba un banquete de recibimiento y… Ay, no…
– Por el amor de Dios -susurró.
Antes de que hubiera ocurrido la última embestida de tragedias, había planeado decirle a Ryden que no se casaría con él, que la unión de dos baronías era imposible.
Morwenna esperaba que él lo entendiera; sin duda, querría a una novia que se sintiera atraída por él. «No puedo pensar en Ryden ahora», se dijo, sin prestar atención a la mirada de reprobación de Alfrydd.
Caminó de nuevo hasta la ventana para mirar al patio, donde los soldados todavía estaban barriendo el terreno.
– ¿Dónde diablos está Alexander?
– Tengo entendido que sir Alexander y el alguacil se marcharon al amanecer para buscar a la banda de asesinos y ladrones que han estado operando en el bosque, cerca del cruce del Cuervo. Creo que robaron a otro hombre, un agricultor, esta noche -explicó, reforzando las noticias que había oído horas antes.
– ¿Qué sabemos del médico?
– Nygyll está en la ciudad atendiendo a una mujer con un parto complicado. Según dicen, va a dar a luz a gemelos y la comadrona que debería estar a su cuidado asiste otro alumbramiento.
– E Isa no puede prestar su ayuda -dijo Morwenna con la voz entrecortada.
– Así es. Los pobres bebés han escogido una noche aciaga para venir al mundo.
Puso los libros de contabilidad sobre la mesa y Morwenna abandonó de mala gana el lugar donde estaba.
– ¿Por qué no ha vuelto el padre Daniel? -preguntó-. ¿Sabe alguien dónde está?
– También en la ciudad -le aseguró Alfrydd-. Ayuda al capellán a confesar a los feligreses y a dar limosnas a los pobres.
– Lleva horas fuera.
Alfrydd levantó una comisura de su esquelética boca y esbozó una sonrisa triste y hastiada del mundo.
– Hay tantos pecadores -dijo mientras abría el libro-. Siempre.
– Supongo…
Morwenna pensó brevemente en Alfrydd y se preguntó si también él estaba contra ella. Parecía un hombre tan amable y paciente, alguien que nunca levantaba la voz, que no mencionaba el hecho de que fuera una mujer, pero a veces los que parecían más inocentes resultaban ser los más mortíferos. A no ser que se tuviera conocimiento y se estudiara a fondo, era casi imposible distinguir una araña venenosa de otra inocua.
Urdía un plan en su mente, cuyas medidas a tomar no compartiría con nadie, porque no tenía a nadie en quien confiar. Excepto su hermana, aunque confiar en Bryanna sería ponerla en grave peligro.
Pasó la hora siguiente tratando de escuchar las preocupaciones de Alfrydd sobre los robos en la torre. Parecía convencido de que alguien robaba todo tipo de artículos de la despensa, hierbas, azúcar, arroz, miel, dátiles e incluso vino. Le mostró el inventario del empleado, que no concordaba con lo que él calculaba que se había comprado y utilizado. Iba a reanudar el tema de los impuestos atrasados cuando le cortó seco.
– En otra ocasión -le dijo-. Hoy es un día de luto.
– Desde luego.
Dio unos toques suaves con el dedo sobre los libros de contabilidad abiertos.
– Ya que hemos acabado con esto, envíame al amanuense. Quiero escribir una carta a lord Ryden. Y otra a mi hermano.
– Como vos deseéis -le contestó.
Alzó la mirada en espera de más explicaciones, pero Morwenna salió la cabeza dándole a entender que no iba a contarle más detalles.
– Es un asunto privado.
Le dirigió una sonrisa paciente, si bien forzada, y Alfrydd se marchó. Cuando se presentó el amanuense, le dictó dos cartas con apremio, primera iba dirigida a lord Ryden anunciándole que no podía casarse con él, con instrucciones de que debía ser entregada después de ella se marchara. La segunda era para su hermano y, en ella, le informaba del asesinato de Isa y le instaba a que le brindara ayuda con unos soldados de confianza. La carta a Kelan se entregaría a sir Fletmar, uno de los hombres que habían viajado con ella desde Penbrooke un hombre que había pasado muchos años con su hermano. Él era uno de los pocos allí que, sin duda, daría su vida por ella.
Una vez se hubo retirado el amanuense, Morwenna se encaminó a toda prisa a su habitación. Mientras ultimaba los planes en su mente, ciñó un cinturón con un monedero de cuero alrededor de la espalda que ató con una correa a la cintura, luego se puso una capa de lana cálida con una capucha forrada de piel negra. No podía dejar pasar más tiempo. Habían trascurrido horas desde que había encontrado a Isa y todavía más desde que Carrick se había marchado. Si se quedaba un instante más en la torre, perdería el juicio. Se calzó de un tirón las botas y, con su plan en la mente, salió disparada escaleras abajo, sorprendida de no tropezar con Dwynn. También él había desaparecido estaba fisgoneando a través de las mirillas de las cerraduras como de costumbre.
No perdió el tiempo buscando a sir Lylle. Caminaba tan rápido que casi se diría que corría, al expulsar el aliento formaba una pequeña niebla en el aire frío. En su salida apresurada se cruzó con grupos de campesinos y de criados congregados en el patio de armas. Inclinó la cabeza en respuesta a los saludos que le daban pero no se molestó en escuchar los comentarios. Dejó que siguieran dándole a la lengua y extendiendo rumores. No permitiría que le preocupara ninguno de los comentarios que estarían haciendo.
Después de un camino muy trillado hasta la torre de entrada, atravesó chapoteando los charcos y se hundió en el fango, que le cubría las punteras de las botas.
Apenas hubo limpiado las botas del barro, llegó a la torre de entrada e ignoró al guardia que le preguntó qué la llevaba por allí. Subió la escalera, golpeó la puerta y entró como una exhalación buscando al capitán en la estancia.
Como era de esperar, encontró a sir Lylle sentado al escritorio de sir Alexander, velando por todo el mundo como si gozara del nuevo mando, como si soñara que algún día sustituiría al capitán de la guardia.
A su entrada, él se puso en pie y firmes de inmediato.
– Milady, ¿qué os conduce hasta…?
– ¿Han descubierto algo los soldados que ofrezca pistas del asesinato de Isa? -exigió.
– No -negó con la cabeza frunciendo el ceño, alargando la cara e inclinando las comisuras de la boca hacia abajo-. Sólo huellas en el fango y runas cerca del vivero de anguilas, donde se cree que Isa pudo haber estado rezando.
El corazón de Morwenna se desmoronó al pensar en la pobre Isa cantando y rezando a la gran Madre, lanzando hierbas al viento y marcando runas instando la protección de Morwenna, incluso sabiendo que la aguardaba su propia muerte. Morwenna puso los brazos en jarras, cerró los dedos de las manos formando puños hasta clavarse las uñas en las palmas y volvió a jurarse que encontraría al asesino de Isa.
– Anoche los centinelas escucharon sus cantos cerca del vivero de anguilas pero no le dieron mayor importancia. -Los ojos del soldado la miraron suplicantes-. Era su costumbre, milady. Nada la hubiera detenido por mucho que se le dijera.
– Lo sé. Le di mi autorización -admitió Morwenna, sintiendo otro pinchazo de culpabilidad.
Había permitido a la anciana que practicara su propia forma de región a pesar de que tanto el sacerdote como el médico recriminaran sus costumbres paganas de Isa. El padre Daniel pensaba que sus prácticas eran heréticas; Nygyll consideraba que las «salmodias de gallina» y «los aullidos a la luna» que practicaba la anciana eran una sarta de tonterías místicas. Incluso sir Alexander había tratado de disuadir a Isa para que dejara de llevar a cabo aquellas prácticas, pero nadie pudo invencerla de que actuara de otra manera y Morwenna no veía nada malo en permitirle rezar como siempre había hecho. Y eso le había costado la vida.
– ¿No han encontrado a algún testigo? -preguntó Morwenna rehusando seguir dándole vueltas a su error-. Era la hora del cambio de guardia. Los guardias, ¿no vieron a nadie cerca de Isa? ¿No la oyeron gritar? ¿No se dieron cuenta de que pasaba algo?
– No, milady, ya os lo dije, nada.
– ¿Le han preguntado al panadero que se levanta temprano? ¿O al sacerdote? ¿Acaso el padre Daniel no se despierta mucho antes del alba?
Cuando sir Lylle sacudió la cabeza, sintió que una profunda desesperación le embargaba el corazón. Se moría por hacer algo, cualquier cosa que resultara útil-. ¿Habéis pensado en el monje de la torre sur? ¿El hermano Thomas? ¿Alguien le ha interrogado?
– En raras ocasiones abandona su habitación.
– Eso es lo que creemos. Pero, ¿quién sabe realmente lo que hace durante la noche?
Sir Lylle la miró detenidamente como si se hubiera vuelto loca.
– No estaréis insinuando que mató a Isa.
– ¡No, no! ¡Pero pienso que él pudo haber visto u oído algo! ¿No ladró ningún perro repentinamente anoche? ¿Ni relinchó nervioso algún caballo? Dwynn… ¿no vio a nadie? ¡Él siempre está merodeando!… o… o alguna madre que estuviera despierta con su criatura. ¿La esposa del maestro albañil no tiene un bebé que padece de cólicos? Pudo haber estado despierta y podría haber oído algo extraño, un ruido o un ser fuera de lo normal. -De nuevo estaba enojada, se le encendía la sangre, la impotencia la enfurecía-. ¿Y dónde diablos está todo el mundo? ¿Por qué todos han salido hoy? El sacerdote, el médico, el capitán de la guardia, el alguacil… Todos se han ido. Incluso Dwynn, que siempre está al acecho, parece haber desaparecido, a pesar de todos nuestros guardias. -Un nuevo pensamiento horrible le sobrevino-. Ay, Dios mío -susurró con dificultad para encontrar un hilo de voz-. ¿Creéis que les haya podido pasar algo? ¿Que todos hayan sufrido el mismo destino que la pobre Isa?
– No, milady, estáis haciendo una montaña de un grano de arena.
– ¿Eso creéis? Yo no lo creo. Anoche asesinaron a Isa, le rajaron la garganta de oreja a oreja en forma de W y Carrick escapó. Ahora la mayoría de la gente en que confío ha desaparecido. Algo malo está pasando aquí, sir Lylle; algo vil, malvado y hambriento. -Morwenna tragó saliva y se dio cuenta de que por fin había captado la atención del soldado. Se inclinó sobre el escritorio y señaló con un dedo los tablones le madera desgastada-. Alguien de esta torre sabe algo de lo que pasó noche, sir Lylle. Sólo debemos averiguar de quién se trata. Sugiero que comencemos con el hermano Thomas, los centinelas, la esposa del albañil y el panadero. ¿Quién más se levanta temprano? ¿Los cazadores? ¿El administrador?… Sí, Alfrydd está siempre despierto. Parece que el hombre nunca descansa. -Se esforzaba en pensar, yendo y viniendo de un lado para otro delante del escritorio y tocándose la barbilla con el índice-. ¿Y quién se acuesta tarde…? ¿El carcelero, quizás? -Morwenna entrecerró los ojos, se dio la vuelta y se enfrentó a sir Lylle-. Que se les vuelva a interrogar a todos.
Los labios de Sir Lylle palidecieron y arrugó un poco la nariz puesto que era un hombre orgulloso y obviamente no le gustaba que cuestionaran su autoridad. Sin embargo inclinó la cabeza y respondió de manera cortante:
– Como vos deseéis.
Y se apartó de la mesa al oír sonidos de pasos apresurados que subían por la escalera.
– Sir Lylle -gritó una voz.
Sir Hywell abrió la puerta de un empujón. Le acompañaba un muchacho huraño, al que tenía cogido por el brazo, y que Morwenna reconoció, el mozo de cuadra Kyrth. El muchacho miraba al suelo y tela las ropas y el gorro llenos de heno.
– Kyrth sabe lo que ocurrió anoche -anunció Hywell de manera triunfal, y luego inclinó la cabeza rápidamente en dirección a Morwenna-. Milady.
– ¿Qué viste? -le preguntó Morwenna, y el muchacho, después de quitarse el gorro de lana bruscamente de la cabeza, dejó al descubierto unos pelos de punta, y apenas alzó la vista.
– Me atacaron.
– ¿Quién te atacó? -le preguntó Morwenna rápidamente.
El muchacho sacudió la cabeza.
– No sé. Estaba oscuro y yo limpiaba la cuadra, no le vi, me puso un cuchillo en el cuello, justo aquí -dijo, llevando un dedo mugriento cuello, cerca de la nuez-, y juró que me lo rebanaría si decía una sola palabra.
– Cuéntamelo todo -le dijo Morwenna.
Kyrth explicó con voz entrecortada cómo le ataron, amordazaron y abandonaron en el establo. No pudo moverse ni gritar y no le encontraron hasta pasadas unas horas. El atacante que lo amordazó también robó un caballo, un enorme semental zaino de nombre Rex.
– Lo siento mucho -se disculpó.
Entretanto, ruidos de pasos treparon por la escalera. El encargado de la cuadra asomó por la entrada y al observar a Kyrth maldijo entre dientes.
– Por tu culpa hemos perdido un magnífico corcel -dijo apuntando al muchacho con dedo acusador-. Por los clavos de Cristo, ¿se puede saber qué estabas haciendo? -Sonrojado y apretando los labios, apenas echó una ojeada a Morwenna-. No puedo confiar en ti -espetó juntando las gruesas cejas-. ¿Cómo ha podido pasar una cosa semejante? ¡Por Cristo nuestro Señor, Rex!, es un corcel fantástico y nos lo han robado. -Desvió su mirada preocupada hacia Morwenna y algo del arrojo de su determinación y cólera pareció desvanecerse tras despotricar contra el muchacho-. Os presento mis disculpas, milady. -Se quitó el gorro de la cabeza como si por fin recordara los modales-. Esta… esta desgracia no debería haber ocurrido. -Movió la cabeza despacio de un lado a otro-. Primero escapa el hombre. Luego matan a Isa, pobre mujer…, y ahora esto.
Morwenna achicó los ojos al oír el discurso de aquel hombre. La tristeza en sus ojos era artificiosa. John nunca había confiado en Isa, a menudo se reía de sus tradiciones y ahora actuaba como si estuviera afligido por la desaparición de la mujer, de la que había murmurado que a «una hereje, una bruja maldita», después de una jarra de cerveza, intentaba salvar el pellejo echando la culpa al muchacho y fingiendo le se interesaba por una mujer que había despreciado.
– Encontraremos el caballo -aseguró sir Lylle y, encajando la mandíbula con dureza, sentenció-: y al jinete.
– Está bien -celebró Morwenna, aunque no le creyera ni por un minuto.
Parecía que todos en el castillo fueran ineptos e incompetentes.
Morwenna ya había decidido que la mejor opción era no confiar a nadie su misión. Aunque no expresó en voz alta su error, se dio cuenta de que era ella la que se había negado a prestar atención a las advertencias de Isa. Morwenna había permitido a la autoproclamada bruja que hiciera todo lo que le viniera en gana… y esa indulgencia le había costado la vida. Y Morwenna en persona le había dado a Carrick la oportunidad de escaparse, era ella quien había insistido en que no lo encarcelaran ni le enviaran de vuelta a Wybren.
Por lo tanto, su tarea era localizarlo.
– Suponiendo que Carrick robara el caballo… -conjeturó mientras todos los presentes asentían con la cabeza ligeramente-, ¿adonde se cree que ha ido?
Kyrth se encogió de hombros. John no aventuró una respuesta y sir Hywell resopló:
– Quién sabe adonde y si ha ido alguien como él.
Sir Lylle meditó un minuto y luego esbozó una sonrisa de satisfacción en los labios, casi condescendiente.
– Carrick se aleja todo lo que puede de aquí y de Wybren -afirmó, los ojos se le achicaron mientras pensaba-. Escogió el corcel más fuerte y de mayor resistencia. Yo diría que galopa en dirección al mar, quizás hacia un pueblo donde pueda embarcar y abandonar Gales.
Dibujó una sonrisa amplia en la cara y, en ese preciso instante, Morwenna se dio cuenta de que sir Lylle era un completo idiota.
Aunque Morwenna sabía en lo más profundo de su corazón que Carrick era embustero, mujeriego y tramposo, no creía que fuera un asesino. Durante el tiempo que habían pasado juntos, nada le había hecho cambiar de opinión.
Morwenna consideró que su mayor anhelo en este mundo debía de ser limpiar su nombre. Y el único modo de conseguirlo era volviendo a Wybren. Lo contrario a lo que apuntaban las conclusiones de sir Lylle.
Y allí es donde Morwenna pensaba encaminar sus pasos.
El castillo surgió imponente ante él: una torre gigantesca provista de torreones enormes, muros macizos y un vasto foso que rodeaba el montículo sobre el cual se elevaba. Las banderas rojas y doradas flameaban al viento y, como el crepúsculo se avecinaba, las antorchas estaban encendidas. Wybren.
A lomos del caballo exhausto, miraba fijamente a la torre.
¡Zas! Como una flecha, un recuerdo le atravesó la mente. Estaba en la cama con una mujer de cabellos rubios como el trigo. Ella levantó la mirada buscando sus ojos y le sonrió, como si guardara secretos que él nunca descubriría, y luego acercó la cabeza junto a la suya.
Alena.
Él la había amado una vez… O eso creía.
¡Zas!
Otro recuerdo, una imagen mordaz de uno de sus hermanos…, no pudo reconocer cuál de ellos…, fustigaba a un caballo porque había rehusado saltar un obstáculo. El animal, asustado, se encabritó, tenía las comisuras de la boca ensangrentadas por el freno y el pelaje negro empapado en sudor.
A medida que se sucedían los recuerdos, las dudas de que fuera a casa se disiparon.
Recordó el manzano en el huerto del que se había caído cuando niño y el pequeño pony peludo que le tiró al suelo cuando aprendía montar; le vinieron a la memoria imágenes del manejo de la espada, armas de palo antes de que le permitieran utilizar una hoja de acero auténtica.
¡Zas!
Una imagen fugaz de su padre… Un hombre corpulento como un oso que olía a cerveza y sexo y que tropezaba con la escalera, en dirección a los aposentos que compartía con su esposa.
En cuanto a su madre, los recuerdos eran todavía tenues. Parecía que se encontraba débil, los ojos siempre tristes, con un halo de desolación.
Su padre y su madre habían vivido allí, unidos por un matrimonio gélido, cumpliendo formalidades entre ellos y distantes de sus hijos, al cuidado de nodrizas, niñeras, instructores y de cualquier persona pudiera mantenerlos ocupados. Hubo momentos magníficos y oscuros secretos, una infancia repleta de fantasía, diversión y desesperación.
Sí, ése era el lugar donde había crecido. Fragmentos de recuerdos continuaron emergiendo a la superficie de su conciencia: guerras de manzanas, cazas de ranas y estirones de orejas por robar el cáliz del sacerdote por una apuesta…
El sentimiento de culpabilidad le retorció las entrañas mientras seguía sin apartar la vista de las torres de vigilancia. ¿Cómo había logrado sobrevivir? Con todos los recuerdos que le asediaban, ¿por qué no recordaba quién era o la espeluznante noche en que aquellos a quienes recordaba entre fragmentos habían muerto pasto de las llamas?
Porque tú tuviste que ver con ello.
Si no provocaste el incendio, probablemente ayudaste al que lo hizo y te traicionó. De lo contrario, no habrías escapado. Sólo una persona sobrevivió al fuego, una persona que escapó a caballo en medio de la noche con el anillo de Wybren en el dedo. Una persona a la que han declarado culpable de provocar esa tragedia.
Tú.
Carrick de Wybren.
Se le hizo un nudo en la garganta. No cabía duda. Él tenía que ser Carrick… y si así era, tuvo que colaborar en lo que había pasado. Entornó los ojos cuando se puso a llover.
Una persona sabía la verdad. Una sola persona le ofrecería las respuestas a todos sus interrogantes: Graydynn, lord de Wybren.
– Ya voy, miserable hijo de perra -masculló entre dientes. Espoleó la montura para que le condujera a la entrada principal-. Estás advertido.
Redentor se deslizó silenciosamente por el patio de armas de Wybren. Su hogar. El lugar al que pertenecía.
Los fuegos de las cabañas del alfarero, el curtidor y el herrero cantaban la noche y proyectaban el resplandor de unas manchas de luz atrayentes. Oyó el sonido de unas voces, incluso de risas, procedentes del gran salón, donde estaban a punto de servir la cena.
Del cielo plomizo comenzó a arreciar la lluvia, pero el frío invernal no le caló en los huesos. Una emoción a flor de piel le paralizó un instante, la expectativa de cumplir al fin su sueño. Estaba tan al alcance de su mano.
Levantó la mirada hacia la segunda planta y los aposentos del lord. La torre del homenaje se había reconstruido y ahora era más sólida y majestuosa que antes, pero si cerraba los ojos y aspiraba hondo, podía recordar cada detalle de aquella noche, la noche en que escuchó la voz de Dios. Incluso ahora podía sentir el olor a aceite ardiendo. Rememoró el crepitar de las llamas, ávidas por franquear las rendijas de las puertas de las cámaras mientras sus ocupantes dormían ajenos a lo que pasaba.
Incluso todavía ahora se emocionaba al imaginar el fuego devorando los juncos, cercando las camas, prendiendo en las cortinas que colaban de los doseles, abrasando sin piedad la ropa de cama de aquellos pecadores sumidos en un sueño profundo. Fue apropiado que murieran en sus pequeños infiernos… Más que apropiado… era justicia… Dulce justicia. Y redención.
Rió para sus adentros, satisfecho por el trabajo bien hecho… Bueno, casi. Pronto culminaría todo lo que había planeado. El error que había cometido con anterioridad, no matar a todos cuantos tenía intención de aniquilar con el fuego, sería rectificado. Esa noche.
Y todo aquello por lo que había trabajado sería suyo, incluida Morwenna de Calon.
Frustrado, sintió el mismo temblor de lujuria hirviéndole la sangre, con el calor del deseo. A duras penas logró contenerlo. Esperaría. Primero debía acabar lo que había empezado.
Sufrir un poco más con la tortura de no tocarla… todavía. Pero pronto, quizá mañana, ella sería suya. Se frotó las manos en los bombachos, hasta secarlas por completo y crear una sensación de calor en los muslos.
Mañana culminaría su obra.
Y Dios estaría satisfecho.