– Os lo juro, abandoné el puesto por un minuto y la señora se coló en la habitación.
Vernon se ruborizó, mantenía la mandíbula encajada con convicción mientras permanecía de pie ante el escritorio de Alexander, frotándose las grandes yemas de los dedos.
Alexander había llamado a sir Vernon a su habitación, que se encontraba en la torre de la entrada. La puerta estaba entornada y los sonidos de las voces de la gente, el tintineo de la cota de malla y el raspado de las botas se filtraban a través de la ranura.
– Estaba en la letrina haciendo mis necesidades -explicó Vernon, cogido en falta, puesto que la excusa era débil-. Lady Morwenna es la señora de la torre. Ella puede ir a donde le plazca.
«Y con lo obstinada que es», pensó Alexander aunque no lo dijo en voz alta. Permaneció en absoluta calma, depositando su mirada con firmeza sobre las facciones enrojecidas de Vernon: obtendría más datos con el silencio y la paciencia que si dirigía un interrogatorio.
El corpulento guardia meneó la cabeza.
– Sé que no debería haber abandonado mi puesto y… y tenía que haber estado allí para tratar de disuadirla, o acompañarla a ver al preso.
Alexander no tuvo que hacer más que enarcar una ceja para que Vernon se corrigiera en un abrir y cerrar de ojos.
– Quiero decir, para ver a su invitado, pero… Ah, maldita sea, sir Alexander, me equivoqué en eso, lo admito. Encerradme en la mazmorra si es vuestro deber, o desterradme de Calon o cortadme la cabeza, pero, Dios santo, todo el mundo tiene que ir al lavabo de vez en cuando.
Alexander arqueó la otra ceja espontáneamente y se reclinó hacia atrás en su silla. Vernon era un hombre bueno. Simple, pero dotado de un corazón verdadero. Caminaría por encima del fuego si se lo pidiera pero se distraía con demasiada facilidad.
Como capitán de la guardia, Alexander no tenía otro remedio que castigarlo por desobediencia. Inclinándose hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa rayada y miró al soldado que había sido tan sincero.
– Te relevo de tus funciones, Vernon.
Los hombros del colosal hombre se desplomaron, hizo ademán de protestar pero se mordió la lengua con prudencia.
– Pasarás las próximas dos semanas en el adarve -dijo Alexander, sosteniendo la mirada fijamente sobre Vernon-. Más te vale no abandonar tu puesto por ningún motivo. Si tenéis que aliviaros, qué diantres, podéis hacerlo entre las almenas.
La mandíbula pesada de Vernon murmuró bajo la barba, pero no replicó.
– En quince días reconsideraré mi decisión.
– Gracias, sir -refunfuñó Vernon, y al abrir la puerta, tropezó con Dwynn, el tonto-. Sal de mi camino -le ordenó, esquivando al escuálido hombre, que le miró al pasar.
Dwynn entró en la estancia. Había cierta malicia bajo su expresión embotada, un atisbo de crueldad en sus ojos azules. Alexander no se fiaba de él. Aunque él, por otra parte, no se fiaba de nadie.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti? -preguntó a Dwynn mientras las suelas de las botas de Vernon sonaban escaleras abajo.
– La señora, me dijo que… -Hizo una pausa, se rascó la barbilla haciendo girar los ojos hacia arriba como si buscara en su cabeza-. Que…
– ¿Qué? -preguntó Alexander, armándose de paciencia.
– Que fuerais a verla.
– ¿Que la visitara?
– Sí. Quiere hablar con vos.
Dwynn parecía satisfecho consigo mismo, sus ojos de repente comenzaron a brillar y torció los labios delgados en una sonrisa de autocomplacencia.
– ¿En el gran salón?
– Sí. En el gran salón. Sí -Dwynn sacudió la cabeza rápidamente de arriba abajo, dio media vuelta y casi escapó corriendo escaleras abajo.
Alexander cogió su capa de un colgador y se la colocó sobre los hombros. Su corazón latía con mayor rapidez ante la idea de ver a Morwenna, aunque confesara al mismo tiempo que se comportaba como un estúpido.
Otra vez.
Estar al lado de ella era tan pronto una maldición como una bendición, pensó malintencionadamente mientras descendía por la escalera de la torre de entrada.
Se enamoró locamente desde el primer momento en que la vio.
Recordaba ese día de una manera muy viva.
Circularon rumores incontrolados acerca de que una mujer se iba a convertir en la máxima autoridad de Calon, y Alexander recibió una misiva de sir Kelan de Penbrooke donde le explicaba que enviaría a su hermana para supervisar y gobernar la torre. Alexander pensó que la idea era absurda. ¿Una mujer? ¿Una mujer sin un hombre que la orientara? Era una insensatez. Ridículo. Casi un sacrilegio. Según el punto de vista de Alexander, el hecho de que una mujer tomara el control de la torre supondría la ruina del castillo de Calon. Incluso había ido más lejos, llamándola para sus adentros «lord Morwenna», porque con toda certeza era una mujer que tenía que demostrar algo, una mujer que se consideraba un hombre. Probablemente sería una vieja bruja, ese tipo de mujer que viste con pantalones, bebe cerveza y es fea como un demonio.
Y entonces la vio.
Montaba con agilidad sobre un caballo español de pelo blanco por la torre de entrada y por el interior del patio. Una cabellera morena le resbalaba por la espalda, su falda carmesí ondeaba al inclinarse hacia el cuello del caballo y se movía con tanta facilidad como si formara un todo con su yegua.
– Corre, miserable bestia -gritó ella.
La yegua obedeció trotando sobre la hierba del patio, donde las gallinas y los gansos se desperdigaban entre cacareos y graznidos, los campesinos y los siervos abandonaron sus ocupaciones observando con pavor cómo ella frenaba las riendas cerca del gran salón, y el caballo, jadeando y con mirada huraña, aminoraba el paso hasta detenerse.
Con el pelo enmarañado, la cara sonrosada y unos ojos increíbles, la mujer había saltado ágilmente al suelo, hundiendo sus botas en el barro. Así y todo, ella era más alta que la mayor parte de las mujeres y tenía un porte regio que llevaba con tanta facilidad como su capa. Parecía ajena al hecho de que el dobladillo de su vestido se hubiera ensuciado y de que comenzara a lloviznar. Una sonrisa diferente a cualquiera que hubiera presenciado antes había jugueteado en sus labios llenos, mostrando una dentadura perfecta.
– ¿Quién es el responsable aquí? -preguntó a la pequeña muchedumbre que se había congregado para admirar el espectáculo, observando a la gente con la barbilla en alto por naturaleza y las cejas arqueadas.
Los carpinteros, las lavanderas, el sacerdote y una docena de personas estaban de pie cerca de la escalera de piedra de la torre. Pero ninguno pudo articular palabra. Parecía que todos se hubieran quedado mudos de asombro.
Alexander salió disparado por la escalera abajo y anduvo dando zancadas a lo largo de la hierba pisoteada.
– ¿Milady? -preguntó-. ¿Lady Morwenna?
Ella se había dado la vuelta con prontitud y le contempló la cara. Sus inteligentes ojos de un color negro azulado se entrecerraron mientras lo examinaba.
– ¿Y vos quién sois?
– Sir Alexander, capitán de la guardia. A vuestro servicio -se presentó, y se arrodilló en el barro, lo que provocó la risa de ella, un sonido profundo y gutural que le había tocado el alma.
– Oh, por favor, no hagáis eso… -Al echar una mirada alrededor del patio, advirtió que todas las personas allí presentes habían inclinado su cabeza-. Oh, bien… No necesitaremos nada de esto, de momento. Estoy cansada, hambrienta y necesito un baño desesperadamente. Y mi caballo…
Alexander hizo una señal con la cabeza a un escudero que miraba boquiabierto detrás de un almiar.
– George, toma la yegua de la señora y comprueba que la alimenten y la cepillen. -Se dirigió de nuevo a la señora-: Entremos dentro. Os presentaré a los criados y os aseguro que todas vuestras necesidades serán atendidas. -Hizo señas a la pequeña muchedumbre que se había congregado-. ¡Todo el mundo de vuelta al trabajo!
Antes siquiera de que alguien se moviera, irrumpieron en la torre más caballos. Un grupo de siete personas, dos mujeres y cinco hombres vestidos como guardias, pasaron a través de la puerta levadiza y entraron en el patio de armas.
– Edward, avisa al encargado de la cuadra que tenemos más caballos para el establo. Es preciso que los refresquen, los cepillen, les den de comer y los abreven. Que John envíe a su hijo Kyrth y a otro de los mozos a que se ocupen de ellos.
Edward asintió con la cabeza, su pelo se oscureció bajo la lluvia mientras salía corriendo hacia el establo.
– ¡Lady Morwenna! -gritó una anciana que daba saltos incómodamente en la silla de montar de un caballo con el lomo combado, mientras trataba desesperadamente de mantenerse a horcajadas.
Los ojos de la señora se arrugaron en los contornos.
– Ésta es Isa -le susurró a Alexander-, mi vieja nodriza. Nunca deja de presumir de haberme traído al mundo. A veces lo mejor es fingir que es la soberana… Hace que las cosas vayan sobre ruedas. Por lo que se refiere a mi hermana -dijo Morwenna, alargando su barbilla aguda en dirección a la mujer más joven, que montaba con agilidad un caballo castaño del que tiraba de las riendas en ese momento-, de ninguna manera le permitáis pensar que tiene vela en este entierro.
Cuando el pequeño grupo se acercó, se hacía patente que los guardias que habían acompañado a lady Morwenna se mostraban reacios a quien servían. Los cinco frenaron sus caballos y desmontaron con expresión rígida e inflexible.
– Me advirtieron que me quedara con ellos -admitió Morwenna con voz queda, y luego carraspeó-. Creo que estoy en problemas.
«No -pensó Alexander en aquel momento-, yo tengo el problema».
A pesar de que la había conocido hacía un instante, se había enamorado de ella perdidamente. Qué ridículo, nunca le había pasado nada semejante. Bueno, se había enamorado en alguna ocasión pero, por regla general, después de beber unas pintas de cerveza, y se trataba siempre de una chica atractiva a la que olvidaba al día siguiente. Pero nunca, en sus treinta años, había sentido algo tan fuerte en su corazón, tan improbable, sin desearlo y, sin ninguna duda, tan poco aconsejable.
Era una insensatez, y Alexander se sintió orgulloso de tener el pensamiento claro. Había alcanzado su posición en Calon en virtud de su valor, su inteligencia y, por supuesto, sirviéndose de alguna intriga. Esperaba que después de ese día fatídico, volviera la lucidez y su predilección por la señora se difuminara en la nada irrisoria.
Desde luego, no fue así. Su vida había cambiado desde el momento que había puesto los ojos en ella. Y ahora su suerte estaba echada.
Aunque era imposible, aunque no compartía y nunca compartiría su posición, amaba a Morwenna más que cualquier hombre amaría a una mujer.
Y todo era en balde, lo sabía ahora mientras empujaba la puerta de la torre de entrada y le sacudía una ráfaga de viento helado.
Lady Morwenna se había prometido con un barón, un hombre de alcurnia como ella.
Y un hombre que era un bellaco. La bilis le subió hasta la parte posterior de la garganta. Lord Ryden de Heath. Un barón rico que casi le doblaba la edad y que ya había enterrado a dos mujeres. Los orificios nasales de Alexander se ensancharon y cerró un puño mientras se acercaba resueltamente a la leve subida que sonaba a la torre.
Él no podía hacer nada. Era el hijo único de una lavandera, sin la figura de un padre del que ni siquiera había oído hablar. Que hubiera alcanzado su posición en Calon había sido una cuestión de astucia, de agallas y ambición. Su valor en el combate se debía a un único objetivo y sólo uno: ganar poder.
Pero, por mucho que hiciera, nunca podría convertirse en noble.
Y como tal, nunca sería capaz de ganarse un lugar en el corazón de la señora.