Le dolía cada hueso de su cuerpo como si el padecimiento nunca fuera a remitir. Tenía un dolor punzante en músculos que ni siquiera sabía que existían y sentía la cara envuelta en llamas, como si alguien hubiera cogido un cuchillo romo y lo hubiera despellejado. Oía ruidos… Voces incorpóreas discutían sobre él, como si estuviera realmente muerto, las palabras susurraban a través de su piel ardiente como alas de mariposas. Todavía estaba convaleciente. Sólo podía estremecerse.
Intentó hablar, pero ningún sonido brotó de los labios.
¿Dónde estaba?
Su mente estaba borrosa y oscura, como si estuviera tendido en un bosque cubierto de niebla.
¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Trató de abrir un ojo, pero el dolor le cortó el cerebro y poco podía hacer salvo soltar un gemido e intentar combatir la oscuridad que empujaba en los rincones de su conciencia y amenazaba con arrastrarlo a aquel abismo dichoso donde no había espacio para el dolor ni el recuerdo. Tenía un sabor nauseabundo en la boca y la lengua hinchada. Probó a mover una mano.
Un dolor agudo le recorrió el cuerpo.
Hizo otra tentativa de hablar, pero los labios no se movieron y la voz no acertó a emitir un sonido, salvo el murmuro de un gemido. Como si desde la distancia, fragmentos de conversación procedentes de voces a las que no podía poner un rostro perforaran su dolor.
– Se mueve -anunció una anciana.
– No, es sólo el gemido de un hombre que agoniza. Oí que susurraba el nombre de Alena de Heath mientras le metían en la habitación.
«Alena…» Muy en el fondo sintió que algo se avivaba. «Alena».
– Pero entonces no estaba despierto, ni lo está ahora.
– Pero…
– Te digo que no está despierto. Mira. -Sintió que una mano insensible se posaba sobre el hombro y todos los fuegos del infierno le azotaron en una ráfaga dolorosa.
– Todavía no puede moverse. Mira. Está lo más cerca que se pueda estar de la muerte y sería una bendición si se salva.
La mano pesada se levantó de su cuerpo.
– ¿Crees que es un salteador de caminos? -inquirió una voz femenina con signos de preocupación y nerviosismo-. ¿Un proscrito, tal vez?
– Tal vez -fue la respuesta de una voz más segura y estable. La voz de la mujer más vieja.
– Debía ser atractivo. No me importaría que me registrara las faldas.
– Ay, eres terrible -respondió la voz-. ¿Cómo puedes decir eso? Con todas las contusiones e hinchazones que tiene el cuerpo… Más bien parece el cadáver de un cerdo después de que el cocinero haya trinchado la carne para hacer salchichas.
Las dos mujeres siguieron cotorreando y volvió a dormir, para gran alivio.
Más tarde…, no sabía al cabo de cuánto tiempo, su dolor había disminuido y en su estado, medio enajenado, oyó rezos, canturreados de manera monocorde por un hombre que supuso sacerdote. A tenor de sus palabras parecía pensar que el alma estaba a punto de abandonar el cuerpo y de sumergirse directamente en las profundidades del infierno. Por lo tanto, debían de haber pasado algunos días… Varios días, pensó.
Trató de levantar un brazo para comunicar al sacerdote que podía oír, pero los huesos le pesaban demasiado y sólo podía escuchar cómo el sacerdote pedía, sin mucha convicción, que sus pecados fueran perdonados.
Sus pecados.
¿Hubo muchos? ¿O pocos?
¿Y cuáles habían sido? ¿Fueron contra un hombre? ¿Contra una mujer? ¿Contra Dios?
Puesto que yacía presa del dolor en la oscuridad, no lo sabía, no podía recordarlo, no le preocupaba. Sólo quería que el dolor que aún sentía se marchara y cuando el sacerdote le dejó a solas, se preguntó si no sería preferible lanzarse a los brazos de la muerte que resistir.
Los momentos en que recobraba el conocimiento eran, gracias a Dios, breves y éste no fue una excepción. Cuando empezaba a sentir que las fuerzas se le desvanecían, oyó el chirrido de una puerta al abrirse y luego unos pasos silenciosos.
– ¿Cuál es su estado?
Era la voz de una mujer. Susurrante, para no molestarlo, supuso él, pero clara y llena de una autoridad subyacente. Una voz que tocó un recoveco de su memoria, una voz que él supo instintivamente que debería reconocer.
– Más o menos el mismo, milady -le respondió una áspera voz masculina.
«¿Milady? ¿Será la esposa del lord? ¿O la hija?» Tuvo que luchar para impedir caer en la oscuridad de la inconsciencia.
Ella suspiró pesadamente y el delicado perfume de las lilas alcanzó el olfato del hombre postrado.
– Me pregunto quién es y por qué lo encontraron tan cerca del castillo, luchando entre la vida y la muerte.
¿Qué había en su voz que le resultaba tan familiar? ¿La conocía?
«¡Piensa, maldita sea! ¡Recuérdalo!»
– Haremos todo lo que esté en nuestras manos -dijo el hombre.
Más pasos. Cortos. Apresurados. Casi frenéticos.
– ¿Se ha despertado?
Otra mujer, más vieja, pensó él, con un hilo de inquietud a través de sus palabras.
– No, todavía no -contestó de nuevo el sacerdote.
– Por la gran Madre, confío en que no lo haga.
– Sí, Isa, lo sabemos todos -dijo el hombre.
«La mujer más vieja es Isa». Trató de retener su nombre en la memoria y su creencia en los viejos espíritus mientras luchaba para que la oscuridad no se apoderara de su mente.
– Ya lo has dicho.
La mujer más joven otra vez.
– Lady Morwenna, está recobrándose. Tal vez ahora podamos trasladarlo a la prisión -sugirió la mujer más vieja.
«¿Morwenna?»
¿Por qué ese nombre le resultaba familiar?
«Intenta recordar, la mujer más joven, la que parece ostentar alguna autoridad aquí, es Morwenna».
– Mírale, Isa. ¿Te parece que podría hacerle daño a alguien? -preguntó Morwenna.
– A veces las cosas no son como parecen.
– Lo sé pero por ahora no trataremos a este hombre como a un prisionero.
«¿Un prisionero?» ¿Qué había hecho para que alguien pensara que debía ser encerrado lejos?
Más pasos. Más fuertes. Más pesados.
Luchó por mantenerse despierto, para saber más sobre su difícil situación.
– Milady -dijo un hombre bruscamente.
Y con él llegó el olor a agua de lluvia y de caballos, un ligero rastro de tabaco, y notó que el vello de los brazos se le erizaba, como si aquel desconocido de voz grave fuera un enemigo.
– Sir Alexander.
La voz de la mujer más joven. La voz de Morwenna. Dios mío, ¿por qué era tan familiar? ¿Por qué resonaba ese nombre en su mente? ¿Por qué demonios no podía recordarlo?
– ¿Cómo está? -preguntó Alexander, sin mostrar un ápice de interés en su voz.
«Él es el enemigo. ¡Ten cuidado!»
– Más o menos igual. Aún no ha despertado, aunque el médico dice que se está curando y, como podéis ver, sus heridas se han cubierto de costras y la hinchazón ha remitido. Nygyll dice que no hay un solo hueso roto, que la mayor parte de las heridas son superficiales y, puesto que no ha empeorado, concluye que ningún órgano fue dañado considerablemente.
«Qué buenas noticias», pensó él irónicamente suponiendo que Nygyll era el médico. Otro nombre que debía grabar en la memoria.
– ¿No deberíamos enviar a un mensajero a Wybren y notificárselo a lord Graydynn?
«¿Wybren?» Supo al instante que estaban hablando de un castillo. ¿Lord Graydynn? No le sonaba bien. ¿Por qué no? ¿Graydynn? Sí…, seguramente había conocido a un tal Graydynn… ¿Lo había conocido? Un nudo de dolor se le formó en el estómago y sintió que algo iba mal, muy pero que muy mal. ¡Graydynn! Intentó evocar el rostro del hombre, pero de nuevo fracasó y le quedó un gusto ácido en la parte posterior de la boca, peor que antes.
– ¿Enviar a un mensajero a Wybren y decirle al barón, qué? -preguntó Morwenna con tono de incredulidad-. ¿Que hemos encontrado a un hombre medio muerto en el bosque y que la única identificación que tenemos de él es el anillo que lleva puesto con el emblema de Wybren?
– Sí -dijo sir Alexander-. Tal vez el barón o uno de sus hombres le identifique y podamos determinar si es amigo o enemigo.
– Es una buena idea -dijo apresuradamente la mujer más vieja, dando la impresión de que hubieran planeado aquella conversación de antemano-. Entonces sabríamos de una vez por todas si este hombre es sir Carrick.
«¿Carrick?» Su corazón se detuvo y luego rompió a latir desaforadamente. ¿Era él Carrick? ¿Carrick de Wybren? El nombre martilleó en su cerebro como no lo había hecho ningún otro. Trató de concentrarse, pensar a pesar del dolor, recordar. ¿Era él Carrick?
– Todavía no -dijo la mujer más joven-. Estoy de acuerdo en que al final tendremos que ponernos en contacto con Lord Graydynn, pero esperaremos hasta que averigüemos algo más sobre el forastero.
– ¿Y cómo lo haremos? -preguntó Isa.
– Hablaremos con él, una vez que despierte.
– Eso si despierta -dijo la mujer más vieja con un bufido de indignación-. Ha transcurrido más de una semana desde que lo encontramos y aún no responde.
«¿Más de una semana? ¿Tanto tiempo?»
– No despertará -añadió Isa.
Las palabras de la anciana parecían un augurio, y él perdió la lucha que estaba librando y cayó en el olvido de la oscuridad.
– No es un chisme infundado -insistió el grueso comerciante.
Recostado en la silla ante el fuego en el gran salón de Heath, se lamió los dedos y luego se abalanzó sobre otro huevo cubierto de gelatina de la fuente, repleta de trozos de queso, lonchas de anguila salada y dátiles.
– Fue en Calon, hace dos días. Los guardias, que me conocen bien, me pararon, me interrogaron y registraron el carro. No explicaron por qué, pero más tarde, en la ciudad, mientras jugaba a los dados y tomaba unas copas, espié a Wilt, el boticario. Aunque le tuve que insistir para que soltara prenda, finalmente admitió que Carrick de Wybren había sido localizado y conducido al castillo.
Lord Ryden, que bebía a sorbos de su copa, escuchaba mientras el hombre obeso le contaba la historia de un desconocido golpeado salvajemente, que había sido encontrado agonizante cerca de las puertas del castillo. La sangre de Ryden se calentaba y trató de apaciguar su cólera, o al menos, disfrazarla. Le enfurecía la idea de que Carrick de Wybren se hubiera infiltrado en la fortaleza de Calon. No importaba que Carrick tuviera las horas contadas; el hecho de que él estuviera cerca de su prometida, Morwenna, provocó que Ryden agarrara su copa con un apretón letal.
El comerciante estaba imbuido en su propia narración y al contarla gesticulaba desordenadamente, en algunos momentos exageraba los sonidos del cautivo y el consiguiente caos en la torre, y, sin duda, infló la parte en la que había arriesgado su vida.
Pero el cuento tenía mérito. No era la primera persona que le había traído noticias sobre la captura de Carrick, que era tanto más preocupante.
Ryden no era un hombre que se engañara a sí mismo. Sabía que Morwenna de Calon había accedido a convertirse en su novia sólo después de que Carrick le hubiera dado calabazas. Ryden no se hacía ilusiones de que ella le amara; tampoco él la amaba. Por ser Calon la dote, el matrimonio se convertiría en una unión fuerte con la anexión de las dos baronías, que se fortalecerían la una a la otra, y él gobernaría sobre tamaña extensión de tierras. Se moría por ver lo que pasaba y no dejaría que nada ni nadie lo frenaran.
Sobre todo Carrick de Wybren, el mentiroso engendro de Satán que se había acostado con ella y después había asesinado despiadadamente a la hermana de Ryden, Alena, en aquel incendio imperdonable. Ryden sintió cómo le invadía de nuevo la rabia cuando pensó en su hermana, que era tan joven que parecía su propia hija. Tenía tanta vida en su interior. Con el cabello rubio y liso, una risa melódica, casi pícara, también había sido bendecida con un brillo de diablura en sus ojos de miel. Era hermosa y lo sabía, y a la edad de diecisiete años había dictaminado que estaba enamorada como una loca de Theron de Wybren y se había casado con él apenas seis meses más tarde.
Ryden no se había engañado. Alena era demasiado coqueta para sentar la cabeza con un solo hombre, y no mucho después de las nupcias surgieron los problemas, circulaban bastantes rumores acerca de que había trabado amistad con el hermano de Theron, Carrick. Ryden incluso había enviado a un espía para vigilar a su hermana, y el espía, maldita sea su alma, nunca había regresado. Se había limitado a cobrar una cuantiosa suma de dinero y a desaparecer.
Ahora, mientras el comerciante seguía divagando, Ryden se metió comida de manera tan precipitada en su gruesa garganta que algunos pedazos de pescado se le quedaron enganchados en la espesa barba y meditó en silencio sus opciones. Había conocido la suerte de Carrick mucho antes de que ese comerciante petulante hubiera conducido su carro hasta las puertas de Heath.
Logrando aparentar sólo un ligero interés, Ryden bebió a sorbos de la copa, tramó su venganza, y escuchó al hombre hasta el final del relato. Carrick se las tendría que ver con él. Lo sabía desde el momento en que había oído que el hombre herido que habían llevado a Calon era sospechoso de ser el hijo desaparecido del difunto barón Dafydd.
Finalmente la historia del comerciante llegó a su fin, lo que sólo ocurrió cuando la fuente de alimentos quedó vacía, y Lord Ryden se levantó dando a entender que la audiencia había terminado. Se lo agradeció al hombre profusamente, luego hizo pasar al administrador y dio instrucciones de que compraran al comerciante más mercancías de las que, en realidad, necesitaban en el castillo.
El hombre marchó contento y convencido de que Ryden era su aliado.
Pero resultaba obvio que el comerciante era un idiota que se suponía a sí mismo más astuto de lo que en realidad era.
Había muchos individuos como él y resultaban del todo evidentes los motivos para alguien con un mínimo de cerebro. Pero Ryden, en apariencia, trató a ese vago con respeto. A pesar de que Ryden contaba con un pequeño ejército de espías propios de confianza, y fuera absolutamente capaz de cuidar de sus propios asuntos, nunca estaba de más tener otro par de ojos vigilando por sus intereses. Así que esbozó una leve sonrisa sólo para demostrar al gordinflón que apreciaba sus esfuerzos, una sonrisa que desapareció de su cara en cuanto el comerciante se fue andando como un pato junto al administrador.
Una vez a solas, Ryden estuvo a punto de estallar, la rabia le quemaba como rescoldos en la sangre. Se acercó al fuego de la chimenea y miró fijamente las llamas, evocando el incendio que había ocurrido en Wybren y el horror que había seguido.
Carrick.
El amante de Morwenna.
– Maldita sea -refunfuñó.
Escupió en las llamas. Estas explotaron y chisporrotearon despidiendo destellos. Se dijo que iba a esperar el tiempo oportuno con Morwenna. De algún modo, tenía que ser tan paciente con ella como lo había sido con sus otras mujeres, tal vez incluso más. Tanto Lylla como Margaret, soberanas de sus propias torres, habían sido mujeres testarudas pero Ryden había sido siempre paciente con ellas, obedeciendo así al propósito de su objetivo último, y de esa manera había conseguido triplicar la extensión de sus tierras.
Cuando finalmente se casara con Morwenna, su riqueza otra vez crecería, las propiedades se expandirían. Para añadirle encanto, ella era lo bastante joven para proveerle de un heredero. Un hijo. ¡Por fin! Lylla le había dado una hija, una niña frágil como su madre, y ambas habían muerto al cabo de tres meses a causa de una fiebre. Se volvió a casar. Margarita, casi tan vieja como él, era una viuda que se caracterizaba por una gran frialdad y cuando él la tomó como prometida resultó ser estéril como una piedra. Era como montar una estatua, con todo lo que se empeñó él en tratar de dejarla embarazada. Murió a los cinco años, consumiéndose hasta quedarse sólo en piel y huesos. El médico, perplejo, no se explicaba lo que le pasaba. Los análisis de orina, las sangrías de sanguijuelas, los concentrados de hierbas y las pociones fueron en balde, aunque tomaron en consideración todo posible remedio de curación.
Ryden no había derramado ninguna lágrima por ella ya que había sido una mujer maniática, exigente, egoísta, que había acusado a todo el mundo de sus propias miserias.
Pero Morwenna era joven y estaba llena de vida. Seguramente era fértil. Sonrió ante la idea de acostarse con ella y fundirse con su cuerpo. Tener un hijo con ella sería un verdadero placer. Ella era sensual sin saberlo, esbelta y ligeramente musculosa, sus nalgas eran redondas, sus pechos suficientemente grandes sin llegar a ser pesados, y se imaginó que ella disfrutaría haciendo el amor tanto como él. Ah, sentir sus piernas fuertes rodeando su torso mientras él se sumergía en ella una y otra vez, empujando con fuerza dentro su cuerpo, haciéndola gritar de placer y de dolor. ¿Qué era el sexo sin ese estar en celo, puro y animal? La dominación del macho sobre la hembra… Ah, sí, sintió cómo se endurecía mientras pensaba en ello.
La dominación era lo que más anhelaba así tanto de la Tierra como del Cielo.
Apenas podía esperar para reclamar a Morwenna como su mujer.
Sí, era una unión perfecta, la mejor que había imaginado jamás, y lo único que habría cabido esperar era que Morwenna fuera una mujer vieja, gorda, de nariz aguileña y, en definitiva, una arpía. Por el contrario, el hecho de que fuera joven y flexible, de pechos firmes y de cintura estilizada, no era sino un poco de azúcar sobre una tarta ya tentadora.
Se lamió los labios ante la expectativa.
Ryden de Heath no era ese tipo de hombre que permitiera a ningún otro, y aún menos al condenado Carrick de Wybren, aguar su destino. Se casaría con Morwenna de Calon costara lo que costara.