Castillo de Calon
12 de enero de 1289
Morwenna dio vueltas sobre la cama.
¿Su cama? ¿O la de otro?
Levantó la cabeza y vio las ascuas encendidas del fuego, carbones al rojo vivo que arrojaban sombras doradas sobre los muros del castillo. Pero, ¿qué castillo? ¿Dónde estaba? No había ninguna ventana y en las alturas de los muros, más allá de las vigas transversales, que crujían, podía divisar el cielo de la noche, docenas de estrellas que titilaban en la distancia.
¿Dónde estaba?
¿En una prisión? ¿Acaso estaba cautiva en una torre antigua y abandonada, cuya azotea había volado por los aires?
– Morwenna.
Su nombre resonó contra los gruesos muros, reverberando y helándole la sangre.
Se retorció en la cama y miró fijamente las sombras.
– ¿Quién está ahí? -susurró con el corazón en un puño.
– Soy yo.
Una voz varonil y grave, una voz que ella reconocía muy bien, susurraba desde las esquinas oscuras de esos aposentos, que parecían no tener fin. La piel se le erizó. Al recoger la ropa de cama con una mano para cubrirse el pecho, se dio cuenta de que estaba desnuda. Con la otra mano buscó sobre la cama y los dedos se afanaron por encontrar su daga pero, al igual que la ropa, había desaparecido.
– ¿Quién eres? -preguntó ella.
– ¿No lo sabes?
¿Acaso le estaba tomando el pelo?
– No. ¿Quién eres?
Una risita grave y profunda estalló en la penumbra.
¡Oh, Dios mío!
– ¿Carrick? -susurró ella.
Y cuando apareció, visible ahora que hubo avanzado hacia la luz, un guerrero alto de espaldas anchas, ojos hundidos y barbilla cincelada. No podía confiar en él. No, otra vez no. Y la emoción le corrió por las venas y un torrente de imágenes eróticas le invadió la cabeza.
Él avanzó hasta situarse muy cerca de la cama, y el corazón de ella le golpeó en el pecho con más fuerza, la boca se le secó por completo. No podía evitar recordar el tacto de sus vigorosos músculos bajo las yemas de los dedos, el olor masculino que siempre la excitaba.
– ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? -le preguntó, aunque se dio cuenta de que no sabía dónde estaba.
– He venido a por ti -dijo.
Ella se estremeció.
– No te creo.
– Nunca me has creído.
Ahora él estaba muy próximo a la cama y se inclinó aún más cerca. El corazón le palpitaba con fuerza cuando él, lentamente, se sacó la túnica por la cabeza, y con el brillo del fuego pudo captar el movimiento de sus músculos fornidos.
– ¿Te acuerdas?
Oh, sí… Sí, ella se acordaba.
Y se maldijo por ello.
– Debes irte -le dijo Morwenna.
– ¿Adónde?
– A cualquier sitio que no sea éste -se obligó a decirle.
La sonrisa del guerrero lanzó destellos blancos. Lo sabía. Ay, ese hombre era un demonio. Isa tenía razón. Morwenna nunca debió haberle permitido acercarse a ella, dejarle entrar en esa habitación desprovista de techo…
«Pero no lo hiciste. No sabes ni siquiera dónde estás. Tal vez seas su prisionera y ésta sea tu celda. ¿Es posible que te retenga aquí para que seas su esclava, para que le cuides, te acuestes con él y acates todas sus órdenes?»
– Si no quieres marcharte, entonces lo haré yo -dijo Morwenna.
Dejó de mirarle y buscó su ropa en el suelo y en el colgador cerca de la puerta.
– ¿Eso harás? -se burló él.
Se acomodó en la cama cada vez más cerca y jugueteó con un dedo alrededor de la boca de ella. Sintió un cosquilleo de placer en la piel. Una oleada de lujuria le recorrió la sangre.
– Creo que no lo harás.
– Bastardo.
Se rió de ella, deslizó el dedo todavía más abajo y apartó a un lado la ropa de cama, dejando al descubierto su pecho, mirando cómo el pezón respondía a su escrutinio. Aunque Morwenna sabía que estaba cometiendo un error irreparable, volvió la cara hacia la de él, sintió el calor de su aliento sobre la piel, entendió que nunca sería capaz de oponerle resistencia. Un calor sofocante invadió sus zonas más íntimas y suspiró mientras él se abría camino poco a poco y deslizaba los dedos encallecidos con lentitud por su carne trémula.
Él inclinó la cabeza y depositó un beso sobre el vientre desnudo de ella…
Ella gimió, el calor se apoderó de su cuerpo. Entonces sintió que no estaban solos, que unos ojos ocultos observaban todos y cada uno de sus movimientos. Alguien o algo con malas intenciones.
Pero ¿desde dónde? ¿En el techo vacío por donde ella veía las estrellas que destellaban a través del cielo…? ¿O era más cerca, en la misma habitación donde estaban?
– ¡Morwenna!
Alguien la estaba llamando, pero nadie la importunaría cuando el hombre a quien ella había amado con todo su corazón había vuelto.
– ¡Morwenna!
– ¡Morwenna!
Abrió los ojos.
El sueño se evaporó como un fantasma ahuyentado por la luz de la mañana.
El perro, que estaba a sus pies, resopló malhumorado.
– ¡Dios mío!
Se incorporó en la cama y se apartó el cabello de los ojos. Había sido un sueño. Simplemente un maldito sueño, de nuevo. ¿Cuándo iba a aprender de una vez por todas?
No había nadie en su habitación, ningún guerrero misterioso dispuesto a seducirla, ningún antiguo amante de regreso. Estaba sola. Y, con todo… sintió que pasaba algo, como un soplo de viento en un sepulcro sellado. Sintió un hormigueo por la piel al acurrucarse entre las sábanas.
– ¡Qué imbécil! -dijo entre dientes, obligándose a respirar normal.
Estaba en sus aposentos del castillo de Calon, en su habitación, en su torre, la que su hermano Kelan le había confiado. Miró alrededor de la amplia cámara, cuyas paredes estaban encaladas y cubiertas de tapices con escenas vibrantes. El techo, que se elevaba por encima de las vigas transversales, estaba intacto, la lumbre en la chimenea quemaba los rescoldos, los postigos de las ventanas dejaban penetrar tan sólo un rastro gris que anunciaba la llegada del amanecer. Todo estaba en su lugar. Incluso el perro, un perro sin pedigrí que heredó cuando su hermano le asignó Calon, dormía profundamente. Sus ronquidos alborotaban el pelo de la manta de conejo, extendida de cualquier manera a los pies de la cama. Había permitido que la molestaran las viejas habladurías que circulaban sobre la existencia de fantasmas en la torre. Eso era todo.
– ¡Lady Morwenna! -La voz desesperada de Isa retumbó en el vestíbulo.
Morwenna se sobresaltó. El perro, de repente despierto y en estado de alerta, brincó desde la cama y ladró como un desaforado, como si estuviera sonando una alarma.
– ¡Cállate, Mort! -le ordenó Morwenna.
El animal agachó la cabeza y gruñó en voz baja en señal de desobediencia.
Un golpe ensordecedor estalló contra la puerta.
– ¿Milady?
– ¡Ya voy! -gritó Morwenna, irritada por la urgencia en la voz de Isa.
La anciana mujer siempre estaba preocupada por el futuro, sus ojos octogenarios vislumbraban el peligro y la oscuridad en cada esquina. Morwenna se puso a toda prisa la túnica y corrió hacia la puerta hasta que los golpes se reanudaron contra los delgados paneles de roble.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
Descorrió el pestillo de la puerta, la abrió y encontró a Isa, con la cara pálida y los labios fruncidos. Junto a ella, en el vestíbulo oscuro, estaba uno de los cazadores a su servicio. Jason, un hombre alto y desgarbado, con la piel ajada y dentadura a juego, dando vueltas al sombrero que tenía entre las manos.
– ¿Qué ocurre?
– Han encontrado a un hombre en las puertas del castillo -dijo Isa, con la voz entrecortada. Los mechones del pelo, que una vez fueran rojizos, podían entreverse por debajo de su hábito y los ojos de color azul claro parpadeaban con nerviosismo-. Tiene las horas contadas, le han golpeado casi hasta la muerte. -Frunció el ceño y los labios se le tensaron-. El ataque ha sido tan salvaje que nadie… -respiró profundamente-… ni siquiera su padre podría reconocerle. -Isa sacudió la cabeza y la capucha del hábito se le deslizó hasta los hombros-. Dudo que viva un día más para contarlo. Decídselo, Jason.
– Es cierto -admitió el cazador-. Lo encontré cuando perseguía un ciervo antes del amanecer. Pasé por encima de un tronco podrido y ahí estaba, sucio y cubierto de hojas, apenas respiraba.
– ¿Dónde está ahora?
– En la torre de entrada. Sir Alexander cree que puede tratarse de un espía.
– Un espía moribundo -puntualizó Morwenna.
Isa asintió con la cabeza y la miró como si quisiera decir algo más, pero finalmente se mordió la lengua.
– ¿Le ha visto el médico?
– No, milady, todavía no -dijo Isa.
– ¿Por qué no? -preguntó Morwenna-. Nygyll debe examinar a se hombre de inmediato.
Isa no respondió. La animadversión que sentía por el médico era fuerte.
Morwenna hizo caso omiso de tales sentimientos.
– Lleven al herido a la torre, donde esté caliente. Tal vez pueda salvarse.
– Es poco probable.
– Pero lo intentaremos. -Morwenna recorrió con la mirada el pasillo y se detuvo ante la puerta de un cuarto vacío-. Que lo lleven a los aposentos de Tadd.
– No, milady -replicó Isa apresuradamente-. Eso no sería prudente… a tan poca distancia de vos.
– ¿No dijiste que estaba en las últimas?
– Sí, pero no podéis fiaros.
– ¿Acaso tú también crees que es un espía?
Isa asintió con la cabeza, el rostro se le arrugaba más de lo habitual cuando cavilaba. Miró a Morwenna mientras daba vueltas al dobladillo de la manga con los dedos nudosos y luego apartó la mirada rápidamente.
A Morwenna, el vello de la nuca se le puso de punta.
– Hay algo que no me cuentas -le dijo, recordando que se había sentido observada durante el sueño-. ¿Qué es, Isa?
– Algo se está tramando, lo presiento pero todavía no puedo precisarlo. -De repente, la anciana mujer cogió a Morwenna por el brazo y al instante los ojos se le tornaron oscuros como boca de lobo, las pupilas se le dilataron como si acabara de experimentar una de sus premoniciones-. Por favor, milady -susurró ella-, temo por vuestra seguridad. No debéis correr ese riesgo.
Morwenna quiso discutir pero no pudo. Demasiadas veces en el pasado las premoniciones de Isa se habían demostrado como ciertas. ¿Acaso no auguraba que la esposa del alfarero tendría trillizos y que moriría durante el alumbramiento del tercero? ¿No había advertido del ataque relámpago a la muralla de Penbrooke y de que, al cabo de quince días, una flecha, que por poco no alcanzó a su hermano Tadd, acertaría al árbol situado en el centro de la muralla se partiría y quedaría reducido a cenizas? Luego aconteció la muerte misteriosa de la esposa de un comerciante. Isa juró que la mujer había sido envenenada, y cuando ya todo estaba dicho y hecho, se demostró que el marido había obligado a la pobre mujer a beber cicuta al descubrir que se acostaba con el molinero. Durante la mayor parte de sus sesenta y siete años, Isa había visto cosas que los otros no podían.
– Muy bien -dijo Morwenna-. Comprueba que el hombre sea trasladado al gran salón, para que entre en calor, y que tenga a alguien al lado… Gladdys, abre la celda del ermitaño de la torre norte. Allí cabe un camastro y dispone de chimenea. Enciende el fuego para ahuyentar los bichos de la habitación. Asegúrate de que limpien las heridas al hombre y que el médico lo examine, y después que sea trasladado.
Morwenna fingió no percibir la sombra de desconfianza que nubló los ojos claros de Isa al mencionar a Nygyll, el médico del castillo. Isa y Nygyll nunca se habían llevado bien, a duras penas se soportaban.
Nygyll se consideraba un hombre de razón, un hombre práctico si bien temeroso de Dios, mientras que Isa creía en los espíritus y en la diosa madre. Nygyll llevaba viviendo en el castillo de Calon muchos años, mientras que de su traslado hacía menos de uno.
– Puede que sea tarde para salvarlo -recordó Isa.
– Entonces envía a alguien a por el sacerdote.
Notó otra tirantez apenas perceptible en las comisuras de los labios de Isa.
– El sacerdote no resultará de ayuda.
– ¿No dijiste que el hombre se hallaba entre la vida y la muerte? -Le recordó Morwenna-. Tal vez sea un hombre de fe. ¿Acaso no debería recibir la bendición y las plegarias de un sacerdote si está al borde de la muerte? -Morwenna no esperó la respuesta-. Manda a alguien a buscar al padre Daniel. Dile al sacerdote que se reúna con nosotros en el gran salón.
– Si así lo deseáis…
– ¡Sí! -dijo bruscamente Morwenna.
El cazador partió sin demora e Isa, a su vez, se alejó a toda prisa, presumiblemente a cumplir las órdenes de Morwenna. Su larga capa ondeó tras de ella hasta llegar a la escalera donde, echó una mirada por encima del hombro a Morwenna, frunció el viejo rostro en un gesto de preocupación y desapareció. Parecía que quería seguir discutiendo pero descendió de mala gana.
– Por todos los santos -susurró Morwenna una vez que estuvo sola de nuevo.
A veces Isa parecía más preocupada de lo que merecía. La vieja mujer, considerada una persona extravagante por todos los que la conocían, había criado a Morwenna y a sus hermanos y había sido una leal sirvienta de la madre de Morwenna, Lenore, hasta el final de su vida, y ahora continuaba siendo incondicionalmente fiel a Morwenna.
– Rayos y centellas -refunfuñó Morwenna volviendo al interior de la habitación.
Se embutió un manto y ocupó de nuevo su puesto.
Apenas había salido de sus aposentos, con Mort detrás pisándole los talones, cuando una puerta crujió al abrirse y Bryanna asomó la cabeza hacia el vestíbulo. El sueño persistía en sus ojos azules y los rizos formaban una masa enredada pelirroja y oscura alrededor de la cabeza.
– ¿Qué pasa? -le preguntó su hermana entre bostezos.
Aunque tenía dieciséis años y era sólo cuatro años más joven que Morwenna, la doncella a menudo tenía todo el aspecto de una niña.
– Han encontrado a un hombre herido cerca de la torre. No es nada -dijo Morwenna, con la esperanza de frenar la marea de curiosidad, siempre frenética, de Bryanna-. Vuelve a la cama.
Pero no resultaba tan fácil disuadir a Bryanna.
– Entonces, ¿a qué se debe todo este barullo?
– Es culpa de Isa. Está convencida de que el hombre es un espía, un enemigo o algo así. -Morwenna puso los ojos en blanco-. Ya sabes cómo es.
– Sí -Bryanna estiró un brazo por encima de la cabeza, parecía que el sueño se había evaporado de su mente-. ¿Y qué van a hacer con él?
– ¿Tú qué piensas?
– Le interrogarán y le darán algo de comer. Tal vez le aseen un poco.
Morwenna asintió y se reservó la noticia de que estaba a punto de fallecer. ¿Para qué iba a explicar nada a Bryanna sobre su estado? Morwenna decidió que, hasta que no viera a ese hombre, mantendría los labios sellados. Sin embargo, los rumores sobre el guerrero herido viajarían tan rápido como un relámpago a través de la torre y Bryanna no se distinguía precisamente por saber guardar un secreto.
– ¿Qué es ese hombre? ¿Un cazador? ¿Un soldado? ¿Un comerciante atacado por unos vándalos? -La imaginación de Bryanna comenzó a volar-. Tal vez Isa tenga razón. Quizá sea un espía, o peor: un cómplice de…
– ¡Basta! -Morwenna levantó su mano y se alejó de su hermana-. No sé ni quién ni qué es todavía pero, tan pronto como pueda, hablaré con él.
– ¡Te acompañaré!
Morwenna le lanzó una mirada capaz de intimidar al más valiente de los hombres.
– Más tarde.
– Pero…
– Bryanna, deja que el capitán de la guardia interrogue al hombre, que determine si se trata de un amigo o de un enemigo, permite que el médico lo examine y que descanse un poco, y después, si despierta y yo considero que es conveniente, podrás verle.
Su hermana menor la desafió con los ojos brillantes de entusiasmo.
– ¿Crees que es peligroso?
– No lo sé -dijo Morwenna.
Al cabo se dio cuenta de que había empleado una táctica equivocada, que no había hecho más que abrir el apetito de Bryanna por la aventura.
Morwenna tiñó de exasperación sus concisas palabras:
– Esperaremos. Eso es todo.
– Pero…
– ¡He dicho que eso es todo!
– ¡Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer!
Morwenna enarcó una ceja oscura y retó a su hermana sin pronunciar una palabra.
– No tengo tiempo para esto.
Se dio la vuelta rápidamente y atravesó el vestíbulo, mientras su hermana menor ponía cara de descontento y se apoyaba contra el marco de la puerta de su habitación. Morwenna sintió la rebeldía de Bryanna tras ella, pero la ignoró. Dejó que su inquisitiva hermana probara de su propia medicina. ¿Y qué si estaba enfadada? Bryanna siempre se metía en problemas.
«Como tú», le recordó su conciencia.
¡Rayos y centellas!
Oyó voces que procedían de la escalera y descendió por ellas. El humo de las velas recién encendidas invadió su olfato junto al aroma a carne asada y a pan horneado que se desprendía de la cocina y que se filtraba a través del laberinto de vestíbulos de la torre. Los criados se afanaban de una estancia a otra, recogiendo la ropa sucia, limpiando las chimeneas, barriendo la escalera. Habían repuesto las velas y las habían encendido, lo que procuraba un poco de luz cálida en medio de ese frío día de invierno.
Morwenna alcanzó el primer piso, atravesó el gran salón y encontró la puerta principal abierta de par en par. Varios soldados acarreaban una camilla donde yacía inmóvil un hombre o lo que quedaba de él.
A Morwenna se le cortó la respiración al verlo. A pesar de que la habían advertido que iba a resultar difícil mirarle, no entendió la ferocidad con que le habían atacado. Tenía la cara hecha polvo, hinchada y llena de magulladuras, postillas en las salvajes incisiones que le cruzaban la mejilla y la frente. La suciedad y las hojas se adherían a sus cabellos, negros como la obsidiana, y los ojos eran meras hendiduras interrumpidas por unos párpados hinchados que presentaban unas sombras oscilantes entre el púrpura y el verdusco.
Las vestimentas que llevaba estaban apelmazadas con tierra y sangre y la túnica se hallaba rajada de punta a punta, hasta el extremo de que le dejaba al descubierto el pecho y los cortes recientes llenos de sangre, en carne viva.
Morwenna notó que el estómago se le revolvía.
– ¡Dios mío!
Una voz horrorizada susurró a sus espaldas:
– ¿Todavía está vivo?
A Morwenna le dio un vuelco el corazón. Se dio la vuelta y vio a su hermana de pie, en la escalera, entre el primero y el segundo piso.
Bryanna se había ataviado con una túnica de color cobre sobre el vestido, pero no se había molestado en calzarse. De pie, con los pies desnudos, sintió escalofríos y se quedó boquiabierta ante la escena que sucedía abajo en el gran salón. Se llevó una mano a la boca, sus ojos se abrían como platos, tenía piel tan blanca como la porcelana.
– ¡Por supuesto que está vivo! -dijo Morwenna.
– Apenas -masculló un soldado entre dientes-. Pobre bastardo.
La cara de Bryanna se crispó.
– Tiene un aspecto horrible. Parece muerto.
Morwenna la reprendió sin miramientos.
– ¿No te dije que volvieras a la cama? Vete de aquí.
Una vez satisfizo su curiosidad morbosa con la truculenta escena, Bryanna se santiguó y luego echó a correr descalza escalera arriba como si el mismo diablo la persiguiera.
¡Bien! Morwenna no estaba de humor para hacer frente al histrionismo de Bryanna mientras intentaba poner calma entre todos.
El gran salón, donde había reinado el silencio por el sueño hacía muy poco, ahora era un hormiguero de actividad. Los perros del castillo también estaban inquietos, la vieja perra daba vueltas, gruñía, y Mort vio la oportunidad de vencer a la bestia y robarle su rincón al lado del fuego.
Los criados se apresuraban con toallas frescas y cazos que despedían vapor de agua. Otros sirvientes encendían velas y dirigían miradas de preocupación al herido. Se colocó una cubierta de protección sobre una mesa cerca del fuego, que dos muchachos alimentaban afanosamente con madera y bombeaban con un fuelle.
El hombre que yacía en la camilla gimió aunque apenas parpadeó cuando le trasladaron a la mesa. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué le habían atacado de una manera tan feroz? Susurró algo, una palabra, aunque confusa.
– ¿Qué está pasando aquí?
Alfrydd, el administrador, entró con aire resuelto en la habitación. Era un hombre esmirriado cuya túnica siempre le colgaba de la escuálida espalda de una manera extraña. Su voz tenía una calidad de graznido nasal y era un aprensivo que a veces incluso dejaba a Isa en evidencia, pero era leal y sincero, un corazón valiente atrapado en un cuerpo esquelético.
– Oh, milady -añadió enseguida al ver a Morwenna-. Disculpadme, pero oí que habían traído a un prisionero aquí, en lugar de a la mazmorra, y dudo que sea una decisión acertada.
– La he tomado yo -dijo Morwenna, haciendo una señal hacia el herido-, y no es un prisionero.
De nuevo, el herido trató de susurrar algo, pero era ininteligible.
Alfrydd asintió, como si estuviera de acuerdo, pero no pudo ocultar su conmoción cuando sus ojos aterrizaron en el pedazo de carne humana sanguinolenta que yacía sobre la mesa.
– ¿Han llamado al sacerdote?
– Sí, y al médico -dijo ella, y añadió con impaciencia-: ¿Dónde demonios está Nygyll?
El médico entró de sopetón, como si hubiera estado esperando oír su nombre para hacer acto de presencia, y trajo consigo la fragancia a lluvia fresca y una fuerte ráfaga de viento que presagiaba nieve. Un hombre alto, que caminaba con paso ligero y aire arrogante, caminó con determinación hacia la mesa donde estaba tendido el herido. Isa le seguía de cerca, a dos pasos de él.
– Isa me aseguró que había una emergencia -dijo-. Ah…, ya veo. ¿Quién es?
Morwenna movió la cabeza.
– No lo sabemos.
¿Un amigo o un enemigo?
Nygyll cortó lo que quedaba de la túnica del hombre y se inclinó hacia él para escuchar la respiración áspera.
– Las ropas son las de un hombre pobre.
«Con todo, es sospechoso de ser un espía. Qué extraño…»
– ¿Dónde está el agua caliente? -exigió el médico.
Una criada colocó una olla sobre la mesa más cercana y otra ponía una pila de toallas cerca del agua caliente.
– Necesitaré un triturado de milenrama. -Sus ojos se entrecerraron y ordenó a la primera-: Envíe a alguien al boticario.
– Enseguida -dijo, y se alejó velozmente ondeando la falda.
Nygyll se puso a limpiar las heridas con cuidado, primero enfrentándose a las que parecían poner en riesgo su vida. Otra vez se abrió la puerta principal, y esta vez dos hombres, que hablaban en voz baja, entraron al mismo tiempo que se colaba una ráfaga de viento invernal penetrante.
Alexander, el capitán de la guardia, un hombre musculoso, de pelo rizado color castaño, mandíbula cuadrada y ojos tan marrones como una cibelina, inclinaba la cabeza hacia abajo y hablaba con el padre Daniel, el sacerdote de la torre, que tenía un aspecto tan débil como robusto era el del soldado. Independientemente de cuál fuera la estación, el sacerdote siempre estaba pálido, con la piel casi traslúcida, los ojos de un azul frío, los cabellos rojizos espesos e hirsutos, y la expresión adusta. Era un clérigo que parecía tomarse la carga de ser el mensajero de Dios como un trabajo arduo e insoportable. Sus ojos toparon con los de Morwenna un instante, después los apartó rápidamente.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado, Dwynn el tonto se deslizó en el interior. Era un hombre de veintitantos años pero que nació con una mente que nunca dejaría de ser como la de un niño. Atrajo la atención de Morwenna pero la esquivó situándose detrás del sacerdote, fuera de su campo de visión directo. Morwenna no entendía el miedo que suscitaba en él, ya que había tratado de mostrarse amable, pero daba la impresión de querer evitarla siempre, lo cual ya le parecía bien teniendo en cuenta el humor de perros que tenía esa mañana.
Isa, mirando cómo el médico se ocupaba de las heridas del hombre, se acercó furtivamente a Morwenna.
– No podremos llevarlo -dijo, señalando con su barbilla huesuda al herido- a menos no hasta la celda del ermitaño de la torre norte, porque el suelo está podrido. Y la celda de la torre sur está ocupada por el hermano Tomás, así que sólo quedan la mazmorra, el hoyo o…
– ¿El hoyo del puente levadizo? ¿La mazmorra? -preguntó Morwenna, sacudiendo la cabeza con energía-. No, Isa. No trataremos a este hombre como si fuera un enemigo. Lo instalaremos arriba, en la cámara de Tadd, con un guardia en la puerta para estar más seguros. No hay ninguna razón para suponer que este… hombre, a las puertas de la muerte como está, nos quiera hacer daño.
Observó los ojos preocupados de la vieja mujer y se dio cuenta de que Dwynn, siempre a su lado, jugueteaba con el dobladillo desigual de su manga. ¿Qué fragmento de la conversación habría sido capaz de entender? Aunque todo el mundo dijera que era tonto o que no tenía dos dedos de frente, Morwenna a menudo se preguntaba si esa apariencia de inteligencia embotada no formaba parte de un ardid.
– Ven, dejemos a Nygyll espacio para trabajar -dijo, empujando a Isa a una antecámara que había debajo de la escalera-. ¿Por qué sir Alexander cree que el hombre es un espía?
– No lo sé -susurró Isa.
– Pero tú lo crees.
– No es exactamente así, milady -puntualizó Isa, bajando el volumen de la voz y evitando el contacto con la mirada de Morwenna.
– Entonces, qué… Oh, por los dioses, no me digas que se trata de una de tus visiones otra vez.
Isa apretó los labios delgados y entrecerró los ojos.
– No os burléis de mí, niña -le dijo, cambiando el papel de amable sirvienta por el de nodriza que la había criado-. Las cosas que he visto han demostrado ser ciertas y lo sabéis bien.
– A veces.
– La mayoría de las veces. ¿Os habéis fijado en el anillo?
Los ojos de la anciana se tornaron de un color oscuro.
– ¿Qué anillo? -preguntó Morwenna mientras la embargaba una sensación de temor creciente.
– El anillo de oro que lleva el herido. Es un anillo con un emblema. El emblema de Wybren.
El corazón de Morwenna pareció irse a detener en cualquier momento. Los muros del castillo se cernieron sobre ella.
– ¿Qué estás diciendo, Isa?
La mirada de la vieja mujer era afilada, las arrugas alrededor de los labios parecían más pronunciadas.
– Ese hombre que yace convaleciente, con el alma entre los dientes, en el gran salón, puede ser Carrick de Wybren, y el anillo que lleva está maldito.
– ¿Maldito? ¿Carrick? Por Dios, Isa, ¿te has vuelto loca? -preguntó Morwenna.
Como si su nombre fuera lo que hubiera escuchado, el hombre gritó de dolor y luego susurró, inmerso en el delirio: «Alena». Morwenna se quedó helada. No… No podía ser. Pero la voz áspera otra vez murmuró presa de la desesperación: «Alena…».
El corazón de Morwenna se derrumbó cuando oyó el nombre de la mujer que se había convertido en la amante de Carrick, la mujer de su propio hermano. Alena de Heath, la hermana menor de Ryden de Heath, el hombre a quien Morwenna estaba prometida en matrimonio. Oh, Dios. Se sintió mal en su interior y le pareció que las miradas de todos cuantos atendían al herido se clavaban en ella.
– Lo sabía -susurró Isa, pero no había rastro de triunfo en su voz. Apretó los labios y trasladó la mirada del herido a Morwenna-. Creo que este hombre es, en verdad, Carrick de Wybren -dijo suavemente mientras daba vueltas con sus viejos dedos a la piedra que colgaba de la cadena que llevaba al cuello-, y si es el maldito traidor, el asesino, que la gran Madre nos asista.