Capítulo 29

El Redentor deslizó los dedos por el cuchillo. Estaba listo. Ansioso. Tenía los nervios tensados hasta el límite.

Desde su lugar oculto tras la cortina del balcón, había observado cómo capturaban a Carrick y le arrastraban hasta el gran salón, y se cercioró de que el canalla era realmente Theron.

Al Redentor se le removieron las tripas al pensarlo. Suponía que Theron había muerto en el incendio y, al saber que no sólo Carrick había escapado de las llamas del fuego, de manera que acabara la estirpe de Wybren, sino también Theron, se sintió indigno.

Pero ahora sabía la verdad y conocerla le hacía sentirse poderoso.

Peor aún, había visto cómo arrastraban a Dwynn, aquel idiota, hasta el gran salón y cómo un estúpido decía más de la cuenta en lugar de callar. Pensando en que todos los planes que había urdido al detalle podían malograrse por ese tonto patético, montó en una cólera irracional. Dwynn, también, tendría que pagar un precio con su vida.

Theron y su grupo de soldados iban camino de Calon, otro motivo de irritación con el que tendría que lidiar. Pero antes de nada, Graydynn.

Había conseguido deslizarse desde el balcón hasta los calabozos, varios pisos más abajo: un lugar horrible, húmedo y sombrío que sólo engendraba pestilencia y desesperación. Sólo ocupaban las celdas los roedores, los insectos y las serpientes, que se arrastraban a través de las barras oxidadas. El agua goteaba en algún punto y los olores a moho, orina, suciedad y paja podrida se mezclaban en un hedor que abrasaba las fosas nasales.

Pero él no tendría que quedarse mucho tiempo. Tan pronto como Graydynn estuviera entre rejas, se acercaría con sigilo al guardia, le clavaría la hoja del cuchillo entre las costillas, buscando el corazón, y luego abriría la puerta. Graydynn supondría que estaban liberándole. Sólo cuando intentara salir de la celda, entendería lo que sucedía. Después sentiría cómo se hundía el cuchillo en su cuello y en cuestión de segundos estaría muerto, con una W grabada en su garganta mentirosa.

Desde su escondrijo, El Redentor sintió un temblor de excitación recorrerle el cuerpo, el zumbido cálido de la anticipación le provocaba que el pulso le latiera más fuerte. Deslizó la yema del pulgar hasta la hoja afilada del cuchillo y aguardó aguzando el oído.

En unos minutos, el sonido de las pisadas de botas bajando por la escalera llegó a sus oídos. Junto con las fuertes pisadas, también escuchó a Graydynn despotricando, proclamando su inocencia e intentando sobornar a la guardia con dinero, mujeres o aquello que se les antojara.

Ay, era placentero escucharle negociar por su vida. Suplicar a la guardia. Hacer promesas que posiblemente no podría cumplir. Conocer el miedo y la frustración de perder todo lo que pensaba que había ganado. Las cadenas sonaron, siguió el chirrido de una llave oxidada girando en la cerradura, y a través de la luz tenue de dos velas de junco, El Redentor fue testigo de la mortificación final de Graydynn al verse arrojado en el interior de una celda fétida y sucia.

Graydynn gimoteó primero y luego gritó obscenidades.

No sabía que debería estar rezando por su alma.

Ante el asombro de El Redentor, el guardia cerró la puerta de la celda y luego se marchó, colgando el juego de llaves en un gancho que había en la pared junto a la escalera.

– ¡No me abandonéis aquí! ¡No podéis hacerlo!

El guardia se volvió, le miró directamente a la cara y luego escupió el suelo. Un segundo más tarde, sus pesados pasos se apagaron mientras subía la escalera.

– ¡Por todos los infiernos! ¡No podéis abandonarme aquí! -Graydynn, frenético, agarró los barrotes y los sacudió a rabiar-. Os ordeno que me liberéis. ¡Os ordeno que me pongáis en libertad! -exigió-. ¡Sir Michael! ¡Volved aquí! ¡Sir Michael! -Graydynn respiró hondo y propinó una patada al suelo arrojando algo, un trozo de hueso, un terrón mugriento o a roca, que impactó contra la pared haciendo un ruido sordo-. ¡Idos todos al infierno! -exclamó con rabia.

El Redentor esbozó una leve sonrisa. Oyó cómo se cerraba una puerta arriba y después se hacía el silencio, roto por la plática del preso. Dio un paso fuera de la sombra hacia la zona iluminada tenuemente. Graydynn estaba tan preso de la rabia que no percibió cómo se acercaba hasta que no estuvo delante de la celda.

– ¿Quién sois? -le preguntó asustado, mirándole en la oscuridad.

– Estoy aquí para ayudar.

– Muy bien, entonces podéis empezar abriendo la maldita puerta. ¡No puedo creérmelo! ¡Encerrado aquí como un vulgar criminal! ¿Podéis daros un poco más de prisa?

El Redentor asintió con la cabeza y se acercó hasta la escalera para recuperar las llaves. Mientras lo hacía, desenvainó el cuchillo con la otra mano.

Graydynn no se dio cuenta. Sólo prestaba oídos al sonido metálico de las llaves y a la promesa de libertad.

El Redentor pensó jugar con él, tomarse su tiempo, incluso bromear con el supuesto señor de la torre, pero lo pensó dos veces, tenía que volver a Calon y quedaban pocas horas antes del amanecer.

Primero introdujo una llave en la cerradura e intentó abrir. No encajaba.

– Por los clavos de Cristo, ¿tenéis que ser tan lento? -gruñó Graydynn.

Probó con otra llave. Tampoco se oyó ningún chasquido en la puerta.

– ¡Dadme el llavero, inútil! -le dijo Graydynn bruscamente, arrebatándole el pesado manojo de la mano.

Hizo un intento tras otro y, cuando por fin la cerradura emitió el chasquido de apertura y empujó la puerta para que se abriera, El Redentor ya estaba esperándole.

Graydynn avanzó hacia él. El Redentor le agarró por los cabellos, torciéndole la cabeza hacia atrás, y le rajó el cuello con un corte en forma de W, antes de que Graydynn pudiera abrir la boca para gritar.


– Lo siento, milady -se disculpó el hermano Thomas mientras inspeccionaba el solario una última vez-. Tal vez cuando tengamos más luz podamos encontrar algo, pero me temo que no descubriremos nada esta noche, probablemente nada en absoluto.

Morwenna no estaba dispuesta a darse por vencida pero se daba cuenta de que el anciano estaba cansado. Las manchas oscuras que le contorneaban los ojos eran más pronunciadas y sus movimientos, cada vez más lentos. Habían estado buscando durante horas y no habían descubierto nada.

– Habéis puesto todo de vuestra parte, hermano Thomas -le agradeció.

La primera luz del alba, que surgía de las colinas del este, alcanzó los ojos de Morwenna. La mañana estaba de nuevo al caer, los gallos cantaban sonoramente, el centinela en la atalaya soplaba el cuerno de caza, anunciando el cambio de guardia.

– Pedidle a Cook que os prepare unas gachas de avena, morcillas o una tarta de pinzón antes de volver a vuestra habitación.

– Tal vez -dijo con suavidad, y sus viejos ojos destellaron al oír hablar de comida.

Morwenna le tomó del brazo con suavidad mientras se volvía en dirección a la puerta.

– No debéis pasar todo el tiempo allá arriba. Os prepararé un lugar caliente, con un fuego y un colchón para dormir.

– No, hija mía -le dijo con una débil sonrisa- pero os lo agradezco. Ahora, intentad descansar.

¡Descansar! Eso era lo último que podía hacer. Al amanecer, el castillo comenzaba a ser un hervidero y aún le quedaba mucho por hacer.

Vio al viejo monje en la cocina, donde una de las criadas le prometió acompañarle de vuelta a la torre después de ofrecerle un poco del guisado de cordero del Cook. Morwenna regresó a su habitación, se echó agua por la cara y renovó la determinación de encontrar las habitaciones secretas.

Recordó que podían ser los pensamientos infundados de un anciano con una cabeza débil y confusa. Mientras se secaba con la toalla sacudió la cabeza. Aún le creía. Durante las horas que había pasado con el monje, le había encontrado lúcido y apenas se había repetido. Insistió en que su abuelo había creado una trama de pasajes secretos.

Quedaba una habitación sin revisar, pero ahora, con la luz del alba, era el momento de buscar también allí. Además, quería hablar con su hermana. Mort, que había estado durmiendo hecho un ovillo sobre la cama, levantó la cabeza a su paso, y meneó la cola cuando le acarició la cabeza. Se volvió a dormir rápidamente, después de haberla seguido durante toda la noche.

– No te culpo -admitió, mirando la cama y pensando que sería un regalo divino poder dormir durante unas horas.

Pero todavía no. Había prometido que montaría al amanecer en busca de Alexander y Payne. Debía explicarle a Sarah el encuentro de la noche anterior con los secuaces de Carrick.

¡Carrick! El traidor.

¿Qué quería a cambio de liberar a sus hombres? ¿Dinero? Pero los canallas no habían exigido rescate. Tal vez tendría que haberlos encerrado en las mazmorras, pero tuvo miedo de que Carrick degollara a Alexander y a Payne.

Su corazón se desmoronó.

Tal vez ya estuvieran muertos. Si los canallas volvían, exigiría una prueba de que vivían.

Se negaba a pensar de ese modo, no lo creería. También se negaba a pensar que algo horrible les hubiera sucedido a cuantos se ausentaban de la torre, aunque si el médico, el sacerdote y Dwynn no aparecían durante el día, buscaría ella misma por la ciudad.

Llamó a la puerta de Bryanna y esperó.

No hubo respuesta.

– ¿Bryanna? -llamó golpeando más fuerte, puesto que la joven dormía profundamente-. Bryanna, tengo que hablar contigo.

Volvió a esperar y luego llamó de nuevo. Al no oír los pasos de su hermana, abrió la puerta de un empujón.

– Rayos y centellas, Bryanna, despierta. Entiendo que estés afligida por lo de Isa, pero…

La habitación estaba fría, vacía. La cama sin arrugas.

El corazón de Morwenna latía en su pecho alocadamente. Su hermana tenía que estar allí. La buscó. La habitación era más pequeña que la suya, con una alcoba no muy grande cerca de la chimenea, con unos estantes. No estaba escondida debajo de la cama. No, no estaba en la habitación. ¡Pero tenía que estar allí!

Se dirigió rauda y veloz hacia la ventana. Era alta pero se podía acceder a ella si uno se encaramaba, y lo suficientemente grande para escapar por ella.

El alféizar era ancho y sólido pero la caída era brusca, de tres plantas. Morwenna se asomó afuera y observó la neblina abajo y el patio de armas a lo lejos. Del alféizar no colgaba ninguna cuerda. Incluso si una persona era lo bastante osada para saltar sobre el suelo blando y embarrado, correría un gran riesgo y el peligro de quedar mal herido o morir. No, Bryanna no había saltado por la ventana.

Morwenna escrutó la habitación en vano. Bryanna sólo podía haber salido por la puerta. ¿Se había escabullido su hermana, incapaz de soportar las tragedias y el dolor que habían ocurrido en la torre? ¿Pero adonde iba ir? ¿A Penbrooke?

¿La habrían secuestrado?

Se le hizo un nudo en el estómago. El vello de los brazos se le erizó. ¿Habría corrido Bryanna, su querida hermana, la misma suerte que Isa y Vernon? ¿La habría capturado el monstruo para rebasarle el cuello?

– ¡Dios mío! -suspiró Morwenna.

Las rodillas amenazaban con no poder sostenerla. Levantó la mirada al techo. ¿Acaso el asesino que rondaba por el castillo habría estado observándola?

Abandonó la habitación y cuando estaba a punto de llegar al vestíbulo tropezó con un hombre que se dirigía a la habitación de Bryanna. Hubiera gritado, avisado a la guardia, pero le falló la garganta cuando vio a su antiguo amante.

Se tapó la boca con la mano y sintió como si se remontara atrás en el tiempo y en el espacio.

Carrick de Wybren iba tras ella. No le cabía duda. No mostraba ninguna cicatriz o magulladura en la cara, ninguna evidencia de la nariz rota, sólo los mismos ojos azules que recordaba hacía tres años.

– No digáis una palabra -ordenó él.

Cerró la puerta tras de sí con un ruido sordo. En el corazón de Morwenna estalló un dolor punzante. Su mente se nubló.

– Pero… vos no sois el hombre… que encontramos. Vos… no habéis sufrido ningún golpe.

– Shh… -le dijo.

Aunque sostenía una espada en la mano no le tuvo miedo.

– ¿Quién era? -susurró. El mundo se tambaleó cuando pensó en el hombre herido y lleno de cicatrices, cómo se había acostado con él, le había creído, segura de que era el mismo hombre de pie ante ella, el guerrero fuerte y sin magulladuras que había conocido-. ¿Quién era?

– Mi hermano.

– Todos murieron en el incendio -protestó, pero el parecido entre esos dos hombres era incuestionable.

– Theron no.

Morwenna luchó para entenderlo.

– ¿Theron? ¿El marido de Alena? -preguntó mientras recordaba el nombre de la mujer en labios del herido, el nombre que llamaba en su delirio.

Estaba a punto de sufrir un colapso. Theron. ¿Lo sabía? ¿Le había mentido? ¿Se hacía pasar por Carrick?

¿Qué había dicho? Al instante recordó su confesión.

Le costó tragar saliva a medida que la conmoción daba paso a la cólera.

– ¿Dónde está? Theron… ¿dónde está?

– No lo sé. Creía que estaría aquí, con vos.

– ¡Vos le golpeasteis, le disteis por muerto!

– ¡No! -Los ojos de Carrick destellaron-. Cometí una equivocación. Ha estado al servicio del rey, lejos, con un nombre que no era el suyo, y descubrí que había regresado y que se dirigía a Wybren. Todo el mundo piensa que maté a mi familia y Theron también lo cree. Sabía que volvería a revivir el interés por el asunto y que me perseguirían otra vez, tal y como hicieron después del incendio.

– Provocasteis el fuego.

– ¡No lo hice! -juró, con los ojos brillantes y una mueca de indignación porque pensara algo así-. Les dije a mis hombres que le detuvieran, y se pasaron de la raya. Cuando llegué, estaba casi muerto.

– ¿Y le abandonasteis?

Afirmó con la cabeza, deslizando la barbilla a un lado.

– Es tan grave como asesinarlo.

Inspiró profundamente y añadió:

– He hecho muchas cosas en la vida de las que no estoy orgulloso, Morwenna. En cuanto a Theron, oí a los cazadores, sabía que le encontrarían. Él no tenía ninguna posibilidad conmigo, viviendo como vivía en el bosque, pero si le traían aquí, a la torre, tenía una, aunque sólo fuera una única y triste posibilidad de sobrevivir. Me quité el anillo y se lo puse en el dedo, para que vos… intentarais ayudarle.

– Y si moría, todo el mundo asumiría que él era vos y habríais recibido lo que merecíais por el asesinato de vuestra familia. ¿Lo hubierais permitido? Y luego, ¿qué? ¿Pensabais que la gente no os continuaría reconociendo?

– Esperaba que Theron sobreviviera.

– ¿Para ser juzgado como asesino? ¿Para asumir la culpa de vuestros crímenes?

– ¡No maté a mi familia! -juró otra vez-. ¡Yo no sabía que cuando Theron despertara, si es que lo hacía, habría perdido la memoria!

– Eso era lo conveniente. ¿Cómo sabíais que no podría recordar? -aspiró bruscamente-. Tenéis espías en la torre. Recordó todas las veces que había oído susurros de personas, que había visto intercambios de miradas, que había sentido que la observaban unos ojos ocultos. ¡Y siempre era Carrick!

– Hay hombres que aceptan dinero a cambio de información -advirtió.

Y en quien primero pensó fue en el alfarero, un hombre mañoso y entrometido al que no tenía mucha confianza. Y él sólo era uno entre tantos.

– Entonces, ¿vuestros espías han merodeado por los pasajes secretos de la torre? -le desafió.

– ¿Pasajes secretos?

– No finjáis que no conocéis las cámaras ocultas, las entradas secretas, los pasillos dentro de los pasillos que atraviesan Calon.

Morwenna le tanteaba pero él no conocía sus intenciones.

– ¿De qué habláis?

– ¡Por esos pasajes se escabullen vuestros espías!

Por una vez, Carrick se quedó mudo.

– ¿Negáis saber algo?

– Niego que existan -respondió confundido-. He contado con espías aquí durante casi un año y nunca me informaron de esos pasajes… de los que me habláis.

Morwenna le miró fijamente y no supo qué creer. Él parecía estar sinceramente confuso, pero Morwenna sabía que era un actor consumado. ¿No había fingido amarla? ¿No le había creído ese verano que parecía tan lejano?

Giró la cabeza ante todas las mentiras que estaba tejiendo. Vertía mentira tras mentira de la lengua con tanta facilidad como tragaba saliva. Morwenna no podía confiar en él otra vez. ¡Nunca! Conocía su insensibilidad y su crueldad.

– Me abandonasteis -le acusó- estando yo embarazada.

Sus ojos parpadearon y palideció un poco, pero no lo negó, y el corazón de Morwenna se rompió de nuevo en mil pedazos. Todavía continuó hurgando en la herida, la furia le encendía la sangre el desdén palpable se le dibujaba en la cara.

– Me abandonasteis embarazada y luego volvisteis con Alena, la esposa de Theron, que murió en el incendio.

Carrick no lo negó.

– Y ahora pretendéis que todavía os crea cuando vuestros hombres atacaron a Theron y le golpearon casi hasta la muerte…

– ¡Fue un error!

– … Y a pesar de que habéis apresado a algunos de mis hombres para negociar conmigo, sin estar claro con qué fin, queréis que crea que vuestras intenciones son honorables. Ese es vuestro propósito, ¿no es así? ¿Hacer creer a todos que no sois un asesino bastardo?

Él luchó por darle una respuesta. Morwenna enarcó una ceja y esperó.

– Sí.

– ¿Y queréis que crea que no le haréis más daño a Theron?

– Sí.

– ¡Esperáis demasiado! Sois lo más bajo que se arrastra por la tierra, Carrick de Wybren -le culpó-. Por todo lo que sé, no sólo habéis matado a vuestra familia, sino también a uno de mis centinelas y a la comadrona que era mi nodriza.

– Os juro, Morwenna, que yo no lo hice.

– ¿Por quién juráis? ¿Por la vida de nuestro hijo que nunca nació? ¿Por las tumbas de vuestra hermana, vuestros padres y hermanos? ¿Por la libertad de los hombres que mantenéis presos?

Apretó la mandíbula, pero sostuvo la cabeza con un orgullo inmerecido.

– Entended, Carrick, que no confío en vos. No os creo. Preferiría negociar con Lucifer y con todos los demonios del infierno antes que ayudaros. -Avanzó hacia él, cerró la boca y miró fijamente sus ojos azules seductores y traidores-. ¿Qué diablos habéis hecho con mi hermana? -exigió.

– ¿Vuestra hermana? No lo sé.

– ¡Mentiroso! -casi gritó, sin dejar de apretar los puños-. ¡Decidme dónde os la llevasteis y rezad a Dios por vuestra alma mortal si le habéis ocasionado cualquier daño! -Se detuvo cuando sus zapatos rozaron las botas de él. Alzaba el cuello hacia él para llegar a la altura de sus ojos, ensartándole con una mirada de pura aversión. Temblaba por dentro, tenía un nudo en el estómago y sus palabras brotaban como un silbido entre el rechinar de dientes-: Si Bryanna está herida o… o peor, ¡veré cómo os cuelgan, pedazo de estiércol, de los talones y os rebanan en canal para que se derramen vuestras tripas hasta morir!

Su mirada no vaciló.

– ¡Juro, Carrick, miserable hijo de perra, que os mataré con mis propias manos!

Se abalanzó contra él, le aporreó el pecho con los puños y sintió que los brazos la rodeaban. Mientras ella luchaba y arañaba, él tuvo la audacia, el maldito valor, de no golpearla ni de defenderse. Simplemente sostuvo cerca de él mientras escupía, se agitaba y lo enviaba al infierno, insultándole sin tregua. El miedo y la cólera la empujaban a moverse violentamente, con furia, entre sollozos emergentes entrecortados, hasta que la rabia se calmó y se quedó extenuada, empapada en sudor, jadeante, respirando con dificultad entre sus brazos. Morwenna clavó la mirada en su hermosa cara y no vio al hombre que había amado sino a un mentiroso, un tramposo, un traidor. Si su corazón palpitaba no era por amor, lujuria o tentación, sino por el peligro que corrían aquellos que amaba y la frustración de sentirse incapaz de salvarles.

Las dudas la asaltaron. ¿Había sido la esperanza, los sueños, los planes de convertirse en lady Calon, soberana de la baronía, lo que había provocado el dolor, el engaño y la muerte entre aquellos muros gruesos y sólidos?

Por fin se dio cuenta de que todavía estaba entre sus brazos, que sus pechos se apretaban contra el de él, que su mandíbula cuadrada apretaba su frente, y su olor le invadió las fosas nasales. Le recorrió un espasmo de repulsión.

– ¡Dejadme en paz!

– Si eso es lo que deseáis.

– ¡Así es!

Él arqueó una ceja negra indecisa y ella deseó arrancar la sorna de la condenada cara.

– ¿Qué diablos hacéis aquí? -le exigió.

Él la soltó, ella dio un traspié y volvió a cogerla.

– He estado esperándoos -le confesó con la misma voz grave que la recordaba-. Aquí, en esta habitación. Salí cuando bajasteis con el monje.

– ¿Cómo sabéis lo que he estado haciendo? Y ¿dónde está mi hermana, maldita sea?

– Sé lo que habéis estado haciendo porque he estado vigilándoos, hasta contar con la posibilidad de estar a solas. La mayor parte del tiempo me oculté aquí fuera porque nadie se molestó en entrar. De vuestra hermana no sé nada. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada, el fuego apagado y la cama sin deshacer.

– ¿Cómo entrasteis?

– Mis hombres os distrajeron.

Ella pensó en los dos hombres que se habían presentado en la torre de entrada.

– Era sencillo -continuó Carrick-. Supuse que enviaríais a algunos hombres tras ellos, como hicisteis en busca de Carrick, y di instrucciones a Will y a Hack de que dispersaran a vuestros soldados en direcciones contrarias. Mientras ellos hablaban con vos y la guardia estaba distraída, me introduje sigilosamente por las puertas hasta entrar en la torre.

– ¿Con tanta facilidad? -preguntó con amargura.

Inclinó la cabeza, bajó la mirada y de nuevo le miró a los ojos.

– Vuestra seguridad, milady, es… peor de lo que desearía.

En ese instante, ella le creyó. La gente había sido asesinada o había desaparecido, y nadie, ni soldados, espías, rastreadores o cazadores, había encontrado ninguna pista sobre la identidad del asesino o de los desaparecidos.

Ella soltó un suspiro.

– ¿Tenéis a mis hombres?

– Sí. Escondidos.

– ¿A todos? ¿Al médico y al sacerdote y… y al que consideran un tonto?

– No, sólo al alguacil y al capitán de la guardia.

– ¿Y los demás…?

– No están en mis manos -respondió, frunciendo el ceño-. ¿Estáis segura de que no partieron por iniciativa propia?

– No lo sé -admitió ella-. Pero resulta extraño que se hayan ido todos, la misma noche en que segaron la vida a Isa y Car… Theron escapó.

– Pensasteis que mi hermano era yo. Sabía que todos los demás nos confundirían, pero pensé que vos… habríais notado la diferencia.

Ella se sonrojó y se mordió el labio.

– Pensé que estabais muerto -le confesó, con un hilo de voz-. Y luego apareció ese hombre con vuestro anillo. Tenía que creer… No, quise creer que habíais sobrevivido.

Carrick inclinó la cabeza como si fuera así, lo que enfureció a Morwenna de nuevo.

– Hicisteis que mis hombres cayeran en la trampa para poderlos utilizar -dijo ella bien alto-. Decidme, ¿qué trato queríais hacer?

– Necesito vuestra ayuda -dijo él.

Ella receló al instante.

– ¿Vos necesitáis mi ayuda? -casi rió por lo absurdo de la situación, sacudiendo la cabeza hasta la locura-. Es ridículo. ¡Nunca habéis necesitado la ayuda de nadie en vuestra miserable vida!

– Hasta ahora. Os pido vuestra ayuda para probar que no provoqué el incendio que mató a mi familia. Para este fin tendremos que convencer a Theron.

– ¿El hombre que golpeasteis casi hasta la muerte? No será fácil.

– Y debemos encontrar al verdadero asesino. O a los asesinos.

– Ha pasado más de un año desde el incendio. Todo el mundo en Wrybren ha intentado resolverlo.

– ¿De veras? -sacudió la cabeza-. Pero no el actual barón. Graydynn está satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. -Se frotó la barbilla-. Escuchad, Morwenna, sé que no tenéis ninguna razón para confiar en mí y más de una para odiarme, para considerarme vuestro peor enemigo, pero si me ayudáis en mi búsqueda, os ayudaré en la vuestra.

– Liberaré a vuestros hombres -prosiguió él- y os ayudaré a encontrar a vuestra hermana y a quien haya desaparecido. Pondré todo que tengo a mi alcance en desvelar quien mató al guardia y a la anciana… por encima de todo lo demás, Morwenna -dijo solemnemente-. Os ayudaré a localizar a mi hermano. -Sus ojos azules se clavaron en los de ella-. Es lo mejor que puedo ofreceros, pero es sincero. Tenéis mi palabra.

– No confío en vos o en vuestra palabra.

– Mi palabra es tan buena como la de cualquiera que viva en esta torre, la mitad de los cuales desearían veros fracasar o que otro os reemplazara sólo porque sois mujer.

Morwenna no podía discutir esas palabras.

Se quitó la espada y la tiró encima de la cama, luego metió la mano en la bota y sacó un pequeño cuchillo perverso. También lo depositó sobre el colchón de Bryanna.

– ¿Qué decidís, Morwenna? -preguntó-. ¿Dejaréis que os ayude o actuaréis por cuenta propia?

Caminó hasta la cama y recuperó las armas. Le miró directamente a los ojos y gritó:

– ¡Guardias! ¡Sir James y sir Cowan, os necesito aquí inmediatamente!

Se oyó un tropel de pasos por la escalera. Carrick resopló.

– ¿Esta es vuestra respuesta?

– Pongo a Dios por testigo, Carrick, que nunca confiaré en vos -afirmó sin mover apenas los labios-, pero no os privaré de la libertad. Trabajaréis con mis soldados de confianza. Ellos irán armados. Vos no.

– Lady Morwenna -llamó sir Cowan.

– ¡Aquí, en la cámara de Bryanna!

Ella clavó la mirada en su antiguo amante.

– No cometáis ningún error, Carrick, o no volveré a tener confianza en vos mientras pueda respirar, pero os permito esta última oportunidad de demostrar lo que valéis. ¡Y si me desafiáis, mentís o ponéis en peligro las vidas de aquellos a quienes amo, juro que emplearé el resto de mi vida en hacer de la vuestra un infierno!

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