Morwenna huyó de la capilla sin albergar ningún sentimiento de santidad. A lo largo de la monótona misa, estuvo absorta en sus pensamientos sobre el desconocido, y aunque se persignó, escuchó las plegarias del padre Daniel y sostuvo el rosario entre sus manos, susurrando palabras a Dios, lo hizo sin pensarlo o meditarlo. Rezó por una cuestión de costumbre y durante todo el tiempo estuvo abstraída en sus consideraciones sobre el hombre herido. ¿Era un amigo o un enemigo?
«Carrick»
¿Cabía la remota posibilidad de que se tratara de él?
Su corazón le dio un vuelco ante la idea, mientras sus pasos se adentraban en la tarde helada, y experimentó una sensación cálida de algo semejante a la venganza fluyéndole por la sangre. ¿Acaso era posible? ¿De veras el destino le había servido en bandeja el malvado corazón que ella había amado con tanta ferocidad, brindándole el poder sobre su suerte? Probablemente, debido a que él estaba en un estado tan penoso, sintió una punzada de culpa por aquel pensamiento. Si hubiera estado sano, inmediatamente lo habría arrojado a los lobos de Wybren. A Graydynn. Al verdugo, si era un traidor asesino. Pero estaba moribundo cuando lo encontraron y su corazón de piedra se había ablandado ligeramente cuando había mirado fijamente aquella cara castigada.
De alguna manera el herido había logrado sobrevivir. Aunque el médico había advertido que, con toda probabilidad, el hombre moriría en el plazo de un día, había resistido la adversidad.
Había transcurrido más de una semana desde que lo habían encontrado debatiéndose entre la vida y la muerte. Con toda certeza, un hombre con esa voluntad de vivir, que demostraba ser tan férrea, sobreviviría a un destino fatal.
«Y, entonces, Morwenna, ¿qué harás con él? Tú, como señora de la torre que eres, tienes su suerte en tus manos. ¿Qué pasa si es Carrick?… ¿Y si no lo es?»
– Rayos y centellas -refunfuñó.
En aquel momento estaba tan confusa como lo había estado cuando habían introducido al herido sobre la camilla en el interior de la torre. Se ató la bufanda con más fuerza alrededor del cuello y casi no vio a los criados y a los hombres libres que trabajaban en el patio de armas. El herrero forjaba unas herraduras mientras las muchachas recogían huevos o chamuscaban el pelo y las plumas de los pollos muertos y la lavandera miraba con el ceño fruncido hacia el cielo oscuro. Morwenna apenas se daba cuenta de los esfuerzos que realizaban quienes estaban a su alrededor. No obstante, su cuerpo respondió, le sonaron las tripas cuando pasó por delante de la cabaña del panadero, y el olor a pan fresco, manzanas, canela y clavos la embriagó.
– Morwenna, ¡espera! -gritó Bryanna, saliendo a todo correr de la capilla.
Morwenna echó una ojeada sobre su hombro y vio a su hermana meterse por un camino lleno de charcos helados y alcanzarla en el jardín, donde las flores del año pasado se habían marchitado y un banco situado cerca de una fuente estaba cubierto de hielo.
Como si estuviera leyendo los pensamientos de su hermana mayor, Bryanna le preguntó:
– ¿Qué pasa si es Carrick el hombre que está en la habitación de Tadd?
– Eso es imposible. Lo más probable es que Carrick muriera en el incendio junto al resto de su familia.
Morwenna continuó andando, abrazada a la capa que mantenía apretada contra su cuerpo. Pasaron por un enrejado donde unos escaramujos todavía colgaban de una enredadera oscura, sin hojas. No quería hablar con su hermana sobre Carrick o quien demonios fuera ese hombre. Bryanna y ella habían agotado esa conversación una docena de veces desde que habían visto el maldito anillo de Wybren en la mano del herido.
– Está… muerto -dijo, echándole una mirada a su hermana-. Y esta discusión también.
– Estuviste enamorada de él un día -la acusó su hermana, y Morwenna casi tropezó con una roca del camino-. Y ahora eres la prometida de Lord Ryden de Heath.
A Morwenna le dolió la mandíbula. No podía pensar en Ryden en aquel momento.
– Nunca estuve enamorada de Carrick -dijo ella, más para convencerse a sí misma que a su hermana.
Sí, es cierto que pensaba que lo amaba, pero fue sólo una estúpida niñería. Después de todo, ¿no se había acostado él con Alena antes y después de su flirteo con Morwenna?
– Te rompió el corazón.
Por dentro Morwenna se desmoronó, sintió cómo el embuste que encerraba esa negativa le trababa la lengua. Sin embargo, se detuvo en seco cerca de la cabaña del carretero e imploró al cielo que acabara aquella conversación.
– Fue hace mucho tiempo. Han pasado tres años.
– Lo sé, pero si se demuestra que ese hombre es Carrick, ¿qué vas a hacer? O bien ocasionó el incendio en Wybren y es un criminal, o bien escapó del fuego y el auténtico incendiario vaya tras él… De todas formas, lord Ryden no se pondrá nada contento si sabe que estás dando cobijo a un antiguo amante que, además, puede ser un criminal, un asesino.
– O una víctima -dijo ella, adivinando una mirada desafiante por parte de su hermana.
– Ni siquiera le conozco, pero dudo que Carrick de Wybren sea una víctima -replicó Bryanna-. Un granuja, sí. Un malvado, también, pero jamás una víctima.
No esperó a que le diera una respuesta, sino que se alejó rápidamente, dejando a Morwenna a solas, absorta en sus pensamientos fríos y preocupados.
«El fuego podría haber sido accidental», se dijo Morwenna en su interior, resistiéndose a creer que Carrick hubiera acabado intencionadamente con toda su familia. ¿Con qué fin? Cierto es que si su padre, Dafydd, y su hermano mayor, Theron, morían en el incendio, él se convertiría en lord. Pero eso sólo si podía cargar con el peso de los muertos. Y, además, tendría que dar un paso más y desafiar a su primo Graydynn para hacerse con la baronía. Graydynn, el sobrino de lord Dafydd, había heredado la torre después de aquel aterrador incendio, y si Carrick estaba realmente vivo, no había vuelto para enfrentarse por la reclamación de la herencia.
Porque era un traidor. ¡Un asesino!
– Oh, por el amor de san Pedro -masculló entre dientes.
Un carretero, que se inclinaba sobre una rueda con los radios rotos, levantó su cabeza.
– ¿Milady? -se enderezó, tenía la nariz roja por el frío, su pelo de paja coloreado sobresalía bajo un gorro de lana-. ¿Hay algo que pueda hacer por vos?
El hombre se limpió las narices con la manga desigual que cubría su brazo.
– No, Barnum. No es nada.
Al tiempo que forzaba una sonrisa, Morwenna volvió hacia el jardín y se sentó en el banco solitario. Alzó su mirada al cielo, donde las oscuras nubes fruncían el ceño con la promesa de un incipiente crepúsculo. El día era tan sombrío como su estado de ánimo. Echando un vistazo hacia arriba, hacia la pequeña ventana de la estancia donde yacía el herido, imaginó un castillo adueñado por las llamas, el pánico que seguiría a ese incendio, las largas filas de personas pasándose cubos de agua de mano en mano procedente del pozo y del estanque mientras las llamas ardían y crujían. Los plebeyos, los criados, los soldados y la familia del señor tratarían de extinguir el fuego golpeando con trapos mojados o lanzando cubos de arena para de impedir la propagación de las llamas. Los techos de paja se intentarían sofocar frenéticamente, se reuniría a los chiquillos y la ganadería. Los cerdos chillarían, la gente gritaría, los perros ladrarían y los caballos relincharían cuando las llamas se aproximaran, destruyendo todo a su paso, mientras el humo negro se agitaba hacia el cielo implacable. Seguiría el caos, y si el viento cambiaba en la dirección precisa…
No pudo evitar estremecerse ante la idea y se estrechó entre sus propios brazos.
¿Pudo alguien ser capaz de iniciar el fuego en Wybren intencionadamente?
Pero, ¿por qué?
¿Beneficio personal?
¿Venganza?
¿Odio abyecto?
Se mordió el labio y siguió mirando por la pequeña ventana. ¿Estaba dando cobijo a un asesino? Y si así era, ¿se trataba del único hombre que había alcanzado su corazón, sólo para hacerlo añicos? Armándose de valor, se levantó y se dirigió fuera del jardín de nuevo. Si el hombre que estaba en la habitación de Tadd era verdaderamente Carrick, entonces debería tratarlo como el sospechoso de un crimen. Se lo entregaría a lord Graydynn. Quizás habían puesto un precio a su cabeza, una recompensa.
Ese pensamiento debería haberle proporcionado un sentimiento de anticipación. O una pequeña emoción de venganza satisfecha. En cambio sólo hizo que su ánimo se apagara aún más.
– Eres patética -gruñó para sus adentros. «Y el hombre de la habitación no es Carrick de Wybren».
– No hemos averiguado nada más de lo que ya sabíamos hace unos días -admitió el alguacil más tarde, ese mismo día. Se calentaba las piernas delante del fuego que crepitaba en la chimenea del gran salón y sostenía su gorro en la mano al tiempo que sacudía la cabeza-. Mis hombres han buscado en los pueblos de los alrededores, han escuchado los chismes locales y han interrogado a posaderos, campesinos, comerciantes, a cualquiera que pudiera haber sido testigo o que tuviera alguna información sobre la paliza. Nadie aportó ningún dato.
– Los únicos que saben lo que pasó son el hombre que tenemos en la torre y quienquiera que lo hizo -concluyó Morwenna.
– Pero parece que hubo una buena pelea. Esperaba encontrar a alguien con contusiones y cicatrices sin que pudiera justificarlo, pero nada, encontramos a un campesino al que casi le pisoteó un caballo y a un cazador que se había caído del caballo mientras perseguía a un ciervo herido, dos hombres que se habían peleado, y ya está. Quienquiera que fuera el autor de la paliza del hombre que encontramos, o ha ocultado perfectamente sus heridas, o no recibió ninguna, o bien ha puesto pies en polvorosa. También estuvimos buscando a alguien que tuviera un caballo de más, asumiendo que nuestro invitado montara a caballo, ero sabéis que un corcel robado es algo difícil de localizar, ya que se comercia y se venden animales sin tregua.
– Tal vez estamos haciendo una montaña de esto -dijo Morwenna. Se sentó cerca del fuego y se quedó mirando fijamente, más allá de las piernas del alguacil-. Hemos encontrado a un hombre que ha sido goleado y abandonado creyendo que estaba muerto. Es un crimen, sí, pero o podemos resolverlo sin el testimonio de la víctima. Hemos actuado como si nuestra propia torre estuviera amenazada, pero ¿no podría tratarse de un simple robo?
– Pero entonces, ¿por qué no le quitaron el anillo? Es oro valioso y podrían fundirlo.
– Tal vez alguien o algo asustara al atacante antes de que arrebatárselo. O tal vez este hombre que tenemos aquí sea el atacante y su víctima pudiera, de algún modo, escapar con su caballo y dejarlo atrás.
El alguacil chasqueó la lengua y se frotó el caballete de la nariz.
– ¿Qué dice el médico?
– Ahora tiene expectativas de que viva.
– Bien. -Payne se ajustó el sombrero sobre la cabeza y sus ojos brillaron con una dureza que Morwenna no había visto antes-. Entonces, cuando despierte, veremos lo que tiene que decir.
– Sí, es verdad.
La boca de Payne se torció con crueldad.
– ¿Qué probabilidades tiene?
El crepúsculo se cernió sobre la torre y El Redentor se deslizó en silencio por los pasillos. Moviéndose a hurtadillas, se precipitó escaleras abajo hacia lo que un día fue la cámara del archivo. Treinta años antes, después de un allanamiento particularmente grave de unos ladrones, la estancia se convirtió en un trastero donde se almacenaban los artículos que raramente se utilizaban y que al final acumulaban polvo, eran acribillados por los bichos o languidecían olvidados. Incluso eran pocos los que recordaban la existencia de la cámara. Cuando comprobó que no se oía ruido de pasos, deslizó una llave oxidada en la cerradura. La puerta se abrió de golpe chirriando estrepitosamente. Le recibió un aire viciado mientras mantenía la antorcha en lo alto y, luego, cerró rápidamente la puerta tras él. Caminó sigilosamente y a tientas hasta una pequeña rejilla que había en el suelo, enmarcada entre unas barras oxidadas, y encontró un pestillo, que descerrajó. Se enderezó, anduvo hasta final de la habitación y empujó una piedra. Inmediatamente la pared trasera se movió abrió, movida por unos goznes silenciosos, a una escalera enorme y oscura y a una trama de pasillos que albergaba la vieja torre desde su edificación. Los hombros rozaron en las paredes a ambos lados mientras se adentraba por el pasillo, donde el aire era seco e inerte. Oyó los arañazos de unas garras diminutas como de ratas y otros bichos ocultos que le salieron al paso. Sin embargo, rió. Nadie conocía aquellos pasadizos, y los que habían oído hablar de ellos pensaban que se trataba de un mito. Sólo él conocía su acceso y los usaba en beneficio propio.
Llegó hasta una V del angosto pasadizo y giró infalible hacia la derecha, subiendo siempre hacia arriba, las suaves suelas de cuero de sus zapatos no resonaban por encima del ritmo acelerado de su propia respiración, del latido de su corazón. En unos minutos estaría en su cámara de observación, cerca del techo de la torre, desde donde, oculto, podría observarla abajo.
Morwenna.
La señora de la torre.
Sensualmente inocente.
Su entrepierna se tensó con sólo pensar en ella, en la posibilidad de mirarla, y notó cómo se le secaba la parte posterior de la garganta. Semanas y meses antes, la había observado oculto mientras ella se despojaba de la túnica y el vestido. La había espiado mientras se sumergía en una bañera perfumada, los redondos y sonrosados pezones de sus pechos eran visibles por debajo del agua oscura. Se imaginó lamiéndolos, saboreándola entera, tocándola, sintiendo el dulce éxtasis de dominarla. Mientras la miraba, su agonía había sido exquisita. Había deslizado con cuidado los dedos hasta los pantalones y se había acariciado despacio, conteniendo su impaciencia, prolongando la tortura de no tenerla. Había procurado no hablar, determinado a no dejar soltar más que un gemido suave para no revelar su presencia. No, no importa cuánto tiempo permaneciera duro, no importa cuánto placer y deseo corrieran por su piel, no importa cuánto se tensaran sus músculos y su verga. Se había obligado a esperar.
Por ella. Todo de ella.
Mentalmente imaginó que posaba los labios detrás de su oreja, los dientes en su cuello… Tembló ante la imagen y por debajo de los pliegues de su túnica, su miembro reaccionó. Apretando los dientes, subió hacia arriba por la escalera, delgada y olvidada.
En el tercer nivel sobre el suelo, el pasillo se bifurcaba en dos senderos. Torció hacia su cámara y de nuevo encontró el juego estrecho de piedras lisas.
¡Ya falta poco!
Dejó su antorcha en un soporte vacío de hierro y luego siguió hacia arriba, recorriendo con las yemas de los dedos las paredes ásperas y familiares mientras contaba mentalmente cada paso. Silencioso como un gato, se escabulló hasta su escondrijo, y allí, a través de las rendijas de las piedras, miró detenidamente hacia abajo. Aunque su campo de visión estaba parcialmente obstruido, veía la mayor parte de la estancia. Relamiéndose los labios, rezando para que el fuego estuviera lo suficientemente alimentado para poder verla sobre la cama, presionó su cara contra la grieta que se abría entre las piedras, la nariz achatada por la presión. Los latidos de su corazón le grababan un soniquete salvaje en los tímpanos, los dedos se humedecían de la excitación, su verga no paraba de aumentar mientras escudriñaba los aposentos sumidos en la penumbra.
Era imposible verla, pero aguzó el oído y escuchó con atención, sosteniendo su aliento, esperando oír su delicada respiración, el crujido de la ropa de cama, la prisa suave de un suspiro mientras ella soñaba.
Nada.
Forzó al límite los sentidos. Con todo, no pudo verla, no oyó un sonido por encima del silbido del fuego.
Recorrió ansioso con la mirada toda la estancia que tenía debajo de él, por delante de la cama y el taburete donde reposaba la palangana, a lo largo de los juncos del suelo hasta la alcoba donde sus ropas estaban colgadas, por delante de las sillas colocadas delante de la rejilla… ¡Maldito!
Le embargó un sentido creciente de pánico. Sus manos comenzaron a temblar.
«¡Mira otra vez! ¡No te dejes engañar por las sombras!»
¿No estaba en la cama?
Bizqueó con fuerza.
Estaban las sábanas arrugadas, ¿pero vacías?
¡No! El miserable perro estaba allí, hecho un ovillo inservible. ¡Pero la bestia estaba sola, respirando de manera superficial, sin custodiar a nadie! Un perro bastardo, desgraciado e inútil.
La decepción brotó profundamente en su interior y la rabia abrasó los lugares más recónditos del cerebro de El Redentor.
¿Dónde diablos estaba ella?
«¿Dónde?» La pregunta resonó y rebotó en su cabeza y su erección comenzó a marchitarse y morir. ¡Todos sus proyectos para esa noche se habían malogrado! Apoyó su frente contra las piedras ásperas y aminoró el ritmo de la respiración. Cuando lo hizo, de pronto se dio cuenta de todo.
Supo con una certeza mortal dónde la encontraría. El sudor frío le resbaló por el cuello y la espalda, y los orificios de la nariz se le ensancharon como si tropezara con un mal olor.
«¡Carrick!» Los labios de El Redentor torcieron su gesto con una furia silenciosa. Un odio tan oscuro como el mismo corazón de Satán le heló el torrente sanguíneo.
«Está con su amante. Con Carrick de Wybren. ¡Siempre se sentirá atraída hacia él!»
Las manos de El Redentor se encogieron en puños de impotencia.
«Paciencia -se advirtió para sus adentros-, paciencia. No es sólo una virtud sino una necesidad».
Se volvió con tanta rapidez que casi tropezó, pero logró salvar la caída arañando la pared con los dedos.
Corrió a lo largo del vestíbulo mientras se castigaba mentalmente, cogió la antorcha y redujo la marcha al arrastrarse por el pasadizo que conducía hacia abajo. Sorbió la saliva de los labios y se movió tan rápido como pudo.
A través del pasillo que le resultaba menos familiar, tuvo que hurgar buscando el soporte y luego dejó la antorcha. Con la furia palpitándole en las sienes, avanzó poco a poco hacia arriba hasta otro puesto de vigilancia, un punto que le permitiría mirar por encima de la cámara del prisionero, que permanecía inmóvil sobre la cama.
Solo.
«¡Sí!»
El alivio embargó a El Redentor. Tal vez la fascinación que pensaba que Morwenna profesaba al prisionero era sólo su propio miedo.
«Entonces ¿dónde está ella?»
Una buena pregunta, pensó. Una muy buena pregunta.
Una que le molestaba.
Podía buscar en el castillo, pero no tenía tiempo. Existía la posibilidad de que lo echaran de menos.
Y, teniéndolo en cuenta, no se arriesgaría.