Capítulo 22

«¿Carrick?»

¿Por qué todavía le molestaba ese nombre? ¿Por qué hacía que se le revolviera el estómago? Se ocultó detrás del carro maloliente del campesino y esperó tan sólo el momento justo. Con los nervios a flor de piel y los músculos listos para saltar, se agazapó en la penumbra.

Todo el mundo en Calon, desde el alguacil hasta las muchachas del servicio de la cocina, suponía que él era el bastardo asesino. Quienes le conocían antes del incendio, lo habían reconocido como el bastardo asesino. Morwenna también creía que era Carrick de Wybren y además llevaba un anillo grabado con el emblema del castillo.

Incluso él había reconocido el nombre de Carrick como propio.

Pero no acababa de sentirse a gusto con él. Cada vez que lo oía tenía una comezón y se impacientaba, lo que provocaba que sintiera pavor, como si despreciara, tanto como los demás, al hombre que se suponía que era.

«Quizá se deba a que casi moriste, y una vez confrontado con tu propia mortalidad, has cambiado el rumbo de tu vida».

Casi resopló ante la absurdidad de la idea pero se contuvo al oír pisadas en la plaza, el ruido de los soldados preparados para el cambio de posiciones.

«Tal vez tu personalidad cambió en el tiempo que estuviste inconsciente, a las puertas de la muerte. Tal vez purgaste todos tus pecados».

La boca se le torció en una mueca de ironía. De algo estaba seguro: antes del ataque no era un hombre religioso, no se había distinguido por ser particularmente justo y bueno. No había sido un santo pero, aunque hubiera pecado, era imposible que fuese capaz de asesinar a su familia.

En cualquier caso, estaba decidido a desenmascarar la verdad y tenía la seguridad de que residía en aquella fortaleza cuyo nombre era Wybren. Sería condenado si llevaba ese nombre a cuestas aunque en realidad no fuera el suyo. «Pero Morwenna está enamorada de Carrick y lo demostró con creces anoche. Como si la fueras a amar toda tu vida».

Bueno, pronto lo averiguaría. Llegaba el momento de abandonar Calon por Wybren.

Una luz plomiza comenzó a nacer por el este y envió unos destellos débiles que perforaron la niebla, que penetraba con sigilo a través del patio de armas, envolvía las cabañas y las murallas, se instalaba sobre los estanques y las compuertas, se elevaba en delgadas franjas hacia el cielo.

Para él, aquel manto vaporoso era un obsequio porque le ayudaría a pasar inadvertido a través de las puertas.

Entre la niebla oyó el cambio de guardia y vio a los soldados como sombras que se movían alrededor y se concedían un tiempo para hablar entre ellos.

La puerta levadiza se levantó poco a poco, soltó el chirrido leve que aducían los engranajes viejos, y las puertas quedaron abiertas de par en par. Los cazadores, montados ya sobre sus cabalgaduras, desaparecieron entre la niebla. Ahora era el momento.

Empuñando el arma y con la capucha bien calada, se escurrió con cautela a través de las sombras hasta llegar a la puerta abierta del establo donde topó con un mozo solitario que rastrillaba una casilla. Silbó al muchacho pero, absorto como estaba en su trabajo, continuó rastrillando ajeno a quien estuviera dentro, mientras los caballos de las casillas vecinas relinchaban.

Apretó con los dedos la empuñadura del cuchillo. Sería pan comido saltar sobre la baranda, hincar el cuchillo en su cuello tierno y acabar con su vida en un santiamén. Pero le pareció un desperdicio innecesario, echó un vistazo alrededor y vio varias cuerdas enrolladas colgadas del muro. Se apoderó de una y, con el olor a estiércol y orines de caballo que le invadía las fosas nasales, colocó una mano en la superficie de la barandilla, saltó hacia la casilla y agarró por detrás al chico en un periquete.

Un caballo relinchó nervioso.

El mozo de cuadra trató de gritar y pataleó hasta notar el cuchillo la garganta.

– ¡Si estás callado, no te mataré! -susurró mientras varios de los caballos de las casillas cercanas daban fuertes pisadas y resoplaban, sacudiendo la cabeza-. Pero si gritas o haces un movimiento en contra mío, te juró que te rebanaré el pescuezo.

El muchacho siguió las instrucciones.

Ató con la cuerda las muñecas y los tobillos del muchacho y luego arrancó una manga de su túnica para usarla como mordaza.

Una vez hubo atado al mozo de cuadra, lo arrastró hasta una esquina lejana del establo, detrás de los sacos llenos de grano, y lo ató también de pies y manos a un poste.

– No te muevas hasta que me haya ido -le advirtió.

Pero era imposible que el muchacho se liberase por sí mismo o propinara una patada o un golpe a algo que pudiera atraer la atención. No lo encontrarían hasta que alguien notara su ausencia y fuera a buscarlo.

En el momento en que el mozo ya no representaba un obstáculo, buscó entre los caballos amarrados en la cuadra hasta dar con uno zaino, fornido pecho fuerte y grueso, patas robustas y aspecto salvaje. No sólo parecía un animal poderoso y veloz sino que pasaría desapercibido en el bosque con mayor facilidad que los animales grises o blancos que había. Mientras aguzaba los oídos para escuchar cualquier ruido fuera de lo habitual -una pisada o una tos- que anunciara la llegada de otro trabajador, localizó una brida y una silla de montar con las que podría apañarse.

No se avistaba nada en la esquina oscura donde el muchacho estaba atado. Bien.

Por encima del crujido de la paja en el establo y el ladrido de un perro, oyó el trajín de los centinelas, que caminaban a lo largo de las murallas del castillo. Por lo demás, la madrugada era tranquila.

Al cabo de unos minutos ensilló y puso la brida al caballo zaino y, antes de que rompiera el alba, condujo al animal hacia el exterior.

Tal como esperaba, la guardia todavía estaba inmersa en el proceso de relevo y la entrada a la torre del homenaje estaba abierta de par en par. Unos pocos campesinos circulaban ya por el patio con los carros que tiraban muías y bueyes. Tres cazadores más salían a caballo del patio de armas y saludaron con la mano al centinela mientras pasaban por debajo de la puerta levadiza abierta.

Ahora era el momento. Montó a la grupa del caballo y trotó hacia la puerta. Nadie pareció darse cuenta.

Montaba erguido como si tuviera todo el derecho a ir y venir a su antojo y, cuando llegó a la puerta, los dos centinelas hablaban durante el relevo. Intercambiaron con él una rápida mirada mientras les saludaba la mano, tal como había visto hacer a los hombres que partían de cacería.

Los guardias apenas le prestaron atención y prosiguió su camino. Atravesó el puente levadizo y un camino cubierto de fango, pero no relajó los sentidos ni la musculatura. Cuando llegó a una bifurcación del camino, espoleó al corcel, sintió cómo se tensaban los músculos poderosos del caballo y se levantó mientras la bestia saltaba hacia delante.

Carrick se inclinó sobre la grupa, guiaba la cabalgadura por puro instinto, sintiendo el frío invierno en una ráfaga de aire que le bajó la capucha de la cabeza. El caballo a través de la niebla cabalgó y, en la distancia, más allá de la niebla cambiante, se adivinaba el bosque.

Conocía el camino hasta Wybren, y había oído hablar a los vigilantes de un acceso rápido a través del río en el cruce del Cuervo. Se dio cuenta de que sonreía, a pesar del frío.

Poco después del anochecer, llegó a Wybren. Y tuvo la certeza de que se desatarían todos los demonios del infierno.


«¡El muy bastardo!»

El bellaco mentiroso, tramposo y miserable, ¡se había salido con la suya otra vez!

Morwenna, tan enfurecida que apenas podía hablar, inspeccionó la a, la cama vacía, donde sólo ella estaba tendida. Carrick, el pedante miserable de estiércol de serpiente, había desaparecido. ¡Desaparecido!

– Dios santo -exclamó airada.

El aturdimiento que había sentido al despertarse se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos por una rabia glacial.

Golpeó con el puño cerrado sobre la almohada.

– ¡Maldito, maldito, maldito y mil veces maldito! -bramó, sintiendo o la embargaba la ira y la vergüenza.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Tan confiada? ¿Tan ridículamente ingenua otra vez? Las dos manos se transformaron en puños y aporrearon el colchón. Si alguna vez volvía a verle o a ponerle las manos encima, le estrangularía hasta la muerte.

Se sentó en la cama y pensó en la noche anterior, la lujuria, la pasión, el erotismo puro y sublime. Poco a poco, su furia se disipó en la oscura habitación. Unos lagrimones le quemaban en los ojos y estrechó una almohada contra el pecho.

Oh, Dios, ¿qué había hecho ella para merecer esto? Era culpa suya y nada más que suya. Se había ido. Como un susurro en el viento. Como la otra vez.

Soltó la almohada y se apartó de la cama como si pudiera refutar lo que había pasado. Retiró el pelo enmarañado de los ojos. Se negó a pensar en la pasión que había compartido con aquel maldito canalla y rechazó toda imagen erótica que el aroma a sexo que persistía en las sábanas le llevaba a la memoria.

Por el amor de Dios, ¿qué clase de tonto era?, se preguntó con aire taciturno. Entonces, su sangre volvió a hervir cuando recordó con qué facilidad la había seducido la desfachatez de sus cejas oscuras, el temblor de una de sus comisuras, el destello de fuego en sus ojos de un azul intenso.

¡Maldito pedazo de estiércol de cerdo!

– ¡Rayos y centellas! -refunfuñó mientras la cabeza le daba vueltas.

¿Cómo había escapado? ¿Y adonde había ido?

Mientras se ponía la ropa, hizo caso omiso del dolor tan agudo que le atravesaba el corazón como una daga, aquella inyección de conocimiento de que él la había maquinado todo cruel determinación… La había seducido con besos dulces y sensuales, y un toque de magia pura, para engañarla una vez más.

«Pero fuiste tú la que llegó a él. Él no podría haberlo hecho si tú no le hubieras brindado tu generosa ayuda», recordó.

– ¡Rayos y truenos!

Deslizó su mirada iracunda hacia los extremos de la habitación, bajo la cama y en cada uno de los rincones, aunque sabía con una certeza absoluta que se había ido.

La había abandonado. Como la otra vez.

– ¡Que el diablo lleve tu alma, Carrick! -bramó entre dientes.

Le propinó una patada a la almohada, que cayó al el suelo. Unas plumas volaron cuando dio contra el muro. ¡Qué tonto había sido! ¡Qué estúpida! ¡No tenía más cerebro que el tonto de Dwynn! ¡Quizá menos!

Llena de recriminaciones, se demoró una vez más rebuscando por la habitación: miró con detenimiento bajo la cama, en la alcoba e incluso entre los rescoldos fríos del fuego y por el interior de la maldita chimenea, hacia arriba, aunque durante todo ese rato tuvo la certeza de que se encontraba lejos.

A mitad de camino hacia… ¿dónde? ¿Adónde se dirigía?

Un dolor de cabeza le penetró detrás de los ojos al tratar de concentrarse. ¿Dónde diantre intentaría encontrar un refugio? ¿En un santuario? ¿Quién le acogería?

El canto del gallo entró por la ventana. Miró hacia arriba y vio la luz del día. Entonces se dio cuenta de que la habitación no estaba a oscuras a pesar de que ni el fuego ni los candelabros estaban encendidos. Quedó inmóvil, tratando de escuchar algo por encima de la furia de los latidos de su corazón, y oyó el ruido característico de los criados de vuelta al trabajo, las voces y las pisadas. También escuchó el ruido de hombres y mujeres gritando los buenos días, los gruñidos de los cerdos y el piar de los pollos.

El olor humeante de los fogones del cocinero, la carne crepitando y el dulce aroma del pan recién horneado le invadió el olfato. Le gruñó el estómago aunque no tenía apetito.

Cayó en la cuenta de que la mañana estaba en marcha y con ella llegaba una nueva mortificación. No podría deslizarse por los pasillos sombríos hasta los aposentos sin que se dieran cuenta, cuando ya los criados y los trabajadores se habían levantado con el nuevo día. No cabía duda de que la mitad del personal del castillo, los encargados de encender los fuegos, limpiar los juncos, reemplazar las velas y acarrear la ropa de cama limpia, como el soldado que custodiaba la puerta de habitación y todo aquel con quien hubiera cotilleado durante su turno, sabrían de antemano que había pasado la noche en la habitación de Carrick. Cuando asomara por la puerta, tendría que enfrentarse a ellos, a los repasos curiosos, las sonrisas petulantes y las miradas de complicidad.

Y pronto sabrían también que, después de acostarse con ella y haber esperado a que se quedara dormida, había huido de la torre del homenaje. El rubor le avanzó con lentitud por la nuca.

Sin duda era algo que daría que hablar, pero no podía irrumpir en el pasillo desde de la habitación de su amante cuando todos los criados estaban ya despiertos y cumpliendo con sus obligaciones.

Sintió el embate de una nueva oleada de vergüenza pero no había ninguna manera de evitarlo. Lo mejor sería enfrentarse a ello. Estiró la espalda y se puso bien derecha. Luego se apartó el cabello de la cara, levantó la barbilla y abrió de un tirón la puerta.

Sir James estaba en su puesto con un hombro apoyado contra el muro, los ojos cerrados, la boca ligeramente boquiabierta y la respiración regular. Las velas de junco en el pasillo se habían consumido al igual que las velas de los candelabros. Nadie las había reemplazado todavía. Por lo pronto, parecía que nadie, salvo el centinela, supiera de su visita nocturna.

Ella respiró al fin cuando oyó sonidos de voces acercándose por la escalera. Sería cuestión de minutos que los criados se pusieran a trabajar en esa planta.

– ¡Sir James! -dijo Morwenna dándole un golpe en el hombro al guardia.

– ¿Qu-qué? ¡Oh! -Parpadeó sobresaltado, esforzándose por recuperar la atención, centrándose en Morwenna-. Milady -balbució con los ojos llenos de arrepentimiento mientras se daba cuenta de que le habían pillado dormitando-. Oh, lo siento, estoy, es decir, debo de haberme quedado dormido un instante.

– ¿Ha sido antes o después de que Carrick haya escapado?

– ¿Qué? -La nuez de sir James se desplazó bruscamente-. ¿Escapado? -El centinela miraba fijamente a Morwenna mientras ella sentía que las mejillas le quemaban de la vergüenza-. Pero, creía que vos estabais con…

– Sí, sí, lo sé. Estaba dentro pero me dormí y, de alguna manera, se fue sin despertarme. Tampoco a ti.

– No pasó por aquí -dijo sir James con firmeza.

Pero sus mejillas enrojecieron y Morwenna comprendió que el hombre no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba dormido en el pasillo.

– Debe de estar todavía dentro.

Como una exhalación, se precipitó en la cámara donde Carrick había pasado casi dos semanas. Tal como ella había hecho antes, la mirada del centinela recorrió hasta el último rincón de la habitación. Examinó el suelo, los muros e incluso el techo como si esperara que Carrick apareciera de un momento a otro.

Por supuesto no encontró nada, ni tampoco cuando buscó bajo la cama y en donde se guardaba la ropa de cama.

Una vez que sir James comprobó que la cámara estaba totalmente vacía, ella ordenó:

– Llamad al capitán de la guardia. Decidle a sir Alexander que doble la vigilancia en las entradas y que sus hombres comiencen a peinar la torre palmo a palmo. ¡A conciencia! Luego, que venga a verme al gran salón.

Morwenna atravesó el pasillo veloz, se metió en sus aposentos y cerró de un portazo.

– ¡Tonto, tonto, tonto! -se recriminó mientras iba hacia el aguamanil que había junto a la ventana. ¿En qué había estado pensando? ¿Por qué? ¿Por qué era tan débil siempre que Carrick de Wybren estaba por medio?

Llena de ira se refrescó la cara con un poco de agua fría y se aclaró la boca. Mort, que estaba acostado sobre la ropa de cama arrugada, se incorporó. Mientras se maldecía a sí misma, el perro se estiraba y bostezaba dejando al descubierto sus dientes amarillentos a través de los labios negros, sin importarle lo más mínimo el paradero de Carrick.

– Esto es un desastre, y lo sabes -se reprendió.

El perro meneó la cola.

– ¡Oh, lo que daría por la vida sencilla de un perro!

De nuevo, el perro meneó el trasero, pero esta vez soltó un ladrido largo y agudo.

– ¡Muy bien, de acuerdo! ¡Buenos días también para ti! -susurró Morwenna-. Aunque, puedes creerme, es todo menos buenos días. Impaciente por recibir mimos, siguió gimiendo hasta que al fin ella cruzó la habitación y se dejó caer a su lado.

– ¿Me has echado de menos? -le preguntó, acariciándole la barbilla y las orejas entrecanas. El perro le dio lametones en la cara y ella rió acariciándole el pelo hirsuto de la cabeza-. Creo que debería haberme quedo aquí anoche. -Luego suspiró fuerte, se puso de pie, encontró los zapatos y cogió la capa de lana colgada en un gancho cerca de la puerta-. Habría sido la decisión más inteligente.

El perro agitó la cola como loco, saltó de la cama y la esperó en la puerta mientras se echaba la capa roja sobre la cabeza. En el mismo momento en que abrió la puerta, el animal salió disparado por ella, brincando a lo largo del pasillo mientras Fyrnne y Gladdys, cargadas con cestos grandes de ropa limpia, velas y hierbas para quemar, aparecían lo alto de la escalera.

– Buenos días, milady -dijeron al unísono.

– Buenos días -respondió Morwenna.

Se dio cuenta de que, por el momento, no sabían nada de lo ocurrido la noche anterior. Por el momento. Pero pronto el chisme se propagaría por toda la torre del homenaje.

Se atusó el cabello y se precipitó escaleras abajo. Esperaba que sir Alexander estuviera aguardándola en el gran salón. Estaba preparada para el reproche que encontraría en sus ojos oscuros. ¿Cuántas veces le había insistido en que su «invitado» tenía que recibir el trato de un prisionero? ¿Con qué frecuencia le había sugerido que Carrick fuera retenido bajo llave y que no lo visitara a solas?

Oh, era más que vergonzoso tener que hablar con el capitán de la guardia sobre la huida de Carrick, era una humillación terrible. En más de una ocasión había sentido que sir Alexander estaba enamorado de ella. Aunque tratara de ocultar sus sentimientos, sepultarlos en su interior, se había dado cuenta del modo en que la observaba cuando pensaba que ella miraba hacia otro lado y notaba el ardor de su mirada en a espalda cuando se alejaba.

Morwenna había intentado no hacer caso de las señales de peligro, no había querido reconocer la atracción que él sentía hacia ella y, sin embargo, allí estaba, siempre entre los dos, una incomodidad que había ido creciendo día a día desde que Carrick, apaleado y ensangrentado, fue trasladado a la torre del homenaje.

Pero hoy, en el gran salón, no vio ni rastro de sir Alexander.

En su lugar encontró a su segundo, sir Lylle, de pie frente al fuego con sir James.

Lylle era un soldado alto y corpulento, con el cabello lacio de color castaño oscuro, una barba esmirriada y una voz que, por lo habitual, elevaba mucho al hablar.

Sin embargo, aquella mañana, la voz de Lylle era suave, un susurro que apenas podía oírse por encima de los gritos del cocinero, el sonido le pies arrastrándose, el crepitar del fuego y el barullo habitual del castillo, que se preparaba para afrontar un nuevo día.

Se hacían los preparativos para la comida del mediodía. Las mesas de caballete habían sido retiradas de su sitio contra el muro y colocadas en medio de la sala. Los bancos se habían situado a toda prisa alrededor de las mesas de tablón y el olor de la carne a la brasa, el pan horneado, la canela y el jengibre impregnaba la habitación. Los criados iban y venían con paso ligero desde las cocinas hasta el gran salón, mientras Mort exploraba por debajo de las mesas, el hocico presionaba los juncos en busca de las migajas de comida que hubieran quedado sin barrer o que los otros perros no hubieran descubierto.

Morwenna miró a la pila de leña que reposaba intacta al lado del lego. Aunque los perros del castillo estaban en sus posiciones al lado de la chimenea y las llamas crepitaban y saltaban mientras consumían madera seca, el fuego estaba desatendido.

Dwynn que, por lo general, parecía ser omnipresente, de momento no había asomado la cabeza. Probablemente estaba acarreando otro montón de madera. O escuchando a través del ojo de la cerradura de alguna puerta.

Lylle, que estaba calentándose la parte posterior de las piernas, tuvo la decencia de ruborizarse cuando se dio cuenta de que ella estaba presente. Le susurró algo a sir James y Morwenna se puso tensa. No hacía falta ser demasiado inteligente para entender que habían estado discutiendo sobre su participación en la fuga de Carrick. «Acostúmbrate a ello. Esto es sólo el principio».

– ¿Dónde está sir Alexander? -preguntó ella.

– Anoche se produjeron disturbios, milady -explicó sir Lylle. Se había sacado los guantes de las manos y los sostenía debajo del brazo mientras se las restregaba-. La mujer de un campesino denunció que su marido fue atacado por un grupo de hombres en mitad de la noche, los atacantes no consiguieron un botín sustancioso pero suponemos que se trata de la misma banda de matones que rondan los bosques en el cruce del Cuervo. Sir Alexander y el alguacil partieron antes del alba para hablar con el sujeto. Todavía no han regresado.

Nada marchaba bien aquella mañana, pensó enojada.

– Supongo que sir James os ha informado de la fuga de Carrick de Wybren.

– Sí -asintió Lylle con la cabeza-. He dado órdenes a cinco grupos de tres para que busquen en la torre del homenaje. Han comenzado por las torres y los adarves, el perímetro del castillo, y después rastrearán el interior de la torre del homenaje.

– Bien.

– También se ha enviado un pelotón de búsqueda a la ciudad por si hubiera logrado escapar de la torre del homenaje.

– Avisadme si encontráis algo.

– Así se hará, milady.

Morwenna se sentía mal por dentro. Carrick había escapado. De alguna manera, puesto que había pasado la noche con él, le había ayudado en el éxito de su huida.

Pero, ¿por qué entonces? ¿Por qué precisamente la noche que había pasado en su habitación? ¿No habría sido más fácil huir cuando hubiera estado solo con el único riesgo de burlar al guardia?

Y el campesino que había sido atacado… ¿Acaso era una coincidencia que el asalto se hubiera producido la noche que Carrick había huido?

¿O era él el responsable?

¿Podía ser que la banda de matones que habían estado acosando a los viajeros fuera la misma que había atacado a Carrick y lo había dado por muerto?

Las preguntas se arremolinaron en su cabeza, y aunque lo intentó no obtuvo respuesta.

Frunció el ceño y se encaminó hacia fuera, donde un cielo plomizo amenazaba con una lluvia inminente y una ráfaga de viento fresco despejaba algunas briznas de niebla.

Necesitaba hablar con alguien, desnudar su alma y, no obstante, se encogió cuando se imaginó lo que le diría Isa. La vieja mujer le hablaría de augurios y maldiciones cuando lo que necesitaba Morwenna eran respuestas. Hizo una mueca y se cubrió con la capucha de la capa. Tampoco podía confiar en Bryanna. Su hermana trataría de justificar la huida de Carrick con algún romance o el drama desgarrador de la seducción. Y aunque tampoco podía confesar sus pecados al padre Daniel, al menos podía rezar para encontrar algo de consuelo en la capilla.

«¿Y si encuentras al sacerdote como la otra vez, postrado, desnudo, flagelándose?»

Entonces se iría de allí. Encontraría un lugar privado para dirigirse a Dios con la esperanza de que alguna intervención divina intercediera por primera vez en su vida. Tal vez a través de la plegaria y la ayuda de Dios podría sacar a Carrick de Wybren de su vida para siempre.

Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia y ella sostuvo la capucha más cerca de la cara. Sus chanclos chapoteaban en el fango mientras caminaba a lo largo de un camino estrecho que conducía a la cajilla.

«Mujer tonta y estúpida. ¿Nunca aprenderás?»

Un relámpago resplandeció en el cielo. En algún sitio, un niño gritó y un caballo relinchó de miedo.

Se veían fuegos encendidos en la cabaña del cerero y el herrador estaba en su forja, el martillo sonaba al aporrear las herraduras candentes. Los muchachos abrían las compuertas de los diques al tiempo que los pescadores recuperaban las trampas para las anguilas. Una muchacha joven, la hija del alfarero, recogía huevos mientras su hermana menor tiraba semillas a las gallinas, siempre voraces y ruidosas, a los patos y a los gansos malhumorados. Un pavo real glugluteó y se arregló con el pico las plumas de su cola resplandeciente mientras las hembras, que estaban próximas, hurgaban en la suciedad de los establos.

Un trueno resonó sobre las colinas y las niñas miraron con preocupación hacia el cielo.

– Ven, Mave -dijo la mayor de ellas, cogiendo la manita de su hermana-. Lo haremos más tarde, una vez haya pasado la tormenta.

Juntas, cargando con los cestos, corretearon hacia la cocina. Morwenna las vio alejarse y sintió la llovizna fría sobre la piel. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde que ya no era tan joven. Apartó ese pensamiento y apresuró sus pasos hacia la capilla. Ahora llovía a cántaros. Casi había llegado a la puerta cuando descubrió a Isa sentada en el jardín con la espalda apoyada contra un árbol.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Morwenna a la anciana aunque lo sabía.

Probablemente la bruja había pasado en vela toda la noche, dibujando runas y susurrando oraciones a Morrigu, a Rhiannon, Fata Morgana y a otros por el estilo. Estaría furiosa por ver que todo su trabajo había sido en balde, y no sólo porque Morwenna se hubiera entregado a Carrick sino porque el granuja, fiel a su carácter, la había abandonado.

– Isa, entra. Hace un frío que pela y estás calada hasta los huesos -Morwenna se acercó a la anciana porque no respondió-. ¿Isa? -dijo un primer escalofrío de temor recorrió su espalda-. ¿Qué haces?

Entonces vio la sangre.

Manchas de un color rojo intenso cubrían el cuello de la anciana.

– ¡No, oh, Dios, no! -Se abalanzó sobre ella sacudida por un horror abominable-. ¡Auxilio! ¡Guardias! -gritó mientras rezaba para que no era demasiado tarde y para que estuviera viva todavía…

Las rodillas de Morwenna cedieron al paso que alcanzaba a su vieja nodriza.

– ¡Isa! -gritó una vez más, agarrándolo los hombros, sacudiéndola esperando que aquellos ojos en blanco dieran alguna señal de vida-. Isa, por favor, di algo. ¡Ah, por favor, por favor, despierta! -continuaba gritando, suplicando ayuda, rezando y, sin embargo, sabía que ya era demasiado tarde-. ¡Ayuda, por el amor de Dios, que alguien nos ayude! -chilló, abrazada al cuerpo inerte-. ¡No, no, no! Isa…

Se aferró a la mujer que la había criado, apoyado, arropado y que ahora no era más que un pedazo de carne fría.

Se oyó el ruido de pisadas abalanzándose y chapoteando en los charcos. Los hombres gritaron mientras Morwenna buscaba desesperada algún indicio de vida, un rastro de aliento, un pulso débil, un diminuto latido del corazón, pero era demasiado tarde. La piel de Isa estaba fría como el hielo.

Las lágrimas se derramaron por los ojos de Morwenna.

– ¡Milady! -gritó alguien como a través de una larga caverna-. ¡Lady Morwenna! Por favor, ¡dejadla! ¡Tenéis que dejarla! Tal vez podamos ayudarla.

Era la voz de sir James, y Morwenna, al fin, giró la cara hacia allí. A través de las gotas de lluvia vio la preocupación en su rostro, el pesar en sus ojos.

Sostenía todavía a la anciana, meciendo su cabeza y acunándola mientras llovía a cántaros, el suelo se encharcaba y se empapaban las ropas. Morwenna oyó el murmullo de soldados y campesinos que se dirigían hacia allí a toda prisa, gritando y hablando entre ellos.

– Llamad al médico.

– ¡Y al sacerdote!

– Dios mío, ¿qué está pasando?

Al acercarse, las caras se torcían debido a la consternación y abrían los ojos como platos por el horror.

La esposa del albañil, que iba con su niño, le tapó los ojos a su hijo, que temblaba de frío. Un hombre tullido, que una vez fue curtidor, hizo el signo de la cruz sobre su pecho raquítico.

– Por favor, milady. -Sir James se inclinó. La lluvia rodaba por su nariz mientras le ofrecía ayuda-. Ahora está en las manos de Dios. Dejadme llevarla al interior, donde se está más caliente.

Pero Morwenna no podía dejarla. Se mordía el labio inferior intentando reprimir la rabia que fluía por sus venas.

«Encontraré a quien hizo esto, Isa -prometió en silencio. Tenía la garganta quebrada por los sollozos, los dedos le temblaban mientras cerraba con cuidado los ojos de la anciana-. Quienquiera que te hizo esto, lo pagará y lo pagará bien caro. ¡Le perseguiré si es necesario el resto de mi vida! Te lo prometo».

Poco a poco liberó a la mujer que la había acompañado durante toda su vida y mientras lo hacía notó, por primera vez, que guardaba algo en el puño. Abrió los dedos de la muerta con cuidado y allí, con el brillo de la maldad bajo la luz plomiza, estaba el anillo de Carrick de Wybren.

Una mujer lanzó un grito ahogado. Confusa, Morwenna echó un vistazo hacia arriba. Los ojos horrorizados de la mujer se paralizaron sobre Isa. Automáticamente, Morwenna se dirigió al punto donde enfocaba.

La garganta de Isa había sido cortada en forma de W dentada.

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