Capítulo 24

Morwenna no tenía apetito cuando se sentó a la mesa. Inspeccionó el gran salón, donde comían los soldados y los campesinos. Mientras se servía la comida, por lo general, se oía el murmullo de las conversaciones, los estallidos de risa y una sensación de jovialidad, salvo hoy. Todo el mundo se sentía apagado. Guardaban silencio mientras compartían la comida de los tajaderos. Incluso parecía que los perros del castillo percibían un cambio en el aire, sus exigencias parecían menos frenéticas y los ojos y oídos se extraviaban hacia las puertas, como si ellos también esperaran oír algo sobre el prisionero que se había escapado.

Morwenna apenas probó bocado del pastel de salmón, ni de los huevos cocidos, ni de la salsa que aderezaba la comida y empapaba el pan el plato. Tampoco tenía interés en los bocados de anguila con cebolla que habitualmente comía con fruición.

No era la única que se sentía desganada. Bryanna se había sentado sin decir una palabra durante toda la comida. Apenas comió un bocado, ni siquiera probó el pudín de almendra decorado con dátiles que se deshacían en la boca, orgullo del cocinero. Se había sentado con la cara pálida y taciturna y, en el instante en que el último plato fue servido, le faltó tiempo para ponerse de pie y abandonar la mesa. No se disculpó, travesó con premura el gran salón y subió las escaleras hacia sus aposentos.

Morwenna picoteó el pudín pero apenas hubo tragado el bocado le pareció que se le atravesaba en el estómago. Tenía el pensamiento dividido en Isa y los últimos momentos horribles de su vida, y en Carrick cómo había conseguido deslizarse de la cama que habían compartido juntos pasando sin ser advertido ante el guardia que custodiaba la puerta. ¿Acaso había esperado el momento propicio hasta estar completamente seguro de que sir James dormitaba? ¿O había tenido la suerte de empujar la puerta en el momento oportuno de modo que nadie en la torre, ni el centinela apostado en la puerta de su dormitorio, o alguien en vela, o el guardia de la puerta principal lo hubiera visto?

¿De veras la seguridad en la torre era tan escasa que cualquiera, incluso Carrick y el asesino de Isa, podía campar a sus anchas? ¿O todos líos operaban juntos, como una banda de traidores y degolladores que no sólo minaban sino que además se rebelaban contra la autoridad? ¿Acaso no lo había sentido ella demasiado a menudo? ¿Unos ojos ocultos que la observaban? ¿Una presencia malévola dentro de la torre? ¿No le había advertido Isa sobre la traición, los augurios de muerte y la destrucción?

E Isa era la que, en última instancia, lo había pagado.

¿Tenía razón la anciana? ¿De veras aquella torre estaba maldita? ¿Era posible que todos en quienes ella confiaba fueran traidores?

A Morwenna se le encogió el estómago y alzó la vista rápidamente para explorar el gran salón y a cuantos estaban allí. ¿Era su imaginación o el curtidor evitó su mirada? ¿Y el ballestero? ¿No percibía rebeldía en su mirada siempre que hablaban? Lo había achacado a su condición de mujer… Y, ¿dónde diablos estaba Alexander, el capitán de la guardia, el hombre que debía mantener el castillo a salvo? Supuestamente llevaba toda la mañana fuera en una misión de justicia, pero ¿de veras podía confiar en él? ¿Acaso no había oído a quienes la servían chismorrear sobre ella, hablando a sus espaldas, riéndose disimuladamente porque su amante la había abandonado otra vez?

No podía permanecer sentada en la mesa ni un instante más. Dejó la comida casi intacta, se limpió las manos con una servilleta y la depositó doblada en forma de barco encima de la mesa. Cuando el copero iba a servirle más vino, se levantó, pasó por su lado dándole un empujón y se dirigió escaleras arriba. Para pensar. Para decidir qué hacer.

No podía esperar que nadie en la torre le planteara un plan o le viniera con ideas. Como soberana, decidiría qué curso deberían tomar sus acciones. Se dirigía a sus aposentos cuando se desvió del camino para visitar la habitación de Tadd, esa habitación que había compartido con Carrick.

Notó que le subían los colores a la cara cuando vio la cama, ahora recién hecha. No había velas ni juncos encendidos en la habitación, ni fuego en la chimenea. Caminó alrededor de la cama y recordó la entrada en la habitación la noche anterior, verlo allí tendido, tocarlo, sintiendo el calor de sus labios, rindiéndose a la magia de sus caricias.

Había pensado que podía enamorarse de él otra vez.

Y se había equivocado.

Dejó la habitación entre suspiros. Pasó la siguiente hora en el solar, de pie ante una ventana, mirando hacia abajo, al patio de armas, y se preguntaba cómo Carrick había logrado escapar con tanta facilidad. ¿Contaba con otros conspiradores? ¿Personas que le hubieran ayudado a huir? ¿Fue alguno de ellos el que tropezó con Isa y la mató, dejando el anillo de Wybren como recuerdo macabro?

¿Por qué, por qué, por qué?

¿Y cómo? Maldita sea, ¿cómo?


– Gran Madre, perdóname -murmuró Bryanna, con un dolor que le desgarraba el alma.

Cerró los ojos para apartar de la mente la imagen de Isa tendida sobre la mesa del médico, con la piel fría y de un blanco fantasmal, el cuello encostrado de sangre, pero la impresión permaneció en su mente como sellada con fuego.

Se arrodilló al lado de la mujer que la había criado, la nodriza que la había amamantado cuando la leche de su madre se había secado. Tocó los dedos rígidos de Isa y sintió algo, no la vida, sino los restos de ella, como si el alma de Isa todavía permaneciera allí.

– No me dejes -susurró Bryanna mientras las lágrimas caían sobre los dedos de la mujer muerta.

Siempre estaré contigo.

Más sorprendida que asustada, la mirada de Bryanna se depositó sobre los labios de la mujer muerta. ¡Isa había hablado! Aunque las palabras no habían sido pronunciadas.

Con el corazón en un puño, Bryanna le preguntó tímidamente:

– Pero, ¿cómo…?

Oyó la voz de Isa como si saliera de su interior: En tu recuerdo, niña, y en las cosas que os enseñé: no en el bordado, ni en hacer el dobladillo, ni en hilar sino en mis enseñanzas sobre las viejas costumbres, el mundo de los espíritus y el corazón.

– No creo en esas cosas.

Ah, Bryanna, es ahí donde os equivocáis… Todos vosotros, hijos de Lenore, conocéis los grandes tesoros de la Tierra. Vos que bebisteis de ni pecho tenéis el conocimiento de la verdad. Sólo vos tenéis la capacidad de ver más allá.

Bryanna apenas podía respirar.

– ¿Ver más allá? No, no, sólo veo lo que tengo ante mis ojos.

Sólo porque mirabais pero no veíais, oíais pero no escuchabais, tocabais pero no sentíais. A partir de este momento vuestra vida cambiará, hija mía, y conoceréis cosas vedadas al resto de los mortales. Buscad siempre la verdad, Bryanna.

– Te equivocas conmigo.

¿Estáis segura?

– ¡Sí!

Entonces ¿por qué oís mi voz?

Bryanna dejó caer la mano sin vida.

– Debe de ser un truco -gritó-. Sólo es una voz dentro de mi cabeza. Me… me estoy volviendo loca.

Se puso de pie como pudo, comenzó a hacer la señal de la cruz sobre el pecho como había hecho mil veces antes, pero la mano suspendió el movimiento en el aire y miró fijamente hacia abajo, a la que habían llamado bruja.

Escuchó con dificultad por encima de la palpitación del corazón contra las costillas, y aunque Isa cesó de hablar, oyó el susurro del viento fuera, el sonido de la lluvia sobre la azotea, y algo más… Algo que atrapó el aliento en sus oídos. Era el murmullo de alguna cosa oscura y malévola.

Contempló el cadáver de Isa.

– ¿Quién te mató? -preguntó, y aunque temblara por dentro, unió sus dedos con los de la muerta-. ¿Quién, Isa?

Es vuestra búsqueda, Bryanna. Sacadlo a la luz y hacedle pagar.

– Así lo haré -juró.

Se inclinó para besar la frente de Isa, y en ese instante supo por dónde empezar. Carrick de Wybren había desaparecido la noche que mataron a Isa.

Empezaría con él.

Abandonó el cuerpo de Isa, dio un paso hacia fuera, donde el día era tan gris como el crepúsculo y las lluvias torrenciales que se sucedían una tras otra. La atmósfera era sombría y oscura, perfecta para su cometido. Anduvo rápidamente por la cocina hasta unas escaleras traseras, y el aroma del humo y la grasa la siguieron hasta el tercer piso. Pasó por su habitación y observó la entrada de las estancias de su hermano, la habitación donde Carrick estuvo acostado, supuestamente enfermo durante mucho tiempo.

Una vez dentro inspeccionó los aposentos con su techo alto, la gran chimenea, y levantó la cama. Cerró los ojos concentrándose a la espera de algún signo, un atisbo del poder que Isa juró que poseía.

«Concéntrate», se dijo, porque no notaba nada en absoluto.

Se arrodilló como Isa lo haría, colocó sus manos sobre las piedras entre los juncos como si pudiera adivinar algo sobre Carrick en esos aposentos construidos con mortero, piedra, zarzos y barro… Con todo, nada le vino a la mente. Al compás de los latidos de su corazón, se acercó a la cama y se sentó en el borde. Mientras lo hacía, se imaginó a Carrick y a Morwenna juntos la noche pasada, dos amantes perdidos unidos de nuevo. La escena desprendía una gran magia y romanticismo.

Salvo que Isa había muerto y Carrick había desaparecido.

Recorrió por encima con la mano la ropa de cama. Quizá, pensó, le sobrevendría alguna visión. Pero todo lo que veía era la habitación, tal y como era, limpia y fresca. Las sirvientas habían borrado cualquier rastro del encuentro de la pareja.

Esperó y no pasó nada.

– Te equivocas, Isa -refunfuñó ella-. No tengo ninguna visión. No veo nada aquí. ¡Nada!

Se dejó caer sobre las almohadas, miró fijamente hacia el techo, buscando con los ojos respuestas en las robustas vigas.

Mientras lo hacía, vio unas grietas que había en el mortero, en lo alto de la habitación. El mismo tipo de rendijas entre las piedras que había observado en la suya. Siempre había supuesto que el castillo se había construido así, y que las rendijas ayudaban a que el aire circulara por todos los aposentos e impedían que se estancase, pero era extraño, porque aquí no daban al exterior. Era un muro interior.

Volvió hacia su habitación y observó las estrechas hendiduras, luego se dirigió al otro y a la habitación de Morwenna. Todas las cámaras tenían el mismo corte en el muro, siguiendo un patrón extraño, justo por debajo del techo.

Pero ¿y qué? Eso no era una revelación. No estaba leyendo en letras escritas con sangre el nombre del asesino de Isa. No veía a Carrick cruzando el patio de armas o cortando la garganta a Isa. Con ese pensamiento se encogió de tristeza.

Recordó que Isa encendía velas, las ataba con una cuerda y esparcía las hierbas y luego miraba fijamente la llama. Bien, que así fuera. Había escuchado las oraciones de la anciana bastante a menudo.

Rápidamente se apresuró a la habitación de Isa, donde llenó un saco velas, piedras, hierbas secas y una cuerda de color. Le llevó media mañana levantar un altar diminuto en la cámara de Tadd.

No se molestó en preguntarse qué pasaría si alguien la encontraba, pesarían que estaba afligida y perturbada por la pena, o la despacharían como a un ganso, tal y como siempre habían hecho. Así que, tras la puerta cerrada de la habitación de su hermano, encendió las candelas, las velas de junco y el fuego. Una vez que las llamas crujían en la chimenea y emitían su brillo por toda la habitación, rezó a la gran Madre, espolvoreó con las hierbas las diminutas llamas de las velas, y esperó un signo que no llegó.

«No te desanimes», se dijo, tratando de oír una y otra vez las palabras de los espíritus, de captar alguna señal de Isa para iniciar la búsqueda.

Y aun así fracasó.

Pasó una hora y todo lo que consiguió con los rezos fue una espalda dolorida y las rodillas lastimadas después de estar tanto tiempo genuflexionada ante el fuego.

– Un error lamentable -gruñó.

Disgustada por su frustrada tentativa de brujería, Bryanna apagó las mechas de las delgadas velas del altar y se dirigió a un rincón de la habitación para apagar el candelabro del muro.

Y entonces vio una marca en el suelo. No, eran varias, incluso se podía adivinar la silueta en forma de arco que rodeaba el sitio, como si se hubiera arrastrado algo de un lado a otro una y otra vez. No obstante, las marcas desaparecían a varios centímetros del muro, pero en la otra dirección se dirigían hacia dentro…, incluso más allá. Alumbró la escena con una vela y se arrodilló para examinar el suelo detenidamente. ¿Acaso era fruto de su imaginación o había algo allí?

Con el corazón en la garganta, tomó una brizna de paja del suelo y rastreó el muro en la línea de unión con el suelo. La paja se dobló durante parte del recorrido hasta que llegó al lugar donde el suelo presentaba las marcas. Desde aquel punto, y durante casi un palmo y medio más, se deslizó por debajo de las piedras, como si hubiera otra cámara al otro lado del muro.

El corazón le corría tan rápido como las alas de un colibrí. Se mordió el labio y retrocedió sobre los talones para observar el muro. ¿Era posible? ¿Era esa la visión? ¿O sólo eran elucubraciones vanas?

No descubrió entrada alguna, ni piedras a la sazón talladas… Sus dedos tampoco encontraron ninguna incisión visible… pero de algún modo…

Bryanna curioseó las piedras, intentó introducir los dedos en la minúscula abertura del muro, pero no encontró un cerrojo o alguna llave secreta. La máxima recompensa que obtuvo a todos sus esfuerzos fueron varias uñas rotas y las yemas de los dedos ensangrentadas.

«Tiene que estar aquí», pensó, aunque se deslizaron las primeras dudas en su mente. Con cuidado, comenzó a palpar con las manos el muro tan alto como pudo y a lo largo del suelo. Empezó por la esquina y siguió el recorrido por el lado más largo de la habitación.

Nada.

Volvió a la esquina. Avanzó otra vez despacio bajando por el muro, concentrándose en la textura áspera de las piedras, cerró los ojos, escuchó, sintió, centró sus pensamientos en lo que estaba haciendo, obstruyendo el paso a cualquier otro pensamiento, ruido u olor… Poco a poco sintió cada piedra, y al cabo de quince minutos lo encontró, un pequeño pestillo oculto en una de las piedras próximas al rincón.

¡Por fin! La respiración casi se le detuvo.

Ahora, ¿qué?

Con impaciencia manipuló el diminuto pedazo de metal, lo apretó, lo empujó, tiró de él… En vano. No pasó nada.

– Ah, por el amor de san Judas -susurró, y luego recordó el conjuro de Isa.

– Madre Morrigu, ayúdame -invocó-. Guíame y ayúdame a encontrar al monstruo que acabó con la vida de Isa.

Entonces suspiró, empujó con fuerza el pestillo de metal y oyó un chasquido suave, distinto.

Con el corazón en un puño, empujó la piedra marcada y se abrió despacio una entrada, una piedra dentada diferente de las otras, que creaba una vía de acceso.

«¡Así es como se escapó el bastardo!»

Bryanna guardó dos velas en el bolsillo. Luego tomó una de las que había encendidas en el candelabro de la pared y se introdujo en el pasillo oscuro y húmedo, determinada a conocer cómo Carrick de Wybren había salido impune del asesinato de Isa.

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