Capítulo 27

Morwenna subió veloz por la escalera, el perro le pisaba los talones. Las paredes del gran salón parecía que se le caían encima y no pudo quedarse inmóvil ni un segundo más.

No había mentido cuando le dijo a Sarah que estaba preparando a un grupo de hombres para partir al amanecer. Había planeado tomar los cinco mejores que encontrara en la tropa. Esperaba que los que faltaban llegaran por la mañana. Tal vez habrían capturado a ese canalla de Carrick. ¡Ay, cuánto deseaba tenerle enfrente otra vez! Decirle lo que pensaba.

«Pero ¿qué dices, Morwenna? ¿Qué piensas de él? ¿Crees que si estuviera aquí, de pie delante de ti aquí y ahora, no caerías presa de sus cantos de nuevo?»

– ¡Maldita sea!

Borraría de su mente a Carrick, esa sucia rata, al menos de momento. Ahora debía concentrarse en encontrar al capitán de la guardia y al alguacil. Lo que le había comentado a Sarah era verdad: no había en Calon dos hombres más fuertes e ingeniosos. Si Sir Alexander y Payne habían conocido un destino aciago, mucho temía que ella y aquellos menos dotados con quienes partiría pudieran salir victoriosos. Pero lo intentaría.

Y luego cabalgaría hasta Wybren, no sólo para explicarle a Graydynn lo que había hecho, cómo había perdido al hombre que tanto había ansiado, sino también para comprobar sus sospechas de que Carrick había huido a la misma torre donde era un hombre buscado, donde se le consideraba un criminal acusado de traición y asesinato.

Pero, antes de nada, buscaría al hermano Thomas.

Se detuvo en lo alto de la escalera un momento y llamó suavemente contra la pesada puerta de la habitación de su hermana. Se mordió el labio y esperó.

– Bryanna -llamó, pero no oyó ningún ruido al otro lado de la puerta-. ¿Te encuentras bien?

Siguió sin recibir respuesta de su hermana. Después de ver el cuerpo de Isa, se había refugiado en sus aposentos la mayor parte del día y Morwenna prefirió dejarla en paz.

Puso una mano sobre el picaporte pero antes de entrar cambió de idea. Bryanna sólo necesitaba tiempo para aceptar la muerte de Isa. Morwenna se lo daría. Entendía que Bryanna necesitara enfrentarse al vacío que la muerte de Isa había abierto. Después le revelaría sus planes de organizar un pelotón de búsqueda. Sólo esperaba que no insistiera en acompañarles.

En su cámara, Morwenna se echó sobre los hombros una capa forrada de piel de ardilla y deslizó sus pies en unos zuecos de madera, porque sus botas estaban secándose cerca del fuego. Cogió un farol de un estante y descendió por la escalera, con Mort siguiéndole siempre como un perrito faldero. Una vez que hubo llegado a la planta baja asomó la cabeza por la puerta principal, donde un guardia, Peter, le sugirió que esperara a un escolta.

– Deberíais ir acompañada, milady -comentó con una expresión de preocupación en sus ojos grises-. Pensad en lo que le ocurrió a Isa anoche.

– Estaré bien -le aseguró.

No mencionó que tenía una daga en la bolsa de piel que llevaba atada con una correa a su cintura, ni tampoco el pequeño cuchillo oculto en su calzado.

En el exterior, la tormenta bramaba con furia. Oscuras y densas nubes tapaban la luna. La lluvia salpicaba el suelo y formaba pequeños riachuelos que se interrumpían en los senderos de la torre. Mort, siempre detrás de ella, dio un paso afuera, parpadeó y tiritó de frío, y en el acto dio media vuelta. Con el rabo entre las piernas, alumbrándose con el farolillo.

– Vaya perro de guardia estás hecho si te asusta un chaparrón -refunfuñó Morwenna mientras andaba por los caminos cubiertos de piedras, llevando el pequeño el farol de aspecto débil y pequeño.

Con los nervios a flor de piel, Morwenna se abrió camino entre las cabañas donde los fuegos resplandecían a través de la ventana. Pasó por las dependencias del alguacil y vio a Sarah cerca del fuego remendando un par de bombachos.

Se santiguó en un santiamén sobre el pecho y rezó para que Alexander y Payne volvieran sanos y salvos. Mientras atravesaba la hierba que crecía en un huerto, pensó en cuantos habían desaparecido y con cierto retraso incluyó en sus oraciones a Nygyll, al padre Daniel y a Dwynn.

La torre sur, que se extendía hacia el cielo en una esquina del adarve, era la más alta de la fortaleza. La torre de vigilancia se elevaba aún más arriba desde las torres de la almena y parecía que agujereaba el cielo.

Cuando Morwenna alcanzó la entrada de la torre, la llama del farol se había extinguido y tuvo que encenderla de nuevo sirviéndose de un candelabro que colgaba de la pared.

Restos de lluvia le resbalaron por la capa. Continuó subiendo más arriba, la escalera de caracol parecía no tener fin. Proyectaba su sombra contra los gruesos muros y, salvo los rasguños de las garras de los roedores y el repiqueteo de la lluvia, reinaba el silencio.

¿Cuándo había visto por última vez al hermano Thomas? ¿Había participado en las fiestas con motivo de la Navidad? Creía que no y, al recordar los días de fiesta, trajo a su memoria el devastador incendio le Wybren en la Nochebuena pasada.

La gente se había estado divirtiendo aquella noche, probablemente cantando, bailando e intercambiando las jarras de cerveza. Tal vez les deleitara una compañía de mimos que pasaba por allí mientras disfrutaban de los dulces típicos de Navidad… Luego encontraron la muerte, con suerte asfixiados por el humo antes de que el fuego voraz devorara sus cuerpos.

Se estremeció por completo al pensarlo. Continuó subiendo escalones y se acordó de que Carrick había escapado del incendio de Wybren… le la misma forma que había huido de su habitación en Calon…

Rehusó dar más vueltas a la cabeza a propósito del bastardo y subió más rápido, pasando varias celdas monacales vacías en su camino hacia arriba, hasta detenerse en la que se situaba en el punto más alto, antes del último tramo de escalera, que se estrechaba en la torre de vigilancia.

Era el momento. Inspiró aire para insuflarse fortaleza y llamó a la puerta de la celda del hermano Thomas.

Esperó sin recibir respuesta.

– ¿Hermano Thomas? -dijo, golpeando más fuerte a la puerta.

Sólo había hablado una vez con aquel hombre, la primera semana después de su llegada, tras subir la escalera para cerciorarse de que conocía a toda la gente de la fortaleza. Todo lo que sabía de él venía de terceras personas, Alfrydd, Alexander y Fyrnne, que le conocían desde hacía años.

– Hermano Thomas, soy lady Morwenna. ¿Puedo pasar?

Tampoco hubo respuesta.

Se negó a rendirse, hizo ademán de abrir la puerta y comprobó que no estaba cerrada.

– Hermano Thomas -volvió a llamar y empujó una puerta que chirriaba.

En el interior, el monje estaba arrodillado, con la cabeza inclinada en acción de rezo y deslizando con destreza los dedos por las cuentas del rosario. Una única vela dispuesta en el candelero que reposaba en un taburete de tres patas, con su llama diminuta, arrojaba una luz débil y parpadeante sobre aquel sobrio espacio. Aparte del catre, el taburete y el cubo, carecía de otro tipo de mobiliario. El único adorno que colgaba de las paredes era una cruz de madera clavada sobre la cama y dos pequeños ganchos que no sostenían nada. Esperó en la entrada y, cuando hubo terminado sus rezos, se volvió hacia ella e inclinó la cabeza.

– Milady -dijo mientras recuperaba la posición vertical.

El que un día fue un hombre de elevada estatura, ahora parecía consumido y encorvado, sólo piel y huesos. Aquel hombre, con la tonsura de monje, barba nívea, nariz aquilina y los ojos tan negros como la noche, ataviado con un hábito marrón ceñido con una cuerda, parecía tener cien años.

– ¿En qué puedo serviros? -le preguntó con una voz que crujía como la paja seca.

– Estoy intentando averiguar lo que le pasó a mi nodriza, Isa -respondió Morwenna-. Anoche la mataron. No sabemos quién fue el asesino. Pensé que tal vez escucharais o vierais alguna cosa que me ayudara a descubrir quién es el culpable. Sé… quiero decir, sir Alexander me comentó que algunas veces sube el torreón para tomar el aire fresco de la medianoche.

– Sí, así es -afirmó con la cabeza; la cara arrugada dibujó una máscara de imperturbabilidad-. Y, sí, anoche salí a mirar las estrellas, esperando atisbar un destello de luna. -Suspiró con tristeza y prosiguió-: Escuché los rezos paganos que la mujer lanzaba en voz baja al viento. Colgó el rosario de un gancho situado encima de la cama, y Morwenna se fijó en su piel blanca, casi traslúcida, que le cubría los huesos las manos.

– A veces creo que Dios se encarga de la herejía a Su manera.

– ¿Pensáis que Dios la mató? -preguntó Morwenna horrorizada.

Levantó un brazo en rechazo.

– No… Me habéis entendido mal…

– Eso espero, hermano Thomas, porque de hecho anoche alguien degolló a Isa en forma de W, le depositó el anillo de Carrick de Wybren en la mano y luego se esfumó. Quienquiera que fuese, la dejó morir desangrada, como una suerte de chivo expiatorio. -La cólera comenzó de nuevo a encenderle la sangre-. Quiero que encuentren al culpable y lo lleven ante la justicia.

– Vuestra justicia -precisó.

– Y la de Dios. Quienquiera que la mató cometió un pecado mortal. -Dio un paso hacia el hombre encorvado-. Ahora, hermano Thomas, contadme lo que presenciasteis ayer por la noche.

Sacudió la cabeza.

– Vi muy poco. Estaba oscuro. Escuché su canto y miré de dónde provenía el sonido. Mis oídos ya no son lo que eran, pero pude adivinar que estaba cerca de la charca. Entonces paró, pero no bruscamente como si alguien la atacara, sino más bien como si hubiera terminado con su cháchara. Era tarde. Estaba cansado. Y no quería quedarme y seguir escuchando sus blasfemias si empezaba de nuevo, así que bajé por la escalera y me metí en mi celda.

– ¿Eso es todo? ¿No visteis ni oísteis nada más?

– Os explico todo cuanto sé.

Decepcionada, Morwenna se encogió de hombros y se reprendió mentalmente. ¿Qué es lo que esperaba? ¿Que aquel hombre fuera testigo de la hazaña y no hubiera dicho nada?

– Anoche se escapó un hombre -le informó.

– Carrick de Wybren -señaló.

Morwenna no quiso perderse nada. El monje añadió:

– He escuchado las conversaciones de los guardias. Están justo debajo de mí. A menudo sus palabras se cuelan por mi ventana. Y los muchachos que me suben la comida y el agua también rumorean. Al parecer desapareció como por arte de magia, así. -Chasqueó los dedos y dibujó una sonrisa amable-. Lo siento, milady, pero no vi cómo huía Carrick, ni tampoco fui testigo de la muerte de vuestra nodriza.

Morwenna aguardó un instante porque parecía que el monje quería añadir algo más. Cuando le pareció que reculaba, le espoleó con estas palabras:

– Pero vaciláis, hermano Thomas. Como si supierais algo más.

El hermano arqueó las cejas y deambuló con la mirada por el techo unos segundos.

– ¡Tengo razón! -afirmó ella, y el cansancio que acumulaba se esfumó al instante-. ¿De qué se trata, hermano Thomas? -Como le veía vacilar, Morwenna quiso ir un paso más allá y tirarle de la lengua todo lo que pudiera-. Por favor, debéis decírmelo. Por la seguridad de la gente de la torre.

– Vivo aquí desde hace mucho tiempo -dijo, obviamente librando una batalla por si debía hablar o callar-. De hecho, llevo viviendo en Calon más que la mayoría de la gente. Tal vez sea el que más. Estuve aquí cuando era un niño, mucho antes de oír la llamada de la fe.

– Sí, sí -le pinchaba cuando notaba que vacilaba.

– Mi abuelo fue el albañil que construyó esta torre -apretó los labios sobre los dientes durante un segundo y puso los ojos en blanco hacia arriba como buscando una señal en las alturas para seguir hablando.

Era difícil ser paciente, no encajaba en la naturaleza de Morwenna. Pero se daba cuenta de que el monje escogía las palabras con cuidado. Debía ser paciente.

– Mi abuelo diseñó este castillo para lord Spencer -prosiguió por fin el hermano Thomas-. Lord Spencer le exigió… que construyera una red de pasillos dentro de los pasillos del gran salón.

– ¿Pasillos dentro de pasillos?

– Sí. Pasajes secretos y habitaciones que sólo el lord sabía que existían. Al principio el lord dijo que servirían en caso de ataque, como refugio donde esconderse del enemigo o como vía de escape, para huir si era preciso, pero era mentira. Cuando todo fue dicho y hecho, mi abuelo se dio cuenta de que la mayor parte de los pasillos se utilizaban como zona de inspección, lugares desde donde el lord podía espiar a sus invitados y a su mujer sin ser visto.

– ¿Qué? ¿Un espía oculto?

– Sí, en cámaras secretas.

– Pero, ¿dónde están?

– No lo sé. Sólo… sólo sé lo que oí a mi familia cuando era un niño. Nunca los he visto con mis propios ojos, nunca lo he intentado, y tampoco mi padre ni ninguno de mis hermanos.

– Pero alguien conoce esas cámaras secretas -susurró.

Se le erizó el vello de la nuca al recordar con qué frecuencia había sentido unos ojos ocultos clavados sobre ella, sin poder imaginar que quien la observaba mientras dormía, se vestía o tomaba un baño. La ira se apoderó de ella.

– Durante años, durante toda mi vida, que yo sepa, nadie ha utilizado los pasajes e incluso se han disipado los rumores acerca de su existencia. Cualquiera que los mencione ahora lo hace en clave de broma o como de leyenda… Una leyenda que se gestó desde el principio y que atendiéndose con el paso de los años. -Caminó hasta la pared y clavó la espalda contra ella-. Pero ahora, me temo, esos pasajes han descubiertos y utilizados. Explicaría muchas cosas.

– Sí -afirmó, tratando de imaginarse quién conocía los pasajes serios.

– Después de que mataran a sir Vernon, me lo pregunté. Por los chismes supe que nadie comprendía cómo el asesino podía haber escapado rápido y de manera tan resuelta. No dije nada al respecto porque sé que sería alguien astuto. Pero luego, Isa…

«Y Carrick».

– Debemos encontrar los pasajes -dijo ella proyectándose en el futuro. La sangre le bullía con sólo pensar en descubrir la guarida del asesino, su ruta de escape y su identidad.

El hermano Thomas suspiró y se santiguó.

– El temor de mi abuelo era que su obra maestra arquitectónica se alzara para fines diabólicos y, según parece, así ha sido.

– Debéis ayudarme a descubrir los pasajes secretos, las cámaras, las… ¿qué? ¿Las entradas secretas?

– Como ya os he dicho, milady, ignoro dónde están o cómo acceder a ellas, sólo sé que existen.

¿Era eso posible? La idea le pareció atroz, sin embargo… La carne se le puso de gallina al imaginarse a alguien al acecho escondido en las palabras, vigilando, entrando y saliendo a su antojo.

¿Carrick? ¿Así había escapado? ¿Conocía los secretos de Calon? Abandonó la habitación y mató tanto a Vernon como a Isa?

Se le retorció el estómago, pero no aceptaba esa posibilidad. ¡No, no, no! Había alguien más. Tenía que haber alguien más.

– Venid conmigo -le dijo al viejo monje.

– No, debo permanecer aquí.

– No, esta noche no, hermano Thomas.

– Tengo un deber con Dios. Una promesa que cumplir.

Morwenna puso los brazos en jarras.

– Y no la quebrantaréis, pero hoy, hermano Thomas, vendréis conmigo y encontraremos los túneles secretos y las habitaciones, o lo que sea. Tengo la impresión de que es la voluntad de Dios.

Los ojos del monje se abrieron como platos al escuchar la blasfemia, pero Morwenna lo ignoró. Estaba resuelta a seguir un estricto código de conducta… De todas formas nunca se había adecuado a las normas. Ella siempre transgredía las reglas.

Tiró del brazo del anciano y le ayudó a bajar la escalera, mientras con el otro balanceaba el farol.

– Paganos y herejes -susurró entre dientes.

– ¿Qué decís?

– Nada, hermano Thomas. Apresuraos.

– Milady, os lo aseguro, no sé por dónde empezar a buscar.

Las palabras del monje no la disuadieron.

– Yo sí -le respondió, pensando en la cámara donde la pasada noche se había entregado a Carrick de Wybren con tanta impaciencia.


– Yo no los maté -dijo mientras permanecía de pie en el pasillo junto a los aposentos del lord. Lanzó una mirada de odio a su primo y al puñado de hombres que le seguían, enormes guardaespaldas provistos de espadas que destellaban maldad a la luz tenue de las velas amontonadas sobre los muros-. Yo no los maté -repitió retrocediendo un paso-, pero tú sí lo hiciste.

– ¿Yo? -Graydynn, con el arma desenvainada sacudió la cabeza y rió-. ¡Ah, no, Carrick, no me carguéis vuestros crímenes sobre mí!

– ¿Quién ha sacado más provecho de todas esas muertes? -inquirió-. Desde luego yo no -dijo acercándose, sin mostrar miedo al acero de Graydynn.

Los ojos de Graydynn se encontraron con los suyos, y una mirada perpleja le recorrió las facciones mientras le examinaba el rostro.

– Ni yo ni ningún otro provocó el incendio, sino vos. Ahora sois lord de Wybren, Graydynn. ¿Qué erais antes?

– ¡Eso es una locura! -pero se escapaba cierta turbación en su alegato.

– Creo que no.

Clavó su mirada en la del barón. ¿Pudo apreciar algo en el parpadeo de los ojos de Graydynn, un atisbo de culpa? ¿Era sólo una salpicadura de saliva lo que tenía en la comisura de la boca? ¿Se contrajo ligeramente uno de sus párpados?

– No me volváis las tornas. Carrick, no utilicéis uno de vuestros trucos -Graydynn tropezó con el nombre, y sus ojos se entornaron un instante mientras estudiaba a su primo-. No funcionarán aquí. De hecho, sólo sois un intruso, sino también un asesino y un traidor. -Las palabras que pronunciaba parecían infundirle seguridad, le restauraban el propio sentido del poder-. ¿Creíais que no os estaba esperando? Si no era una noche, sería la siguiente. Mis espías me informaron del ataque que os tendieron, de que la imbécil lady de Calon os dio refugio y os ayudó a curaros. Pero sabía que cuando de nuevo os sintierais fuerte volverías aquí. -Una débil sonrisa se le dibujó en los labios, encerrados entre la espesa barba-. ¿Por qué pensáis que os permitieron entrada con tanta facilidad? -le preguntó-. ¿Eh? ¿Por qué os escoltó un único guardia simplón hasta el gran salón? ¿Realmente pensabais que me quedaría sentado esperando a que irrumpierais aquí, espada en ristre, profiriendo las barbaridades que esperaba que diríais? ¿Acaso no imaginabais que supondría que seríais más astuto que ese centinela? ¿Dónde está? ¿En la cabaña del alfarero? -Chasqueó los dedos e inclinó la cabeza en una dirección-. No, sospecho que lo encontraré en el molino.

Se trataba de un ardid. ¡Graydynn le había tendido una trampa! Apretó la mandíbula y se preparó para la pelea que estaba a punto de comenzar. Buscó la oportunidad, el momento de vacilación, para derrotar a Graydynn.

Como si pudiera leer los pensamientos de su enemigo, Graydynn sonrió abiertamente y un destello de falsedad le brotó de los ojos.

– Y no esperéis que nadie aquí crea que vos y yo estábamos… ¿qué? ¿Confabulados? Veo la mentira fraguándose en vuestros ojos, Carrick. Agitó una mano cerca de su cabeza como si se le acabara de ocurrir a idea, pero había algo más en sus palabras, una advertencia subyacente: Graydynn estaba preocupado. Continuó pero parecía que lo hiciera en provecho de los guardias, como si Graydynn jugara aparte.

– Supongo que pensabais decir que fui yo quien tramó el complot contra vuestra familia y que vos sólo erais un cómplice, dispuesto a hacer lo que se os ordenara.

Eso atrajo su atención.

– ¿Qué es lo que decís? -le exigió.

– ¡Nadie os creerá jamás aquí, Carrick!

Pero había algo en las palabras de Graydynn que no había tenido en cuenta.

– Afirmáis que vos y yo tramamos el incendio juntos.

– ¡Dije que la estratagema no resultaría! -declaró Graydynn en voz alta. Hizo una señal con el brazo que tenía libre hacia los guardias, que estaban preparados detrás de él-. Todos conocemos vuestras patrañas.

Se había equivocado en algo, algo se le había escapado. Algo muy importante.

– Culpáis a Carrick de vuestros propios actos -dijo despacio.

Un sonido de gritos y pasos irrumpió desde abajo.

– Lord Graydynn -gritó una voz grave desde la escalera-. ¡Lord Graydynn! ¡Le hemos cogido! ¡Hemos apresado al espía!

– Y ahora ¿qué? -preguntó Graydynn con el ceño fruncido, señalando a su primo con dedo amenazador-. ¡Agarradlo y llevadlo arriba!

¡Ahora era su oportunidad! Tan rápido como le cruzó la idea por la cabeza, se dio la vuelta y echó a correr, balanceando la espada y formando un amplio arco delante de él. Los guardias esquivaron el acero y luego gritaron detrás de él.

– ¡Alto! -ordenó un guardia.

– ¡Vete al maldito infierno!

Le abordaron desde atrás, un cuerpo se abalanzó contra él antes de que llegara a la salida. Su atacante y él cayeron juntos. La espada voló de su mano. Intentó darle una estocada pero el guardia que tenía encima le puso una rodilla sobre la espalda y la columna vertebral le crujió. Luchando con todo el derroche de sus fuerzas, estuvo a punto de zafarse, pero otro más dejó caer todo su peso sobre los dos hombres en combate.

¡Zas!

Su cara se estrelló contra el suelo.

Probó el sabor de la sangre.

En unos segundos, le ataron las manos con cuerdas gruesas de cuero y le inmovilizaron los brazos contra el cuerpo. Le introdujeron una mordaza en la boca y la taparon con violencia. Le propinaron un codazo en la parte delantera mientras se lo llevaban a rastras de los pies a la escalera serpenteada y tortuosa que conducía al gran salón.

Cuando intentó mirar la habitación que tenía enfrente, la sangre le corría por el ojo a causa de una incisión que tenía en la cabeza. Un fuego crepitaba en la chimenea y brillaba la luz de las antorchas, reflejándose en los hilos de oro de los tapices que adornaban las paredes enjalbegadas. Del techo colgaban enormes ruedas sujetas por cadenas y sobre ruedas, entrelazadas con cornamenta de animales, ardían cientos de velas que proporcionaban una luz tenue y brillante.

Como anteriormente, el corazón le dio un vuelco, esta vez al mirar la tarima elevada. Él se había sentado allí. Con su madre, su padre y sus hermanos.

Su corazón latía con fuerza, su mente se abrió al fin del todo. El techo cayó de repente. Su vida apareció nítidamente en el recuerdo. Se vio en la gran mesa, su hermana a un lado, su mujer al otro. Respiraba a través de la mordaza mientras cada fragmento de vida se colocaba en el lugar preciso.

En lo que dura un latido de corazón, supo por fin quién era.

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