Capítulo 28

– ¡Milady!

Morwenna y el hermano Thomas habían recorrido la corta distancia que separaba la puerta principal del gran salón. Se dio la vuelta con rapidez y encontró a sir Hywell, que corría en su dirección.

– Por favor, esperad -les dijo.

– ¿Qué sucede?

Trató de no enojarse pero se sentía cansada y ansiosa por entregarse a la tarea de descubrir las puertas ocultas y los pasajes secretos dentro de la torre… si es que de verdad existían. Durante el trayecto desde la torre sur, Morwenna se había preguntado más de una vez si el monje estaría cuerdo del todo, si «los pasillos dentro de los pasillos» eran una creación de su mente después de tantos años de soledad. De todos modos, era algo que la ponía en acción, la espoleaba a buscar.

– En la entrada principal hay un grupo de hombres que quieren hablar con vos.

– ¿Ahora? -replicó dirigiendo una mirada al cielo oscuro.

Aunque la lluvia había cesado, el viento era frío como el aliento de Satanás, la noche negra como un pozo y la promesa de más lluvia o aguanieve persistía en las nubes estruendosas que se cernían sobre sus cabezas.

– Sí, han venido con prisioneros.

– ¿Prisioneros? ¿Quiénes son esos hombres?

– No lo sé, pero sir Lylle ha detenido a dos que se nos ha mostrado. Aseguran que hay más hombres esperando en el bosque con los prisioneros.

– ¿Qué quieren que haga con sus prisioneros? -le espetó, y se detuvo un instante-. ¿Han encontrado a Carrick? ¿O al asesino?

Sir Hywell negó con la cabeza.

– No, milady, sostienen que tienen preso a sir Alexander y al alguacil.

– ¿Qué?

– Eso dicen.

– ¿Presos? -le preguntó-. Pero ¿por qué alguien querría capturar al capitán de la guardia y a sir Payne?

– No tengo la más remota idea -admitió.

Morwenna pudo leer la confusión en sus facciones.

– Voy de inmediato. -Se dio la vuelta y dijo al monje-: Hermano Thomas, os lo ruego, esperadme dentro. Resguardaos al calor del fuego hasta mi regreso. Luego podremos iniciar la búsqueda.

– Tal vez debería volver a mi celda.

– ¡No! Por favor…, esperadme sólo unos minutos. No me demoraré -prometió-. Sir Cowan -dijo al guardia que había en la puerta-, aseguraos de que el hermano Thomas tenga una copa de vino y pedidle al cocinero que le sirva unos huevos con gelatina, queso, anguila ahumada…

– Os lo ruego, no os metáis en ningún problema -dijo el monje, con una luz trémula en los ojos.

Morwenna juraría haber oído rugir el estómago del monje.

– No hay por qué temer -le aseguró rápidamente. Tenía prisa y no quería tener que arrancarlo de la torre otra vez-. Venid -dijo, acompañándole por la escalinata hasta la puerta-. Sir Cowan os atenderá.

Miró por encima del hombro del monje y, al encontrarse con los ojos de sir Cowan, le instó en silencio a que se encargara de él.

– Como os dije, volveré de inmediato.

Luego salió fuera, pisándole los talones a Hywell por los caminos oscuros, sintiendo cómo caía la noche sobre ella. A medida que penetraba en la oscuridad, el barro se adhería a sus zuecos y el viento traspasaba la capa, y meditaba sobre quién podía tener la osadía, la insolencia absoluta, de tomar como rehenes a sir Payne y a sir Alexander.

«Sabes quién ha sido, Morwenna. No puede ser otro sino Carrick».

– Por todos los santos mártires, juro que lo mataré con mis propias manos -musitó entre dientes.

– ¿Qué decís, milady? -le preguntó Hywell.

Negó con la cabeza y mintió.

– No, no es nada.

El resplandor de la hoguera traspasaba las ventanas de la torre de entrada y la mayor parte de la guarnición estaba despierta. Despertaron a los que todavía dormitaban, y los pocos que estaban desvelados jugando a los dados y al ajedrez abandonaron sus respectivas partidas. Algunos hombres se habían congregado en una gran cámara de la torre de entrada; otros se habían apostado estratégicamente en el adarve.

Sir Hywell la escoltó hasta la cámara del capitán de la guardia, donde un hombre custodiaba la puerta. Dentro, sir Lylle y cinco caballeros rodeaban a dos hombres que no había visto antes. El más alto de los dos tenía una marca en la mejilla, le faltaba un diente incisivo y tenía el aire de indiferencia propio de un desalmado, que Morwenna percibió de inmediato. La señal en la mejilla le indicaba que había sido marcado como a un criminal y sus ojos eran fríos y parecían los de un lagarto. El segundo hombre era unos ocho centímetros más bajo y algunos años más joven, no era más que un muchacho. Su piel no presentaba marcas, la mata de pelo era una maraña rojiza y castaña. Sostenía un gorro entre las manos y estaba visiblemente preocupado, como un ratón encerrado en una habitación llena de gatos.

– Estos hombres insisten en veros, lady Morwenna -le informó sir Lylle.

Morwenna se topó con los ojos del hombre más alto.

– Han entregado sus armas.

Morwenna pasó por alto las presentaciones.

– Creo entender que tenéis a dos de mis hombres, que los habéis capturado.

– Avanzó hacia el Ojos de Lagarto-. Vais a liberarlos inmediatamente.

– Esa es la razón por la que estamos aquí -le respondió-. Para negociar su liberación.

– ¿Negociar? ¿Por qué iba a negociar? Decidme, ¿dónde están?

La risa del hombre de la cara marcada se ensanchó hasta mostrar los huecos de su dentadura.

– Con Carrick de Wybren.

¡Lo sabía! ¡Esa maldita serpiente embustera! Estaba tan enfadada que casi temblaba, cerró fuerte los dedos de una mano y dijo:

– Entonces, ¿por qué no negocia él conmigo? ¿Qué clase de cobarde es y por qué le servís? ¿Por qué te ha enviado?

– Para asegurarse de que no lo detienen y se le acusa falsamente.

– ¿Acusado falsamente? ¿Ha secuestrado a dos hombres y se preocupa de las falsas acusaciones? -Agitó la cabeza y abrió el puño despacio-. No haré tratos con vosotros. Si Carrick quiere negociar por su vida o su libertad, que lo haga en persona. -Fijó su mirada a la altura del hombre más alto y con el rabillo del ojo vio al otro retorcerse-. Sabéis bien que debería meteros en el calabozo, o peor aún, en la mazmorra. Tenemos una en Calon.

El más joven estaba empapado en sudor y se mordía el labio.

– Y luego sólo tendría que olvidarme de vosotros.

– Si algo nos pasa, vuestros hombres conocerán la muerte -le amenazó el Ojos de Lagarto.

– Entonces marchaos. Decidle a Carrick que tendrá que tratar conmigo personalmente y, si sir Alexander o el alguacil sufren algún daño, daré caza como el perro mentiroso que es. -Fijó la mirada en sir Lylle-. No les devolváis las armas y escoltadles fuera de la torre. -Luego se volvió a dirigir al hombre más alto-: Espero ver a sir Alexander, a sir Payne y cualquier otro hombre que esté bajo vuestra «custodia» libre… al alba. Con o sin Carrick.

Los ojos del hombre marcado se entornaron aún más y los labios le temblaban nerviosamente bajo la barba descuidada.

– Me imagino que le veréis, y le veréis pronto, milady -se burló. Se dio media vuelta bruscamente, inclinó la cabeza hacia la cohorte abandonó la torre de entrada después de que partieran los hombres que le rodeaban.

Dos soldados comprobaron que los dos hombres abandonaban la torre. Morwenna sólo pudo volver a respirar después de oír el chirrido de las puertas cerrándose y del rastrillo al bajar.

– Esto no me gusta -dijo sir Lylle mientras los hombres volvían a sus puestos. Juntó las manos por detrás de la espalda y anduvo hasta el escritorio-. Algo me huele mal. Como si se tratara de una trampa.

– A mí tampoco me gusta. Presumo que nuestros hombres están siguiendo a estos dos.

– Sí, pero esos matones también lo saben, ya imaginarán que hemos enviado a nuestros hombres a que les sigan la pista. Es de prever que los conduzcan a una persecución a ninguna parte. Dudo que los lleven hasta Carrick o los prisioneros.

– Entonces sólo nos queda encontrarles -contestó Morwenna.

– Debemos seguirles por cualquiera de los caminos que tomen, incluso si se dispersan. Y nuestros hombres no sólo deben buscar a Alexander y a Payne, sino también al médico y al padre Daniel y a cuantos parece que se haya tragado la tierra… incluidos los dos hombres que enviamos a la ciudad en su busca.

Asintió con la cabeza.

– El campamento de Carrick debería de estar cerca si está esperando noticias de sus hombres.

– Es posible que ni siquiera hayan acampado -advirtió Lylle.

Morwenna estuvo de acuerdo, se le hizo un nudo en el corazón al pensar en Alexander, que, aunque nunca había expresado sus sentimientos, la había amado en silencio. También pensó en Payne y en la angustia de su esposa.

– No mencionéis esto a nadie, ordenad a vuestros hombres que guarden silencio excepto con vos y conmigo. No hay ninguna razón para preocupar a nadie más en la torre hasta que tengamos más datos.

De nuevo inclinó la cabeza y Morwenna suspiró hondo, un dolor de cabeza comenzaba a martillearle en las sienes. Desde el umbral de la puerta le dijo:

– Avisadme inmediatamente si escucháis algo. -Hizo una pausa, reposó una mano en el marco de la puerta y miró por encima del hombro al hombre que ocupaba el puesto del capitán de la guardia de manera tan poco convincente-. Encontradles, sir Lylle -ordenó-, e informadme inmediatamente.


– No soy Carrick.

Su voz rebotó contra las paredes del gran salón de Wybren cuando logró aflojarse la mordaza.

Los soldados que le sostenían y todos lo que se habían congregado en la habitación profunda y oscura se dieron la vuelta y le miraron con recelo.

Tan imperioso como siempre, Graydynn se rió sin pizca de alegría.

– Desde luego que lo sois.

– No, Graydynn, no lo soy y vos lo sabéis -le acusó con furia candente-. Me reconocisteis. -Con un movimiento rápido de hombros, desarmó a los guardias-. Soy Theron. El hijo de Dafydd. El hermano de Carrick, sí, y me parezco a él, pero no soy Carrick.

– Theron murió en el incendio -dijo Graydynn, pero su voz era menos convincente a medida que estudiaba las marcas que tenía Theron a la cara y escrutaba las heridas y los rasguños que se veían bajo la barba.

– Yo no estaba en Wybren esa noche -insistió Theron, y los recuerdos de su pasado se volvieron nítidos en su mente. Se acercó un poco más a Graydynn-. Me fui de esta torre cuando descubrí a mi esposa en la cama con otro hombre, su amante. Pero el bastardo no era Carrick. -Apenas movía los labios al hablar y todos los presentes en gran salón se quedaron mudos-. El amante era alguien que conocía el castillo de Heath, un hombre enviado por su hermano Ryden para que velara por ella. -Los labios de Theron se torcieron por la ironía, la historia, la traición final de su esposa-. Ni siquiera sé su nombre pero fue él quien murió al lado de mi esposa. Él era la persona que todo mundo supuso que era yo.

– ¡Mentís!

– ¿Eso creéis, Graydynn? Miradme. Miradme con detenimiento. Todos mis hermanos, Byron, Carrick, Owen, y yo, los hijos de Myrnna y Dafydd, éramos tan parecidos que confundíamos a todo aquel que no nos conocía demasiado. Sólo Alyce, nuestra hermana, tiene un gran parecido a nuestra madre. El resto éramos la viva imagen de nuestro padre. Pero vos, Graydynn, deberíais daros cuenta de la verdad cuando esta os mira fijamente a los ojos.

– Es imposible -dijo entre dientes Graydynn por encima de los murmullos de sus hombres, el crepitar y el chisporroteo del fuego, que quedaba en la chimenea.

– ¿Estáis seguro? ¿Cómo sé entonces que robasteis el vino de mi padre sobornando al encargado de la bodega? -inquirió, oliendo el miedo mezclado con el sudor, de Graydynn-. Porque lo hicimos juntos, o estaba allí. Creo que Gin todavía está por aquí. Él puede verificarlo.

– Theron os pudo haber contado lo del vino, Carrick -insistió Graydynn, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua en un gesto nervioso.

– ¿Acaso podría haberle contado a Carrick el secreto que compartíamos vos y yo?

Graydynn ensanchó las narices y las dudas asomaron a sus ojos.

– No sé de qué me estáis hablando.

– Seguro que sí, Graydynn. Lo recordáis. -Theron endureció la mandíbula igual que una piedra-. Os sorprendí robando el cuchillo de Carrick, el que tenía la empuñadura adornada con piedras preciosas. ¿Lo recordáis? Era verano… De eso hace seis años, y Carrick juró que si encontraba al culpable le castraría y se comería los testículos.

Graydynn empalideció visiblemente.

– Veo que recordáis el suceso. Entiendo que conserváis el cuchillo.

– Sois Theron -exclamó uno de los soldados, acercándose a él y clavándole los ojos en la cara del cautivo-. Ahora lo veo.

– Y yo también os reconozco, sir Benjamín -dijo Theron al hombre de barba espesa y pelirroja.

– Sí, yo también os reconozco -coincidió un hombre corpulento-. Estuve al servicio de vuestro padre durante veinte años.

– Yo también.

Otras voces intervinieron, todas corroborando la identidad de Theron. Una lavandera que se limpiaba las manos en el delantal sonrió con los ojos bañados en lágrimas.

– Agradezco a nuestro Señor que estéis a salvo, sir Theron. ¡Gracias al Señor!

Un hombre de pelo castaño ralo y ojos con patas de gallo dio un paso adelante y miró fijamente a Theron durante un buen rato.

– Vos me salvasteis la vida o al menos evitasteis que me encarcelaran -dijo con solemnidad-. Un hombre me había acusado de robar al lord y vos intercedisteis en mi defensa. Una semana más tarde encontraron al verdadero ladrón.

– Sois Liam -dijo Theron moviendo la cabeza-. Vuestra mujer, Katherine… Katie, como la llamabais, tuvo gemelos el año pasado.

– Han pasado casi dos años desde entonces -puntualizó con una sonrisa que cada vez era más amplia.

– ¡Por todos los santos, pensé que habíais muerto! -exclamó otro soldado.

– Mi señor -dijo aún otro hombre, haciéndole una reverencia. Otros tantos le secundaron, jurando lealtad al hijo de Dafydd, el legítimo señor.

– ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Todos! -vociferó Graydynn apuntando al techo como si quisiera que todos los vasallos se pusieran de pie.

Todavía blandía la espada y trazó con ella un amplio arco hasta apuntar finalmente al cielo.

– ¡Eso es… eso es absurdo! ¡Ese hombre es Carrick! ¡Un traidor! ¡Un asesino!

– ¡Mentís! -intervino Benjamin.

Y con un movimiento diestro se apoderó de la espada de Graydynn.

Theron fulminó con la mirada a su primo.

– Liberadme de las ataduras -ordenó Theron, pero antes de que Lord de Wybren pudiera reaccionar, Benjamin, usando la espada de Graydynn, cortó las ataduras y la mordaza de su cuello.

Liam se puso de pie.

– Disculpadme por haber tomado parte en vuestra captura, milord. Debería haberos reconocido.

– ¡Él no es el señor! -A Graydynn se le torció el gesto de rabia y de miedo-. ¡No lo liberéis! ¡No lo hagáis! ¡No sabemos por qué está aquí!

– ¡Ha venido porque pertenece a este lugar! -gritó un hombre.

Y el resto le secundó con las armas en alto.

– Vine porque perseguía la verdad. Quería enfrentarme a vos. -Su voz era casi imperceptible porque intentaba controlar su furia, que se cocía en su interior a fuego lento-. Y vine para vengar a mi familia. -Estaba tan enfadado que temblaba por dentro, era todo cuanto podía hacer para no retorcerle el pescuezo a ese bastardo-. Los matasteis a todos.

– Mentira.

– Pensasteis que yo estaba en mis aposentos con Alena y que habíais acabado con todos, de modo que teníais el camino libre para reclamar la baronía como propia, como heredero legítimo, el primogénito del hermano de mi padre. Sólo Carrick sobrevivió, y después de que escapara, o hiciera el trabajo sucio, le cargasteis la autoría del incendio.

– No, Theron… -Graydynn palideció al oír su propia voz llamándole por su nombre, traicionando su versión-. No… No tuve nada que ver con la muerte de vuestra familia.

– ¡Mentiroso! -bramó Theron-. No sé cómo os aliasteis Carrick y vos. Quizá los dos erais cómplices. No era ningún secreto que Carrick despreciaba a nuestro padre, pero lo que no entiendo es cómo pudo confiar en una serpiente como vos.

– ¡Os lo juro! ¡No tuve nada que ver con el incendio!

– Demostradlo.

– No tengo por qué. ¡Soy el señor de este lugar!

– Pero no deberíais serlo, cuando uno de los hijos del barón de Dafydd está vivo -señaló Benjamin.

Una docena de ojos rabiosos se concentraron en Graydynn. La sala quedó sumida en un silencio sepulcral. Sólo el crepitar y el siseo del fuego cortaron el mutismo general.

El sudor resbalaba por la frente de Graydynn.

– Escuchad -le interpeló, cuadrando los hombros y quedándose totalmente rígido-. Cada uno de vosotros me ha jurado lealtad, ha prometido dar la vida por el rey y su país. Soy vuestro señor, así que llevad a este hombre al calabozo o seréis acusados de traición.

– Juramos lealtad al heredero legítimo de Wybren -espetó un hombre con los labios apretados.

– El rey me ha reconocido como tal.

– Pero el rey no sabe lo que habéis maquinado.

– ¡No hice nada! -El pánico estranguló las palabras de Graydynn antes de que pudiera recuperar la compostura. La cólera tomó las riendas de sus emociones. Irradiaba furia y una vena roja le palpitaba en la sien-. Si hacéis lo que os digo, olvidaré este amago de rebelión. Si no, seréis encarcelados. Así que daos por enterados y enteraos bien. Llevaos al preso. Encerradlo entre rejas. Mañana decidiré qué hago con él.

– ¡Esperad!

Una voz aguda cruzó la sala, y un soldado arrastró a un hombre pequeño y enjuto. Lo había sometido con ayuda de otro hombre.

Theron sintió que el corazón se le aceleraba al reconocer al hombre que estaba al acecho tras la puerta de su habitación en Calon, a quien se reconocía como Dwynn, el tonto.

– Disculpadme, milord -el soldado, ruborizado por la confusión y respirando a fondo, presentó sus disculpas a Graydynn, puesto que no había seguido el hilo de la historia-. Después de notificaros que teníamos al espía, el preso huyó por una puerta trasera camino de la cuadra. -Hizo un gesto hacia otro centinela-. Tuvimos que atraparle de nuevo. -Lanzó a su prisionero una mirada de enojo-. Primero le vi ocultarse cerca del pozo. Creo que le estaba siguiendo -dijo señalando a Theron.

Entonces se detuvo, la expresión de su cara era cómica ante la confusión de la escena, al verlo despojado de sus ataduras.

– ¿Qué sucede aquí?

Graydynn entornó los ojos y miró a Theron.

– ¿Trajisteis aliados con vos?

– No.

– ¡Vengo de Calon! -dijo Dwynn, sacudiendo la cabeza desesperadamente.

– Parece que discrepa -advirtió Graydynn.

– Puede que me haya seguido, pero yo no sabía nada.

– Vengo solo. ¡Hay… hay problemas en la torre! -exclamó Dwynn, clavó la mirada en Theron durante unos segundos y bajó la vista de nuevo-. Ella necesita ayuda.

– ¿Quién? -preguntó Theron, aunque conocía la respuesta. La imagen de Morwenna le atravesó la mente. Se le heló la sangre-. ¿Qué tipo de problema? -preguntó.

Parecía que su corazón fuera a estallar sólo pensando que pudiera estar herida o algo peor.

– Ella…

– ¿La señora? ¿Morwenna?

Dwynn afirmó con la cabeza.

– Está en peligro.

– ¿Cómo?

– El hermano -aclaró Dwynn, evitando la mirada de Theron.

Se mordió el labio e interpretó que si desvelaba el secreto sería castigado por ello.

– Carrick -resolvió Theron-, ¿Carrick ha vuelto?

Pero Dwynn enmudeció de repente y no dijo una palabra más.

– ¡Decídmelo! -le exigió Theron, agarrando el hombre más menudo por los hombros-. ¡Maldita sea, Dwynn!

– ¡El hermano!

Era inútil. Frenético, Theron desvió su atención hacia Benjamin.

– Necesito cinco hombres y caballos frescos. Iremos a Calon.

Diez soldados dieron un paso adelante.

– Bien.

Pensaba rápido, planificando en su mente, y se percató de que Graydynn buscaba las caras de los hombres que no se habían ofrecido. Le dijo a su primo:

– Tendré cuidado con mi hermano, Graydynn, no os preocupéis. Pero mientras tanto creo que vuestra idea de la mazmorra es buena. Sugiero que paséis la noche allí y consideréis lo que habéis hecho.

– No hice nada -protestó Graydynn-. No podéis…

Su mirada barrió la habitación, las palabras se extinguieron en su garganta cuando presintió que todos los hombres estaban dispuestos a seguir las órdenes de Theron.

– ¿No? -La risa de Theron era fría como el hielo-. Entonces, lord Graydynn, no tendréis ningún miedo a la venganza o al castigo, ¿verdad? -Miró a sir Benjamin y añadió-: Cerradlo a cal y canto.

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