Capítulo 20

Morwenna miró fijamente al hombre herido y trató de imaginar cuál sería su aspecto sin contusiones. La hinchazón había remitido y, por debajo de su barba, adivinó la forma de unos pómulos pronunciados y una mandíbula cuadrada. Ahora tenía la frente ligeramente amarillenta, el pelo negro le caía por delante de los ojos.

– Así, pues, Carrick -comentó-, ya está decidido. Al rayar el alba, el padre Daniel, el hermano de Graydynn, montará en su cabalgadura hasta Wybren y llevará la noticia de tu descubrimiento.

Permaneció atenta a cualquier indicio que revelara que la había escuchado pero no atisbó señal de que estuviera despierto. Creía que el herido recuperaba la consciencia y la perdía constantemente, que a veces sabía con exactitud lo que estaba pasando y otras estaba inconsciente del todo. Pocas veces reaccionaba cuando el médico o las muchachas que le atendían le tocaban. Sin embargo, Morwenna había visto sus ojos abiertos, había presenciado su virilidad erecta, le había escuchado susurrar el nombre de otra mujer. Desde su llegada, había empequeñecido. Las pocas gachas y el caldo que le habían obligado a ingerir a través de los labios era una cantidad de comida insuficiente para sustentarlo. No obstante, había logrado aguantar, si no prosperar, al menos lo necesario para mantenerse con vida.

– Sé que puedes oírme -le dijo Morwenna con gran convicción, aunque no fuera más que una mentirijilla, un simple ardid-. Y puedo demostrarlo. -Miró a la chimenea, donde los rescoldos resplandecían y desprendían una cálida luz roja-. Bastará con poner un carbón sobre tu pecho. O el contacto con el atizador después de dejarlo un buen rato entre las llamas. -Morwenna daba vueltas alrededor de la cama, mirándole, preguntándose qué debería hacer para despertarlo-. La última vez que nos vimos me suplicaste ayuda, ésta es tu última oportunidad.

Morwenna le tocó el hombro y soltó un grito ahogado cuando de repente los ojos de él se abrieron y la miró fijamente. Morwenna se llevó la mano a la boca.

– Podéis oírme, sois un canalla despreciable. -Notaba latir con fuerza el pulso en las sienes, los nervios tensos hasta un punto de tensión máxima.

– A veces -admitió él, con una voz áspera.

– Y aun así habéis permitido que os recriminara noche tras noche -dijo, avergonzada por lo que estaba reconociendo-. ¿Acaso no tenéis un mínimo de decencia?

– Por lo visto, no.

– ¿Qué decís?

– Todas las personas que habitan esta torre, incluida vos, están convencidas de que soy un traidor, un asesino, un ladrón y Dios sabe qué más.

Morwenna dio un paso adelante y la pregunta que la había mantenido toda la noche en vela brotó de sus labios.

– ¿Sois Carrick de Wybren?

– No lo sé.

– Contestadme -le pidió ella.

– Desearía poder hacerlo -le dijo él, y percibió algo en su tono de voz que hizo que quisiera creerlo.

– ¿Cómo?

– No me acuerdo.

– ¡Oh, rayos y centellas! ¿Acaso esperáis que crea que estáis aquí, en esta cama, hablándome y en vuestros plenos cabales pero que no sabéis quién sois?

– Así es.

– Lo siento -dijo ella, sacudiendo la cabeza con determinación-. Eso es demasiado cómodo.

Ella respiró con dificultad mientras él entrecerró los ojos y trataba de incorporarse para quedarse en posición sentada.

– ¿Vos qué creéis? -preguntó él sin apartar ni un segundo sus ojos de la intensa mirada de Morwenna.

Ella tragó con fuerza.

– Creo… que vos sois… Sí, tú tienes que ser Carrick.

– ¿Por qué?

– Porque, para empezar, te pareces a él. Sí, todavía estás magullado y un poco hinchado y han pasado años desde que te viera por última vez pero… todavía… Y llevabas el anillo de Wybren. -De repente se le ocurrió algo y señaló su mano-. ¿Lo has escondido?

– ¿Qué? -resopló él-. Por supuesto que no.

– Entonces, ¿viste quién te lo robó?

– No.

– Pero estabas despierto -dijo Morwenna-. Me has dicho que me oías.

– No siempre. Al principio lograba estar despierto durante un rato. Sólo he sido consciente de lo que estaba pasando durante estos últimos días.

Morwenna puso los ojos en blanco.

– Demasiado cómodo otra vez, Carrick.

– Es cierto -insistió él haciendo una mueca-. Pero tú no me creerías dijera lo que dijera. No tienes ninguna confianza en mí.

– Porque no eres de fiar. -Levantó las manos al cielo-. Aunque ser mentiroso es la menor de tus faltas.

Él apretó la mandíbula.

– Yo no maté a mi familia.

– Entonces, ¿quién lo hizo, Carrick?

– No lo sé, pero probablemente fuera la misma persona que me atacó…

– ¿Quién fue? -le preguntó ella y, al no recibir ninguna respuesta, cruzó los brazos sobre su pecho-. No me lo digas. No te acuerdas.

– Estaba oscuro. Sólo recuerdo que iba en mi cabalgadura y de repente alguien se echó sobre mí, como si hubiera saltado desde una roca o un árbol.

Torció el gesto de la cara mientras intentaba recordar acontecimientos que le resultaba difícil evocar.

– Y, ¿para qué te dirigías a Calon?

Él sacudió despacio la cabeza.

– No lo sé… No recuerdo que Calon fuera mi lugar de destino.

– ¿Adonde ibas?

– No lo sé -respondió él.

Parecía realmente confuso. Pero, ¿acaso Carrick no era un actor consumado, experto en el arte de las verdades a medias y de las mentiras? Ese hombre parecía Carrick pero no reconocía su voz, de tan áspera como era.

«No dejes que te engañe con falsas promesas otra vez. No confíes en él. Y, por lo que más quieras, ¡no te enamores de él!»

Al pensar en ello, las rodillas casi se le doblaron. ¿Enamorarse de él? ¿Cómo podía habérselo planteado siquiera? Aunque no podía negar, y menos a sí misma, que había amado a Carrick de Wybren con todo el ímpetu de su juventud y de su ingenuo corazón, había pasado mucho tiempo y se había convertido en una mujer. Ella no podía caer, y no caería, en sus encantos de seducción otra vez. Sin embargo, Morwenna se llevó espontáneamente los dedos a la boca y recordó con una claridad desconcertante el calor de sus labios al besarse, el torrente de sangre fluyéndole a través de las venas, el desvarío y la sensación de júbilo que había experimentado.

«Mujer insensata, completamente insensata».

Enderezó la espalda y se acercó a él de nuevo.

– Demuéstrame que no eres Carrick -le comentó, y al ver que la interrogaba con la mirada, Morwenna señaló la ropa de cama-. Carrick de Wybren tenía una marca de nacimiento en la parte posterior e interna del muslo. Yo, bueno…, intenté verlo la otra noche, pero… estaba oscuro y me sentí incómoda al levantar la colcha pero, ahora, como es más que evidente que tú mismo puedes hacerlo, retira las sábanas y comprobémoslo.

Pudo intuir cómo torcía el gesto debajo de la barba.

– Si quieres ver mi verga, milady -dijo él, y los dientes le destellaron y los ojos reflejaron un azul acerado-, sólo tienes que pedírmelo.

Morwenna se ruborizó y, aunque no pudo evitar que sus mejillas se encendieran con una docena de matices de la tonalidad del rojo, consiguió mantener su voz firme.

– No tengo ningún interés en… tu masculinidad, te lo garantizo -le dijo, y notó la garganta tan tensa que tuvo dificultad para articular esas palabras-. Pero la marca de nacimiento, sí, quiero verla.

– Como desees, milady -se burló él encogiéndose de hombros.

Luego, estremeciéndose a causa del esfuerzo, hizo palanca con un codo y retiró las sábanas de su cuerpo.

Morwenna se enfrentó a su desnudez, absoluta y descarada. La piel descolorida se le tensaba en sus vigorosos muslos y en sus fornidas pantorrillas, y el vello oscuro que le cubría las piernas se espesaba en la cima de las ingles donde, para su desgracia, su virilidad reposaba flácida. Era algo que Morwenna nunca había visto antes, aquella cosa… marchita… entre sus piernas. Nunca, durante las veces que Carrick y a habían hecho el amor, nunca la había visto en reposo. Ahora no ido menos que reprimir una mueca.

Carrick, divertido por el desconcierto de ella, se rió.

– Temo que haya algo que no te complazca.

– Tú… tú… nunca me has complacido, Carrick.

Los ojos le brillaron de manera endemoniada.

– ¿Nunca? -Él enarcó una ceja oscura en señal de burla-. Quizá debiera intentarlo de nuevo.

La mirada hostil que Morwenna le dirigió había hecho cesar en el intento a más de un pretendiente no deseado, pero no causó efecto en el hombre. Carrick parecía disfrutar con la ira en ebullición.

– Mirad rápido, milady -sugirió, señalando con la cabeza hacia su masculina desnudez-, porque no sé durante cuánto tiempo… Ay, maldita sea.

Frente a los ojos de Morwenna, el miembro masculino empezó a crecer y a ponerse duro.

– Dulce Morrigu -susurró ella, intentando ignorar el falo en crecimiento y obligándose a mirar la parte interior de los muslos, en busca la marca de nacimiento. ¿Dónde diablos estaba? Achicó los ojos, pero luz en la habitación era tenue y la piel todavía estaba ligeramente contusionada precisamente en el lugar donde debía de estar. ¿O era en la otra pierna, donde ahora había una cicatriz? ¿Acaso estaba bajo aquella vieja cicatriz? No se atrevió a mirar más porque su masculinidad crecía ante a sus ojos.

– ¿No puedes parar de hacer eso? -le preguntó ella.

– Sí, pero antes tienes que dejar de mirarlo fijamente.

– No estoy mirando fijamente a… a… ¡Oh, por el amor de Dios!

– Ocurre hasta en los momentos más inoportunos.

Morwenna le clavó otra mirada helada.

– Es cierto. Parece como si tuviera una mente ajena a la mía.

– ¿De veras? -se burló Morwenna, rehusando que la intimidara. Se acercó más, lo oyó reírse en silencio, en lo profundo de la garganta, y sintió que la sangre le fluía acaloradamente por las venas. Lo que resultaba condenadamente absurdo. De repente se dio cuenta de lo ridícula que era su búsqueda.

– ¡Oh, tápese! -ordenó.

Él tuvo el valor, la audacia inaudita, de reírse a carcajadas. Pero, qué a iba hacer, siempre había sido un granuja.

– ¿Satisfecha? -le preguntó él.

– No, pero… ¿Qué?

Morwenna se irguió de repente y le miró de lleno a la cara. Vio el ego en sus ojos azules, la sonrisa irreverente que la acuchillaba a través de la barbilla. El bastardo bromeaba y estaba pasándolo en grande.

– Te he preguntado si estás…

– Sí, sí, ¡te he oído! -Se alejó unos pasos de él, sintió que le resbalaban gotas de sudor frío por el cuello-. Ahora, por favor, tápate.

– Como quieras. -Con un movimiento de muñeca, se cubrió el cuerpo con las sábanas y dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba reprimiendo-. Sólo estoy aquí para complacerte.

– ¡Maldita sea, Carrick! -bramó Morwenna con ira-. ¡No te burles de mí!

– ¿No te gusta?

– ¡No!

Su sonrisa era pura seducción. Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Recordó cómo había sido estar con él. La magia de sus caricias, calor de sus manos, la presión erótica de sus labios contra los suyos, sintió que un rubor la abrasaba y le subía poco a poco desde el cuello hasta las mejillas. Notó cómo se le agarrotaba la columna vertebral y obligó a apartar esos pensamientos, que eran una farsa, y cruzó los brazos sobre el pecho.

– No sé cómo puedes bromear. Tu destino está en mis manos.

– ¿Lo está?

– Sí, por los clavos de Cristo, Carrick, ¿acaso no entiendes que mañana, bajo mis órdenes, el padre Daniel montará hasta Wybren para informar a Graydynn de tu… tu…?

– Captura.

Morwenna desvió la mirada.

– Si no te hubiera traído a Calon habrías muerto. Te he tratado como un invitado.

– Entonces, ¿soy libre de irme?

Ella vaciló.

– Tengo una deuda con Graydynn.

Él resopló burlonamente.

– ¿Cómo? No le debes nada a Graydynn. -Se incorporó hasta quedar completamente sentado, empleando una fuerza que no comprendió cómo había recuperado. Los músculos de sus brazos se reflejaron con el brillo del fuego y Morwenna advirtió algo sombrío y oscuro en sus ojos, algo peligroso e incluso atractivo-. Crees que de algún modo soy un asesino, que te traicioné a ti y a todos los de Wybren.

– No es mi labor juzgarte.

Él la miró airadamente, con desdén.

– Oh, milady -le dijo él-, ya lo has hecho. ¿Qué piensas que hará Graydynn cuando me vea llegar a Wybren?

– No lo sé.

– ¿Acaso me dará la bienvenida con los brazos abiertos? ¿Me ofrecerá alimento y vino, tal vez una mujer? -le preguntó él, irradiando cólera-. O más bien, milady, ¿crees que hay alguna posibilidad de que me envíe directamente a la horca y al verdugo?

Ella se desmoronó interiormente y sacudió la cabeza.

– ¿No? -le disparó por la espalda él-. Entonces, déjame explicártelo. Graydynn busca a alguien a quien inculpar, una cabeza de turco a la que acusar de todas las miserias acaecidas en Wybren. Y esa cabeza de turco, cuando traspase las puertas de Wybren, seré yo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es natural. Yo haría lo mismo.

– ¿Con la misma facilidad con que mataste a tu familia? ¿Con la misma rapidez con que me diste la espalda? -preguntó ella.

Se puso de pie de repente, cruzó el suelo cubierto de juncos, la agarró por los antebrazos con sus dedos fuertes y se quedó erguido desnudo delante de ella.

– No hice nada de eso.

– ¿Quieres decir que no eres Carrick? -preguntó ella, la voz en un susurro, la garganta seca como la arena mientras trataba de zafarse de sus manos.

– No. -Sacudió la cabeza y, por debajo de la rabia, de aquella ráfaga de cólera severa y masculina, descubrió un rastro de confusión.

– Ya no.

– Oh… Por lo tanto quieres fingir que el pasado no existe, ¡quieres un paso adelante y ser tan inocente como un bebe recién nacido! -Morwenna logró liberar uno de sus brazos-. Las cosas no son así, Carrick. No podemos dejar atrás los errores del pasado. Si eso fuera así, lo juro, borraría todos los recuerdos que tengo de ti. Para mí estarías muerto, nunca habrías existido.

– Te recuerdo.

Morwenna se quedó helada.

– ¿Qué?

– Algunas cosas, algunos momentos -admitió él, encajando su mandíbula-. Recuerdo tu mirada. Tu risa. Que montabas a caballo como el propio Satanás te estuviera persiguiendo.

Morwenna tenía el corazón en un puño. Unos cuantos recuerdos de días que habían pasado juntos, aquellos días cálidos, hacía tanto tiempo… rasgaron su convicción. ¡Ay, cuánto lo había amado!

– Qué… qué útil te resulta recordármelo ahora, justo cuando estoy a punto de enviarte bien lejos. Y, sin embargo, insistes en que no tienes ningún recuerdo de la gente que confió en ti, los que perdieron la vida por tu culpa.

– No. -Su voz se quebró y parpadeó-. Te juro, Morwenna, que no maté a mi familia. No sé si alguna vez le he quitado la vida a un hombre; las cicatrices de mi cuerpo me hacen intuir que he pasado mucho tiempo en el campo de batalla, y tengo algún recuerdo de soldados y armas y la rabia que fluye por mi sangre, pero te juro por lo más sagrado que no maté a mi familia. Y… -alcanzó y enredó un mechón espeso del cabello de Morwenna alrededor de su dedo- tampoco creo que abandonara…, embarazada o no…

A Morwenna las lágrimas le quemaron en los ojos. Oh, cómo anhelaba creerle, esas palabras eran un bálsamo para todo el dolor que le había oprimido el corazón, pero no era tan tonta como para confiar en él.

– Pero así fue, Carrick. Lo recuerdo muy bien. -Cerró los ojos, conteniendo las lágrimas y recordó que él era un pedazo de escoria mentirosa, diría cualquier cosa por salvar el pellejo-. Yo estaba allí. Me abandonaste.

– Entonces fui un estúpido más grande de lo que puedo imaginar -susurró, y antes de que Morwenna pudiera reaccionar, la atrajo hacia él de modo que quedó presa contra su cuerpo duro y desnudo. Él inclinó su boca hacia abajo y reclamó la de ella con una urgencia salvaje que le encendió la sangre.

«¡No! -gritó la mente de ella-. ¡Morwenna, para esta locura ahora!» Pero en ese mismo momento el cerebro le dio otra orden y cedió al beso, sintiendo la presión suave y fuerte de los labios de él contra los suyos. Abrió la boca ante la insistencia de la otra lengua de él, sintiendo cómo las yemas de los dedos le recorrían la espalda, agarrándola todavía con más fuerza.

«¡No, no, no!»

Pero no se detuvo. No podía. Dejó que su cuerpo gobernara su mente, y al oírlo gemir, su resistencia se rompió en añicos por completo. Él le rebajó la túnica y besó la zona suave y sensible donde el cuello se une con la espalda.

El calor se desencadenó profundamente en su interior, la urgencia comenzó a palpitar en su parte más íntima cuando él siguió rebajándole la túnica, dejándole al descubierto la parte superior del pecho, arrastrando los labios calientes por su piel, y la respiración se detuvo en sus pulmones. Estaba perdida. El olor de él, salvaje y masculino, se mezcló con el humo del fuego e inflamó sus sentidos. Los recuerdos de pasión, tanto tiempo negados, inundaron su mente: Carrick yaciendo desnudo sobre un campo cubierto de hierba, sonriendo y conminándola a que le secundara; Carrick colándose en su cámara, quitándole la ropa y tocándola en los lugares más secretos; Carrick boca arriba en la cama, encima de ella, deslizando su verga hasta su sexo femenino, húmedo y caliente, mientras sus manos mecían sus pechos y ella jadeaba y jadeaba, sus nervios de punta, en llamas.

¡Ay, hacer el amor con él era como acostarse con el demonio! Morwenna sabía que debía apartarlo, acabar con la locura de estar con él, de besarle, de hacer el amor con él, pero no podía. Llevaba tres años deseando ese momento, mil noches soñando con él mientras tantos otros días había maldecido su alma al diablo.

Pero esa noche…, sólo esa noche… Morwenna se olvidaría de que él la había traicionado. Mientras las ascuas del fuego desprendían una luz roja suave y el resto del castillo dormía, supo que no lo rechazaría y lo besó con una fiebre que nacía de la desesperación.

Él la levantó del suelo y la llevó hacia la cama. Morwenna no protestó. Cuando su peso la forzó sobre el colchón, Morwenna le rodeó con sus brazos el cuello y lo miró con una expectación impaciente. Él desató su túnica, ella esperó con ansia. Y, finalmente, cuando le quitó la ropa que se entrometía entre ellos y Morwenna se quedó sólo con una fina camiseta de encaje y sintió que no podía respirar, como si el aire en sus pulmones se hubiera quedado en algún lugar entre el cielo y el infierno, se inclinó hacia arriba y le besó con toda la pasión que le desgarraba el alma y que había guardado bajo llave durante tres largos años.

– Por todos los santos, eres hermosa, Morwenna -dijo él, y el alma de ella pareció alzar el vuelo.

«No le creas; no confíes en ese bastardo mentiroso».

– Tú también lo eres.

– ¿Incluso con estas contusiones?

A modo de respuesta, dejó que sus besos acariciaran un punto decolorado de sus costillas. Él gimió y Morwenna movió su boca, probando la sal del sudor de su piel, oyendo exhalar su respiración a través de sus dientes.

– Eres una bruja. Lo sabía -dijo él.

Se sentó a horcajadas sobre las caderas de ella, aguantándose con sus muslos musculosos, su erección rígida y dura contra el abdomen. Elevó uno de los brazos de Morwenna sobre su cabeza, y su cara quedó tan cerca de la de ella que la respiración le acarició el rostro. Enredó los dedos en su cabello y procedió a dar besos hambrientos e impacientes sobre sus mejillas, su frente y su barbilla.

El corazón de Morwenna golpeaba con una cadencia salvaje, errática, y resonaba en sus oídos tan fuerte que tenía la certeza de que Carrick lo oiría. Miró hacia arriba, hacia sus ojos, oscuros como un cielo de medianoche, y no vio al granuja que una vez había amado sino a un nuevo hombre que ya no reconocía, un forastero que estaba, si se lo permitía, a punto de convertirse en su amante.

El pelo negro le caía sobre los ojos, su piel bronceada, humedecida por el sudor, brillaba en la penumbra, sus sinuosos músculos masculinos se tensaban con cada uno de sus movimientos y parecía tan endiablado como lo recordaba. El tonto corazón de Morwenna se encogió.

Durante un segundo de insensatez imaginó que todavía estaba enamorada de él, pero rápidamente ahuyentó aquel pensamiento. «No tiene nada que ver con el amor -se dijo ella-, sino con el deseo y la redención».

¿O era la tentación?

Morwenna tragó con fuerza y le alcanzó. Hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre, desde que se había acostado con Carrick de Wybren sólo para después ser ultrajada. Sin embargo, esa noche estaba dispuesta a arriesgar la misma angustia, el mismo dolor. Aunque era una mujer y, por consiguiente, se esperaba de ella que no cediera ante una necesidad sexual gratuita, aquella noche Morwenna rehusó negarse una noche de placer en sus brazos.

Una vez ella lo amó con todo su corazón.

Y por eso se lo permitiría.

Apresó la nuca de él con sus dedos, atrajo la cabeza contra la suya y respiró con la boca abierta. Él soltó un gemido y ella lo besó fervientemente. Morwenna se deleitó con pasión en la sensación de los labios presionando con urgencia los suyos, la presión apacible de la lengua que resbalaba entre sus dientes, los tocaba, les hacía sentir un cosquilleo el probarlos.

Se aferró a ese momento y cerró los ojos.

Con su mano libre, él encontró su pecho. A través del tejido de seda, rastreó sensualmente el contorno del pezón con el pulgar, y el pecho se le puso duro ansiando más.

– Oh -susurró ella, produciendo un sonido vibrante en su interior, retorció bajo él, sus pezones reaccionaban, el anhelo entre sus piernas cálidas y deseosas-. Carrick -gritó en un susurro que pareció retumbar en la cámara-. Oh, por favor…

Él se apartó, la miró y sonrió. Esa diabólica cuchillada que era su sonrisa aumentaba el deseo que latía en ella.

– ¿Estiércol de cerdo? -le preguntó él, besándola otra vez-. ¿Así me llamaste?

– ¡Peor! Eres… eres inferior al estiércol de cerdo.

Se rió en silencio contra la piel de Morwenna.

– ¿Es posible? -Su lengua bordeó sus labios, sin besarla exactamente.

– S-sí.

Él restregó su virilidad contra ella. Despacio. Eróticamente. La verga rígida, caliente y dura mientras se arrugaba la delgada capa de tela que los separaba.

Ella ansiaba tenerlo más dentro. Lo deseaba. Lo necesitaba. Profundamente dentro. Querido. Necesario.

– ¿Qué es inferior al estiércol de cerdo?

– Tú -murmuró ella, aunque su pensamiento no estuviera pendiente de la conversación sino centrado en su parte más íntima. Dios, cuánto lo deseaba.

Como si entendiera el apremio, él se deslizó hacia abajo y su cuerpo resbaló contra el de ella. La camiseta se ciñó al cuerpo de Morwenna los labios de él se movieron todavía más despacio y encontraron sus pechos, todavía cubiertos de la ligerísima tela. Lamió su pezón con impaciencia, humedeciendo el tejido y haciendo que ella se retorciera de deseo.

Él presionó con una rodilla entre sus piernas, ella jadeó y le hundió los dedos en el pelo. Morwenna palpitaba, su parte más íntima deseaba ser acariciada. Su rodilla presionó más fuerte y gimió, su carne caliente ávida. Latiendo. Palpitando.

Dentro de la chimenea, el fuego brillaba con un color rojo intenso, como un reflejo del deseo de Morwenna. Clavó sus dedos en los brazos de él y cuando le tiró con los dientes del pezón, se arqueó hacia arriba, haciendo que sus cuerpos estuvieran más cerca, que él tomara en su boca más de ella. La amamantó vorazmente y a ella la cabeza le empezó a dar vueltas.

Entonces él levantó la suya y ella lanzó un grito.

– Paciencia, milady -susurró él con voz áspera mientras le sacaba bruscamente la camiseta por la cabeza y dejaba su cuerpo al descubierto, su piel visible al resplandor del fuego.

Sus manos rugosas la acariciaron, escalando el torso y llegando hasta los pechos. Su lengua y sus labios recorrieron cada tramo de su cuerpo. Ella le rodeaba el torso con los brazos. Deslizó un dedo por su espina dorsal y él se sacudió, como si un relámpago hubiera descargado a lo largo de sus terminaciones nerviosas.

Él gruñó y separó las piernas de ella con sus rodillas, con su aliento caliente sobre el abdomen.

– No juegues conmigo, milady -susurró.

Su aliento le calentó el cuerpo dejando un rastro de calor bajo su abdomen y sus muslos. Él la acarició entonces con dedos apacibles mientras abría, sus labios fueron al encuentro de aquella parte delicada, acariciándola con los dedos y la lengua en una tortura tan dulce que la hizo agarrarse con los dedos al colchón y la transpiración humedeció las sábanas.

Carrick sopló allí un hálito caliente y húmedo que se arremolinó en el interior y Morwenna se estremeció, tensó el cuerpo entero, su mente escindió en mil fragmentos. Lanzó un grito de éxtasis mientras él deslizaba su cuerpo hacia arriba. Su erección la tocó donde sus labios habían estado jugueteando.

– Ahora, milady -dijo mirando hacia donde estaba y empujando profundamente, cavando mucho más hondo que donde podía llegar su liento.

Ella jadeó, su nuca cada vez más caliente. Él se retiró despacio y ella se movió hacia delante, con los dedos todavía clavados en los brazos del hombro. Se arqueó y se encontró con él, que entraba de nuevo. Con las piernas enroscadas en el torso, el corazón le martilleaba desenfrenado, el deseo la empujaba. Todos los pensamientos acerca del pasado y del futuro se habían desvanecido. Todo lo que importaba era aquella noche y mientras se movían, Morwenna escuchó su respiración cada vez más entrecortada y rápida, al igual que hacía la suya propia. Se aferró a él, recibiendo cada embestida con un deseo desesperado. Empujaban juntos cada vez más rápido, alimentando su deseo mutuo con ferocidad, sus aspiraciones jadeantes como contrapunto a su frenético acto sexual.

Morwenna estaba ardiendo, derritiéndose en su interior, los fuegos cada vez eran más brillantes hasta que pareció que iban a explotar y su cuerpo entero se estremeció. Gritó en pleno éxtasis, aferrándose a él, sujetándole, diciendo su nombre. Carrick se arqueó hacia atrás y cada uno de sus músculos se tensó mientras se liberaba, derramando su semilla en ella.

– Morwenna -dijo con el más tenue de los susurros-, eres una mujer dulce, muy dulce.

Entrelazó los dedos en su cabello y se derrumbó sobre ella.

Morwenna recibió con alegría el peso de su cuerpo. Se abrazaron fuerte, empapados y extenuados, hasta que su respiración desordenada fue recuperando poco a poco su regularidad. Al final él sonrió en la penumbra, se levantó sobre un codo y la miró fijamente desde arriba.

– Eres una bruja -le dijo, quitándole un rizo húmedo de la mejilla.

– ¿Y una hechicera? -dijo ella enarcando una ceja con descaro y permitiendo que sus labios esbozaban una sonrisa.

– Sí.

– ¡Hechicera! -Sacudió la cabeza y le sonrió abiertamente.

– Es mejor que las palabras con las que me has obsequiado tú. Vamos a ver, yo era un «bastardo» y un «hijo de perra salvaje». También me llamaste «estiércol de cerdo» y «canalla».

– Shhh. -Ella presionó con un dedo en sus labios-. Ya basta.

– Pero «miserable pedazo de estiércol de cerdo» fue probablemente calificativo más memorable -añadió, besando su dedo y chupándolo suavemente.

– ¿Qué? Oh -suspiró, sintiendo entre sus piernas que el miembro de Carrick crecía dentro otra vez.

Él sonrió y enarcó una ceja con picardía.

– Oh, milady, no pensarás que ya hemos acabado, ¿no?

El destello de su mirada pronosticaba placeres todavía.

– Tenemos mucho tiempo que recuperar -dijo, jugueteando con sus pezones, su erección de repente dura y llena-. Mucho tiempo.

Entonces cumplió su promesa, presionando una vez más, moviéndose rítmicamente mientras amasaba sus pechos y aplastaba los labios calientes y deseosos contra los otros.

Morwenna cerró los ojos asombrada y rehusó pensar en las consecuencias. Al cuerno el mañana. Aquella noche ella se entregaría una y otra vez y ya veríamos qué le deparaba el diablo con el nuevo día.

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