– ¿Quién eres? -susurró Morwenna.
Incapaz de conciliar el sueño, se arriesgó a abandonar sus aposentos y caminó hacia la letrina; luego esperó hasta que el guardia se tomara un descanso, y entonces se deslizó en la habitación del preso. La encontrarían, desde luego, pero al menos se evitaría la discusión o la riña en la puerta de entrada. Y lo cierto es que el guardia, Isa, Alexander e incluso el propio alguacil podrían quejarse airadamente de su conducta, pero poco podían hacer al respecto. Ella era la señora del castillo. Su palabra era ley.
Miró fijamente al hombre herido. Se mordió el labio y deslizó una yema del dedo a lo largo de su mejilla magullada mientras lo observaba. La habitación estaba a oscuras, sólo el brillo de la luz de la lumbre le permitía ver sus rasgos deformados. Ojos hinchados, piel descolorida y una barba que cubría su mandíbula. ¿Era realmente Carrick?
Se le hizo un nudo en la garganta con sólo pensarlo.
«No lo creas. Este hombre podría ser cualquiera. Un ladrón que robó el anillo con el emblema de Wybren. Un hombre de pelo tan oscuro como Carrick. Un impostor que por casualidad tiene la misma altura».
Pero, ¿por qué iba a fingir ser Carrick de Wybren, un hombre que se consideraba que, o estaba muerto, o traicionó a su familia o era incluso un asesino?
Asesino. Se acobardó ante la idea. Seguramente no era Carrick. Sí, él era un hombre malvado. Cierto, él se había apropiado de su castidad, así como de su corazón, pero, ¿un asesino? No. No podía dar crédito. No podía. Sin quitarle ojo al desconocido, intentó distinguir la cara de Carrick bajo los rasgos magullados, imaginarse al hombre que ella había amado de modo tan temerario en ese hombre que yacía en la cama, con los ojos cerrados y cuyo pecho apenas subía y bajaba con su respiración profunda.
En los últimos diez días, había comenzado a restablecerse, pero las costras y la hinchazón deformaban los contornos naturales del rostro.
«Piensa, Morwenna, piensa. Tú lo viste desnudo. ¿No detectaste viejas cicatrices o señales en su piel que confirmaran que es Carrick?» Cerró sus ojos por un segundo imaginando al granuja a quien tan bien recordaba.
Alto, con una mandíbula cincelada y una nariz no demasiado recta, los dientes que destellaban con su humor sarcástico y los ojos que parecían vislumbrar los lugares más recónditos del alma de ella. Sus cabellos eran morenos, con una cierta ondulación, los músculos fibrosos y no acumulaban ni pizca de grasa en su cuerpo. ¿Cicatrices? ¿Presentaba algún indicio de una vieja herida en su cuerpo? ¿Una marca de nacimiento o un lunar en la piel?
En los últimos tres años había tratado de olvidarle, obligando a su mente a desechar las vibrantes imágenes del hombre que tan despiadadamente la había abandonado, un hombre sobre el cual todo el mundo la había advertido, que no era más que un granuja insensible, un hombre al cual ella ofreció su corazón con tanta imprudencia.
Ahora, mirando hacia abajo y estudiando los rasgos magullados del rostro de éste, no sabía quién era.
Entonces sus esfuerzos habían resultado en vano.
Otra vez echó un vistazo al hombre, examinándolo atentamente. ¿Podía serlo? Se aclaró la garganta y luego susurró:
– Carrick…
No hubo respuesta. Ni siquiera el movimiento más leve de sus ojos bajo los párpados descoloridos. Ella se mordió el labio. Carrick tenía los ojos azules. Mientras miraba fijamente al hombre herido, se preguntó cuál sería el color de sus ojos.
Sólo había una manera de averiguarlo. Con cuidado, con el dedo tembloroso, le tocó el párpado. La hinchazón había remitido durante la pasada semana y pudo deslizar su párpado hacia arriba. El ojo sangriento que encontró debajo la hizo estremecerse.
El blanco del ojo se le había teñido de un color rojo vibrante pero el iris era tan azul como el cielo de la mañana.
Como los de Carrick.
Su corazón dio un vuelco cuando la pupila del herido se contrajo y pareció que la enfocaba.
¿A causa de la luz?
¿O porque el condenado bastardo estaba despierto?
– ¿Podéis verme? ¿Me oís? -le instó.
Luego dejó que el párpado se cerrara y se sintió como una estúpida en esa estancia donde los rescoldos del fuego resplandecían de un profundo color escarlata. Se abrazó y lo intentó de nuevo. Esta vez le tocó el hombro desnudo y le susurró al oído:
– ¡Carrick!
¿Era producto de su imaginación o los músculos bajo las yemas de sus dedos se habían tensado un poco?
El corazón le dio un vuelco.
«Has provocado en él una respuesta».
Haciendo caso omiso de sus dudas, se aclaró la garganta. Sintió cómo el pulso le latía desbocado.
– Soy Morwenna. ¿Te acuerdas de mí? Soy la mujer a la que mentiste. La mujer a la que prometiste que la amabas. La mujer a la que diste la espalda. Carrick…
Otra vez aquella tensión casi imperceptible bajo sus dedos.
¿La oiría?
Unos pasos se oyeron fuera de la habitación.
– ¿Quién diablos anda ahí? -refunfuñó una voz áspera.
¡Maldita sea!
La puerta se abrió bruscamente y golpeó contra la pared.
¿Era su imaginación u otra vez había notado una reacción en la zona donde sus dedos rozaban la piel del hombre herido?
– ¿Milady? -preguntó el guardia, sir Vernon. Era una bestia enorme de hombre, ya había desenvainado la espada y estaba inspeccionando el interior de la estancia como si esperara que le tendieran una emboscada en cualquier momento-. ¿Qué estáis haciendo aquí?
– No podía dormir -admitió ella.
– No deberíais entrar en esta habitación sola, sobre todo cuando yo me ausento de mi puesto. -Ante el reconocimiento de su propia falta, algo del resentimiento se esfumó-. Quiero decir, estaba aquí abajo, en la letrina, tomándome un… Ah, milady, disculpadme. No debería haber abandonado mi puesto.
– Está bien -le dijo convencida, alejándose unos pasos de la cama del hombre herido-. Entré y no pasó nada -Morwenna ofreció su mejor sonrisa al guardia-. No os preocupéis, sir Vernon. -Dejando caer un último vistazo al hombre tendido sobre la cama, añadió-: No creo que haga daño a nadie durante mucho tiempo.
– Pero si es Carrick de Wybren, es un bastardo asesino del que no nos podemos fiar -dijo Vernon, señalando al hombre inmóvil con su espada.
Luego comprendió que se había comportado como un estúpido y metió el arma en la vaina atada con correa a su gruesa cintura.
– No creo que deba preocuparme por él.
Vernon frunció el ceño, las cejas espesas se enarcaron sobre sus ojos oscuros, que pregonaban furia.
– Incluso durmiendo, Lucifer es peligroso.
– Supongo que tenéis razón, sir Vernon -dijo ella, aunque sin estar convencida.
Tampoco podía asegurar que se tratara de Carrick. Sólo él, y quizá los atacantes, conocían su verdadera identidad. «¿Qué pasará si es Carrick? ¿Qué harás, entonces?»
– Buenas noches, sir Vernon -se despidió.
– A vos, milady.
Como si estuviera decidido a demostrar su valor, Vernon quedó de pie con los pies separados y la columna rígida como el acero.
Morwenna caminó los pocos pasos que había hasta sus aposentos, o un puntapié a la puerta cerrada y se arrojó a la cama. ¿Qué se habrá pensado? ¿Qué esperaba descubrir colándose en la habitación del hombre? ¿Tocándole?
Mort ladró suavemente, su cola aporreó la colcha durante un segundo, y luego suspiró hondo y cayó dormido.
Morwenna acarició distraída el cuello grueso del perro, pero sus pensamientos eran confusos e iban muy lejos. Ella no le debía nada a Carrick: ni lealtad, ni interés ni mucho menos amor. Sus labios se fruncieron cuando recordó el día que la abandonó. Cobardemente. Antes del alba. Dejándola sola en la cama.
Aquel día sintió una brisa de aire y despertó, descubriendo que se había ido, las sábanas entre las cuales había permanecido inmóvil todavía estaban calientes y arrugadas, y la pequeña habitación donde se habían cobijado desprendía la fragancia de la pasión extinguida y el olor a sexo matutino. Oyó un cuervo graznar mientras caminaba hacia ventana e imaginó que veía su caballo en el horizonte, y a él envuelto en la niebla y el dolor en su corazón fue tan intenso de repente que se le doblaron las rodillas y había tenido que morderse los labios para no gritar.
Supo entonces que él no volvería. Nunca. Y aunque ella había ido tras él, con el propósito de enfrentarse, para decirle lo que sospechaba, no, más bien, lo que sabía con certeza… Ay, ella pensaba que después del encuentro recobraría un atisbo de dignidad, un ápice de orgullo. Pero se había equivocado.
«Esto es lo que has conseguido por confiar en un granuja, por regalarle tu corazón con tanta imprudencia».
Ahora, tendida sobre la cama, tensando la mandíbula, con lágrimas amenazantes en los ojos, se obligó a quitárselo de la mente. Ya había vertido hasta su última lágrima por aquel cobarde.
Y ¿qué hay de ti? ¿Por qué no le dijiste la verdad cuando todavía tenías la posibilidad? ¿Acaso no fuiste tan cobarde como él? ¿Por qué le diste la posibilidad de escapar?
Morwenna rechinó los dientes ante esas preguntas que habían quedado sin respuesta y que la habían perseguido durante lo que parecía toda una vida. ¿Sabía él, en su fuero interno, que la abandonaría? Ella le había puesto a prueba, sin estar dispuesta a forzarle a estar juntos, manteniendo sus labios sellados y esperando que él encontrara el momento preciso para abandonarla. Tendría que haberlo perseguido, encontrar un caballo, saltar sobre el lomo del animal y…
Mantuvo los ojos bien cerrados. Un rubor caliente por la vergüenza inundó su cara. ¿De qué serviría ahora pensar qué habría ocurrido en otro caso? Pestañeando rápidamente, desterró las imágenes caprichosas, se negó a dejar que aparecieran sentimientos melancólicos y autocompasivos. Ella había sobrevivido a su traición. Se había hecho más fuerte.
Al final, ¡esa bestia le había hecho un favor!
¿Qué pasaría si se demostraba que ese hombre medio muerto era Carrick? ¿Cómo actuaría?
Le estaría bien al malvado, al convaleciente escondido, entregarlo a lord Graydynn. Wybren estaba a menos de una jornada a caballo, incluso menos si se tomaba el viejo camino y se franqueaba el río cerca del cruce del Cuervo. Graydynn la recompensaría con generosidad si le llevaba al traidor. Por otra parte, también podía, como había sugerido sir Alexander, encarcelarlo en la mazmorra. Dejarle sufrir un rato. ¡Le serviría de escarmiento al muy sinvergüenza!
No.
Sus absurdas fantasías le hacían suspirar.
Tenía cosas mejores que hacer que tratar de vengarse de un hombre que había sido injusto con ella. Era un acto mezquino. Y una tontería, demás, era probable que no fuera Carrick sino un ladrón de poca monta que había sufrido un ataque en el camino.
Y con todo… había algo relacionado con el forastero que había estimulado su memoria e hizo que su pulso se acelerara.
«Idiota», se reprendió para sus adentros mientras estiraba de las sábanas para cubrirse hasta el cuello, forzando al perro a encontrar una nueva posición. Antes de cerrar los ojos, echó un vistazo alrededor de sus aposentos que ocupaba desde hacía menos de un año. A veces… Sabía que era absurdo, pero… a veces sentía como si estuvieran observándolo, como si el mismo espacio tuviera ojos.
Por Dios, pero ¿en qué estaba pensando? Era sólo su mente cansada que le jugaba malas pasadas. Además, era algo que no podía decir, ya que si lo hiciera, su hermano seguramente le quitaría el privilegio de gobernar la torre. Había tenido que rogarle a Kelan, que había sido solano de varias baronías, entre ellas Penbrooke, que le diera la posibilidad de hacerse señora de Calon. Ahora, si Kelan descubría que ella pensaba que el castillo estaba encantado o que un fantasma rondaba en penumbra, o que había una remota posibilidad de que Carrick de Wybren durmiera en una cama al otro lado del vestíbulo, Kelan seguramente interferiría, tal vez se replanteara la conveniencia de otorgar a la mujer la responsabilidad del castillo. O le pidiera a Tadd, que estaba ausente luchando a favor del rey, que volviera para hacerse con el gobierno. Y Bryanna, enviada a Calon para hacer compañía a Morwenna, con la esperanza de que la muchacha creciera, volvería a Penbrooke con él y su esposa Kiera. Kelan tenía la última palabra.
«El hombre que yace al otro lado del pasillo no es Carrick. ¡No te engañes!»
Refunfuñando y enfurecida, no se atrevió a enfrentarse a la humillante verdad de que, en el fondo de su corazón, anhelaba que el herido fuera Carrick de Wybren, que se restableciera y se diera cuenta de lo lejos que estaba ya de esa muchacha inocente que lo había amado tan apasionadamente, que ahora era una mujer, su igual, que no se estremecería nunca más ante la posibilidad de estar con él, que estaba dispuesta a cualquier otro amor…
– ¡Basta ya! -silbó su voz, rebotando contra las gruesas paredes.
¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso daba crédito a las horribles advertencias de Isa, la anciana que se dedicaba a farfullar sobre la muerte y el destino?
«¡El hombre herido no es Carrick! ¡Métete eso en la cabeza!»
La luna era una esfera embotada, envuelta en una niebla cada vez más espesa. La débil luz se filtró a través de los árboles desnudos cuando Isa se arrodilló en la orilla cubierta de barro de un arroyo de corriente rápida y la brisa más insignificante intentaba arrebatarle la capa.
– Gran Madre, que vuestro espíritu esté con nosotros -susurró Isa, apesadumbrada.
Mientras rezaba para pedir seguridad, dibujaba con un palo su runa en la tierra húmeda, un símbolo que semejaba la pata de un gallo. El viento se alborotó, llevando consigo un frío de algo que no podía ver pero que percibía, la verdadera alma del mal.
– ¡Retrocede! -gritó ella, como si pudiera atraer la atención de lo que estuviera afuera. Un escalofrío de terror puro le recorrió la espalda. Metió la mano en su bolso y sacudió un manojo de muérdago, romero y fresno en el aire, esperando que el viento atrapara las partículas para proporcionar protección a lady Morwenna a cuantos residían en la torre.
¿Qué diablos había estado pensando su hermano, el barón Kelan, cuando había cedido ante la determinación de su hermana y había permitido que Morwenna, sola, se pusiera al frente de Calon? Ese no era trabajo para una mujer. Aunque Morwenna fuera inteligente como cualquier hombre, no dejaba de ser una hembra. Muchas mujeres habían gobernado una torre, sin duda alguna, pero por lo general su voluntad se imponía por mediación de un hombre, un barón que no sabía que su esposa lo manipulaba. Pero esto, permitir a una mujer sola supervisar una baronía tan grande, era poco usual.
Cierto, Morwenna había prometido casarse al cabo de un año. Aunque todavía no se había fijado la boda, lord Ryden, del castillo de Heath, había pedido ya su mano y Kelan se la había concedido.
Isa frunció el ceño y una preocupación fría se instaló en su corazón. Ese matrimonio que se avecinaba no era un buen partido.
El barón era apuesto, no cabía duda, y atlético a pesar de sus años. Pero el hombre tenía casi la edad de Isa, por el amor de Dios, y era demasiado viejo, aunque aparentara diez años menos. Lord Ryden estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera, lo cual no presagiaba lada bueno.
Morwenna era testaruda y obstinada, siempre dispuesta a hablar con franqueza. Como lo fueron sus otras esposas, ahora muertas.
«Pero Morwenna había estado de acuerdo con la unión», le recordó una voz interior. A pesar de sus consejos, advertencias, y premoniciones.
– Bah.
Isa tiró el palo y se limpió el polvo de las manos sobre su vieja túnica. Morwenna había acordado casarse con Ryden sólo porque se esperaba de ella que tomara un marido. Después de sus desastrosos amores con Carrick de Wybren, se había decantado por un hombre más viejo, estable, que le había hecho la corte con el propósito de cazarla, como un lobo a su presa.
No, no era nada bueno. Y eso no habría pasado si Morwenna no le hubiera entregado su corazón al granuja de Wybren.
Carrick.
Todo se había desmoronado con la llegada de aquella bestia cobarde.
Isa odió a ese hombre. No le sorprendería que Carrick estuviera detrás del incendio desalmado de Wybren. Carrick carecía de lealtad o de integridad. No era más que mala hierba, un granuja que había seguido los pasos de su padre, el barón Dafydd, quien, a pesar del amor que le profesaba una mujer fina y hermosa, se dedicaba a ir tras las faldas de las criadas, las viudas, e incluso las esposas de sus amigos. Dafydd haría sido un soberano inconsciente por lo que concierne a las mujeres, y su esposa, lady Myrnna, había tenido que sufrir siempre en silencio, mordiéndose la lengua, sin hacer caso de los rumores que circulaban acerca de la infidelidad del barón y de los hijos bastardos que tenía, al mismo tiempo que ella le había dado cinco vástagos. Los cuchicheos decían que Dafydd, al margen de su matrimonio, había engendrado algunos hijos, tanto varones como hembras, e incluso una pareja de gemelos… Isa quiso desestimar esas historias, o al menos aceptarlas como exageraciones vertidas por lenguas ociosas y aburridas. Pero los rumores de las incursiones de Dafydd de Wybren en camas ajenas eran legendarios y, sin duda, había algún atisbo de verdad en ellos.
El viento fluyó a través los árboles desnudos y sacudió la capucha le Isa y el dobladillo de su túnica. Sintió que el frío de invierno le calaba los huesos.
Isa frunció el ceño en la oscuridad, sus ojos buscaban en la penumbra cualquier signo de vida, de la presencia que percibía. Pero nada se movió.
Volvió hacia el castillo.
¡Un chasquido!
Se oyó el crujido de una frágil ramita al quebrarse a través de la oscuridad. Isa se giró rápidamente. Clavó la mirada en el lugar de donde había salido el sonido. Buscando entre las sombras brumosas, no pudo distinguir nada entre los árboles esqueléticos, ningún movimiento, ninguna figura oscura que se agazapara cerca del arroyo. Su viejo corazón clamó, aunque se recordó a sí misma que existían criaturas en el bosque que no hacían ningún daño, animales que se movían por la noche y que estaban más asustadas ante la presencia de ella que a la inversa.
Sin embargo algo había cambiado. Lo sintió de nuevo, ese cambio sutil y peligroso en el aire. La piel se le erizó.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó con voz ronca, deslizando sus dedos hacia el bolsillo donde guardaba una pequeña daga que siempre llevaba consigo-. ¡Mostraos!
No obtuvo respuesta.
Sólo el murmullo del viento debido a la agitación de las ramas, el ulular suave de un búho y el cauce del agua helada corriendo pendiente abajo.
Los oídos de Isa se aguzaron. Lamió sus labios agrietados y se dijo que debía de haberse confundido. No había nadie oculto escudriñando sus movimientos. Nadie había visto su rito pagano. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de su cuchillo y volvió despacio hacia la torre. Con cuidado de no tropezar con las rocas del camino y las raíces de los árboles, logró tranquilizarse al divisar la torre, lejos de la amenaza que había sentido cernirse sobre el bosque.
«Sólo es producto de tu imaginación desmesurada -se dijo Isa-, nada más. La respiración que oyes son tus viejos pulmones asustados jadeando en busca de aire. El chasquido de la ramita seguramente era un jabalí o un ciervo que pasaban». Sin embargo, no había oído el gruñido de una criatura hozando la tierra, ni había notado cerca el olor de un animal.
Más bien había sentido el acecho en la oscuridad una mirada silenciosa y malévola, con un propósito que ignoraba.
Mirando al horizonte, vio Calon surgir sobre la colina. Los adarves presentaban un aspecto siniestro, las torres sombrías se erguían en la oscuridad de la noche. Ella se había opuesto al traslado de Morwenna y añoraba los días apacibles de la niñez de su señora en la casa de Penbrooke. Pero la voz de Isa no había sido tomada en consideración. Morwenna había negociado largo y tendido por su propia torre, y Kelan, finalmente, le había concedido la baronía que, Isa temía, iba acompañada con su propia historia, derramamiento de sangre y peligro.
¿De veras no había visto ella las señales?
¿No habían sido vividos sus sueños de derramamiento de sangre?
¿Acaso no sabía que el peligro la acechaba dentro y fuera de los muros del castillo?
– Por todos los santos -susurró.
Una vez cerca de la puerta, giró y se apresuró hacia el camino enfangado que llevaba a la torre de entrada, temiendo que alguna bestia de pesadilla saltara hacia fuera y la abordara.
No fue así.
No la atacó ningún dragón oscuro ni un mensajero del infierno.
Al apresurarse bajo la verja levadiza sin que ocurriera el menor incidente, soltó la empuñadura de su pequeño cuchillo, envió una plegaria de agradecimiento a la gran Madre y trató de serenarse. Lo que se había imaginado era únicamente producto de su propio miedo, que se condensaba en la mente.
No había nada malévolo en el bosque.
Ningún mal se escondía detrás de los árboles estériles.
Nada impío acechaba a Calon.
¿O sí?