Me desperté cuando Wyatt se metió en la cama a mi lado. Tenía su propia llave y sabía el código del sistema de seguridad de mi casa, de modo que no tenía que despertarme para entrar, pero me despertó de todos modos una vez que se metió en la cama, se arrimó a mí y entré en contacto con su fría piel. Los números rojos del reloj decían 1:07.
– Pobrecito mío -murmuré, dándome la vuelta para abrazarle. No iba a dormir mucho; normalmente estaba en el trabajo a las siete y media como muy tarde-. ¿De verdad hace tanto frío ahí fuera?
Suspiró mientras se relajaba, descansando pesadamente su cuerpo contra el mío.
– He puesto el aire acondicionado bastante fuerte en la furgo, directamente en la cara para no dormirme -dijo entre dientes. Deslizó la mano sobre la camiseta que yo llevaba puesta-. ¿Qué puñetas es esto?
No le gustaba que me pusiera nada para dormir; me quería desnuda, tal vez para facilitar el acceso, tal vez porque a los hombres sencillamente les gustan las mujeres desnudas.
– Tenía frío.
– Ahora ya estoy aquí, te daré calor. Deshagámonos de esa condenada cosa -dijo mientras tiraba hacia arriba del dobladillo de la camiseta, preparándose para sacármela por la cabeza. Agarré la prenda y acabé de hacerlo yo, porque sabía con exactitud dónde me habían dado los puntos en la cabeza-. Y esto también. -Deslizó sobre mis muslos los pantalones cortos del pijama antes de que yo acabara de sacarme la camiseta, y se sentó en la cama para quitármelos del todo. Luego volvió a echarse y me cogió otra vez en sus brazos. Me acarició con movimientos semiautomáticos, cogió un pecho en su mano y me rozó el pezón con el pulgar, antes de meter los dedos entre mis piernas; era como si se estuviera verificando que todas sus partes favoritas seguían ahí pese a no haber sido capaz de sacarles provecho. Luego suspiró y se echó a dormir. Yo hice lo mismo.
Mi despertador sonó a las cinco. Intenté apagarlo antes de que le despertara, pero no hubo suerte. Soltó un gruñido y empezó a apartar las colchas, pero yo le besé en el hombro y le insté a volver a echarse sobre la almohada.
– Vuelve a dormir -dije-. Pondré otra vez el despertador a las seis y media. -Tendría que comprarse algo para desayunar en algún sitio de comida rápida de camino al trabajo, pero necesitaba dormir.
Farfulló algo que me tomé como una expresión de conformidad, enterró la cara en la almohada y ya volvía a estar dormido antes de que yo pusiera los pies en el suelo.
Había dejado mi ropa en el baño la noche anterior, pensando en la posibilidad de que él llegara tarde de verdad, así que me vestí ahí. Hoy no me hacía falta maquillaje, ya que iba a estar en Great Bods todo el día, pero sí me cepillé el pelo, que dejé suelto: hoy tampoco iba a hacer ejercicio. El dolor de cabeza por la conmoción cerebral todavía no había desaparecido del todo. Mierda. Me había hecho ilusiones de que así fuera.
Una vez vestida, me llevé el cepillo y la pasta de dientes al piso de abajo, para cepillarme los dientes después del desayuno. El temporizador había puesto en marcha la cafetera y el café me esperaba ya hecho. Disfruté de veinte minutos tranquilos en la mesa, tomando el desayuno y bebiendo café. Luego me cepillé los dientes en el baño auxiliar de la planta baja, me serví el resto del café en una gran taza termo y programé la cafetera otra vez para la hora de levantarse de Wyatt. Metí una manzana para el almuerzo en la bolsa, cogí un jersey y salí por la puerta lateral que daba al pórtico donde aparcaba el coche. Bien, casi. Tuve que pararme a reprogramar la alarma porque Wyatt era un fanático de esas cosas.
Hacía una mañana lo bastante fría como para ponerse el jersey. Tirité un poco mientras bajaba la escalera y daba al control remoto para abrir el coche. La rutina cotidiana era reconfortante, señal de que las cosas volvían a la normalidad o casi. Me he lesionado infinidad de veces; las animadoras se lesionan tanto como los jugadores de fútbol. Siempre es un coñazo, pero he aprendido a ser paciente porque, aunque puedas empezar a hacer cosas, no quiere decir que debas hacerlas: la tensión añadida a la que sometes a un músculo lastimado o un hueso roto hace la curación más lenta. Siempre he querido recuperar mi nivel de rendimiento lo antes posible, y por ese motivo he aprendido a hacer exactamente lo que hay que hacer, aunque deteste cada minuto que pasa. Quería encontrarme en Great Bods, supervisando todos los detalles. Ese sitio es mío, y me encanta. Quería volver a hacer ejercicio, emplear los músculos a los que tanto esfuerzo he dedicado y que durante tanto tiempo he ejercitado y cuidado. Aparte, mantenerme en forma es un gran anuncio para la empresa.
Casi no había tráfico en la calle. Incluso en verano, abrir Great Bods a las seis de la mañana significaba conducir al trabajo de noche. En pleno verano, el cielo empezaba a clarear justo cuando llegaba para abrir el local, pero el trayecto normalmente lo hacía de noche. Pero se podía decir que a mí casi me gustaba el vacío en las calles, la tranquilidad de primeras horas de la mañana.
Mientras ocupaba mi plaza en el aparcamiento para el personal situado en la parte trasera, el sensor de movimientos encendió las luces. Las había instalado el propio Wyatt, justo el mes pasado, tras quedar conmigo aquí una noche y advertir lo oscuro que estaba el aparcamiento bajo la cubierta que protegía los coches del personal del mal tiempo. Todavía no me había acostumbrado a esas luces; su intensidad me parecía poco natural, como si me hallara en un escenario mientras abría la puerta trasera que daba acceso al gimnasio. Tenía un pequeño emisor de luz en la cadena del llavero que siempre empleaba para ver la cerradura, y para mí era perfectamente suficiente. No obstante, Wyatt quería que aquel lugar estuviera iluminado como una pista de aterrizaje.
La oscuridad bajo la cubierta nunca me había molestado. De hecho, me había permitido ocultarme del asesino de Nicole Goodwin cuando la mató justo en este aparcamiento. Aun así no me había opuesto a que instalaran las luces -quiero decir, ¿por qué iba a hacerlo?- y me alegré cuando Lynn confesó que se sentía más segura las noches que le tocaba a ella cerrar, sabiendo que esas luces se encenderían en el momento en que abriera la puerta.
Abrí y anduve por el interior del edificio encendiendo todas las luces. También conecté el termostato y puse en marcha la cafetera, tanto en la zona de empleados como en mi despacho. Me encantaba esta parte del día, ver cómo cobraba vida este lugar. Las luces se reflejaban en los espejos brillantes, las máquinas de ejercicios relucían, y las plantas se mostraban exuberantes y saludables. Este lugar era sencillamente precioso; me encantaba incluso el olor a cloro de la piscina pequeña.
El primer cliente llegó a las seis y cuarto, un caballero de pelo cano que había sufrido un infarto leve y estaba decidido a mantenerse en forma y evitar más ataques; se pasaba un rato en la cinta de andar cada mañana y luego daba unas brazadas en la piscinita. Cada vez que hacía una pausa para charlar, me contaba que le habían bajado los niveles de presión sanguínea y colesterol, y me explicaba lo contento que estaba su médico. A las seis y media ya se le habían sumado tres clientes más, habían llegado dos empleados y el día estaba ya animadísimo.
Aunque los lunes eran días ajetreados de por sí, el papeleo adicional, después de haber faltado dos días, me hizo ir acelerada. El dolor de cabeza volvió a darme guerra, de modo que intenté limitar mis movimientos cuanto pude, pero si eres la jefa no puedes quedarte sentada en el despacho.
Wyatt llamó para ver cómo estaba. Lo mismo hicieron mamá, Lynn, Siana, la madre de Wyatt, Jenni, papá, y luego Wyatt una vez más. Pasé tanto rato al teléfono tranquilizando a todo el mundo que casi eran las tres de la tarde cuando por fin tuve tiempo de comerme la manzana, aunque para entonces ya me estaba muriendo de hambre. También debía ir al banco y hacer un ingreso que tenía pendiente desde el viernes. Las cosas estaban más tranquilas a esas horas o todo lo tranquilas que pueden estar en el gimnasio; había pasado la hora punta del mediodía y el ritmo no volvería a subir hasta que llegara la gente que venía a sudar un poco al acabar las clases y los trabajos, de modo que me busqué otra tarea múltiple yendo al banco al tiempo que comía la manzana.
Lo admito, estaba un poco paranoica con lo de descubrir Buicks conducidos por mujeres, pero creo que es comprensible. Era imposible que reconociera a la zorra psicópata, pero quería rehuir a cualquier posible candidato. Y dado que estaba observadora, me fijé en cosas en las que normalmente no hubiera reparado, y que me crisparon del todo los nervios, como la mujer en el Chevy blanco que tuve pegada a mi parachoques durante un par de manzanas o la que conducía un Nissan verde que cambió de carril justo delante de mí, obligándome a frenar en seco con la consiguiente sacudida de cabeza, motivo por el que la llamé subnormal. Detesto que pase esto, porque la gente que no está atenta se cree que estoy metiéndome con personas que padecen el síndrome de Down. Gracias a Dios llevaba subidas las ventanas, ya me entendéis.
Continué hasta el autobanco y luego me abrí camino entre el tráfico de regreso a Great Bods. Me mantuve atenta por si volvía a ver ese Nissan verde -y de paso algún Buick- lo cual propició que volviera a fijarme en el Chevy blanco, bueno, un Chevy blanco, conducido por una mujer. Eso no es tan inhabitual, de modo que no podía asegurar que fuera el mismo Chevy blanco de antes. ¿Qué posibilidades había de que la misma mujer hiciera el mismo trayecto de vuelta y se situara otra vez detrás de mí? No muchas, pero, eh, ahí estaba yo haciendo el mismo trayecto de vuelta, ¿o no?
Cuando llegué a Great Bods, doblé por la calle lateral para dirigirme al aparcamiento trasero y el Chevy blanco siguió adelante. Solté un suspiro de alivio. O superaba esta paranoia recién descubierta o empezaba a prestar más atención para saber si de verdad me seguía el mismo coche o tan sólo uno parecido. No tenía sentido una paranoia tan imprecisa.
Aún me dolía la cabeza de la sacudida, de modo que fui al despacho y me tragué un par de ibuprofenos. Por regla general disfruto con lo que hago, pero hoy no había sido un gran día.
Hacia las siete y media, la concurrencia de última hora empezó a dejar de concurrir, para mi propio alivio. Saqué un paquete de galletas con mantequilla de cacahuete de la máquina expendedora que teníamos en la sala de descanso, y eso fue mi cena. Estaba tan cansada que lo único que quería era sentarme y no moverme durante, oh, diez horas o así.
Wyatt apareció a las ocho y media para quedarse conmigo hasta la hora de cerrar. Me dedicó una mirada severa que me hizo pensar que probablemente mi aspecto no era el mejor, pero lo único que dijo fue:
– ¿Qué tal te ha ido?
– Bien hasta que he ido al banco y casi me doy contra una imbécil que se ha metido delante de mi coche y me ha obligado a frenar en seco -le expliqué.
Ay.
– ¿Ya tí que tal te ha ido?
– Normal.
Lo cual podía significar cualquier cosa, desde cadáveres encontrados en un basurero a un robo en un banco, aunque estaba bastante segura de que me habría enterado si hubieran robado en alguno de los bancos del centro. Necesitaba echar mano a sus papeles para asegurarme de que no me había perdido algo.
Cuando se fue el último cliente, el personal empezó a limpiar para dejarlo todo en orden. Tengo nueve personas empleadas, contando a Lynn, y como mínimo siempre cuento con tres personas en cada turno de siete horas y media, y cuatro en cada turno de viernes y sábados, los días de más ajetreo. Todo el mundo tiene dos días de fiesta, excepto yo, que tengo uno. Algo que tendría que cambiar pronto y, con eso en mente, escribí una nota para recordarme que contratara a una persona más.
Uno a uno, el personal acabó y se despidió mientras salía. Me estiré bostezando, sintiendo el eco del dolor provocado por mi colisión con el suelo del aparcamiento del centro comercial. Quería sumergirme mucho rato en una bañera caliente, pero eso tendría que esperar porque sobre todo quería meterme en la cama.
Di un último repaso para comprobar que todo estaba en orden y me aseguré de que la puerta de entrada estuviera bien cerrada. Siempre dejaba un par de luces tenues encendidas en la zona de la entrada. Wyatt me esperaba junto a la puerta posterior y, una vez conecté la alarma, él abrió mientras yo apagaba las luces del pasillo, y salimos afuera. Las luces del sistema sensor de movimientos se encendieron de inmediato, y yo me volví para cerrar la puerta con llave. Cuando volví a girarme, él estaba agachado al lado del coche.
– Blair -dijo adoptando el tono uniforme que emplean los polis cuando no quieren revelar nada. Dejé de andar mientras el pánico y la furia crecían con igual fuerza y creaban una mezcla potente. Ya había tenido bastante de esta basura, y estaba harta de ello.
– ¡No me digas que alguien ha puesto una bomba debajo de mi coche! -dije llena de indignación-. Esto es la gota que colma el vaso. Ya he tenido suficiente. ¿Qué pasa, que se ha abierto la temporada MatemosaBlair? Si todo esto pasa porque fui animadora, entonces la gente tiene que repensarse las cosas; hay cuestiones mucho más graves en este mundo…
– Blair -repitió, esta vez con voz traviesa.
Yo ya me había embalado, y no me gusta nada que me interrumpan.
¿Qué?
– No es una bomba.
– Oh.
– Parece que alguien te ha rayado el coche.
– ¿Qué? ¡Mierda!
Enfurecida de nuevo, me apresuré a ir a su lado. No había duda, un rayón largo y feo marcaba todo el lado del conductor de mi coche. Las luces del sistema sensor tenían suficiente intensidad como para verlo a simple vista.
Empecé a dar patadas al neumático. Ya había retrasado la pierna cuando recordé la conmoción cerebral. El dolor de cabeza me salvó probablemente de romperme los dedos del pie, porque, ¿alguna vez habéis dado una buena patada a un neumático, con fuerza, como si estuvieras despejando el coche entre los palos de la portería? No es una buena idea.
Ni tampoco había nada cerca que pudiera patear sin que me rompiera los dedos de los pies. La pared, los postes de la cubierta, era mis únicas dianas, y todas ellas eran más duras aún que los neumáticos. No había manera de aplacar mi mal genio; pensé que iban a saltarme los ojos por la presión interna.
Wyatt miraba alrededor, evaluando la situación. Su Crown Vic del cuerpo de policía se encontraba al final de la fila; minutos antes los coches del personal habrían estado aparcados entre su coche y el mío, lo que impidió que viera el destrozo al llegar.
– ¿Alguna idea de cuándo ha podido suceder esto? -me preguntó.
– En algún momento después de regresar del banco. Volví hacia las tres y cuarto, tres y veinte.
– Entonces después de acabar las clases.
Resultaba fácil seguir su hilo de pensamiento. Un adolescente aburrido, cruzando el aparcamiento, podría haber encontrado divertido fastidiar el Mercedes. Tenía que admitir que era el guión más previsible, a menos que Debra Carson volviera a tener ganas de pelea, o la zorra psicópata del Buick me hubiera seguido la pista de algún modo. Pero ya había considerado estas posibilidades, tras recibir aquella extraña llamada telefónica que me puso la piel de gallina, y ahora no eran más verosímiles que antes. De acuerdo, Debra era la posibilidad más factible, porque sabía dónde trabajaba yo y sabía cuál era mi coche. Lo de mi Mercedes le había tocado especialmente la fibra, porque Jason era de la opinión que ella debía conducir un coche de fabricación estadounidense, porque quedaría mejor de cara a los votantes.
De todos modos, aquello suponía asumir demasiados riesgos porque ya estaba acusada de intento de asesinato -aunque Dios sabe cuándo irá a juicio, dados los contactos de la familia de Jason- y acosar a la víctima no le harian ganar puntos en absoluto.
Por otro lado, Debra estaba como una regadera. Cabía esperar cualquier cosa de ella.
Así se lo expliqué a Wyatt, pero, por su reacción, no dio muestras de encontrar aquella teoría demasiado brillante. En vez de eso, se encogió de hombros y dijo:
– Lo más probable es que haya sido algún chaval. No podemos hacer mucho al respecto teniendo en cuenta que no hay cámaras de vigilancia aquí atrás.
Aprecié cierto retintín en su tono, dado que él había mencionado las cámaras de vigilancia en el momento de instalar el sistema sensor de movimiento, y yo había dicho que no veía ninguna necesidad de hacer ese gasto.
– Adelante -repliqué y suspiré-. Dilo, «ya te lo dije».
– Ya te lo dije -repitió con satisfacción inexpresiva.
No podía creerlo. Me quedé boquiabierta.
– ¡No puedo creer que hayas dicho eso! ¡Qué maleducado!
– Me has dicho que lo dijera.
– Pero ¡se supone que no debes decirlo! ¡Se supone que debes mostrarte magnánimo y decir algo así como «a lo hecho pecho»! ¡Todo el mundo sabe que nunca llegas a decir «Ya te lo dije»!
Bueno, ahí tenía otro punto para la problemática lista de transgresiones: descortés. Y poco comprensivo. No, tendría que tachar «poco comprensivo», porque al fin y al cabo el pobre hombre acababa de pasar el fin de semana cuidándome. Al final lo dejaría en «Se tomó a broma que me rayaran el coche».
Se sacudió las manos al levantarse.
– Entiendo que esto significa que aceptas el sistema de vigilancia.
– ¡Para lo que va a servir ahora!
– Si sucede alguna cosa más, podrás ver quien lo hizo. Con tu historial, creo que puedes dar por sentado que se producirá algún otro incidente, casi con toda seguridad.
¿No era una idea alentadora? Lancé una mirada de odio a mi precioso y pequeño descapotable negro. Sólo hacía dos meses que lo tenía y alguien ya me lo había estropeado a posta.
– De acuerdo -dije enfurruñada-, instalaré el sistema de vigilancia.
– Yo me ocuparé de eso. Sé cuál funcionará mejor en este caso. Al menos no había dicho, «Si me hubieras hecho caso antes…», porque probablemente le hubiera soltado un grito. Entonces dijo:
– Si me hubieras hecho caso antes…
– ¡Aaaaaaah! -chillé, tan frustrada que pensaba que iba a explotar. Ahora podía añadir a la lista «Me lo restrega por las narices». Sorprendido, retrocedió un poco. -¿A qué viene eso?
– ¡Tiene que ver… con todo! -grité-. ¡Tiene que ver con imbéciles, con chiflados y zorras psicópatas! ¡Tiene que ver con que no haya nada aquí para darle una patada sin hacerme daño! ¡Tiene que ver con esta estúpida conmoción que no me permite patear nada! Necesito pisar fuerte, necesito arrojar algo, necesito una muñequita de vudú para clavarle alfileres y quemarle el pelo y arrancarle las piernecitas y brazos…
Pareció interesarse un poco por mi berrinche.
– Así que haces vudú, ¿verdad?
Como dato informativo, diré que no es posible echar pestes y al mismo tiempo soltar una risotada. No quería reírme porque estaba hecha una fiera, pero qué demonios, a veces la risa se escapa de todas maneras.
Pero tenía que devolvérsela, de modo que le dije.
– Tengo que tomar prestado tu Avalanche mientras tenga el coche en el taller.
Se quedó quieto, pensando otra vez en mi historial, tal y como había mencionado apenas un momento antes.
– Oh, mierda -contestó, y suspiró con resignación.