Capítulo 16

– La empresa de seguridad ha llamado para venir a hacer la instalación -dijo Lynn cuando llegué a Great Bods y me pasó la lista de llamadas-. He redactado un anuncio de oferta de trabajo de «ayudante del ayudante de dirección,» ya que he pensado que, con la boda tan cerca, estarías demasiado ajetreada como para ocuparte de eso. Lo tienes encima del escritorio.

– Gracias -dije-. ¿Ha habido alguna queja hoy?

– No, todo va bien. Y tú ¿qué tal? -Puso cara de arpía al mirarme-. ¿Te ha seguido hoy alguien?

– No he visto a nadie. -Lo cual, pensándolo bien, era bastante fastidioso. Después de dos días seguidos vigilada, acabas pensando que quienquiera que fuera al volante del puñetero Malibu blanco haría aparición de nuevo, sobre todo el día después de haber mantenido una fuerte discusión con Wyatt sobre si me seguían de verdad o no, ¿vale? Eso me hubiera permitido mandar a Lynn a verificar la presencia del vehículo, conseguir la matrícula y cosas por el estilo. Pero no, los majaretas complacientes no existen.

Cuando Lynn se marchó, me obligué a concentrarme en el trabajo. Estar enfadada con Wyatt ayudaba y me centré en esa sensación en vez de la de desconsuelo, porque la rabia resulta mucho más productiva. La gente enfadada consigue hacer cosas. La gente desconsolada se limita a quedarse sentada con el corazón roto, lo cual supongo que está bien si tu intención es dar pena alguien.

Yo prefiero estar enfadada. Me puse las pilas y pasé el resto del día liquidando tareas y asuntos pendientes. Sin motivo aparente, la clientela escaseó esa tarde y noche, y eso me dio tiempo a ponerme al día con mis cosas, aparte de permitirme también darme algún respiro.

Por primera vez desde que casi acaban conmigo en el aparcamiento, hice una tanda de ejercicios: nada brusco, nada de gimnasia ni cinta de correr, porque quería olvidarme de aquel dolor de cabeza infernal. Hice unos ejercicios intensivos de yoga, para sudar un poco, luego levanté unas pesas ligeras y también nadé un rato, aunque era como si me asustara la idea de que se me pasara el mal genio. No había por qué preocuparse, mi enfado seguía en buen estado cuando acabé.

Esta noche no tenía prisa por cerrar e ir a casa. No es que me demorara a posta, ya me entendéis, simplemente no me daba prisa. Si había que hacer algo, lo hacía, y me sentía orgullosa de ser tan diligente.

Nunca antes me había inquietado salir sola del gimnasio por la noche, pero en ese momento abrí la puerta y, antes de salir al exterior, miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie acechaba por allí. Gracias, acosadora majareta, por hacerme tener miedo en mi propio negocio. El «miedo» no es un estado natural en mí, y no se me da bien. Me cabrea.

Mi coche era el único bajo la cubierta del aparcamiento, igual que tantos miles de noches antes -esto lo digo a ojo; encuentro preocupante que la gente se quede sentada contando cosas como cuántas noches ha trabajado-, pero esta noche estaba alterada y profundamente agradecida de que esas luces brillantes iluminaran cada centímetro del aparcamiento. Una vez que cerré con llave la puerta, me dirigí a toda prisa al coche y cerré las puertas del vehículo en cuanto entré. Las puertas se cierran de forma automática al poner en marcha el coche, pero eso deja, no sé, tal vez cinco segundos en los que eres vulnerable, ahí sentada. Pueden suceder muchas cosas en cinco segundos, sobre todo cuando tratas con chiflados. Como grupo, son muy rápidos. Supongo que eso es porque la conciencia no es un lastre para ellos.

Tampoco seguí mi ruta habitual para llegar a casa. En vez de girar a la derecha al salir del aparcamiento para ir a parar a la calle principal donde se ubica el gimnasio, giré a la izquierda y seguí una ruta más intrincada por la zona residencial, donde al instante detectaría cualquier coche que viniera tras de mí, y luego seguí un camino largo para regresar a mi hogar. Nada. Nadie venía detrás, al menos no en un Chevrolet blanco.

Cuando llegué a mi vecindario, Beacon Hills Condominiums, sí advertí unos pocos coches blancos aparcados delante de varios edificios, pero como Wyatt había recalcado, los coches blancos no eran inusuales y, sí, esos coches blancos probablemente siempre habían estado ahí aparcados a estas horas de la noche porque nadie más les prestaba atención. Hay una señora en la vivienda contigua a la mía que se lo toma con filosofía cada vez que alguien aparca en el espacio que a ella le corresponde: le desinfla los neumáticos. En uno de los otros edificios, un vecino aparca su camioneta detrás del vehículo que ha invadido su propiedad para que no pueda marcharse sin antes hablar con él. Como puedes ver, el aparcamiento urbano se parece a la guerra de guerrillas. No aprecié ninguna guerra en marcha en aquel momento, de modo que era evidente que esta noche no había ningún intruso en la zona.

El gran Avalanche de Wyatt estaba aparcado delante de mi casa. Vivo en el tercer edificio, en la primera unidad del extremo. Las casas adosadas situadas en los extremos tienen más ventanas y espacio adicional para aparcar bajo pórticos cubiertos, de modo que son más caras. En mi opinión, el coste adicional merecía la pena. Tener una casa adosada así significaba también tener vecinos sólo en un lado, algo que podía ser una bendición teniendo en cuenta que podíamos tener una pelea que quizá acabara a gritos.

Subí la escalera y entré por la puerta lateral. Llegaba el sonido de la tele desde la sala de estar. Wyatt no había vuelto a poner la alarma, pues sabía que yo iba a venir a casa, y aunque cerré la puerta con llave no volví a conectarla tampoco… porque él iba a marcharse. Yo sabía de buena tinta que él no había venido hoy aquí con intención de pasar la noche. Diría lo que tenía que decir y luego se marcharía. Tampoco yo iba a intentar detenerle, esta noche no.

Dejé en el suelo la bolsa con mis ropas sudadas del gimnasio, delante de la lavadora, luego crucé la cocina para entrar en el comedor. Desde allí podía ver el salón, donde él estaba despatarrado, en el sofá, viendo un partido de béisbol. Su postura era relajada y desahogada, con sus largas piernas estiradas, y los brazos extendidos a cada lado, a lo largo del respaldo del sofá. Solía hacer eso: tomar el control de un mueble, de una habitación, del lugar de los hechos, con su presencia física y con su seguridad. En otro momento, yo hubiera entrado en el salón y me hubiera acurrucado junto a él, hubiera disfrutado del contacto de sus brazos al abrazarme y estrecharme, pero me quedé donde estaba, clavada en el suelo.

Por algún motivo no podía entrar en mi propio salón y sentarme en cualquiera de mis muebles, en este momento, no; no si él estaba ahí. Dejé el bolso en la mesa del comedor y me quedé de pie, observándole a una distancia segura.

Él me oyó entrar, por supuesto; lo más probable es que hubiera advertido las luces de mi coche reflejadas en las ventanas al llegar. Bajó el volumen de la tele y luego tiró el mando a distancia sobre la mesita de centro antes de volverse a mirar.

– ¿No vienes a sentarte?

Negué con la cabeza.

– No.

Entrecerró los ojos; aquello no le hacía gracia. La atracción sexual entre nosotros ya se notaba en toda la habitación, pese a nuestra actual… ¿era «indiferencia» una palabra demasiado fuerte? Wyatt no había tenido miramientos al aprovecharse de nuestra atracción sexual cuando intentaba conquistarme; había recurrido a todas sus armas para derribar mis defensas. El tacto es algo poderoso, y él estaba acostumbrado a tocarme -y a que yo le tocara, los dos lo hacíamos- cada vez que quisiera y como le viniera en gana.

Se levantó y sus poderosos hombros parecieron ocultar casi el resto de la habitación. Había ido a su casa y se había cambiado; llevaba puestos unos vaqueros y una camisa verde con botones en el cuello, con las mangas enrolladas sobre los antebrazos.

– Lo siento -dijo.

Se me encogió el estómago mientras esperaba a que acabara la frase y dijera «No puedo seguir con esto, no puedo casarme contigo». Mentalmente me tambaleé y estiré el brazo para apoyar la mano en la mesa, por si acaso mi cuerpo imitaba a mi mente.

Pero no dijo nada más, sólo esas dos palabras. Oí el tic tac de los pocos segundos que transcurrieron antes de que me percatara de que se estaba disculpando.

Aquello no estaba bien y fue como una bofetada en la cara. Retrocedí:

– ¡No se te ocurra disculparte! -estallé-. No si piensas que tienes razón y lo dices sólo para… apaciguarme.

Alzó las cejas con gesto de incredulidad.

– Blair, ¿alguna vez te he apaciguado?

Aquella pregunta me dejó parada, y tuve que admitir:

– Bien… nunca. -Me sentí mejor al caer en la cuenta de eso, excepto por esa pequeña diva adolescente que forma parte de mí, que querría que la apaciguaran de vez en cuando-. Entonces, ¿por qué te disculpas?

– Por herirte de esa forma.

Maldito, maldito, ¡maldito! Me aparté para no permitir que viera las lágrimas repentinas que escocían en mis ojos. Desde el principio, Wyatt había tenido una habilidad asombrosa para sortear mis defensas con la simple verdad. No quería que supiera que me había lastimado; prefería que pensara que estaba furiosa.

No me estaba diciendo que comprendía que se había equivocado al decir todas aquellas cosas anoche, sólo decía que lamentaba haberme hecho daño. Desde luego, no había dicho esas cosas para hacerme daño, no pretendía ser malicioso de forma intencionada. Wyatt no era un hombre rencoroso: decía lo que decía porque creía que era cierto. Y sí, eso era lo que hacía tanto daño.

Para dominar las lágrimas pensé a posta en algo asqueroso, como la gente que va de compras descalza. Eso funciona a las mil maravillas. Intentadlo alguna vez. Se me fueron totalmente las ganas de llorar y fui capaz de volverme hacia él con mis emociones controladas.

– Gracias por la disculpa entonces, pero no hacía falta -dije escogiendo las palabras con cuidado.

Él me estaba observando con atención, estaba concentrado en mí igual que solía concentrarse en el jugador con la pelota en juego.

– Deja de evitarme. Tenemos que hablar de esto.

Yo negué con la cabeza.

– No, no tenemos que hablar. Todavía no. Lo único que estoy pidiéndote es que lo dejes correr un poco, que me dejes pensar.

– ¿En esto? -preguntó, inclinándose para coger una libreta abierta sobre el sofá donde había estado sentado. Reconocí la libreta que había usado yo anoche, con la lista de cosas que él había dicho; y estaba segura de haberla dejado encima de la mesilla del dormitorio.

Me quedé horrorizada.

– ¿Has estado husmeando arriba? -le acusé-. ¡Esa lista es mía, no tuya! ¡La tuya está encima del mostrador! -Señalé la lista de sus transgresiones, que nadie había tocado, pues seguía tirada sin que nadie le hiciera caso. No me gustaba que supiera que anoche me había quedado obsesionada con las acusaciones que él había hecho, aunque probablemente no necesitara ver esa lista para imaginar que yo no había dormido demasiado.

– Me estás evitando -indicó con calma, sin incomodarse lo más mínimo-. De algún modo tengo que conseguir información. Y puesto que mi manera de afrontar las situaciones complicadas no consiste en huir de ellas…

La acusación era obvia. Le respondí.

– No estoy huyendo de esta situación. He intentado aclararlo todo en mi cabeza. Si quisiera eludirla, no pensaría para nada en ella. -Eso era verdad, y él lo sabía, pues yo tengo grandes dotes para eludir cosas. Lo que no dije fue que él tenía razón, que había mucho que aún no era capaz de afrontar, porque podría significar el final para Nosotros, con mayúsculas, para nosotros como pareja.

– Pero me estás evitando.

– Tengo que hacerlo. -Encontré su mirada-. No puedo pensar si estás cerca. Te conozco, sé cómo somos. Sería demasiado fácil acabar en la cama, pasar por alto esto y no resolver nada.

– ¿No puedes pensar cuando estás en el trabajo?

– Estoy ocupada cuando estoy en el trabajo. ¿Tú te pasas todo el tiempo pensando en mí cuando estás en el trabajo?

– Más de lo que debiera -dijo con expresión grave.

Que admitiera eso hizo me hizo sentir un poco mejor, pero sólo un poco.

– Hay demasiadas interrupciones en el trabajo. Necesito algún rato tranquilo, algún tiempo sola, para aclarar las cosas en mi cabeza y saber dónde me encuentro. Entonces podremos hablar.

– ¿No te parece que esto es algo que debemos aclarar juntos?

– Cuando sepa con exactitud el qué… sí.

Frustrado, se pasó la mano por la cara.

– ¿A qué te refieres…? Aquí lo pone con exactitud -dijo sosteniendo la libreta como si fuera la prueba «a» exhibida en un juicio.

Me encogí de hombros, incapaz de entrar en un desglose punto por punto, aunque probablemente era justo lo que él quería.

– Es obvio que anoche pensaste en estas cosas o no habrías escrito esta lista.

– En algunas. Bueno, las tres más obvias.

– Y has tenido toda la mañana para pensar en las otras cuatro.

Pero, bueno, ¿era yo sospechosa de un asesinato triple o qué? En cualquier minuto me enfocaría la cara con una luz.

– Da la casualidad de que he estado ocupada esta mañana. He estado con Jazz.

Su expresión cambió, se ablandó un poco. Estar con Jazz significaba que yo seguía dedicándome a nuestros planes de boda.

– ¿Y?

– Y mañana por la mañana seguiré ocupada, también. Buscando la tela para mi traje de novia y, si es posible, haciendo una visita a Monica Stevens.

– No me refiero a eso.

– Es todo lo que estoy dispuesta a contarte.

Todo este rato habíamos estado mirándonos como dos soldados enemigos: él en el salón, mientras yo seguía de pie en el comedor, separados por cuatro metros, tal vez cinco. No era distancia suficiente, porque yo podía notar el tirón de la química entre nosotros, aún veía la pasión en sus ojos, y eso significaba que estaba pensando en lanzarse a por mis huesos. Y mis huesos estaban encantados con la idea de recibir su ataque, pues, pese a todo este asunto inacabado entre nosotros, le quería.

La tentación de echarme en sus brazos y olvidar todo esto era fuerte. Me conozco a mí misma, y como conozco mi debilidad auténtica y patética en lo referente a él, aparté los ojos para romper el contacto visual. La luz roja parpadeante en la base del teléfono llamó mi atención, y fui de forma automática a apretar el botón para oír el mensaje.

Sé que estás sola.

El susurro no era casi audible, pero restregó con aspereza mis terminaciones nerviosas, me puso los pelos de punta. Retrocedí de un brinco como si el contestador fuera una culebra.

– ¿Qué pasa? -preguntó él con brusquedad, de repente a mi lado, abrazándome con firmeza. Desde donde se encontraba, no había sido capaz de oír el mensaje.

Mi primer impulso fue no decírselo, no después de haberme acusado de llamarle por cada cosa insignificante que se me cruzaba por la cabeza. El orgullo herido puede llevar a la gente a hacer cosas estúpidas. De todos modos, cuando estoy asustada, el orgullo herido puede irse al cuerno, y este asunto de que fueran siguiéndome por ahí me tenía espantada.

Me limité a señalar el contestador.

Dio al botón de reproducir mensajes y el susurro regresó solícitamente.


– Sé que estás sola.

La expresión de Wyatt era dura e indescifrable. Sin mediar palabra, volvió al salón, cogió el mando a distancia y apagó el televisor. Luego regresó y reprodujo el mensaje una vez más.

– Sé que estás sola.

El visor daba la fecha y la hora del mensaje, así como el nombre y el número de teléfono de quien llamaba. El mensaje lo había dejado ese teléfono de Denver, a las 12:04 de la medianoche, fecha de hoy.

Wyatt accedió de inmediato al identificador de llamadas. Cuando la misma persona llama más de una vez, no muestra cada llamada independientemente de la anterior, sólo el número total de llamadas desde ese número. La chiflada de Denver me había llamado cuarenta y siete veces, la última a las 3:27 de la madrugada.

– ¿Cuánto hace que está pasando esto? -me preguntó, circunspecto, mientras buscaba el móvil enganchado a su cinturón.

– Ya sabes cuánto hace. Tú mismo contestaste la segunda llamada, el viernes pasado por la noche después de volver del hospital, mientras cenábamos pizza.

Hizo un gesto afirmativo al tiempo que marcaba un número en el móvil con el pulgar.

– Foster, aquí Bloodsworth -dijo por el teléfono, aún sujetándome pegada a él, rodeándome con el brazo libre-. Tenemos un asunto aquí. Alguien ha estado llamando a Blair, cuarenta y siete veces desde el viernes pasado… -Se detuvo y me miró-. ¿Has borrado el registro de llamadas en algún momento desde que has vuelto del hospital?

Negué con la cabeza. Borrar la identificación de las llamadas no era algo prioritario en mi lista de tareas.

– Vale. Cuarenta y siete veces. Anoche, la persona que llamó dejó un mensaje que me hace pensar que la residencia de Blair está vigilada.

– ¿Vigilada? -chillé totalmente turbada sólo de pensarlo-. ¡Hostias!

Wyatt me dio un pequeño apretón, bien para consolarme o para decirme que bajara el tono, como prefiráis. Yo me quedo con lo del consuelo.

– El registro de llamadas muestra un número y Denver, Colorado, lo cual me lleva a creer que se trata de un número de tarjeta de pago -continuó-. ¿Cómo lo tenemos para rastrear esos números? Eso pensaba yo. Mierda. Vale. -Escuchó un momento, luego miró mi teléfono contestador-. Es digital. Vale. Te lo traeré.

Cerró el móvil y volvió a enganchárselo en el cinturón, luego desconectó el teléfono tanto de la clavija de la línea telefónica como de la toma de corriente, y enrolló los cables alrededor de la unidad para mantener el auricular inalámbrico sujeto en su sitio.

– ¿Te llevas detenido mi teléfono? -quise saber.

– Sí, puñetas, ojalá hubieras dicho algo antes.

Bien, eso era el colmo.

– ¡Perdona, pero ahora te vas a enterar! -chillé con indignación-. Creo que te llamé la primera vez que esa mujer abrió la boca. ¿Recuerdas el susurro del sábado, «Qué lástima, no acerté»? Dijiste algo sobre llamadas de bromistas. Y en cuanto a las demás veces, creo que todas las llamadas fueron anoche, porque no había visto nada en el visor y desde luego no habían dejado ningún mensaje antes de éste. Después de la cuarta llamada anoche, desconecté el sonido de todos los teléfonos.

Se dio media vuelta para lanzarme una mirada desafiante.

– ¿Estás diciendo que es la misma voz que la otra vez?

– Sí, eso mismo -contesté en tono beligerante-. Sí, sé que es un susurro, y la vez anterior también susurró. No, no puedo estar segura al cien por cien, pero estoy segura al noventa y nueve por cien de que se trata de la misma voz, ¡y creo que es una mujer! ¡Ya está dicho!

Madura y razonable, así soy yo.

– Y no sólo eso -continué, pues ya estaba embalada-, ¡una mujer me ha estado siguiendo! ¡A ver si te enteras, teniente! Fue una mujer quien intentó aplastarme en el aparcamiento del centro comercial, y una mujer la que me ha estado acosando por teléfono. ¡Vaya!

¿Hay muchas probabilidades de que tres mujeres diferentes decidan de repente ir todas ellas por mí? No muchas ¿verdad? Santo cielo, ¿no crees que podría ser la misma condenada mujer?

Alguien podría añadir, con toda la razón, «sarcástica» a mi lista de características.

– Podría serlo, sí -dijo Wyatt con gravedad-. ¿A quién has cabreado esta vez?

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