Capítulo 14

Al final, con movimientos lentos, fui a comprobar que las puertas estuvieran cerradas. Lo estaban. Aunque no me había percatado de los pitidos adicionales, Wyatt además había conectado el sistema de alarma al salir. Por enfadado que estuviera conmigo, seguía tomándose en serio mi integridad física. Aquella noción me resultó dolorosa; todo esto hubiera sido más fácil si hubiera habido algún indicio de despreocupación por su parte, pero no era el caso.

Apagué todas las luces del primer piso y luego subí la escalera con esfuerzo. Cada movimiento era un esfuerzo, como si algo se hubiera desconectado entre mi mente y mi cuerpo. Me fui a la cama, pero no apagué la luz, y sólo me senté en ella con la vista desenfocada mientras intentaba poner en orden mis pensamientos.

Mi método favorito para sobreponerme era concentrarme en alguna cosa secundaria hasta que me sintiera capaz de hacer frente al asunto importante. Esta vez no funcionó, porque todo mi mundo parecía ocupado por las cosas que me había dicho Wyatt. Me sentía azotada, ahogada, aplastada bajo su peso, sencillamente eran demasiadas como para asimilarlas. No podía aislar ningún pensamiento, afrontar alguna cuestión por separado, aún no, al menos.

Sonó el teléfono. ¡Wyatt!, fue mi primer pensamiento, pero no fui directa a descolgar para contestar la llamada. No estaba segura de querer hablar con él en ese preciso instante; de hecho, tenía la certeza de que no quería. No quería que enredara las cosas con una disculpa que restara importancia al problema principal que yo percibía; y eso era asumir que él consideraba que me debía una disculpa, lo cual era suponer mucho.

Cogí el inalámbrico tras el tercer timbrazo, sólo para ver si era él quien llamaba o alguna otra persona, y el identificador de llamadas mostró otra vez aquel extraño número de Denver. Dejé el teléfono sin responder la llamada. De cualquier modo, dejó de sonar después de sonar cuatro veces, momento en que se activó el contestador en el piso de abajo. Escuché, pero no oí que dejaran ningún mensaje.

Casi de inmediato volvió a sonar el teléfono. Otra vez Denver. Una vez más, dejé que saltara el contestador. Una vez más, ningún mensaje.

Cuando llegó la tercera llamada, inmediatamente después de la segunda, me harté. Era obvio que nadie hacía encuestas por teléfono después de las once, porque eso garantizaba que no contestaran a tus preguntas. No conocía personalmente a nadie que viviera en Denver, pero, claro, en el caso de que fuera un conocido, ¿por qué demonios no dejaba un mensaje?

Wyatt había dicho que el número y localización de Denver podía corresponder a alguien que utilizara una de esas tarjetas prepago, en cuyo caso supongo que podría tratarse de alguien conocido que llamaba e intentaba despertarme. Incluso había leído alguna noticia breve en un diario local sobre las tarjetas telefónicas: sus tarifas eran tan bajas que algunas personas las empleaban para sus conferencias. Tal vez no conociera a nadie en Denver, pero sí conocía a mucha gente que vivía en otros lugares, de modo que la siguiente vez que sonó el teléfono lo cogí.

Clic.

Un minuto después, sonó otra vez. El número de Denver aparecía en el visor.

Era obvio que se trataba de alguna gamberrada telefónica. Algún canalla de mierda se había enterado de que esas llamadas con tarjeta no dejaban rastro y se estaba divirtiendo. ¿Cómo iba a concentrarme en Wyatt con estas llamadas casi constantes?

Fácil. Me levanté y quité el sonido tanto del teléfono de mi dormitorio como del piso inferior. De este modo ese canalla de mierda seguiría quemando su dinero y sus minutos de crédito, y yo no me enteraría de nada.

Las llamadas eran tan irritantes que habían logrado perforar mi lánguida amargura. Ahora podía pensar, al menos lo suficiente como para saber que este problema me superaba y me impedía tomar cualquier tipo de decisión esta noche. Necesitaba pensar las cosas en profundidad, punto por punto.

Ya que escribir me ayuda a ordenar las ideas en la cabeza, cogí papel y boli y me acomodé encima de la cama con la libreta apoyada en mis rodillas levantadas. Wyatt había hecho muchas acusaciones, tanto directas como indirectas, y yo quería considerar cada una de ellas.

Anoté los números del uno al diez y al lado de cada número escribí un punto hiriente, tal y como yo lo recordaba.


1. Delirante

2. ¿Esperaba yo que las pasara canutas y me cabreaba si no era así?

3. Paranoica

4. Imaginarios

5. y Demasiadas atenciones

6. Triquiñuelas tontas

7. ¿Le llamaba con cualquier ocurrencia insignificante y esperaba que él hiciera indagaciones?


Por más que lo intentara, no di con nada para los números ocho, nueve y diez, de modo que les puse una cruz. Con esos siete puntos ya bastaba.

Sabía que Wyatt se equivocaba en una cuestión. Yo no había imaginado nada. Alguien al volante de un Chevrolet blanco sin duda se había pegado a mi coche, sin duda había intentado seguirme y sin duda había aparcado al otro lado de la calle, delante de Great Bods. La gorra de béisbol, las gafas de sol, la estructura facial… había visto suficiente como para saber que la persona que me esperaba aparcada era la misma que había intentado seguirme un rato antes. Y ayer, una mujer al volante de un Chevrolet blanco sin duda me había seguido hasta Great Bods. Quedaba por aclarar si eran una sola persona, la misma persona, pero ¿de qué otro modo podía explicarse que quien me seguía hoy supiera dónde trabajaba?

Pero mi imaginación se estancaba cuando intentaba encontrar algún motivo de que me siguieran. No iba por ahí con grandes sumas de dinero. No había robado un banco ni enterrado el dinero en algún sitio. No era el contacto de ningún espía y, la verdad, ¿qué iba a hacer un espía en el oeste de Carolina del Norte? Tampoco tenía un antiguo amante ni amigo ni familiar que fuera espía o ladrón de bancos, que se hubiera escapado de la cárcel, y que hubiera obligado a los federales a mantenerme vigilada, por la posibilidad de que ese antiguo amante, amigo, o lo que fuera, intentara contactar conmigo y… Vale, esto estaba ampliando los límites del enredo hasta Hollywood.

Comprendí que mi forma de pensar se alejaba de la de Wyatt precisamente en eso. Para él, no existían motivos de que me siguieran, ergo nadie me seguía. En lo que diferíamos era en que yo sabía que quien se puso detrás en el carril de girar era además el conductor que había aparcado al otro lado de la calle, y que por cierto había llegado antes que yo. No tenía ninguna prueba, pero las pruebas y estar segura de algo no son lo mismo.

Por lógica, si no imaginaba las cosas, entonces tampoco era una paranoica. Había tenido mis dudas yo también, porque no entendía por qué alguien iba a seguirme. Pero en cuanto comprendí que estaba claro que me habían seguido, el motivo dejó de importar, al menos en lo que respecta a la paranoia, a no ser que tuviera delirios, en cuyo caso nada de esto importaba porque no estaría sucediendo.

Dos puntos revisados; sólo quedaban cinco.

El comentario sobre «ideas delirantes» me molestaba. No estoy loca ni tengo ideas delirantes. A veces empleo un medio enrevesado para conseguir lo que quiero, pero suelo hacerlo para inducir a alguien a pensar que soy un peso ligero mental y a subestimarme, o porque disfruto con los medios tanto como con los fines. Wyatt nunca me había subestimado. Él ve mi representación de la cabezahueca como lo que es: una estrategia. A mí me gustaba ganar tanto como a él.

Entonces, ¿a qué se refería con lo de delirante? No sabía cómo contestar a aquello. Él tendría que ofrecer su propia respuesta.

Los otros cuatro puntos eran complicados y excesivamente serios como para intentar afrontarlos en ese momento. Estaba demasiado cansada, demasiado estresada, demasiado afectada. Wyatt y yo estábamos a punto de dejarlo, y no sabía qué podía hacer al respecto.

Empezaba a dormirme cuando me di cuenta de que no había dicho una sola palabra sobre mi nuevo corte de pelo. Lo demás no lo había conseguido, pero eso sí: me eché a llorar.

Dormí, pero no demasiado bien y no mucho. Tampoco mi subconsciente proporcionó alguna respuesta milagrosa a mis problemas.

No obstante, el sentido común me decía que no podía actuar como si el tiempo se hubiera detenido. La fecha de la boda seguía programada hasta que Wyatt y yo decidiéramos lo contrario; eso significaba que tenía mucho trabajo que hacer. Mi nivel de entusiasmo no estaba a la altura del día anterior -de hecho, estaba bastante próximo a cero- pero no podía permitir que el ritmo aflojara.

Mi primera parada aquella mañana fue el negocio de Jazz: Calefacción y Aire Acondicionado Arledge. Jazz ya no llevaba personalmente el trabajo de instalación, tenía empleados para eso, pero sí acudía a las obras nuevas y calculaba cuántas unidades iban a ser necesarias, cómo de grandes, dónde colocarlas, dónde situar los conductos de ventilación para lograr la máxima eficacia, ese tipo de cosas. Gracias a Luke y a que había husmeado un poco, sabía que esta mañana iba a estar en su oficina en vez andar por la calle en alguna obra.

La oficina era un pequeño edificio de ladrillo en un polígono industrial con una necesidad lamentable de programas de embellecimiento; toda la sección, no sólo el edificio de Jazz. Nunca antes había estado ahí, de manera que ver el edificio me dio una nueva perspectiva del papel de Jazz en su situación matrimonial. Imaginad algo vulgar y sin adornos, ni siquiera un arbusto plantado en el resquebrajado sendero de cemento que llevaba del aparcamiento de grava a la puerta de entrada. Las ventanas delanteras al menos tenían persianas enrollables, pero, claro, el edificio estaba orientado hacia el oeste y si alguien no hubiera instalado esas persianas, el personal de la oficina estaría deslumhrado cada tarde, así que servían para algo ¿no?

Había dos escritorios de metal gris en la sala de la entrada y el primero de ellos lo ocupaba un acorazado con forma humana. Ya conocéis ese tipo de mujer: enorme cardado de pelo gris, gafas colgadas de una cadena, enorme seno precediéndola cada vez que entraba en una habitación. La mujer sentada en el segundo escritorio era más joven, pero tampoco tanto; cuarenta y tantos en vez de los cincuenta y pico de la primera, supongo. Al entrar las oí cotilleando un poco, pero dejaron de hacerlo nada más verme.

– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó el acorazado con una sonrisa, sin dejar de hojear una pila de papeles con sus dedos enrojecidos llenos de anillos.

– ¿Está Jazz? -pregunté.

Las dos mujeres se quedaron de piedra, la sonrisa se les heló en el rostro y la hostilidad centelleó en sus ojos. Comprendí con retraso que al llamarle «Jazz» en vez de «señor Arledge» había causado la impresión errónea. Me resultó un poco desconcertante, pues yo siempre pensaba en él como mi tío. ¿Y tenía Jazz la costumbre de enredarse con mujeres tan jóvenes como para ser sus hijas?

Intenté romper el hielo.

– Soy Blair.

No encontré indicios de reconocimiento en aquellos ojos iracundos. De hecho, me parecieron aún más hostiles. -Blair Mallory -aporté otro detalle.


Nada.

Bueno, qué demonios, ¿estábamos en el Sur o no? ¡No me digáis que esta gente no reconocía el nombre de la hija de la mejor amiga de la esposa de su jefe! Por favor.

Pero no se encendió ninguna bombilla, de modo que les di en la cabeza con la información.

– Soy la hija de Tina Mallory, ya sabéis, la mejor amiga de la tía Sally.

De repente se hizo la luz. Fue lo de la «tía Sally» lo que lo logró. Las sonrisas regresaron a sus rostros, y el acorazado salió de su posición tras la mesa para darme un abrazo.

– ¡Vaya, cielo, no te había reconocido! -dijo mientras yo me veía atacada por un par de domingas tan blandas como cualquier neumático hinchado de tu coche. Me percaté de que tenía esas mamas constreñidas y guardadas con tal sujeción cruel que podría sufrir un traumatismo cervical al soltarlas por la noche. La idea me dejó helada. Aún más espeluznante era visionar el sujetador capaz de contenerlas en su sitio. Probablemente podría usarse como lanzadora en un portaviones.

La manera más rápida de librarme de ella era no dar muestras de miedo y hacerme la muerta. De modo que me quedé ahí quieta y dejé que me abrazara, parpadeando e intentando no coger aire, sin dejar de sonreír un momento con la sonrisa más dulce que conseguí esbozar. Cuando por fin me soltó, respiré una profunda bocanada de aire preciosísimo.

– ¿Cómo iba a reconocerme? Nunca antes he estado aquí.

– ¡Por supuesto que sí! Sally y tu mamá vinieron un día al poco tiempo de que Jazz abriera el negocio. Sally trajo a Matt y a Mark con ella, y tu mamá os trajo a ti y a tu hermana de la mano, y erais las muñequitas más monas que he visto en la vida. Tu hermana acababa de echar a andar.

Puesto que le llevo dos años a Siana, la visita que recordaba esta señora debió producirse cuando yo tenía unos tres años. ¿Y no me reconocía? Dios mío, ¿qué le pasaba? No podía haber cambiado tanto entre los tres años y los treinta y uno, ¿a qué no?

En algún lugar, el tonto del pueblo se les había escapado.

– No recuerdo bien. -Intenté salir por la tangente, preguntándome si no sería preferible echar a correr y ponerse a cubierto-. He tenido una conmoción cerebral hace pocos días y tengo bastantes lagunas en la memoria…

– ¿Una conmoción? ¡Santo cielo! Tienes que sentarte, aquí mismo… -Me cogió del brazo derecho y me guió hasta el sofá de vinilo naranja, donde casi me deja plantada-. ¿Qué haces fuera del hospital? ¿No tienes nadie que te cuide?

¿Desde cuándo «conmoción» era sinónimo de «daño cerebral irreparable»?

– Estoy bastante recuperada -me apresuré a tranquilizarla-. El viernes pasado me dieron el alta en el hospital. Esto, ¿se encuentra aquí el tío Jazz?

– ¡Oh! Oh, por supuesto. Está en el taller.

– Le avisaré por megafonía -dijo la otra mujer mientras cogía el teléfono. Apretó un botón, luego tecleó dos números, y un fuerte zumbido sonó en el exterior. Tras un minuto, dijo-: «Alguien ha venido a verle». -Se quedó escuchando y colgó. Luego me sonrió-. No tardará ni un minuto en estar aquí.

De hecho tardó aún menos, porque el taller estaba justamente detrás de la oficina, y sólo tuvo que andar veinte metros tal vez. Entró con aspecto apurado, con su estatura mediana, calvicie y la constitución musculosa de un hombre que ha trabajado duro toda la vida. Encontré su expresión más agobiada que en otras ocasiones. Antes de su problema con Sally había engordado un poco, pero por lo que vi, ya había perdido ese peso extra, e incluso un poco más. Se paró en seco al verme y frunció el ceño lleno de confusión.

– ¿Blair? -dijo finalmente, como vacilante, y yo me levanté.

– Te veo muy bien -dije acercándome a darle un abrazo para luego besarle en la mejilla como siempre hacía-. ¿Puedo hablar contigo un momento?

– Claro -contestó-. Entra en mi despacho. ¿Quieres un café? Lurleen, ¿hay café?

– Siempre puedo preparar un poco -dijo el acorazado con rostro sonriente.

– No, no hace falta, gracias de todos modos. -Le devolví la sonrisa a Lurleen.

Jazz me hizo pasar a su despacho, un espacio deprimente dominado por el polvo y el papeleo. Su escritorio era del mismo tipo de metal gris que los de la oficina exterior. Había dos vapuleados archivadores verdes, una silla para él -con parches de cinta adhesiva plastificada-, y dos sillas para las visitas en un tono verde que casi iba a juego de los archivadores. Tenía un teléfono encima de la mesa, una bandeja clasificadora y una taza de café que sostenía la colección habitual de bolis y un destornillador con el mango roto; ésa era toda la decoración del despacho.

El término «desorientado» se quedaba corto a la hora de describir a Jazz. Pobre hombre, Monica Stevens hizo lo que le vino en gana con él cuando la contrató para redecorar el dormitorio que compartía con Sally.

Cerró la puerta, su sonrisa se desvaneció como si nunca hubiera estado ahí y me preguntó con recelo: -¿Te ha enviado Sally?

– ¡Dios Santo, no! -respondí, sinceramente sorprendida-. No tiene ni idea de que estoy aquí.

Jazz se relajó un poco y se frotó la cabeza con la mano.

– Bien.

– Y ¿por qué te parece bien?

– No me habla, pero envía mensajes con gente con la que sabe que voy a hablar.

– Oh, bien, lo siento, no traigo ningún mensaje.

– No tienes por qué disculparte. -Repitió lo de frotarse la cabeza-. No quiero ningún mensaje de ella. Si quiere hablar conmigo, sólo tiene que actuar como una adulta y coger el teléfono, carajo. -Me lanzó una rápida mirada culpable, como si yo aún tuviera tres años-. Lo lamento.

– Creo que no es la primera vez que oigo «carajo» -dije con cortesía y una amplia sonrisa-. ¿Quieres oír mi lista de palabrotas? -Cuando era pequeña, recitaba todas las palabras que creía que no debía decir. Ya tenía listas por entonces. Él también me sonrió.

– Supongo que no es la primera vez que las oigo. Entonces, ¿qué puedo hacer hoy por ti?

– Dos cosas. Una, ¿aún conservas la factura de Monica Stevens, por el trabajo que hizo para vuestra habitación?

Crispó el rostro.

– Puedes apostar a que sí. Son veinte mil dólares tirados a la puñeter… oh, quiero decir, malgastados. ¿Veinte mil? Di un silbido, largo y grave.

– Sí, ya puedes decirlo -refunfuñó Jazz-, se llama hacer el primo. Recuperé una parte con lo que sacó de la venta de los muebles viejos en su tienda, pero, eso no cambia la cosa.

– ¿La tienes aquí?

– Seguro. No enviaría esa factura a casa, para que Sally pueda verla, ¿no crees? Era una sorpresa para ella. Vaya sorpresa. Ni que le hubiera rajado el cuello. -Se levantó y abrió uno de los cajones del archivador más próximo, revolvió en varias carpetas y luego sacó un fajo de papeles que arrojó sobre el escritorio-. Ahí está.

Cogí las facturas y las miré por encima. La cantidad total no llegaba a veinte mil, pero casi. Jazz se había gastado un ojo de la cara en mobiliario, de estilo vanguardista, hecho a mano, feo como un pecado y el doble de caro. Monica también había cambiado la moqueta de la habitación, había puesto obras de arte nuevas, que habían costado una pequeña fortuna… y ¿qué demonios era exactamente «Luna»? Entendía el significado de esa palabra, pero ¿habría colgado una falsa luna en medio del dormitorio?

– ¿Qué es «Luna»? -le pregunté fascinada.

– Es un jarrón blanco. Es alto y estrecho, y lo puso encima de este pedestal iluminado… Mencionó algo sobre el teatro.

Jazz había pagado más de mil pavos por aquel montaje teatral. Lo único que podía decir era que Monica era fiel a su propia «visión»:

Le gustaba el vidrio y el acero, el blanco y negro, lo excéntrico y lo caro. Era su firma.

– ¿Te importa que me las quede de momento? -pregunté, metiéndome ya las facturas en el bolso.

Se mostró un poco perplejo.

– Adelante. ¿Para qué la quieres?

– Información. -Me apresuré a continuar antes de que pudiera preguntarme qué tipo de información-. ¿Y podrías hacer otra cosa por mí? Sé que tal vez no sea el mejor momento…

– No estoy demasiado ocupado, es un momento como otro cualquiera -contestó-. Tú dirás.

– Ven conmigo a una tienda de muebles.

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