Capítulo 19

Empecé a golpear otra vez la ventana, con toda la fuerza que pude, mientras chillaba:

– ¡DeMarius! ¡DeMarius! ¡Ahí está! ¡Díselo a Wyatt! ¡Haz algo, coño, detenla!

Es decir, intentaba gritar. Él siguió de espaldas con obstinación y, aunque llegó a oír mi primer puñetazo contra la ventana, lo más probable es que no oyera nada de lo que estaba diciendo porque casi había perdido la voz. Me atraganté y empecé a toser con violencia, mientras la fuerza de los espasmos me doblaba y me lloraban los ojos.

La aspereza me provocó dolor de garganta; era como si estuviera irritada por dentro, desde la profundidad de mi nariz hasta el fondo de los pulmones. Incluso respirar dolía. Debía de haber inhalado más humo del que pensaba, pese a la toalla mojada alrededor de mi rostro. Gritar tampoco había sido de ayuda y, aparte, no me había reportado nada.

Cuando pude sentarme erguida, la busqué, busqué a la mujer que había quemado mi casa, pero ya había desaparecido. Claro que se había ido. Quería admirar su exquisito trabajo, deleitarse un poco, pero no iba a quedarse rondando por ahí.

Lágrimas de furia y dolor empezaron a surcar mi rostro. Me las sequé con rabia. No iba a permitir que esa zorra me hiciera llorar, no iba a permitir que nada de esto me hiciera llorar.


Cogí el móvil y llamé a Wyatt.

Medio esperaba que no contestara, lo cual podía enfadarme tanto que no estaba segura de que lo superara ni para cuando llegara a la jubilación… Me puse otra vez de rodillas y le busqué mientras lo escuchaba sonar. Entonces le vi…, más alto que la mayoría de hombres, con la cabeza un poco inclinada para escuchar al jefe de bomberos, que le explicaba algo a gritos en medio del ruido, le vi estirar el brazo para coger el móvil. Debía tenerlo en modo vibración, una decisión inteligente teniendo en cuenta el nivel de ruido. Dijo algo al jefe de bomberos, comprobó quién llamaba y luego lo abrió y lo sostuvo pegado a la oreja mientras se tapaba la otra con un dedo.

– ¡Ten un pongo más de paciencia! -gritó por el teléfono.

Abrí la boca para echarle la bronca, para aullarle que estaba permitiendo que ella se escapara, pero no surgió ningún sonido de mi boca. Ni siquiera un chillido.

Volví a intentarlo. Nada. Había perdido la voz por completo. Di unos toques frenéticos en el micrófono con la uña, intentando que al menos me mirara. Mecachis, era imposible que oyera ese ruidito incoherente. Frustrada e inspirada al mismo tiempo, empecé a dar golpes con el teléfono en la ventana.

Nota personal: los móviles no son nada resistentes.

El maldito chisme se desmontó en mi mano: la tapa de la batería se soltó, la parte frontal salió volando contra el salpicadero, donde podía quedarse, tanto daba, porque no iba a hurgar precisamente por ese suelo para buscarlo. Otro pequeño admunículo electrónico se cerró también, por lo tanto, sería un esfuerzo inútil.

¡Aaaagh! Observé cómo Wyatt cerraba el teléfono y se lo enganchaba al cinturón. No miró en mi dirección ni una sola vez, pedazo de burro.

¿Qué más tenía en mi bolso? El cuchillo, por supuesto, pero rajar la tapicería no me reportaría nada y me costaría mucho, porque estoy prácticamente segura de que la ciudad no ve con buenos ojos que rajen y hagan pedazos sus coches patrulla. El cuchillo no iba a ser de ayuda. Tenía la cartera, el talonario, la barra de labios, pañuelos, bolis, mi agenda. ¡De acuerdo! Ahora la cosa iba en serio. Arranqué una página de la parte posterior de la agenda, saqué un boli y con la luz vacilante, intermitente y espectral, escribí: DILE A WYATT QUE LA ACOSADORA ÉSA ESTÁ AQUÍ. LA HE VISTO ENTRE EL GENTÍO.

Pegué la nota a la ventana y luego empecé a arrear golpes frenéticos al vidrio. Pegué y pegué, pero DeMarius, maldito cabezota, se negaba a volverse y a mirar.

Empezó a dolerme la mano. Si no fuera por el temor a sufrir otra conmoción cerebral, habría dado cabezazos contra la ventana; pero, de hecho, me sentía como si ya hubiera dado cabezazos contra la pared. Si no estuviera descalza, habría empezado a dar patadas. Había muchos «si» y todos ellos iban en mi contra.

Dejé la nota y empecé a tirar del chisme que separaba el asiento trasero del delantero en aquella jaula metálica, la división que protegía a los agentes. Era de suponer que no podía aflojarse porque, si no, seguro que mucha gente más fuerte que yo ya la habría aflojado. Esfuerzo en vano.

No había nada que pudiera hacer. Apreté la nota contra la ventana otra vez y apoyé la cabeza en el papel para sujetarlo en su sitio, cerrando los ojos mientras esperaba. Al final, alguien me dejaría salir, y entonces se enterarían todos ellos de lo burros y estúpidos que llegaban a ser.

Dada la atención que me estaba prestando todo el mundo, la psicópata acosadora podría haberse acercado al coche desde el otro lado para pegarme un tiro a través de la ventanilla. En cuanto esa idea me asaltó la cabeza, me incorporé otra vez y miré a mí alrededor llena de pánico, pero no se veía ninguna psicópata. Bien, al menos no ésa en concreto.

Recordé que había metido en el bolso algún chicle de esos refrescatualiento. Rebusqué por el interior hasta encontrarlo, saqué una pastilla y empecé a mascar. Mientras mascaba arranqué otra página de la agenda y escribí: OLVÍDATE DE JAZZ Y SALLY. ¡BODA CANCELADA! Cuando acabé de mascar el chicle, me lo saqué de la boca, lo partí por la mitad, y utilicé una mitad para sostener la nota de la acosadora contra la ventana y la otra nota sobre Jazz y Sally justo debajo.

Luego saqué un chicle más del paquete y arranqué otra hoja de la agenda.

Ya que el vidrio posterior hacía inclinación, necesité dos mitades de ese chicle para hacer la faena. La nota decía: HOMBRES GILIPOLLAS.

El paquete tenía diez chicles. Los usé todos.

Para cuando alguien se dio cuenta, tenía casi todo el vidrio posterior y ambos vidrios laterales cubiertos de notas.

A través de uno de los espacios vacíos -no es que quedaran muchos- vi que un agente dirigía una mirada y hacía un gesto así como «¿Qué coño?» y luego daba un codazo a alguien y señalaba. Otro par de policías advirtieron su indicación y miraron también. DeMarius sí se dio cuenta de eso -pese a haber hecho caso omiso de mis golpes y gritos, cuando todavía podía gritar, quiero decir- y se volvió a mirar. Puso una mueca y sacudió la cabeza, sacando la linterna mientras se acercaba.

Le di la espalda y me crucé de brazos. Iba listo si esperaba ahora mis súplicas para que me dejara salir, cuando ya no iba a servir de nada.

Enfocó con la linterna mis notas, al menos las dos pegadas a las ventanas laterales. Un segundo después le oí gritar. Abrió la puerta de par en par, despegó del chicle la nota sobre la acosadora y volvió a cerrar la puerta de golpe. Aunque yo hubiera podido pronunciar una palabra de protesta, él no la habría oído, porque había salido corriendo hacia Wyatt.

El espacio que estaba ahora vacío en la ventana no quedaba bien estéticamente. Todavía tenía muchas cosas que decir, de modo que escribí otra nota y la sujeté. Tuve que emplear el mismo chicle que había sostenido la anterior nota sobre la acosadora, pero aún estaba maleable. Mejor así, porque desde luego no pensaba metérmelo en la boca y volver a mascarlo.

No miré a Wyatt para ver su reacción. No me importaba, porque hiciera lo que hiciera ahora, era demasiado tarde. Ella se había largado ya, y mi cabreo era descomunal, no había palabras con que describirlo.

Vi a Wyatt acercándose al coche patrulla con rostro grave, me desplacé hasta el centro del asiento, agarré la manta que me envolvía y miré hacia delante.

Se aproximó a la puerta de la izquierda. Mientras la abría, yo me fui a toda prisa hacia la derecha. Se inclinó y ladró:

– ¿Estás segura? ¿Puedes darme una descripción? ¿Dónde estaba?

Era tanto lo que quería decir. Para empezar: «Por qué molestarte ahora; hace rato que se ha ido, gracias a lo burro que eres», pero no podía decir nada en ese instante, de modo que ni lo intenté. En vez de eso, cogí mi agenda una vez más y apunté con furia: «Pelo rubio, lleva capucha, ESTABA entre la multitud». Arranqué la página y estiré el brazo para darle la nota. Buscarla ahora sería un esfuerzo del todo inútil; era imposible que siguiera aún rondando por allí, pero al menos así él no podría acusarme de no cooperar. Se había escapado, era culpa suya, y mi intención era que continuara siéndolo.

En ocasiones ser superior moralmente es el único recurso que te queda.

Wyatt estudió la nota rápidamente, se la tendió a DeMarius y empezó a escupir órdenes mientras volvía a cerrar otra vez la puerta de golpe.

No había palabras.

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