Solté un jadeo y todo mi cuerpo experimentó una sacudida por la brusca intrusión. Me levantó e invirtió nuestras posiciones, sentándose él sobre el borde del colchón conmigo a horcajadas encima, aguantándome con los brazos mientras yo me arqueaba hacia atrás con absoluto e irresistible placer.
– ¿Recuerdas lo del sexo tántrico que querías probar? -murmuró con voz grave y sombría-. Lo he consultado. Nada de moverse… ¿cuánto tiempo crees que podrías aguantar sin moverte? -Me levantó el torso para acercarlo a su boca y lamió con fuerza mis dos pezones, convirtiéndolos en puntas erectas antes de seguir ascendiendo con sus besos hasta pegar sus labios al lado de mi cuello.
Tal vez fuera porque hacía más de una semana que no habíamos hecho el amor, tal vez porque la muerte había estado a punto de separarnos para siempre. El por qué no importaba en realidad, no cuando la sensación de nuestros cuerpos juntos y su boca sobre mi cuello se apoderaban de mí de aquel modo. No me gusta particularmente que me toquen los pechos, resulta aburrido o doloroso. Pero algo en lo que acababa de hacer, esa única y fuerte succión en cada pezón, me provocó un cosquilleo en todo el cuerpo. Y mi cuello, oh, Dios, mi cuello… que me besaran ahí siempre desataba fuegos de artificio por detrás de mis párpados.
– ¿Crees que puedo hacer que te corras sólo besándote el cuello?-susurró, antes de dar un mordisquito justo donde el cuello se une al hombro, y pasando la lengua con rapidez contra la carne atrapada. Tenía la garganta demasiado irritada como para gritar, pero podía gemir, casi, aunque sonara como un gimoteo desgarrado. Mi cuerpo se flexionó bajo la oleada de placer intenso, arqueando las caderas hacia él para retener aún más longitud del pene dentro de mí.
Apartó los dientes de mi cuello y su respiración ondeó sobre la humedad mientras hablaba.
– Eh, eh, nada de moverse. Tenemos que estar quietos.
¿Estaba loco? Dios mío, ¿cómo iba a estarme quieta? Pero la idea me tentaba y seducía. Sentirle de este modo era increíblemente erótico. Nada de embestidas, ni de lanzarse de cabeza a por el climax, sólo esto… su cuerpo duro y cálido contra mí, su pene una presencia dura y sólida presionando mi interior, la fluidez de mi cuerpo rodeándolo. Podía notar sus latidos atronadores contra mis pechos, mi propio pulso latiendo con fuerza por mi cuerpo. Me pregunté si él también podría sentir mi pulso desde dentro de mí, si su polla se sentiría rodeada y acariciada por el latir de mi sangre.
Dejé caer mi cabeza sobre su hombro y solté un jadeo contra su piel cálida y húmeda. De forma instintiva, volví la cabeza y le mordí levemente el lado del cuello, justo como había hecho él, y noté la palpitación de respuesta en su pene. Gruñó, fue un sonido áspero en la silenciosa habitación.
Mi mente quedó inundada de pensamientos, cosas que no había considerado antes cuando confeccionaba la lista de necesidades inmediatas. Mis pildoras anticonceptivas habían ardido entre las llamas esa madrugada. Había pocas posibilidades o ninguna de quedarme embarazada justo ahora, lo sabía; mi cuerpo necesitaba regresar primero al ciclo natural. Pero, de repente, el acto pareció cargado de posibilidades, tanto de poderío como de vulnerabilidad. Mi cuerpo estaba curiosamente exuberante, dotado de una mágica feminidad. Quería tener un hijo suyo, quería todo lo que nuestros cuerpos prometían.
Clavé mis uñas en sus hombros y levanté la boca lo suficiente como para morderle el lóbulo de la oreja.
– Sin pildoras anticonceptivas -le susurré al oído, las palabras eran poco más que un soplo.
Noté la respuesta en lo más profundo de mí, una flexión, una búsqueda. Me estrechó más entre sus brazos y hundió una mano en mi pelo, acunando mi cabeza mientras fundía nuestras bocas en una sola, moviendo la lengua, sondeando y conquistando. Y yo también conquistaba, tomaba su boca y su aliento, y en lo más hondo de mí apretaba y flexionaba los músculos que le retenían con fricciones y le arrastraban entre gruñidos al borde del climax.
Dejó mi boca y se lanzó casi al ataque de mi cuello, sujetando con la mano hacia atrás mi cabeza arqueada, para así por acceder sin trabas. La fiera palpitación de placer que estremeció mi cuerpo casi me lanza hasta el final, casi, pues tan cerca estuvo que el primer destello ardiente se propagó por mis terminaciones nerviosas.
– No te muevas -gruñó contra mi cuello-. No te muevas.
Quería moverme, necesitaba moverme de un modo desesperado, elevarme y descender sobre su penetrante carne y acabar con esta exquisita tortura. Una sólo penetración sería suficiente, sólo una… y aun así no quería que acabara, así de exquisita era la tortura. Quería vibrar ahí, justo sobre el borde, y sentir las sacudidas a través de su gran cuerpo que pugnaba enfrentado a la misma necesidad.
– Nada de moverse -le susurré también, y me agarró el trasero con desesperación.
Nuestros cuerpos ardían, desprendían vapor, pero el frío del aire acondicionado recorría mi espalda como el aliento de la escarcha. Mientras Wyatt sobaba mi trasero con sus grandes manos, yo me dilataba con el movimiento, abriéndome hasta sentir que el frío tocaba lugares húmedos protegidos habitualmente. El contraste entre calor y frío me desorientaba, mis sentidos daban vueltas sin parar. Deslizó los dedos por mi trasero, hacia abajo, más abajo, hasta que acarició la piel estiradísima donde me penetraba.
Habría chillado, intenté chillar, pero mi garganta rehusó hacer ese esfuerzo y se negó a cooperar. Intentaba no moverme. Temblaba y me estremecía, con la cabeza caída a un lado mientras su boca operaba en mi cuello. Le agarré con fuerza, intentando retenerle para que entrara aún más, y él también tembló. Me encantaba sentir eso, sentir toda su dureza y fuerza reaccionando a mí. Me encantaba la expresión desgarradora en sus ojos verdes, la manera en que me observaba, el abandono absoluto de todas las defensas mientras los dos nos forzábamos al máximo.
Y entonces puse en movimiento todo mi cuerpo, entre estremecimientos y gritos, balanceándome contra él mientras sentía que me disolvía como nunca antes. Los espasmos parecían grandes olas propagándose por mi cuerpo. Le sentí gemir, sentí la vibración a través de todo su ser, y justo mientras me derrumbaba, mientras me desmontaba contra él, Wyatt cambió la posición y me sujetó debajo de él sobre el colchón para dejarse ir también.
Nos dormimos así, sin apagar la lámpara, sin ir a lavarnos. Y si soñé, no lo recuerdo.
Por la mañana, hicimos el amor en la ducha, algo que, sí, ambos necesitábamos. Prácticamente tuvimos que despegarnos con ayuda del agua caliente. Del mismo modo que las relaciones de la noche habían sido intensas, las de la mañana fueron juguetonas, al menos hasta el último minuto más o menos. Cuando bajé brincando a desayunar, yo estaba radiante.
Siempre tardo más que él en prepararme, por supuesto, por lo que ya había empezado a preparar el desayuno. Volvió la cabeza y me guiñó un ojo mientras yo me dirigía hacia la cafetera.
– ¿Crees que hoy podrás tragar comida de verdad?
Di el primer sorbo al café, lo consideré y luego balanceé la mano con un movimiento «tal vez sí, tal vez no».
– Entonces, gachas de avena -dijo-. No intentes comer nada que te haga toser.
Yo había intentado hablar, por supuesto, y de hecho esta mañana conseguía emitir algún sonido. Pero por desgracia, los sonidos se parecían más al canto de un sapo moribundo. Sin embargo, sólo el hecho de poder susurrar ya era un enorme alivio, porque tenía un día complicado por delante.
Mientras estábamos desayunando, me dijo con el ceño fruncido: -No puedo quedarme hoy contigo, así que tu primera parada será ir a buscar un nuevo móvil. ¿Entendido? Tienes que estar comunicada en todo momento.
Estuve del todo conforme con eso.
– De todos modos, tienes que contarme qué pasó con el teléfono viejo.
Sólo porque pudiera susurrar, no quería decir que debiera hacerlo. Cuanto menos usara mi voz, antes la recuperaría. De modo que representé el momento en que arrojé el teléfono contra la ventana.
– Eso pensaba -comentó Wyatt al cabo de un momento, con tono crispado.
Como si nadie hubiera roto un móvil antes.
– Bien. Lo que quiero que hagas hoy es mantenerte alejada del trabajo. No vayas a ninguno de los lugares habituales, a los sitios donde ella podría esperar encontrarte. No vayas a casa de tus padres. No vayas a casa de Siana. Tienes muchas compras que hacer, así que hazlas. Te llevaré a una agencia de alquiler de coches para que conduzcas algo completamente diferente a esa cosita llamativa que está en el garaje. -Ahora Wyatt era sólo el policía, ojos entrecerrados y mente en acción-. Mandaré a que recojan el Mercedes, y meteremos a una de nuestras agentes rubias en él y la haremos rondar: por Great Bods, por tu banco, por el lugar habitual adonde vas a almorzar. Esta mujer tal vez intente pasar inadvertida un rato, un día quizá, pero finalmente saldrá a por ti otra vez. Pero no serás tú. Eso no es negociable.
Busqué la libreta y garabateé: No pongo pegas a eso. Cierto, la noche del incendio, si hubiera podido seguir a la muy zorra, me habría lanzado por su culo como una paramilitar, así de furiosa estaba, pero a la luz del día mi cabeza estaba más serena, y una realidad se mostraba descaradamente: debía retomar el tema de la boda, no podía permitir ningún otro retraso. Esta misma noche, aunque tuviera que escribir cada palabra, Wyatt y yo mantendríamos esa conversación que habíamos estado posponiendo. No me sentía capaz de esperar ni siquiera hasta ese momento.
Gracias a las prometedoras cualidades de JoAnn tras el mostrador de recepción, ella y Lynn podrían ocuparse de las cosas hasta que esta chiflada estuviera bajo custodia. Entretanto, yo iba a ir a contrarreloj si quería lograr organizar la boda. ¿Cuántos días había perdido ya por culpa de esa mujer, suponiendo que fuera ella la que intentó atropellarme en el aparcamiento? Podría no serlo, pero, eh, se había ganado a pulso que le echáramos la culpa, de modo que yo la culpaba.
Me sentiría perfectamente a salvo conduciendo un anónimo coche de alquiler para ir a Sticks and Stones y plantar cara a Monica Stevens en su feudo, luego salir a comprar mi tela, a comprar ropa nueva -en un centro comercial diferente, claro- y después ir a ver a Sally. Nada de eso estaba incluido en mi rutina cotidiana, y el punto de partida iba a ser diferente por completo, un lugar seguro. La acosadora no sabía donde estaba yo o cómo encontrarme, y eso era una gozada.
Después de desayunar, Wyatt me acompañó a comprar otro móvil. Para sorpresa mía, no me llevó a mi proveedor habitual de telefonía móvil, sino al suyo, y me incluyó en su cuenta. Conservé mi número de siempre, por supuesto, pero el hecho de combinar nuestras cuentas producía una sensación asombrosa de… relación estable.
Eso me recordó otros detalles de los que tenía que ocuparme, tales como dar de baja los contadores de mi casa. Estaba casi convencida de que tanto la compañía de teléfono como la de cable seguirían facturando pese a que ahí ya no había ninguna casa. Y necesitaría hacer inventario para la compañía de seguros. Dios, pensaba que había planificado bien el día, pero cada vez surgían más cosas, que amenazaban con comerse mi tiempo.
Nuestra próxima parada quedaba cerca del aeropuerto, donde estaban todas las empresas de alquiler de coches. Escogí un Taurus -tienen buena suspensión-, pero ¿adivináis el color? Blanco. El blanco parecía ser el color predominante en los coches de alquiler. No estaba del todo contenta con él, pero Wyatt se opuso del todo al rojo manzana.
– Llama demasiado la atención -dijo. Supongo que sí.
Luego me dio un beso y nos separamos para continuar con nuestra jornada.
Sólo eran las nueve de la mañana, demasiado temprano para que Sticks and Stones estuviera abierto. Decidí ir a otra tienda de telas para matar el rato. No hubo suerte. Qué desalentador, pero de todos modos, cuando acabé de recorrer la tienda de arriba abajo, ya había matado casi una hora, así que me fui en coche a Sticks and Stones.
La misma mujer flacucha de la otra vez salió a saludarme y su sonrisa se enfrió un poco al tomar nota de mis vaqueros y jersey ligero.
– Sí, ¿en qué puedo ayudarla?
No tenía otro remedio, tenía que hablar… susurrar más bien.
– Soy Blair Mallory. Dejé mi tarjeta anteayer, pero la señorita Stevens no ha llamado. -Vi su expresión mientras retrocedía un poco, como si pudiera contagiarla-. Sí, tengo una laringitis grave. No, no es contagiosa. Mi casa se quemó ayer de madrugada y esto es consecuencia de haber inhalado humo, lo cual significa que no estoy de muy buen humor, por lo que me gustaría de verdad ver a Monica. Ahora, a ser posible.
Eso era hablar mucho; incluso en susurros significaba un gran esfuerzo. Cuando terminé, ya tenía cara de pocos amigos. Y aquella mujer no me caía bien.
Por extraño que parezca, le alegró oír que mi casa se había quemado. Tardé un momento en percatarme de que ella sabía que una casa nueva y mobiliario nuevo significaba una nueva decoración. Me pregunté si rastrearía la prensa en busca de noticias de incendios en casas, de la misma manera que algunos abogados sospechosos buscaban accidentes de coche en los diarios.
Me guió a través de la tienda hasta la parte posterior donde tenían instaladas las oficinas. Aquí atrás, la sensación era del todo diferente: grandes muestrarios con trozos de telas amontonados de forma algo caótica, muebles diferentes mezclados confusamente, arte enmarcado apoyado contra las paredes. De hecho, esta zona me gustaba más; aquí era donde había el trabajo. Aquí es donde había energía, en vez de la fría impresión de refinamiento de la exposición de la entrada.
La mujer llamó a la puerta de un despacho y la abrió tras oírse una invitación desde dentro.
– Señorita Stevens, ésta es Blair Mallory -dijo-, como si me estuviera presentando a la reina Isabel-. Tiene laringitis porque ayer su casa se quemó, ya sabe, inhalación de humo. -Tras comentar ese chisme tan prometedor, regresó a la sala de exposición y nos dejó a solas.
Nunca antes había coincidido con Monica Stevens, aunque había oído hablar de ella. En cierto sentido era como yo esperaba, pero no del todo. Tenía cuarenta y pico años, y un corte asimétrico en su lacio pelo negro de lo más espectacular. Era delgada y con un estilo estudiado, y llevaba ruidosos brazaletes en ambas muñecas. Me gustan los brazaletes sólo cuando los llevo yo. A ver, no es lo mismo ser el que molesta que el molestado.
– Siento lo de su casa -dijo, y su voz reveló un tono cálido que hizo que pareciera más accesible. Lo que no había esperado de ella era la expresión amistosa en sus ojos.
– Gracias -contesté, más bien susurré, y saqué las facturas de Jazz de mi bolso, que coloqué delante de ella antes de sentarme.
Miró las facturas con desconcierto, luego leyó el nombre.
– El señor Arledge -dijo con su cálida voz-. Era un hombre encantador, tan ansioso por sorprender a su esposa. Me encantó trabajar con él.
No había habido ningún trabajo «con» Jazz, pues tenía un sentido nulo de la decoración o del estilo, y, de hecho, le había dado carta blanca, había firmado el talón y eso fue todo.
– Su matrimonio se ha roto por esto -dije sin rodeos.
Pareció asombrada.
– Pero… ¿por qué?
– A su esposa le gustaba el dormitorio tal y como era. Detesta el nuevo estilo y se niega incluso a dormir en esa habitación. Está tan furiosa con él por haberse deshecho de sus antigüedades que incluso intentó atropellarle con el coche.
– Oh, Dios mío. Está de broma. ¿No le gusta la habitación? Pero ¡si es preciosa!
Ni siquiera pestañeó al oír que Sally había intentado lisiar a Jazz, pero le costaba creer que a alguien no le gustaran sus creaciones; en eso era sincera.
Guau. Admiro la realidad alternativa como cualquier hijo de vecino, pero hay quien desconecta demasiado.
– Estoy intentando salvar este matrimonio -le expliqué. Tanto susurrar estaba empezando a ser agotador, de verdad, muy agotador-. Esto es lo que quiero que haga: vaya a recoger aquellos muebles y vuelva a ponerlos en la exposición como muebles usados o, ya que nunca se han estrenado, póngalos otra vez a la venta como nuevos. Técnicamente tal vez no lo sean, pero ya que nunca recibió la aprobación final por el trabajo, yo diría que aún no se ha cerrado la operación.
Se puso tensa.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que el cliente no está contento con el trabajo.
– Ya he recibido el pago completo, de modo que diría que sí lo está. -Se estaba poniendo colorada.
– Jazz Arledge está totalmente perdido en lo que a decoración se refiere. No sabe nada al respecto. Usted podría haber clavado pellejos de mofetas en las paredes y ni hubiera protestado. No creo que se haya aprovechado a posta de él, y sí creo que es una mujer de negocios lo bastante lista como para reconocer las ventajas de rehacer el dormitorio, pero esta vez trabajando con la señora Arledge, quien se siente de lo más desdichada.
Me observó con aire reflexivo.
– Expliqúese, por favor.
Con un ademán, indiqué la exposición de la entrada.
– Vive de su reputación. A la gente a la que le gusta el estilo vanguardista moderno le encanta su trabajo, pero los clientes en potencia que buscan un estilo más tradicional no vienen aquí porque creen que no realiza ese tipo de trabajo.
– Por supuesto que lo hago -dijo automáticamente-. No es mi estilo preferido, no es la marca de la casa, pero mi objetivo final es complacer al cliente.
Le sonreí.
– Me encanta oír eso. Por cierto, creo que no he mencionado que mi madre es la mejor amiga de la señora Arledge. Trabaja en el negocio inmobiliario, tal vez haya oído hablar de ella. ¿Tina Mallory?
En sus ojos se vislumbraron los primeros indicios de comprensión. Mamá es una antigua miss Carolina del Norte, y vende muchas propiedades. Si mamá empezara a recomendar a Monica, el potencial de negocio sería enorme.
Fue a buscar un cuaderno de bosquejos y, haciendo gala de una memoria admirable, hizo en un momento un boceto del dormitorio de Sally. Trabajaba con rapidez, los lápices de colores volaban sobre la hoja.
– ¿Qué le parece esto? -preguntó girando el cuaderno para que pudiera ver lo que había hecho.
El estilo era suntuosamente confortable, con color en los tejidos, y un mobiliario cálido gracias a la madera.
– Recuerdo esas antigüedades -dijo-, de una calidad maravillosa. No puedo sustituirlas, pero es probable que encuentre una o dos piezas más pequeñas, verdaderamente buenas, que crearán el mismo ambiente.
– A la señora Arledge le encantará -contesté-. Pero debo advertirle desde ahora mismo que su marido, Jazz, no está dispuesto a pagar ni un solo penique más. Toda esta experiencia le ha amargado mucho.
– Cuando haya acabado, cambiará de opinión -dijo sonriendo-. Y no voy a perder ni un céntimo con esto, se lo prometo.
Tras haber visto los márgenes de beneficio en sus facturas, tenía que creerla.
Dos tercios de mi misión se habían cumplido. Ahora la parte más complicada: Sally.