Capítulo 15

Jazz estaba desconcertado, pero le pareció bien. Pensó que yo necesitaba su ayuda para algo, de modo que vino conmigo sin ni siquiera preguntar por qué no había pedido ayuda a papá o a Wyatt; no es que conociera el nombre de Wyatt, pero sabía que iba a casarme porque el anuncio de nuestro compromiso había salido en el periódico, por no mencionar que Tammy se lo habría contado. Me preguntó cuándo era la gran fecha y contesté que dentro de veintitrés días.

Quizá, susurró una vocecilla en mi oído, y noté que se me arrugaba el corazón con una mezcla de dolor y pánico.

Había puesto el móvil en modo silencioso para que no me distrajera el teléfono, pero mientras conducía lo saqué del bolso para ver si tenía alguna llamada. El mensaje en el pequeño visor decía que había tres llamadas perdidas. Desplazando la mirada del teléfono a la carretera -sí, sé que es peligroso, bla, bla, bla- accedí al registro de las llamadas entrantes: había llamado mamá, la madre de Wyatt y Wyatt.

Me dio un brinco el corazón, literalmente. Wyatt había llamado. No sabía si eso era bueno o malo.

No devolví ninguna de las llamadas en ese momento porque tenía que concentrarme en Jazz. Además, me sentí contenta de tenerle a él para concentrarme, porque no estaba preparada aún para pensar en el gran problema. Aun así, me mantenía al tanto de los coches blancos.

Ningún Chevrolet de ese color me había seguido de camino a casa de Jazz, pero eso no significaba que pudiera relajarme.

Cuando me metí en el aparcamiento de un restaurador de muebles, Jazz explotó y la tomó conmigo, por decirlo de alguna manera.

– ¡No! ¡En absoluto! No voy a gastarme ni un centavo más en comprar algo que Sally no va a apreciar. Tal y como ella ha comentado tan amablemente, en lo que a decoración se refiere, yo no distinguiría un agujero en el suelo de mi propio culo…

– Cálmate, no quiero que compres nada. -Mi voz sonó un poco brusca también, porque, a esas alturas, Sally y él casi estaban dejando de darme pena ¿vale? Me resultó raro, quiero decir, consideraba a Jazz y a Sally de verdad un tío y una tía para mí, o sea, que usar mi voz de adulta con él era una novedad. Él también me miró sorprendido, como si todavía me viera como una niña en su cabeza.

– Lo siento -dijo entre dientes-, sólo he pensado que…

– Y ella tenía razón en una cosa: no tienes ni idea de decoración. Sólo echar una mirada a tu despacho ha servido para darme cuenta. Y por eso voy a mantener una larga conversación con Monica Stevens.

Pensó en ello un segundo, y luego me miró esperanzado.

– ¿Crees que recuperará los muebles de Sally?

Di un resoplido.

– Sácatelo de la cabeza. Eran reliquias. Quienquiera que comprara esas mercancías a Monica no va renunciar ahora a su botín así por las buenas.

Suspiró y su expresión se volvió otra vez depresiva. Miró el local del restaurador, que de verdad tenía un aspecto un tanto asqueroso, con piezas desechadas apiladas sin orden ni concierto alrededor del establecimiento. Un cabezal de hierro oxidado estaba apoyado en la pared, a un lado de la puerta de entrada.

– ¿Has encontrado aquí algo parecido a alguna cosa que tuviéramos?

– No estamos aquí por ese motivo. Vamos. Me siguió obedientemente. Yo empezaba a descifrar su forma de comportarse. Obstinado por naturaleza, había dejado clara su postura y no tenía intención de ceder ni un ápice. De cualquier modo, como también amaba a Sally a muerte, quería con desesperación que alguien hiciera algo, cualquier cosa, que le obligara a él a cambiar de postura -y así sentir que no le quedaba otra opción- o bien que convenciera a Sally.

A mí no me importaba quién diera el primer paso, yo tenía una fecha límite, y estaba desesperada.

Entramos en aquel local cutre, que por dentro estaba tan repleto de cosas amontonadas como en el exterior. Sonó un timbre encima de la puerta que avisó al señor Potts, el propietario, de que alguien había llegado. Una cabeza se asomó desde el cuarto trasero, donde él realizaba su trabajo.

– ¡Estoy aquí atrás! Oh, buenos días, señorita Mallory. -Vino hacia nosotros limpiándose las manos con un trapo. Como había comprado aquí mi escritorio y había hablado con el un buen rato, se acordaba de mi nombre. Una mirada de cierto desconcierto apareció en su rostro-. La veo diferente.

– El pelo -contesté de manera sucinta, moviendo la cabeza y meneando mi peinado. Un hombre al que sólo había visto una vez se había fijado en mi peinado, bueno, más o menos, y Wyatt, no. Volví a notar la opresión en mi corazón. Aparté aquellos pensamientos y me concentré en el problema que teníamos entre manos: presenté a Jazz y al señor Potts-. ¿Podríamos ver en qué está trabajando?

Le había hecho un resumen de la situación, así que contaba con su colaboración.

– ¡Por supuesto! Estoy trabajando en este fantástico armario viejo de dos puertas. Pero vaya trabajo, permítanme decirlo. Ya llevo unas sesenta horas sólo para quitar la pintura y el barniz. Nunca entenderé por qué a alguien se le ocurre pintar un mueble así. -Fue comentando esto mientras nos guiaba hacia la parte trasera, a su taller.

El taller estaba aún más atestado de cosas, pero tenía buena luz gracias a las grandes ventanas ubicadas a lo largo de cada pared.

Todas estaban abiertas por motivos de ventilación, y además había un gran extractor de pared en marcha. El olor era de todos modos penetrante. El suelo estaba cubierto de una resistente lona impermeabilizada; por sí sola era una colección de manchas y salpicaduras de pintura al estilo Leroy Neiman. En medio de la lona se encontraba el mueble en cuestión: un enorme armario de caoba de dos puertas, de más de dos metros de altura, con intrincadas volutas en las puertas y en torno a la estructura. Jazz pestañeó al mirarlo.

– ¿Cuántas horas dice que ha dedicado ya a esto?

– Unas sesenta. Esta cosa es una obra de arte. -El señor Potts pasó su áspera mano por la madera con gran dulzura-. Miren el diseño de volutas; complica aún más la restauración, porque tienes que quitar el barniz y la pintura de estas hendiduras, pero es el precio que hay que pagar por algo así. La gente ya no hace trabajos de este tipo.

– ¿Cuánto le llevará acabarlo?

– No sabría decirlo. Otras dos semanas, tal vez. Retirar toda esta porquería sin dañar la madera es la parte complicada.

Jazz rodeó el armario haciendo más preguntas, luego pasó a otros muebles del taller, la mayoría de ellos en distintas fases de restauración. Lo que él sabía de antigüedades, restauración y muebles en general era nada, aparte de que las sillas se usan para sentarse, las camas para dormir y cosas por el estilo, así que el señor Potts se dio el gusto y no escatimó detalles. Cuando Jazz se enteró de que el armario tenía doscientos setenta y nueve años, se volvió con una mirada de asombro.

– Esta cosa ya corría por aquí cuando nació George Washington.

Tomo nota de muchas cosas en mi vida, pero el año de nacimiento de George Washington no es una de ellas. Sin embargo, el señor Potts no pestañeó.

– Por supuesto que sí. ¿Conocen a la familia Ever?

Tanto Jazz como yo negamos con la cabeza.

– Pasó de generación en generación. Emily Tylo lo heredó de su abuela… -A contiuación explicó cómo había acabado el armario en la actual casa de Emily Tylo, fuera quien fuera esa señora.

Por fin Jazz llegó a lo que más le interesaba.

– ¿Cuánto vale?

El señor Potts sacudió la cabeza.

– No lo sé, porque no está a la venta. No sé qué valor tendrá para un coleccionista de antigüedades, pero Emily Tylo lo valora muchísimo porque pertenecía a su abuela. Si yo tuviera que venderlo, no aceptaría menos de cinco mil por él, sólo por las horas de trabajo que he metido.

Pude ver el número formándose en la cabeza de Jazz. ¡Cinco mil! Nada atrae tanto la atención de un hombre de negocios como una larga sucesión de ceros. Misión cumplida. La parte difícil ahora iba a ser alejarle del señor Potts, que estaba disfrutando de la ocasión de tener un público tan interesado. Al final me limité a coger a Jazz del brazo y empecé a tirar de él hacia la puerta.

– Gracias, señor Potts, ya le hemos interrumpido bastante. -Me despedí dirigiéndome a él por encima del hombro.

Hizo un ademán con la mano y continuó con su trabajo frotando el armario de caoba.

Jazz no era tonto, sabía exactamente por qué le había llevado a ver al señor Potts. Cuando nos metimos en el coche, dijo:

– Eso me ha hecho abrir los ojos por completo.

Yo no dije nada, sobre todo porque él sólito lo estaba haciendo muy bien, deduciendo las cosas.

– No tenía ni idea de cuánto trabajo supone la restauración -murmuró-. Sally siempre estaba trabajando en algo en el sótano, de modo que nunca presté mucha atención. Sea como fuere, a mí no me parecía que hiciera tanto trabajo.

– Eso es porque no trabajaba en el mueble cuando tú estabas en casa. Siempre ha dicho que prefería pasar el tiempo contigo. -La sal cura las heridas. Impide que se pudran.

Se estremeció y pasó varios minutos mirando por la ventana. Casi habíamos llegado a su oficina cuando volvió a hablar.


– Ella amaba de verdad todos esos viejos muebles, ¿no es cierto?

– Pues sí. Había pasado meses buscando la pieza perfecta. Movió un poco la boca, luego la cerró con firmeza.

Tras tragar saliva un par de veces, dijo con agresividad.

– Y supongo que piensas que debería pedirle disculpas.

– No.

Sorprendido, me miró. -¿Ah no?

– Antes sí lo pensaba. Ahora no lo sé. Lo que ahora pienso es que ella debería ser la primera en pedirte disculpas. Luego tú deberías hacerlo.

Vale, yo misma estaba sorprendida, pero era verdad. Jazz había cometido un error al no prestar más atención a su esposa y había cometido un error por ignorancia, pero no había intentado hacerle daño de forma intencionada. Sally había intentado deliberadamente embestirle con el coche. Wyatt tenía razón: eran dos errores diferentes. Herir los sentimientos de alguien no es lo mismo que el daño corporal.

Por otro lado, yo prefería hacer frente a una conmoción cerebral que a esto que sentía en esos momentos, como si la parte inferior de mi mundo se hubiera desprendido y estuviera descendiendo en caída libre. Entendía muy bien el significado de la palabra desconsuelo. No iba a morir de depresión si rompía con Wyatt, no descuidaría mi negocio, ni me metería a monja. Reservo el dramatismo para asuntos menos importantes, como salirme con la mía, aunque, vale, eso es bastante importante para mí, pero no es cuestión de vida o muerte. Pero sin Wyatt no sería igual de feliz, y tal vez no volviera a ser feliz en mucho tiempo.

No podía hacer nada al respecto en ese instante, pero podía hacer algo para que la situación entre Sally y Jazz avanzara.

Aparqué delante de su edificio y permanecimos sentados mirándolo.

– Un poco de diseño en el jardín iría bien -dije al final. Me miró con expresión perpleja.

– El edificio -apunté para ayudarle-. Parece una cajita fea ahí puesta. Necesitas que te diseñen un jardín. Y, por el amor de Dios, deshazte de ese sofá.

Por hoy ya había hecho bastante, y casi había pasado la mañana. No obstante hice la prueba e intenté encontrar a Monica Stevens, de modo que paré en Sticks and Stones.

Como he mencionado, le va el vidrio y el acero, son la marca de la casa, y era una decoradora popular. A mí no me convence, pero tampoco tiene por qué hacerlo. Sticks and Stones, por supuesto, estaba decorado a su estilo. Entré e hice una pausa, para darme tiempo y dejar de temblar antes de ponerme a hablar con alguien.

Una mujer delgada como un palillo, muy chic, de unos cuarenta y pico, se acercó majestuosamente.

– ¿Puedo ayudarla?

Le dediqué la sonrisa genuina de animadora, amplia y blanca.

– Hola, soy Blair Mallory, dueña de Great Bods. Me gustaría hablar con la señorita Stevens, si se encuentra aquí.

– Lo siento, pero ha salido para atender un compromiso. ¿Quiere que le diga que la llame?

– Por favor. -Le di una de mis tarjetas profesionales y me fui. No podía hacer nada más hasta que hablara con la propia Monica, y puesto que no estaba, ahora tenía tiempo para almorzar, así como para devolver llamadas.

Primero fui a comer algo, siguiendo el razonamiento de que si hablaba con Wyatt antes de comer podría perder el apetito. Si iba a ser infeliz, entonces mejor mantener las fuerzas.

Cuando volví al coche, permanecí sentada en el aparcamiento y -sí, estaba dejando las cosas para más tarde- devolví primero la llamada a mamá. Luego a Roberta. Mamá me informó de que finalmente había dado con una pastelera y estaba negociando con ella un encargo de emergencia. Roberta me informó de que estaba controlado el tema de las flores, pues tenía una florista amiga que iba a hacer los preparativos en su tiempo libre, y yo sólo debía ponerme de acuerdo con ella respecto a mi ramo.

Estaba a punto de echarme a llorar cuando acabé de hablar con ellas, porque no sabía si la boda iba a celebrarse o no, pero tenía que fingir que todo marchaba a las mil maravillas. No podía permitirme llorar porque no quería empezar a moquear, pues cuando hablara luego con Wyatt parecería que hubiera estado llorando y, por supuesto, eso era lo que había hecho, pero… no importa. Es complicado.

Confié en que no contestara. Confié en que se encontrara en una reunión con el jefe de policía Gray, o con el alcalde, y que tuviera el móvil apagado, aunque yo sabía que nunca lo apagaba, sólo lo ponía en función vibradora. De modo que entonces confié en que se le hubiera caído el teléfono por el váter. Era obvio que me estaba costando dejar de dar vueltas a lo de anoche.

Pero le telefoneé. Cuando ya llevaba tres timbrazos, aumentaron mis esperanzas de que no contestara. Entonces respondió:

– Blair.

Yo tenía medio preparado lo que iba a decir, pero cuando oí su voz me olvidé de todos los preparativos. O sea, que dije algo totalmente genial:

– Wyatt.

Contestó con sequedad.

– Ahora que ya hemos dejado claras nuestras identidades, tenemos que hablar.

– No quiero hablar. No estoy preparada para hablar, todavía estoy pensando.

– Estaré en tu casa cuando salgas del trabajo. -Concluyó la llamada del mismo modo abrupto con el que la había iniciado.

– ¡Burro! -aullé; de pronto la furia me hizo temblar y arrojé el teléfono al suelo del coche, algo que por supuesto no sirvió de nada porque luego tuve que buscarlo. Por suerte soy ágil, y el coche es pequeño.

Todavía no quería hablar con él. Los cuatro puntos que me quedaban por considerar eran tan importantes que aún no podía afrontarlos. Lo que más me asustaba era que Wyatt me convenciera para olvidar esta pelea y seguir adelante, pero estaba claro que más adelante estas cuestiones importantes volverían a importunarnos. Wyatt podía convencerme, porque yo le quería. Y él quería convencerme porque también me quería.

Eso era lo que me preocupaba. Por primera vez desde que sabía que Wyatt me quería -ya hacía tiempo que yo sabía que quería a ese pedazo de burro- tenía serias dudas de que consiguiéramos que el matrimonio funcionara.

El amor por sí solo no es suficiente, nunca es suficiente. Tiene que haber otras cosas, como gustarse y respetarse, o el amor se desgasta con la realidad de la vida cotidiana. Quería a Wyatt, le adoraba, pese a las cosas que me ponen furiosa, como esa necesidad agresiva de ganar que le había hecho tan buen jugador de fútbol americano y se extendía a todas las facetas de su carácter. Wyatt era una persona lo bastante fuerte como para que yo no tuviera que poner freno a mi propia tendencia alfa: él aguantaba toda la caña que yo le diera.

Pero una de las cuestiones que aún no había abordado, de repente se me hizo muy evidente: tal vez Wyatt no estaba dispuesto a aceptar tanta caña.

Hace dos años, había decidido pasar de todo después de sólo tres citas, porque había llegado a la conclusión de que yo requería muchas atenciones, es decir, que yo no merecía tantas molestias. Pero cuando asesinaron a Nicole Goodwin en mi aparcamiento, hacía dos meses y pensó, por un momento, que yo era la víctima, se vio obligado a admitir que lo que había habido entre nosotros era demasiado especial, algo que no iba a repetirse así como así. De modo que había vuelto y me había convencido de cuánto me quería, y desde entonces no nos habíamos separado, pero -y aquí tenemos un gran «pero», tamaño hotentote- no había que olvidar que durante dos años había estado perfectamente satisfecho sin mí. Eso siempre me había irritado, como un sarpullido, y ahora entendía por qué.

Yo no había cambiado. Exigía la misma atención que siempre.

Él tampoco había cambiado. Habíamos transigido en algunas cosas, nos habíamos adaptado en cierta manera, pero en esencia seguíamos siendo las mismas personas de hace dos años, cuando no le merecía la pena el trastorno que yo suponía en su vida. Este último par de meses, mientras peleábamos por encontrar nuestro sitio en la relación, tal vez lo que para mí había sido una diversión deliciosa, para él hubiera resultado algo duro de soportar.

Era evidente que había muchas cosas en mí que o bien desconocía o bien no le gustaban. Y afrontar esa idea me estaba rompiendo el corazón.

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