Capítulo 3

No perdí el conocimiento, o al menos no por completo. El mundo no era más que una mancha oscura dando tumbos. Recuerdo la sensación abrasadora al rodar por el asfalto como si derrapara. Recuerdo pensar «¡Mis zapatos!», mientras intentaba seguir agarrando los paquetes con desesperación. Recuerdo el pitido en los oídos y el repentino sabor caliente a sangre en la boca. Y recuerdo lo que parecía una onda expansiva de dolor golpeando todo mi ser.

Luego cesó todo movimiento y me encontré echada sobre el asfalto, que seguía caliente pese a ser ya de noche, aunque no demasiado segura de dónde me encontraba o qué había sucedido. Oía sonidos, pero no distinguía qué eran o de dónde venían. Lo único que quería hacer era seguir allí tirada e intentar contener la furia de mi cuerpo al encontrarse herido. Me había hecho daño. Mi cabeza palpitaba con un horrible dolor punzante, punzante, punzante, al compás de mis latidos. Sentía calor, luego frío, y ganas de vomitar. Notaba los dolores agudos, las quemaduras, los pinchazos y punzadas; no podía aislar todas las sensaciones y darles sentido, no podía determinar la ubicación o gravedad, ni hacer nada al respecto.

Al menos no estaba muerta. Eso era un punto a favor.

Luego un pensamiento muy claro ardió en mi cerebro: «¡Esa zorra ha intentado atropellarme!»

El segundo pensamiento fue: «¡Oh, mierda, otra vez, no!»


Incluso lo dije en voz alta, y el sonido de mi voz me sorprendió; digamos que volvió a meterme bruscamente en mi cuerpo, un lugar donde, por cierto, no me apetecía estar. Casi deseé regresar a aquel estado desconectado, si no fuera porque me asustaba la idea de que el coche diera marcha atrás y regresara para darme otra pasada. Y si estaba tirada ahí en medio, tan visible, moriría atropellada. Literalmente.

Acicateada por el subidón de adrenalina provocado por el pánico, me senté y miré apresuradamente a mi alrededor. No es que fuera el mejor de mis movimientos. Bueno, tal vez lo fuera, porque tenía que asegurarme de que no iba a acabar hecha una masa grasienta en medio del pavimento, pero mi cuerpo protestó de inmediato: mi cabeza pulsó con otra enorme punzada de dolor, se me revolvió el estómago, entorné los ojos y volví a desplomarme sobre el asfalto.

Esta vez me quedé allí tumbada sin oponer resistencia, porque lo de los globos oculares entornándose era algo extraño. Seguro que alguien venía corriendo en mi ayuda en cualquier instante.

Con franqueza, empezaba a estar harta de que la gente intentara matarme. Lee mi libro anterior si no sabes de qué hablo. Me han tiroteado (la actual esposa de mi ex marido), me han cortado la guarnición del freno (mi ex marido), con el resultado de un accidente múltiple, y ahora esto. Estaba harta del dolor, estaba harta del desbarajuste que significaba para mi agenda, estaba harta, jolín, de no tener un aspecto irresistible.

Notaba el áspero pavimento bajo la mejilla. Los diversos chillidos de dolor que llegaban de las terminaciones nerviosas por todo mi cuerpo me hicieron pensar que debía de haberme dejado buenas cantidades de piel sobre el asfalto. Gracias al cielo llevaba pantalones largos, pero, la verdad, sólo el cuero consigue proteger bien la piel, de modo que sospeché que los pantalones no habrían sido de gran ayuda. Los rasponazos de un accidente de carretera son algo muy feo. Empecé a preocuparme, ¿qué aspecto tendría para la boda? ¿Cuatro semanas era tiempo suficiente para curar las heridas o tendría que invertir en algún poderoso maquillaje corporal, algo pringoso que acabaría manchando el vestido? Tal vez tuviera que renunciar a la columna de seda, sexy y sin mangas, que había imaginado, y en vez de eso llevar algo que tapara más, como un burka o una tienda; y no es que haya mucha diferencia entre ambas cosas.

Bien, por el amor de Dios, ¿dónde se había metido la gente? ¿Iban a quedarse todos en el puñetero centro comercial hasta medianoche? ¿Cuánto tendría que permanecer aquí tirada hasta que alguien me viera y viniera en mi ayuda? ¡Casi había quedado hecha papilla! Necesitaba que me prestaran de una vez un poco de interés, un poco de algo.

Me estaba indignando mucho. Hola… un cuerpo tirado en el aparcamiento, ¿y nadie se entera? Sí, era de noche, pero el aparcamiento estaba iluminado con aquellas enormes luces de sodio, y no estaba oculta entre dos coches ni nada por el estilo. Estaba… abrí los ojos e intenté orientarme.

Mi visión era borrosa, lo único que conseguía ver eran sombras negras y parches de luz que nadaban y corrían al unísono. Intenté de forma automática frotarme los ojos, pero al hacerlo sólo descubrí que mis brazos no querían obedecer, ninguno de los dos. Al final se movieron, a su pesar, pero no muy bien… estaba claro que no respondían lo bastante bien como para meterme los dedos en los ojos: podía dejarme ciega, como si ya no tuviera bastante con mi situación.

Vale, o sea, que no podía ver con exactitud dónde me encontraba. No obstante, debía de estar tirada en el extremo de la hilera de coches más próxima a las galerías, donde alguien acabaría por darse cuenta. Finalmente.

Oí el débil sonido de un motor arrancando en algún lugar; mientras no fuera un coche que pudiera atropellarme al dar marcha atrás, no era importante, pero imaginé que para darse esa circunstancia el conductor tendría que haber pasado sobre mi cuerpo para llegar hasta dicho coche, por lo tanto la perspectiva no era demasiado factible. Por otro lado, en ocasiones yo llevaba tal prisa que, de haber pisado un cuerpo mientras caminaba tal vez hubiera pensado «ya comprobaré más tarde qué era eso».

Ya tenía otra cosa de la que me preocuparme ahora: que alguien como yo me atropellara dando marcha atrás.

¿Por qué no había ningún tipo de registro del tiempo que alguien puede estar tirado en medio de un aparcamiento sin que nadie se dé cuenta? ¿Y si tenía -¡puaj!- hormigas y cosas raras andando sobre mí? Estaba sangrando. Seguro que toda clase de bichitos acudían en estos momentos arrastrándose a toda velocidad hacia mí, ansiosos por darse un festín.

Esta idea era tan desagradable que, si no me hubiera dolido tanto la cabeza, me habría levantado disparada. No, no me gustan los insectos. No es que me den miedo, pero me parecen desagradables y repugnantes, y no los quiero cerca de mí, para nada.

Pensándolo bien, el aparcamiento ya era bastante desagradable y asqueroso de por sí. La gente hortera, sin clase, escupe sobre el pavimento, y a veces escupe algo más que simples escupitajos. Todo tipo de porquería aterriza ahí, incluida, bien, la mierda.

Oh, Dios, tenía que levantarme antes de morir de una sobredosis de sorpresas desagradables. Nadie acudiría en mi ayuda, o al menos no a tiempo, AHORA, para entendernos. Tendría que hacerlo por mí misma. Tendría que encontrar mi bolso, rebuscar hasta encontrar el móvil -confié en que esa maldita cosa siguiera funcionando, que la batería no hubiera saltado por los aires a causa del golpe o algo así, porque encontrar una batería y volver a ponerla era algo que me superaba en ese momento- y llamar al 911. Además, tenía que sentarme, para apartar de ese desagradable pavimento buena parte de mi cuerpo, o pronto mi estado mental estaría tan fatal como el físico.

Contaré hasta tres, pensé, y me sentaré. Uno. Dos. Tres. No pasó nada. Mi mente sabía lo que yo quería hacer, pero mi cuerpo decía, ah, no. Ya había intentado antes lo de incorporarse.

Eso acabó de cabrearme, casi tanto como lo de estar tirada sin que nadie se enterara. Vale, no exactamente. Estar ahí tirada sin que nadie se diera cuenta estaba casi en el primer puesto de mi lista. Si tuviera que clasificar las cosas que en aquel momento me cabreaban, que alguien intentara matarme -¡otra vez!- obtendría diez puntos.

Que nadie me prestara atención se llevaba nueve. Un cuerpo desobediente ocupaba el tercer lugar, a cierta distancia, tal vez con tan sólo cinco puntos.

De todos modos, durante años había sido animadora, desde el instituto a la facultad. Había obligado a mi cuerpo a hacer cosas dolorosas muchas veces, y en la mayoría de ocasiones había obedecido. No me cuadraba que no obedeciera ahora que había mucho más en juego que dar una voltereta o algo parecido. ¡Mi vida podía estar pendiente de un hilo en este caso! No sólo eso, sentía que algo se deslizaba por mi cara. No cabía duda, tenía que levantarme. Necesitaba obtener ayuda.

Tal vez pretendía hacer demasiado, tal vez incorporarme de golpe, sin el acicate del pánico, era más de lo que podía hacer. Tal vez debiera intentar otra vez mover el brazo.

Resultó bastante bien. El brazo derecho me dolía, pero hizo justo lo que mi cerebro le dijo que hiciera, es decir, que levantara la mano laboriosamente (no le di tantos detalles, era sólo la manera en que funcionaba) para poder dar un manotazo a lo que se arrastraba por mi rostro, fuera lo que fuera.

Pensaba que iba a encontrar un bicho, estaba preparada para palpar un bicho gigante. Lo que noté, en vez de eso, era húmedo y pegajoso.

Vale, estaba sangrando. Me sorprendió un poco, aunque no debiera haberlo hecho. No es que me sorprendiera estar sangrando, sino el hecho de que me sangrara la cabeza o la cara, o ambas cosas. Sabía que me había dado un golpe en la cabeza, de ahí el dolor y la náusea que probablemente significaban una conmoción cerebral, pero la situación iba empeorando por minutos, como suele decirse. ¿Y si me había cortado la cara? ¿Significaría eso que tendrían que darme puntos? Tal y como pintaba la cosa, cuando Wyatt y yo nos casáramos finalmente, yo iba a parecer la Novia de Frankenstein.

Al caer en la cuenta, eso ocupó el puesto siete de mi Cabreómetro, tal vez el ocho: mis planes con Wyatt se iban al traste si quedaban cicatrices en mi cara o si me quedaba despellejada tras el rasponazo. Porque, ¿cómo iba a cegarle la lujuria con una pinta así?

Al menos no estaba conmigo esta vez. En las otras dos ocasiones en que intentaron matarme había estado a mi lado, y aquello había hecho estragos en él. Como poli, se había puesto hecho una furia. Como hombre, se había indignado. Como hombre que me amaba, se había aterrorizado. Naturalmente, había expresado todo esto volviéndose más arrogante y autoritario; y considerando su nivel medio en ambas características, podéis imaginar lo inaguantable que se puso. Suerte que para entonces ya le amaba o hubiera tenido que matarle.

Pensar en Wyatt no iba a hacer que la ayuda llegara más deprisa. Se me daba bien de verdad posponer las cosas desagradables, pero esto ya no podía ignorarlo más. Iba a doler, pero tendría que obligarme a moverme.

Estaba tumbada sobre mi costado izquierdo y tenía el brazo atrapado debajo. Planté la mano derecha a la altura del hombro e hice fuerza como pude para incorporarme y conseguir apoyarme en el codo izquierdo. Luego hice un descanso, conteniendo la náusea y el horrible dolor de cabeza, y esperando a que pasara lo peor antes de hacer el esfuerzo final de ponerme en pie.

Vale. No había nada roto. Como ya había pasado por la experiencia de tener un hueso roto, al menos eso lo tenía claro. Rasguños, magulladuras, desquicie, conmoción, pero nada roto. Si hubiera temido por mi vida, probablemente en este momento habría sido capaz de levantarme de un brinco y salir corriendo, pero era evidente que la zorra que casi me atropella no iba a provocar más accidentes, al menos por aquí. Al no sentir esa necesidad acuciante, me quedé allí sentada y utilicé el dobladillo de la blusa para limpiarme la sangre de los ojos y así poder ver. También aproveché ese rato para asegurarme de que mi cabeza no iba a explotar o saltar por los aires, aunque bien podría suceder, cualquiera de las dos cosas, por como me dolía.

Con la vista menos borrosa, encontré mi bolso. Colgaba del ángulo que formaba mi brazo doblado y estaba enredado con algunas de las bolsas de plástico que tampoco había dejado caer. Las tiras enredadas habían dificultado mis esfuerzos de mover el brazo, las propias bolsas estaban liadas debajo de mis piernas. ¿Qué os parece? Tal vez mis compras habían aportado a mi piel un poco de protección adicional. Lo tomé como una señal de que Dios quería que yo comprara.

Animada por este apoyo espiritual, rebusqué con torpeza el móvil en mi bolsito y lo abrí. La bendita pantallita se iluminó, de modo que marqué el número de emergencias. Había llamado con anterioridad al 911, cuando Nicole Goodwin fue asesinada y pensé que los disparos se efectuaban contra mí, de modo que ya sabía de qué iba. Cuando la voz desapasionada preguntó la naturaleza de la emergencia, yo ya estaba preparada.

– He resultado herida. Estoy en el aparcamiento del centro comercial… -Le dije qué centro, qué tienda y fuera de qué entrada me encontraba tirada, aunque técnicamente ahora ya estaba sentada.

– ¿De qué naturaleza son sus heridas? -preguntó la voz sin el menor indicio de urgencia o incluso de preocupación. Supongo que el operador del 911 se imaginaba que si estaba llamando, no podía estar tan mal herida, y supongo que tenía razón.

– Una herida en la cabeza, creo que tengo una conmoción cerebral. Magulladuras, arañazos, un palizón general. Alguien ha intentado atropellarme, pero la muy zorra ya se ha ido.

– ¿Se trata de una pelea doméstica?

– No, soy heterosexual.

– ¿Disculpe? -Por primera vez, la voz del operador mostraba cierta expresión. Por desgracia, esa expresión significaba confusión.

– He dicho que la zorra ya se ha ido, y me ha preguntado si se trataba de una pelea doméstica, he dicho que no, que soy heterosexual -expliqué pacientemente, lo cual, considerando que estaba sangrando, sentada sobre el asqueroso pavimento, era un ejemplo de mi autocontrol. Me tomaba en serio lo de no cabrear a la gente que podía venir en mi rescate. Digo que «podía» porque por el momento el rescate no se había producido.

– Ya veo. ¿Conoce la identidad de esa persona?

– No. -Sólo sabía que era una zorra psicópata que no debería empujar ni una carretilla, qué decir de un Buick.

– Enviaré un coche policía y asistencia médica a su ubicación -dijo el operador tras recuperar su distanciamiento profesional-. Necesito más información, de modo que no cuelgue.

No colgué. Cuando me preguntó, le di el nombre y la dirección, el número de casa y el del móvil, que supuse que ya tenía, gracias al servicio 911 digital, porque además mi móvil es uno de ésos con localizador GPS incorporado. Lo más probable era que me tuvieran triangulada, localizada y verificada. Di un respingo por dentro. Sin duda mi nombre ya corría de una radio de la policía a otra, lo que significaba que un tal teniente J.W. Bloodsworth lo oiría y probablemente ya estaría metiéndose de un salto en el coche y encendiendo las luces azules. Confié en que los servicios de asistencia médica pudieran llegar aquí antes que él y me limpiaran un poco la sangre de la cara. Ya me ha visto antes ensangrentada, pero de cualquier modo… es cuestión de vanidad.

La puerta automática de la tienda se abrió y aparecieron dos mujeres, charlando felizmente mientras salían con su botín y empezaban a andar por el pasillo de coches aparcados. La primera que me vio chilló y se paró en seco.

– No se preocupe por ese ruido -le dije al operador-. Alguien se ha asustado.

– ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! -La segunda mujer se apresuró corriendo hacia mí-. ¿La han atacado? ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha sucedido?

Si se me permite el comentario, es un verdadero fastidio que aparezca ayuda justo cuando ya no la necesitas.


El aparcamiento estaba lleno de luces intermitentes, coches aparcados formando ángulos poco habituales y hombres uniformados, casi todos ellos charlando de pie. Nadie había muerto, por lo tanto no había ninguna sensación de urgencia. Uno de los vehículos con luces intermitentes pertenecía a los médicos; se llamaban Dwight y Dwayne. Hay cosas que no están preparadas. No me gusta el apellido «Dwayne» porque así se llamaba el hombre que mató a Nicole Goodwin, pero no podía decírselo a este Dwayne porque era un hombre agradable de verdad que se comportaba con calma y amabilidad mientras me limpiaba la sangre y me vendaba la herida del cuero cabelludo. Tenía rasguños en la frente, pero no había señales en la cara, lo cual significaba, supongo, que había aterrizado con la cabeza agachada o así. Buenas noticias para mi cara, malas noticias para mi cabeza.

Estuvieron de acuerdo con el diagnóstico de conmoción cerebral, lo que en cierto sentido era satisfactorio -me gusta tener razón- y por otro lado era desalentador, porque una conmoción afectaría de forma seria a mi agenda, ya bastante apretada sin este tipo de impedimento añadido a la mezcla.

Uno de los patrulleros era el agente Spangler; le conocía de cuando asesinaron a Nicole. Yo estaba tendida en una camilla con el respaldo levantado y él me tomaba declaración mientras los médicos me limpiaban y vendaban con eficiencia y me preparaban para el traslado, cuando Wyatt llegó en su coche. Supe que se trataba de él sin tan siquiera mirar, por la manera en que chirriaron los neumáticos y por cómo sonó el portazo con que remató su llegada.

– Ahí está Wyatt -dije al agente Spangler. No volví la cabeza porque estaba poniendo gran empeño en no moverme. Él dirigió una ojeada en dirección al recién llegado y apretó un poco los labios para contener una sonrisa.

– Sí, señora, ahí está -dijo-. Ha estado en contacto en todo momento por radio.

La rápida promoción de Wyatt en el departamento había provocado cierto conflicto entre él y algunos de los polis mayores, que veían como pasaba por delante de ellos. El agente Spangler era relativamente nuevo, y joven, por lo tanto no compartía ese resentimiento, de modo que se levantó e hizo un ademán respetuoso con la cabeza cuando Wyatt se acercó y se quedó mirándome con los brazos en jarras. Iba vestido con vaqueros y una camisa de manga larga, con los puños remangados sobre el antebrazo. Llevaba el arma reglamentaria en la funda, pegada al riñón derecho, y la placa enganchada al cinturón. En la mano tenía una radio, o tal vez un móvil, y su expresión era adusta.

– Estoy bien -dije a Wyatt, pues detestaba esa mirada en su rostro. Ya la había visto antes-. Más o menos.

Desplazó de inmediato el enfoque láser de su mirada a Dwayne. Dwight estaba enredando en sus maletines, guardando otra vez las cosas, de modo que Dwayne fue el objetivo.

– ¿Cómo está? -preguntó, como si yo no hubiera abierto la boca.

– Probable conmoción cerebral -contestó Dwayne, quien casi seguro se estaba saltando algún punto del reglamento, pero supuse que los médicos y los polis se conocen bien, y tal vez los polis pueden conseguir todo tipo de información supuestamente privada-. Un cuero cabelludo lacerado, algunas contusiones.

– Rasponazo en accidente de carretera -dije con desánimo.

Dwayne bajó la vista y me sonrió.

– También eso.

Wyatt se agachó al lado de la camilla. La brillante luz que los médicos habían dispuesto para hacer su trabajo creó unas sombras marcadas en su rostro. Parecía duro y cruel, pero me cogió la mano con dulzura.

– Iré justo detrás de la ambulancia -prometió-. Llamaré a tu madre y a tu padre de camino. -Dirigió una mirada a Spangler-. Puedes acabar de tomarle declaración en el hospital.

– Sí, señor -dijo el agente Spangler cerrando la libreta.

Me metieron en la parte trasera de la ambulancia; para ser precisos, metieron la camilla en la ambulancia, pero ya que yo estaba tumbada en ella, el resultado fue el mismo. Luego cerraron las puertas dobles, y cuando vi a Wyatt por última vez, estaba ahí de pie con aspecto al mismo tiempo frío y feroz.

Luego salimos del aparcamiento con las luces intermitentes pero sin el aullido de la sirena, algo que agradecí porque el dolor de cabeza era atroz.

Bien, esto me resultaba familiar. Y en este caso, estar tan familiarizada con ello era un verdadero asco.

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