Se apartó ofendido de mí y se quedó mirando por la ventana con los brazos en jarras mientras respiraba de forma profunda y controlada. Yo le observé con un regocijo casi efervescente. Provocarle de este modo era casi más divertido que provocarle del otro; casi, porque la compensación era mejor de la otra manera. Por fin, dijo:
– Pequeña rastrera -y se volvió en redondo para mirarme a la cara. El relumbre en sus ojos prometía represalias.
Le sonreí abiertamente.
Con afabilidad decepcionante, me preguntó:
– ¿Tú y Siana estabais hablando de mi polla?
– Sólo porque estabas escuchando a escondidas. Pensé que te merecías oír algo interesante después de haberte tomado tantas molestias.
No parecía nada avergonzado al verse pillado, tal vez porque fisgonear era su especialidad. En vez de ello, se acercó a la cama y apoyó las manos a ambos lados de mi cuerpo para inclinarse hacia abajo. Si creía que yo iba a inquietarme al verme rodeada y atrapada de ese modo, se equivocaba. Por un lado, se trataba de Wyatt. Por otro, bien, se trataba de Wyatt: me gustaba estar rodeada y atrapada por él. Cuando le tenía así de cerca, normalmente sucedían cosas divertidas e interesantes.
No alcé la cabeza de la almohada, pero puse mi mano en su cara, palpando la dura estructura del mentón y la mejilla, el calor de su piel y los pelillos de la barba, pese a haberse afeitado sólo pocas horas antes.
– Pillado -dije con petulancia. Sí, sé que no está bien regodearse, en parte porque Wyatt no es el tipo de tío que sabe poner una sonrisa y aguantarse. Ya pensaría alguna manera de devolvérmela, incluidas cosas atroces como liarme para hacer alguna apuesta que estaba seguro que yo iba a perder y luego obligarme a ver las World Series. No me gusta nada el béisbol.
Me devolvió una sonrisa de suficiencia que me puso alerta.
– ¿De modo que no te acostaste con nadie durante los dos años que rompimos, aja? Me esperabas a mí.
– En realidad, no. Sólo es que soy un poco maniática. -El muy puñetero, tenía que encontrar la manera de que esto le favoreciera.
– Te impresionó mi sistema de suministro.
– He contado esa historia porque sabía que estabas escuchando.
– Querías tener acceso al sistema, querías usarlo, si la memoria no me falla.
Es una de las cosas malas de los polis: recuerdan las cosas. Lo más probable es que pudiera citar al pie de la letra mi conversación con Siana. Aparte, yo ya había dejado claro de diversas maneras que sentía un enorme cariño por su SSE. Por favor, si algo no me gusta, no me lo meto en la boca… ni en ningún otro sitio del cuerpo, ya me entendéis.
Vale, a veces la única manera de recuperar el control de una situación es rendirse por completo. Le sonreí y bajé la mano despacio desde la cara hasta su pecho, y luego la deslicé sobre su estómago hasta sostener su SSE en la palma. Me encantó descubrir que ya tenía una semierección. Éste es mi Wyatt, mencionas el sexo y él ya está listo. Genial, ¿a que sí?
– Tienes una memoria excelente. Lo quería, y ahora lo tengo. -Me estremecí un poco, porque tocarle me estaba poniendo a cien a mí también.
Se inclinó sobre mí, con la respiración acelerada, bajando los párpados, mientras se apretaba contra mi mano. No había nada «semi» ahora en él; la erección era completa, estaba a punto. Luego dijo «Joder» con voz forzada, se incorporó y se apartó de mí.
– Pues, sí-contesté yo. ¿No era algo obvio?
Me dedicó una ardiente mirada mientras se volvía otra vez a la ventana.
– Tienes una conmoción -dijo en tono lacónico.
Con un gemido, vi claro el problema. Nada de zarándeos, durante unos cuantos días al menos, y si alguien ha imaginado alguna vez cómo practicar sexo sin ni siquiera un pequeño zarandeo, ojalá que comparta conmigo el secreto. Nada de sexo ayer, tampoco hoy, tampoco mañana… nada de sexo mientras durara el dolor de cabeza, que probablemente duraría varios días más. Ahora sí que estaba cabreada de verdad con esa zorra psicópata del Buick, por ocasionarme esta abstinencia inesperada; no sería mejor si se tratara de una abstinencia esperada, porque no vas haciendo provisión de orgasmos y guardándotelos en la despensa hasta que los necesites.
Lo cual me recordó algo, y ¿qué mejor momento para sacar el tema que ahora que estaba herida y que él se sentía protector? Tampoco tenía nada mejor que hacer.
– Necesito hacer reformas en tu casa.
Eso hizo que se girara en redondo. Sus pantalones aún se veían abultados a la altura de la entrepierna, pero clavó toda su atención en mí. Por la inquietud en su mirada, cualquiera pensaría que yo había dicho: «Tengo un arma, y la apunto contra tu corazón».
Se quedó mirándome unos segundos más, repasando mentalmente nuestra conversación. Por fin dijo:
– Me rindo. ¿Cómo hemos pasado de hablar de mi SSE y tu conmoción cerebral a que quieres hacer reformas en mi casa?
– Estaba pensando en despensas. -No era todo en lo que había pensado, pero no quería entrar en la cuestión de hacer provisión de orgasmos durante una abstinencia temporal. Aparte, no le hacía falta conocer todos los detalles de cómo había llegado ahí, en términos de conversación.
Wyatt renunció a buscar la conexión.
– Y ¿qué pasa con las despensas?
– No tienes ninguna.
– Desde luego que tengo. Hay esa pequeña habitación al lado de la cocina, ¿te acuerdas?
– Ahí tienes tu despacho, así que no es una despensa. Y de cualquier modo, tu casa está toda del revés, y los muebles no son los adecuados.
Entrecerró los ojos.
– ¿Qué tiene de malo? Es una buena casa. Tiene buenos muebles.
– Tiene muebles de tío.
– Soy un tío -recalcó-. ¿Qué otra clase de muebles podría tener?
– Pero yo no soy un tío. -¿Cómo podía pasar por alto algo tan obvio?-. Necesito cosas de chicas. Por lo tanto, o hago reformas o tendremos que trasladarnos a otro sitio.
– Me gusta mi casa. -Empezaba a cerrarse en banda con esa expresión que ponían los tíos cuando no quieren hacer algo-. Tengo las cosas justo donde las quiero tener.
Le dediqué una mirada elocuente que empeoró mi dolor de cabeza, porque tienes que entornar los ojos de una manera especial para que quede elocuente de verdad.
– ¿En qué momento se supone que empezará a ser nuestra casa?
– Cuando te instales. -Lo dijo como si eso fuera la conclusión más sencilla y obvia del mundo. Para él, supongo que lo era.
– Pero ¿no quieres que toque las cosas, que compre un sillón para ponerme cómoda, que monte un despacho para mí ni nada por el estilo? -Mis cejas alzadas le dijeron qué pensaba yo de esa idea. Como no, alzar las cejas me dolió, pero resulta difícil de verdad hablar sin expresión alguna, a menos que uses Botox. No obstante, se me ocurrió que durante los próximos días podría intentar en serio imitar a Nancy Pelosi.
Wyatt frunció el ceño.
– Mierda. -Entonces entendió a dónde quería llegar yo con aquella conversación: mi absoluto descontento con el status quo en cuanto al mobiliario de su casa, y que si quería que viviera con él habría que hacer algunos reajustes. No le hizo la menor gracia. Entrecerró otra vez los ojos de aquel modo tan penetrante.
– Mi sillón abatible se queda donde está. Y también mi televisor.
Empecé a encogerme de hombros, luego lo dejé al darme cuenta de que moverme no me convenía.
– Eso está bien. Yo no quiero sentarme en él.
– ¿Qué? -No sólo no le complacía lo que oía, sino que empezaba a cabrearse.
– Piensa en ello. ¿Vemos las mismas cosas en la tele? No. Tú quieres ver béisbol; yo odio el béisbol. Tu miras todos los deportes. A mí me gusta el fútbol y el baloncesto, y punto. Me gustan los programas de decoración, y tú prefieres que te metan astillas bajo las uñas antes que ver un programa de decoración. De modo que si no quieres que me vuelva loca y te mate, tendré que tener mi propio televisor y un lugar donde verlo.
La verdad sea dicha, no veo mucha televisión, excepto el fútbol universitario que, de hecho, hago lo que sea por ver. Hay que tener en cuenta una cosa: algunas noches no llego a casa hasta después de las nueve, e incluso si llego antes normalmente tengo papeleo que resolver. Hay un par de programas que grabo con el vídeo digital y los veo los domingos, pero en general ni siquiera me tomo la molestia. Eso no quiere decir que no vaya a pelearme con Wyatt por el uso del televisor cada vez que quiera ver algo, y mucho menos que esté dispuesta a renunciar a esos pocos programas. Pero tampoco le hace falta saber lo poco que veo la tele; es el principio del asunto.
– De acuerdo -dijo a regañadientes, porque al fin y al cabo hay que reconocer lo justo-. Aunque preferiría tenerte a mi lado.
– La mitad del tiempo tendríamos que ver lo que a mí me gusta.
Y eso sería un desastre. Él lo sabía tan bien como yo, y tras una pausa renunció a la idea y cedió.
– ¿Qué habitación vas a usar? ¿Uno de los dormitorios de arriba?
– No, porque entonces tendría que volver a reformarlo y trasladarlo todo al cabo de pocos años cuando los niños necesiten sus propios dormitorios.
Su expresión no se ablandó, pero registró cierto acaloramiento: el tipo de acaloramiento de «quierodesnudarte», no el de enfado.
– Hay cuatro dormitorios -recalcó, pensando en el proceso de hacer niños para llenar esos dormitorios.
– Lo sé. Nosotros ocuparemos el dormitorio principal, tendremos dos niños -no descarto tener tres, pero pienso que probablemente serán dos- y tendremos una habitación de invitados. Creo que el salón será lo mejor. ¿Quién necesita un salón de diseño formal? Oh, y necesitaré cambiar el tratamiento de todas tus ventanas. No es por ofender, pero tu gusto para el tratamiento de las ventanas da pena.
Volvió a poner los brazos en jarras.
– ¿Y qué más? -preguntó en tono resignado.
Aja. Estaba rindiéndose más fácilmente de lo que yo había pensado. Aquello ya no era tan divertido.
– Pintura. No digo que los colores neutros no fueran una buena elección, teniendo en cuenta que la decoración no es para nada lo tuyo -añadí de pasada-. Sólo que la decoración sí es lo mío, o sea, que ahora puedes relajarte y dejar todas esas decisiones en mis manos. Confía en mí, un poco de color en las paredes hará maravillas a la casa. Las plantas también. -No tenía plantas de interior, algo que ya le había hecho saber con anterioridad. ¿Cómo podía un humano cuerdo vivir sin plantas de interior?
– Ya te he comprado una planta.
– Me has comprado un arbusto. Y está plantado afuera, que es su sitio. No te preocupes, no tienes que hacer nada con las plantas, aparte de moverlas a donde te diga que las muevas, cuando yo te lo diga.
– ¿Por qué no las pones donde tú quieras ponerlas y las dejas tranquilas sin moverlas?
¿Era eso un punto de vista masculino o qué?
– Con algunas plantas, sí, eso es lo que haré. Otras las sacaré fuera, al porche, cuando haga calor y sólo las meteré en invierno. Tú confía en mí para lo de las plantas, y ya está.
Wyatt no veía nada solapado que yo pudiera hacer con unas plantas, de modo que hizo un gesto de asentimiento a regañadientes. -Vale, podemos tener unas pocas plantas. ¿Unas pocas? Qué negado era. Pero, daba igual, le quería. -Y algunas alfombras. -Tengo moqueta.
– Las alfombras van encima de la moqueta. Se pasó la mano por el pelo con pura frustración. -¿Por qué puñetas ibas a poner una alfombra encima de la moqueta?
– Por lo bien que queda, tonto. Y debería haber una alfombra debajo de la mesa del comedor de la cocina. -El suelo de la zona del comedor tenía las mismas baldosas que el suelo de la cocina propiamente dicha, y eran frías. Una alfombra ahí sería una de las primeras compras. Le sonreí, sonreír no dolía-. Eso es todo. -Por el momento, al menos.
De pronto, él también sonrió.
– Vale, parece bastante llevadero.
Una horrible sospecha empezó a cobrar forma. ¿Me la habían jugado? ¿Me había estado vacilando? Reconozco que, por regla general, al menos la mitad de las cosas que salían de mi boca yo las decía porque disfrutaba vacilándole, pinchándole y provocándole, pero eso era parte de la diversión de tratar con un hombre tan alfa como él. Hacedme caso, tomar el pelo a Woody Alien no sería ni la mitad de emocionante que tomar el pelo, digamos, a Hugo Jackman.
Pero sólo porque me guste vacilarle no quiere decir que acepte que él me lo haga a mí.
– ¿Has estado hablando con papá? -pregunté con desconfianza.
– Por supuesto que sí. Sé que me meto en un asunto muy serio con esto de casarme contigo, de modo que aceptaré cualquier consejo experto que reciba. Me dijo que seleccionara las batallas, que no empezara a defender el territorio por tonterías que no me importaban un carajo. Mientras dejes en paz mi sillón y la tele, yo conforme.
No sabía si enfurruñarme o sentir alivio. Por otro lado, papá no iba a darle mal ejemplo, y mi vida sería mucho más fácil si no tenía que ocuparme yo sólita de toda la formación de Wyatt. Por otro lado, bien, me gusta tocar los cataplines.
– Pues entonces ya puedes firmarme un talón y me pondré manos a la obra -dije con alegría-. Cuando necesite más, te lo haré saber. Conozco un carpintero genial, y aunque es probable que no tenga tiempo para empezar de inmediato, podría quedar con él la semana que viene y enseñarle lo que quiero para que se ponga a pensar en los bosquejos.
Se paró y otra vez receló.
– ¿Un talón? ¿Un carpintero? ¿Qué bosquejos?
Ah, qué cataplines tan magníficos, debidamente tocados. La vida era una gozada.
– Recuerdas cómo ha empezado esta conversación, ¿verdad?
– Sí. Tú y Siana estabais hablando de mi polla.
– No esa conversación, esta conversación. La de las reformas.
– Entendido. Aún no he dado con la conexión entre mi polla y el tratamiento de las ventanas -dijo con sequedad-, pero por ahora me contentaré. ¿Qué pasa con el inicio de esta conversación?
– Una despensa. No tienes despensa. Necesito una.
Una mirada increíble se apoderó de sus ojos.
– ¿Me estás echando de mi despacho, y esperas que pague por ello?
– Espero que pagues buena parte, sí. Tienes más dinero que yo. Dio un resoplido.
– Conduzco un Chevrolet. Tú conduces un Mercedes. Hice un gesto desdeñoso. Detalles.
– No te estoy echando. Te estoy trasladando a un nuevo despacho. Distribuiré el salón. -Era una gran habitación, y no necesitaba tanto espacio para mi oficina casera. La mayor parte, sí, pero no todo-. De cualquier modo, necesitas una oficina más grande; has metido tantas cosas en la despensa que ya casi no entras ni tú.
Eso era la pura verdad. Para mí era un misterio, ya que en el momento de comprar la casa había hecho una reforma de gran envergadura, pero no había incluido un despacho como Dios manda para él. La única explicación que se me ocurría era que Wyatt era un tío. Al menos había una cantidad suficiente de cuartos de baño, aunque tal vez eso fuera idea del constructor; estaba claro que lo de poner una despensa no era idea de Wyatt.
Le vi dar vueltas a la idea de un despacho mayor y percatarse de que yo tenía razón; necesitaba más espacio, y yo necesitaba una despensa.
– De acuerdo, de acuerdo. Haz lo que quieras, y yo lo pago. -Se pellizcó el caballete de la nariz-. He venido aquí para contarte lo de las cintas de seguridad y, de algún modo, he acabado gastando veinte mil dólares, como mínimo -refunfuñó, hablando sobre todo consigo mismo.
¿Veinte mil dólares? Ya le gustaría. No obstante, me guardé eso para mí. Muy pronto se enteraría.
– ¿Tienes las cintas del aparcamiento? -Soné un poco incrédula-. Pensaba que no las conseguirías, ya que no me tocó. ¿El centro comercial te las pasó sin más ni más?
– En realidad, sí, pero las habría conseguido de todos modos.
– Habrías necesitado una orden, y no se cometió ningún delito.
– La imprudencia temeraria es un delito, cielo.
– Anoche no dijiste nada de imprudencia temeraria.
Se encogió de hombros. Según su punto de vista, los asuntos de polis eran cosa suya, del mismo modo que, digamos, mantener bien clorada la piscina pequeña de Great Bods era asunto mío. Yo no consultaba todos los detalles del gimnasio con él y, de hecho, pensándolo bien, él me comentaba muy pocos asuntos de polis. No es que yo estuviera de acuerdo del todo con eso, porque los asuntos policiales son mucho más interesantes que la cloración de piscinas, y ése era el motivo de que yo husmeara en sus expedientes de tanto en tanto. Vale, cada vez que tenía ocasión.
No quise darle más vueltas a lo de su falta de comunicación, algo que él no tenía intención de remediar, al menos en lo referente a su trabajo.
– ¿Qué has encontrado?
– No demasiado -admitió, con la frustración reflejándose en sus ojos-. Para empezar, el centro comercial tiene un sistema anticuado que emplea cintas en lugar de material digital. La cinta está gastada, y no pude distinguir la matrícula; sólo se aprecia que, indudablemente, el coche era un Buick. Nuestros técnicos dicen que deberían haber cambiado la cinta hace un mes más o menos; literalmente tiene agujeros. No podrán sacar nada útil de eso.
– ¿El centro comercial no reemplaza las cintas con regularidad? -pregunté indignada. Eran unos dejados. Me sentí traicionada.
– En muchos sitios hacen lo mismo, al menos hasta que sucede una desgracia. Entonces quienquiera que esté al mando del sistema de vigilancia se pone hecho una furia, y durante un tiempo cambian las cintas con regularidad. No te creerías la porquería que nos dan a veces para trabajar con ella. -Su tono era duro. Wyatt no toleraba a la gente que no cumplía con su deber.
Metió el brazo debajo de la sábana y me agarró la parte interior del muslo, con fuerza, tal vez un poco áspera y, oh, tan cálida.
– No te alcanzó por centímetros -dijo con voz ronca-. Casi me da un infarto al ver lo cerca que estuvo. Esa zorra no intentaba sólo asustarte, literalmente intentaba matarte.