Por fin Wyatt volvió al coche patrulla, pero para entonces el cielo empezaba a clarear con el amanecer, lo cual significaba que llevaba horas ahí encerrada. Mi casa había quedado reducida a escombros, hedor, humo y algunas brasas que relucían débilmente y que una unidad de bomberos estaba apagando con la manguera. La furgoneta de Wyatt ya no servía para nada, no había dudas al respeto, y lo mismo podía decirse del coche aparcado a su lado. La familia que vivía en la puerta de al lado estaba apiñada, los niñitos con los ojos muy abiertos y rostro solemne, mientras los padres estrechaban a sus hijos y se abrazaban entre sí. Su casa no se había perdido del todo, pero no iban a vivir ahí durante los próximos días.
¿Qué había hecho yo para que alguien me odiara tanto que no sólo intentara matarme, sino que le diera igual matar también a gente inocente en el intento? Bien, me refiero a otra inocente aparte de mí, porque no se me ocurría una sola cosa de la que yo fuera culpable y justificara un asesinato. Intento no quebrantar las leyes fundamentales, no eludo pagar impuestos, y si alguien me devuelve más cambio del debido siempre le doy la cantidad correcta. También dejo el veinte por ciento de propina. No encontraba una explicación lógica a este tipo de maldad y destrucción.
Y eso significaba que el motivo tenía que ser ilógico, ¿de acuerdo? Me enfrentaba a una psicópata. Sus procesos mentales estaban alterados.
Wyatt avanzaba a zancadas entre el destrozo y los escombros; su frustración y mal genio quedaron evidentes cuando dio una brutal patada a un trozo de madera que salió volando. Yo sabía que no había pillado a la rubia porque no había visto que se llevaran a nadie a la parte trasera de alguno de los otros coches patrulla -no, ese honor estaba reservado sólo para mí, la víctima-, pero tampoco confiaba en que la pillaran porque, para cuando me hicieron caso, haría rato que se habría largado. Wyatt llevaba la placa enganchada al cinturón, iba armado y tenía el rostro y los brazos negros de hollín. Un incendio no es nada limpio. No quería imaginar mi aspecto; al fin y al cabo, yo había estado ahí dentro. Digamos que era un milagro que DeMarius me hubiera reconocido entre la multitud, aunque tal vez el hecho de estar cubierta de hollín era precisamente lo que me había delatado.
En cuanto abrió la puerta, se inclinó hacia dentro y extendió la mano:
– Venga, vamonos a casa.
Yo no tenía ninguna casa -muchas gracias- y no tenía ganas de ir a casa de Wyatt. No sentía deseos de ir con él a ningún lado. Pensé que prefería volver a comisaría con DeMarius, puesto que, de hecho, ya estaba en su coche.
No dije nada, por supuesto, porque todavía no podía hablar. Me senté contra la puerta del lado derecho, envuelta en la manta, y mantuve la mirada hacia delante con decisión.
– Blair… -Había una advertencia implícita en su tono, pero se contuvo y, en vez de decir lo que iba a decir, se inclinó un poco más y tiró de mí, con manta y todo, hasta sacarme del coche. Luego se limitó a levantarme en sus brazos. Envuelta como estaba en la manta, no podía hacer nada para rechazarle, así que continué mirando hacia delante.
– Que alguien retire esas notas de las ventanas -ordenó, y DeMarius se inclinó por dentro del coche y empezó a arrancar los mensajes de los pedazos de chicle. El chicle, por supuesto, se quedó pegado. También recogió los restos de mi móvil, así como el bolso, que se había caído al suelo mientras Wyatt me arrastraba hacia fuera. Le tendió ambas cosas a una agente femenina que esperaba afuera y a la que yo no conocía.
– ¿Qué le ha pasado a tu móvil? -preguntó Wyatt mirándolo con el ceño fruncido.
No contesté. Bueno no podía, ¿a qué no?
DeMarius volvió a salir del coche patrulla y se estiró con el cuchillo de jefe de cocina en la mano y una mirada de asombro en el rostro.
– Qué demonios -soltó.
El cuchillo debía de haberse salido del bolso al caer al suelo. Un grupo de policías, tanto de paisano como uniformados, se habían reunido formando un grupo desordenado alrededor de nosotros y todos clavaron la mirada en mi cuchillo. Sólo la amplia hoja tenía sus buenos veinte centímetros, y la cosa medía en total unos treinta y cinco centímetros. Me sentí orgullosa, porque la visión era impresionante.
Wyatt suspiró.
– Metedlo en el bolso -dijo.
La agente que llevaba mi bolso lo abrió para que DeMarius pudiera depositar el cuchillo dentro y luego dijo: -Espera un minuto.
Entonces metió la mano y sacó los zapatos de la boda.
Eran preciosos, relucían con los detalles de estrás y sus tiras, delicadas obras de arte. Resultaba muy evidente que no podías ir con estos zapatos a ningún trabajo, a menos que fueras tal vez una corista de Las Vegas, y mirarlos significaba casi desconectar de la realidad. Eran mágicos. Eran una fantasía cobrando vida, como si Campanilla se hubiera iluminado de repente en la mano de la agente.
– No quiero correr riesgos; sería un pecado que estas preciosidades sufrieran algún desperfecto -dijo con un apropiado tono de admiración-. Deja el cuchillo en el fondo.
Oh, Dios mío, ni siquiera había pensado en eso. Me acongojé. ¿Y si hubiera rajado accidentalmente mis zapatos?
DeMarius guardó el cuchillo en el fondo del bolso, y luego la agente depositó con reverencia los zapatos encima. DeMarius empezó a hojear las notas que llevaba en la mano; podía leerlas sin necesidad de una linterna, pues estaba a punto de salir el sol. Agrandó los ojos y soltó una especie de carcajada contenida.
– ¿Qué pasa? -preguntó alguien a quien reconocí. El oficial Forester estiró el brazo para coger las notas. Las hojeó deprisa abriendo también los ojos, y luego estalló en carcajadas que intentó convertir en toses sin éxito.
Wyatt volvió a suspirar.
– Pasadme eso -dijo con cansancio-. Metedlas en el bolso junto con el arma y el calzado llamativo. Me ocuparé más tarde de eso.
De Marius agarró las notas y se apresuró a guardarlas en el bolso y Wyatt tuvo que moverme para coger el bolso con la mano con la que que me agarraba por las rodillas. Yo fulminé con la mirada tanto a DeMarius como al oficial Forester. Yo había dejado claros varios puntos de vista con mis notas, ¿y ellos se reían? Tal vez fuera una suerte no poder hablar en este momento, porque si hubiera dicho lo que pensaba, lo más probable es que me hubieran arrestado.
– Buena suerte -consiguió decir con voz ahogada Forester mientras daba una palmada a Wyatt en el hombro. No dijo «va a hacerte falta», pero era bastante probable que lo pensara.
Me negué a mirar a Wyatt mientras me llevaba al coche. En vez de eso, observé cómo recogían las mangueras las unidades de bomberos, mientras dos hombres que llevaban estampado «jefe de bomberos» en sus cazadoras husmeaban entre los cascotes ennegrecidos. El gentío de mirones fue dispersándose poco a poco, algunos en dirección a sus trabajos y otros a preparar a sus niños a toda prisa para ir al colé. Yo también tenía que hacer un montón de cosas, pero prácticamente todas requerían hablar, así como vestirse, de modo que me pareció que iba a tenerlo complicado por el momento.
No quería hablar con Wyatt en absoluto, pero ya que era mi único medio de comunicación, como mínimo hasta que llegara a su ordenador, tendría que intentar al menos escribirle notas. Con esto de no ser capaz de hablar podías morirte esperando.
Me puso en el suelo cuando llegamos al coche, sin dejar de rodearme con el brazo izquierdo mientras habría la portezuela con la mano derecha. Volví a ajustarme la manta para que no me quedara tan ceñida y me permitiera entrar en el coche por mi propio pie, aunque tuve que pelearme un poco con el tejido. Para cuando Wyatt se acomodó en el asiento del coche del conductor, yo ya había liberado mis brazos e intenté coger el bolso.
Lo apartó de mi alcance.
– Creo que no -dijo con gesto serio-. He visto el tamaño de ese cuchillo.
Necesitaba mi agenda, no el cuchillo; y no porque el cuchillo no me tentara. Aceptando lo inevitable, formé una libreta con mi mano izquierda y fingí apuntar algo en ella con la derecha. Luego indiqué el bolso.
– Me parece que ya has escrito suficientes notas -refunfuñó, metiendo la llave en el contacto.
Le di en el brazo, no con fuerza, pero sí con la suficiente como para atraer su atención. Me señalé la garganta, negué con la cabeza y luego hice gestos enérgicos para indicar la libreta y el boli otra vez.
– ¿No puedes hablar?
Negué con la cabeza. ¡Lo entendía por fin!
– ¿Nada?
Volví a negar con la cabeza.
– Eso está bien -dijo con satisfacción, arrancando el motor y metiendo primera.
Para cuando llegamos a su casa, estaba tan rabiosa que casi no podía permanecer quieta en el asiento. En cuanto detuvo el coche solté el cinturón de seguridad y salí disparada, metiéndome en la casa antes que él. Entré como una flecha en aquella lamentable habitación que no merecía llamarse despacho y cogí libreta y boli. Wyatt estaba justo detrás de mí, estirando el brazo para quitármelos, cuando vio que estaba escribiendo instrucciones en vez de insultos.
¡LLAMA A MAMÁ!, fue mi primera directriz. Lo subrayé tres veces, y puse cuatro signos de exclamación detrás.
Me observó con ojos entrecerrados, porque veía que lo que quería era acertado. Asintió y fue a coger el teléfono.
Mientras hablaba con ella y le comunicaba las malas noticias de que me habían quemado la casa, y las buenas de que no había sufrido ningún daño, yo continué escribiendo cosas.
Primero de todo, necesitaba ropa, al menos alguna cosa para ponerme hoy y poder ir luego a comprar más cosas. Apunté sujetador, bragas, vaqueros, zapatos y blusa, así como un secador de mano y cepillo moldeador. Le di la lista a Wyatt y él se la leyó a mamá. Sabía que ella se ocuparía a partir de ese momento.
La siguiente llamada de la lista era Lynn en Great Bods. Era posible que hoy yo llegara tarde a trabajar.
Wyatt dio un resoplido y dijo:
– ¿Eso crees? -Pero hizo la llamada de todos modos.
Lo siguiente en mi lista era la compañía de seguros, pero todavía no había abierto. Como yo quería jugar limpio, también apunté la aseguradora de Wyatt. Él también tenía que ocuparse de algunas cosas. Luego empecé a apuntar todo lo que necesitaba comprar. Iba ya por la segunda página cuando Wyatt me quitó la libreta y me levantó de la silla.
– Puedes organizar tu salida de compras más tarde -dijo conduciéndome hacia la escalera-. Deberías verte. Los dos necesitamos una ducha.
Nada que discutir al respecto. Lo único que no me hacía falta era darme una ducha con él. Me solté de sus brazos, tropezando casi con el esfuerzo, y levanté la mano como un guardia de tráfico. Sacando el mentón, le señalé primero a él y luego a mí misma, y sacudí la cabeza con energía.
– ¿No quieres ducharte conmigo? -preguntó inocentemente. Mecachis, sabía lo furiosa que estaba y se aprovechaba a posta de mi laringitis.
De acuerdo, a ver si lo entendía de una vez. Nos señalé a ambos otra vez, luego formé un círculo con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y metí el anular de la mano derecha dentro y fuera del círculo con gran rapidez, después bajé las manos y negué con la cabeza aún con más energía que antes.
Él sonrió.
– No tienes idea de la pinta que tienes o no se te ocurriría que la idea de sexo pudiera pasarme por la cabeza en este momento. Lavémonos, luego iremos a comisaría y podrás responder a algunas preguntas y hacer una declaración. -Y se corrigió-. Escribir una declaración.
Me hacía una idea de mi aspecto, porque podía verle a él. Pero por eso no era menos consciente de sus intenciones. Era Wyatt, el señor Perpetuamente Cachondo. Sabía cómo funcionaba. Habíamos practicado sexo en la ducha unas cuantas veces.
Había tres baños en el piso superior pero, al típico estilo de decoración Wyatt, sólo el baño principal tenía toallas. Entré antes que él, saqué dos toallas y una manopla del armario de la ropa blanca, cogí el champú y el acondicionador de la ducha, una de sus camisas y un albornoz de su armario, y volví a salir.
– ¡Eh! ¿Adonde vas?
Indiqué en dirección a los otros baños, y le dejé para que se duchara él sólito. Le hacía falta meditar sobre la enormidad de sus pecados.
Pero tenía razón respecto a mi aspecto. Una vez a salvo tras la puerta cerrada del otro cuarto de baño, miré al espejo, y habría gemido de tener voz. Tenía los bordes de los párpados rojos e hinchados, estaba cubierta de hollín grasiento, y los bordes de la boca y orificios de la nariz estaban por completo ennegrecidos con aquella cosa negra. Tenía el pelo tieso de tantas cenizas y hollín, e iba a ser imposible retirar aquello con una sola pasada de champú y jabón; al menos, no con esta clase de jabón.
Regresé abajo y me quedé de pie pensando un momento. ¿Lavavajillas o detergente? Decidí que el lavavajillas resultaría menos corrosivo y aun así funcionaría con el aceite y la grasa. Saqué el frasco de debajo del fregadero de la cocina y volví arriba.
Media hora más tarde, pese a haber utilizado tan sólo agua tibia y haber cerrado el grifo mientras me enjabonaba, se acabó el agua caliente, pero claro, no me extrañó, con dos de nosotros duchándonos al mismo tiempo. El Palmolive había hecho un trabajo admirable lavando el hollín, aunque había dejado mi pelo de una textura parecida a la paja, de modo que iba a necesitar aplicarme champú y acondicionador, pero eso requeriría más agua. Mientras me lo secaba con una toalla, estudié mi cara en el espejo. Aún tenía los ojos enrojecidos, pero ya no había rastro del hollín. Quedaban todavía algunos puntos oscuros en mis manos y pies, pero no quería restregarme la piel hasta dejármela al rojo vivo. Podían esperar.
No tenía ropa interior, por supuesto, no había dejado ropa en casa de Wyatt ninguna de las noches que me había quedado a dormir aquí. Por ridículo que pareciera, me sentía desnuda y me puse la camisa de Wyatt y luego su albornoz encima. Por fin, con el pelo mojado envuelto en una toalla, bajé a esperar a ver si me traían la ropa que había pedido.
Wyatt estaba en la cocina. Recién afeitado, se había vestido de traje y corbata como hacía siempre para ir al trabajo. Había preparado una cafetera -bendito fuera por eso, pese a lo enfadada que estaba – y permanecía en pie con mi fajo de notas en la mano, dándoles un repaso.
Alzó la vista cuando aparecí en la puerta. La expresión en sus ojos era casi de incredulidad. Volvió a echar un vistazo a una de las notas.
Alcancé a verla desde el umbral de la puerta, porque había escrito todas las notas con grandes letras mayúsculas. Esa nota en particular proclamaba:
WYATT ES UN CAPULLO