Me lo tomé con calma el sábado. Me sentía mejor; eso sí, el dolor de cabeza seguía ahí, pero gracias al ibuprofeno era menos intenso. Mamá me informó de que todavía no había podido contactar con el pastelero que hacía tartas nupciales y Jenni llamó para decir que había localizado una pérgola con el tamaño perfecto, pero que necesitaba una capa de pintura. Se encontraba ni más ni menos que en una venta de objetos usados en un garaje, y el propietario no iba a guardárnosla si alguien que necesitara una pérgola aparecía justo en ese momento. Valía cincuenta dólares.
– Cómprala -le dije a Jenni. ¡Cincuenta dólares! Vaya ganga, era asombroso que nadie se la hubiera llevado aún-. ¿Tienes suficiente efectivo?
– Me las arreglaré, pero necesitaré una furgoneta para transportar esta cosa. ¿Ha traído Wyatt su furgo?
Yo estaba arriba en el cuarto de invitados usando el ordenador, navegando por algunos grandes almacenes de categoría en busca de un vestido de novia, y él estaba abajo haciendo la colada, de modo que no podía preguntárselo a menos que fuera hasta la escalera y gritara. Acercarme a la ventana y mirar abajo era más fácil. El gran Avalanche negro de Wyatt, un monumento móvil a la masculinidad, estaba pegado al bordillo.
– Sí, la tiene aquí.
– ¿Podrá venir entonces a buscar la pérgola con su vehículo?
– Dame la dirección y le mandaré para allá.
Ahora sí que tenía que bajar, pero me agarré a la baranda, mantuve la cabeza todo lo tiesa que pude, e intenté moverme despacio y sin sacudidas. No llamé a Wyatt, porque entonces habría dejado de hacer lo que estaba haciendo, y yo quería verle haciendo la colada. Era un placer verle hacer tareas domésticas. Con su carga de testosterona, cabría pensar que no se le daría bien una tarea así, pero Wyatt se ocupa de las labores domésticas de la misma forma competente que maneja su pistola automática. Llevaba años viviendo solo, por consiguiente había aprendido a cocinar y hacer la colada, y además siempre se le han dado bien las reparaciones y las chapuzas mecánicas. En conjunto era muy práctico tener cerca, un hombre como él, y a mí me excitaba verle colgar mis ropas en el tendedero. Vale, eso es lo de menos; digamos que me excita verle hacer cualquier cosa.
Finalmente dije:
– Jenni ha encontrado una pérgola en un garaje con cosas de segunda mano. ¿Podrías ir a recogerla, por favor?
– Seguro. ¿Para qué quiere una pérgola?
Era asombroso que, por mucho que me empeñara en comentar con él los planes de boda, yo daba muchas explicaciones y él evidentemente no escuchaba nada.
– Es para nuestra boda -dije con una paciencia extraordinaria, si se me permite decirlo. Wyatt estaba colgando mi ropa y no quería cabrearle antes de que acabara.
– Entiendo. Jenni no quiere la pérgola, la queremos nosotros.
Vale, o sea, que tal vez sí había escuchado un poco. Por otro lado, era más que probable que papá le hubiera aconsejado que aceptara todo lo que yo planeara para la boda. Buen consejo.
– Aquí está la dirección. -Le tendí la hoja de papel y también cincuenta dólares.
– Jenni ha tenido que adelantarse y pagarla para que la señora no la vendiera, y aquí tienes los cincuenta dólares para dárselos.
Cogió los cincuenta pavos y se los metió en el bolsillo al tiempo que me estudiaba con la mirada.
– ¿Estarás bien mientras estoy fuera?
– No voy a pisar la calle, no voy a levantar nada, no pienso hacer nada que represente sacudir la cabeza. Estaré bien. -Me sentía aburrida y frustrada, pero aceptaba mis limitaciones. Por el momento. Tal vez mañana fuera otro día.
Me besó en la frente mientras sostenía con delicadeza mi nuca con su mano dura y áspera.
– Intenta portarte bien, de todos modos -dijo, como si yo no hubiera dicho nada. No sé por qué esperaba que pudiera meterme en algún lío; oh, alto, podría tener algo que ver con tiroteos, con un coche siniestrado, con acabar secuestrada, retenida a punta de pistola, y ahora casi atropellada en un aparcamiento.
Pensándolo bien, desde que salíamos juntos, mi vida había sido un caos casi continuo, y…
– ¡Eh! ¡Nada de lo que me ha sucedido ha sido culpa mía! -dije indignada, reaccionando a lo que él daba a entender en sentido contrario.
– Desde luego que sí. Atraes los problemas como un imán -dijo, mientras salía tranquilamente por la puerta. Continué, por supuesto:
– ¡Mi vida era tranquila antes de que aparecieras! ¡Mi vida era una balsa de aceite! Si hay alguien aquí que atraiga los problemas como un imán, ése eres tú.
– Nicole Goodwin fue asesinada en tu aparcamiento antes de que yo apareciera -comentó.
– Algo que no tuvo nada que ver conmigo. Yo no la maté. -Y cuánto me alegraba de ello, porque había habido momentos en que podría haberla matado, con sumo gusto.
– Te peleaste con ella y por eso rondaba por tu aparcamiento, motivo por el que la asesinaron allí, hecho que le dio la idea de matarte a la loca esposa del capullo de tu ex marido, para que así le echaran la culpa al asesino de Nicole.
A veces detestaba la manera en que funciona su mente. Me dedicó una sonrisa mientras entraba en la furgoneta. No podía ponerme a dar patadas sin que me doliera la cabeza, no podía hacer gran cosa sin que me doliera la cabeza, y él lo sabía, de modo que me contenté con cerrar la puerta de casa para no ver su mueca, y con ir en busca de papel y boli para empezar a hacer una lista de sus últimas transgresiones. Escribí: «Se mete conmigo y me toma el pelo cuando estoy convaleciente», y dejé la lista ahí tirada para que la viera. Luego, teniendo en cuenta que un solo apunte no crea una lista, volví y añadí: «Me acusa de cosas de las que no soy culpable».
En lo que se refiere a listas, ésta era bastante anémica, y no me dejó nada satisfecha. Hice una bola y la tiré; era mejor no tener ninguna lista que dejar que el impacto se diluyera.
Frustrada, volví al piso de arriba y continué navegando por internet, pero volvió a resultar infructuoso. Casi una hora después, me desconecté. No me estaba divirtiendo lo más mínimo.
Sonó el teléfono y lo cogí al primer ring sin molestarme en comprobar la identidad, básicamente porque estaba aburrida y frustrada.
– Qué lástima, no acerté. -Fue un susurro malévolo; luego se oyó un clic y la desconexión de la llamada.
Aparté el teléfono de mi oreja y me lo quedé mirando. ¿Había oído lo que pensaba que había oído? ¿Qué lástima, no acerté?
¿Qué puñetas…? Si había oído bien, y estaba convencida de que así era, lo único que tenía sentido era que la zorra que conducía el Buick supiera quién era yo, y puesto que ningún periódico había informado de mi accidente -probablemente porque era demasiado insignificante, algo que me daba cierta rabia- eso quería decir que la psicópata sabía con exactitud quién era yo. Eso daba una nueva dimensión a todo el asunto, algo que desde luego no me hacía la menor gracia. Pero ésta era la única vez que alguien «no acertaba», al menos desde la última vez que la esposa de mi ex marido, Debra Carson, me había disparado. La primera vez, me alcanzó el disparo; la segunda, dio accidentalmente a su esposo.
Pero no podía ser Debra, ¿verdad que no? Aunque estaba en libertad bajo fianza -los dos estaban fuera-, la última vez que la había visto estaba contentísima de que Jason la quisiera tanto como para intentar matarme, también él; y puesto que su motivo habían sido los celos, eso parecía descartarlo, ¿verdad?
Comprobé el identificador de llamadas, pero había contestado demasiado deprisa como para dar tiempo a que procesara esa información. La última llamada que aparecía era la de Jenni.
Inquieta, llamé a Wyatt.
– ¿Dónde estás?
– Acabo de descargar la pérgola en casa de mamá. ¿Qué sucede?
– He recibido una llamada. Una mujer ha dicho «Qué lástima, no acerté» y ha colgado.
– Espera un minuto -dijo, y oí unos ruidos, como si buscara algo-, repite eso. -Su voz sonó más clara, un poco más alta, y casi le vi metiéndose el teléfono entre la cabeza y el hombro mientras sacaba la libreta y el boli, que llevaba con él a todas partes.
– Dijo, «Qué lástima, no acerté» -repetí obedientemente.
– ¿Reconociste el nombre en la pantalla de llamadas?
Vaya, tenía que ser eso lo primero que preguntara.
– Contesté demasiado rápido como para que quedara registrado -respondí.
Hubo un breve silencio. Es probable que él siempre espere a ver quién llama antes de contestar. Yo normalmente también lo hago. Aun así, debió de decidir no dar importancia a eso, porque se limitó a decir:
– Vale. ¿Estás segura de que fue eso lo que dijo?
Pensé en ello reproduciendo de nuevo las palabras en mi cabeza, y la sinceridad me hizo admitir:
– Segura del todo, no. Estaba susurrando. Pero sonaba a eso. Si quieres porcentajes, estoy un ochenta por ciento segura de que es lo que dijo.
– Ya que era un susurro, ¿estás segura de que se trataba de una mujer, y no de una llamada de mal gusto de un adolescente?
Su trabajo era hacer preguntas de ese tipo. Yo, a esas alturas, ya sabía que los polis nunca se fiaban de las apariencias, pero empezaba a enojarme. Me tragué mi enfado -ya habría tiempo para eso más tarde- y volví a repasar mentalmente lo que había oído.
– De eso estoy más segura, tal vez un noventa y cinco por ciento. -El único motivo de que no estuviera segura al cien por cien era que hay un breve periodo entre la infancia y la adolescencia en que la voz de un chico puede sonar como la de una mujer, y también porque algunas mujeres tienen voces profundas y algunos hombres tienen voces agudas. No puedes estar segura al cien por cien de algo así.
No hizo más preguntas, no hizo ningún comentario sobre la llamada, se limitó a decir:
– Estaré ahí dentro de quince minutos. Si hay más llamadas, no contestes a menos que sepas quién llama. Deja que el contestador las recoja.
No hubo más llamadas, gracias al cielo, y él apareció al cabo de doce minutos, y no es que yo estuviera mirando el reloj ni nada por el estilo, de eso nada. Doce minutos fueron lo bastante largos para mí como para empezar a preguntarme si no estaba reaccionando de forma exagerada, si no me estaban traicionando los nervios por el incidente del aparcamiento, sumado a la tensión de la fecha límite de la boda. La verdad era que empezaba a sentirme paranoica. Había sido objeto de bromas por teléfono antes, pero no por ello me había preguntado si alguien intentaba hacerme daño.
Recibí a Wyatt en la puerta y me eché en sus brazos.
– He estado pensado en ello -dije contra su hombro- y creo que tal vez la tensión de la fecha límite me haya hecho perder los nervios.
Ni siquiera se detuvo, se limitó a guiarme con delicadeza hacia el interior.
– Aún no he pisado la entrada y ya es culpa mía.
– No, ya era tu culpa antes de esto, pero ahora estás aquí para que te lo diga.
Cerró la puerta y echó el cerrojo.
– ¿Me estás diciendo que piensas que has exagerado?
No me gustó la forma en que lo expresó, pese a que yo había pensado eso mismo minutos antes. Exagerar suena tan… inmaduro.
– Estoy diciendo que tengo los nervios a flor de piel -corregí-. No sólo porque casi me atropella ese coche, sino por el tiroteo, por el siniestro del coche, luego el secuestro a punta de pistola por el imbécil de Jason y después más disparos, aunque por suerte la imbécil de su esposa no acertó… Es como si empezara a esperar que vayan a suceder cosas de ese tipo.
– Así que ahora no crees que dijera «Qué lástima, no acerté»? -Seguía rodeándome con los brazos, pero entrecerraba los ojos mientras estudiaba mi rostro, como si quisiera interpretar cada cambio de expresión por mínimo que fuera.
No podía decir eso, porque yo pensaba que eso había dicho la mujer.
– Pienso que podrían haberse equivocado de número o que tal vez fuera la llamada de un chiflado… o eso o la imbécil de la esposa de Jason ha vuelto a pasarse de rosca y está preparándose para dispararme otra vez.
Vale, no era tan fácil superar la paranoia.
– Si crees que vas a conseguir un aplazamiento de la fecha de la boda con eso, olvídalo -dijo entrecerrando aún más los ojos.
Le dediqué una mirada ceñuda, enojada. Me había asustado de lo lindo, y pese a que ahora consideraba la posibilidad de que no hubiera nada en aquella llamada, en ningún momento había pensado en aprovecharme de esto para obtener un aplazamiento. Con su maldita fecha límite me había lanzado un desafío; de ninguna manera iba a achicarme ahora. Esa boda iba a celebrarse aunque tuvieran que llevarme hasta al altar en silla de ruedas, arrastrando colas de vendajes como una momia salida de una película de terror.
– ¿He pedido yo un aplazamiento? -pregunté con brusquedad, soltándome de sus brazos con un poquito de exceso de energía, que provocó un dolor punzante en mi cabeza.
– No paras de quejarte de la fecha límite.
– Pero ¡eso no es lo mismo! Esta boda se llevará a cabo aunque esté a punto de acabar conmigo.
Y todos los problemas y malos rollos se los restregaría por la cara en el futuro inmediato. ¿Entendéis cómo funciona? ¿Por qué iba a renunciar a una ventaja de ese tipo, sólo por una conmoción cerebral y algunos rasguños? No es que a él le importe mucho que le restreguen por la cara los malos rollos, todo lo contrario, así es él, pero de cualquier modo tendría que aguantarlo cada vez que tuviéramos una discusión.
Le di un mamporro en el pecho.
– La única manera de que no nos casemos dentro de cuatro semanas…
– Tres semanas y seis días.
Le fulminé con la mirada. El muy puñetero tenía razón. «Cuatro semanas» sonaba mucho más largo que «tres semanas y seis días», pese a que sólo había un día de diferencia entre las dos cosas. Las horas pasaban sin yo enterarme.
– …sería que tú no cumplieras con tu parte.
– Mi par… -empezó a decir, luego le vino a la memoria: las flores-. Mierda.
– ¿Te habías olvidado? ¿Te habías olvidado de las flores para nuestra boda? -Empecé a alzar la voz. Como si yo no fuera capaz de manejar una situación, ja. Si se parara a pensar tan sólo un minuto, se percataría de que era imposible que yo dejara algo tan importante en manos de un hombre que no fuera gay, pero hasta ahora no había dispuesto de ese minuto para recapacitar. Una pequeña venganza siempre va bien.
– Cálmate -dijo con irritación, pasando junto a mí para entrar en la cocina y buscar un poco de agua. Supongo que cargar y descargar una pérgola es una faena que da sed, aunque la ola de frío no había pasado-. Me ocuparé de ello.
Le seguí.
– Estoy calmada. Estoy cabreada, pero estoy calmada. Un cabreo calmado. ¿Cómo suena?
Yo también me estaba irritando un poco. El último par de días habían sido puro estrés. La prueba de eso era que parecía que íbamos a discutir, una discusión de verdad.
Sacó un vaso con brusquedad y luego lo dejó con un sonoro golpe encima de la mesa.
– ¿Vas a tener la regla o algo así?
Con instinto certero, había encontrado un gran botón rojo y lo había apretado. Wyatt pelea para ganar, lo cual significa pelear sucio. Entiendo ese concepto porque así es como peleo yo también, pero entenderlo no impedía que reaccionara. Prácticamente notaba cómo borboteaba mi sangre al punto de ebullición.
¿Qué?
Se dio media vuelta, todo agresión controlada, y nada iba a impedirle apretar otra vez el botón, qué puñetas:
– ¿Qué pasa con tener la regla que os pone a las mujeres de tan mala leche?
Me detuve un momento, conteniendo con esfuerzo el impulso de saltar sobre él y despedazarlo miembro a miembro. Por algún motivo, le quiero. Incluso cuando se comporta como un gilipollas, le quiero. Y por otro lado, cualquier intento de saltar y despedazar, en aquel preciso instante, supondría más dolor para mí que el dolor que pudiera provocarle a él. Me costó mucho, pero lo dije con toda la dulzura que pude:
– No es que nos ponga de mala leche, es que tener la regla nos deja cansadas y doloridas del todo, de modo que somos menos tolerantes con todas las chorradas que normalmente AGUANTAMOS EN SILENCIO.
Cuando la frase se acabó, la dulzura ya había desaparecido, y apretaba la mandíbula, y hasta creo que se me salían los ojos de las órbitas.
Wyatt dio un paso atrás y se mostró alarmado, aunque ya era tarde.
Yo di un paso adelante, bajando la barbilla mientras entrecerraba los ojos, observándole como un puma hambriento observa un conejo herido.
– Aún más, es el tipo de pregunta que hace que una mujer de temperamento dulce por lo habitual, prevea con gran placer situarse sobre el cuerpo ensangrentado… mutilado… descuartizado de un hombre. -Es ciertamente imposible sonar dulce si estás apretando los dientes.
Wyatt dio otro paso atrás y de hecho se llevó la mano derecha a la cadera, aunque por supuesto tenía el arma en el piso de arriba, sobre la mesilla.
– Amenazar a un representante de la ley… va contra la ley -advirtió.
Me detuve, consideré lo que acababa de decir y luego hice un gesto de desdén con la mano.
– Algunas cosas -gruñí- merecen la perpetua.
Entonces, con esfuerzo hercúleo, me di media vuelta y salí de la cocina, subí al piso de arriba y me tumbé en la cama. La cabeza me estallaba, tal vez porque la presión sanguínea se me había disparado durante el último par de minutos.
Él hizo lo mismo unos minutos después, tumbándose a mi lado y atrayéndome con sus brazos para que mi cabeza quedara recostada en su hombro. Me acomodé contra él con un suspiro, y la tensión en mí se fundió mientras me sentía envuelta por su calor y la dura solidez de su cuerpo. El aroma a aire fresco y la insinuación del invierno próximo impregnaba todavía su ropa, y yo enterré mi nariz en él, olisqueando para apreciarlo.
– ¿Estás llorando? -preguntó con recelo.
– Por supuesto que no. Te huelo la ropa.
– ¿Por qué? Está limpia. -Levantó el brazo, en el que yo no estaba recostada, y se lo olió-. No huelo nada.
– Huele a invierno, a aire frío. -Me acurruqué un poco más cerca de él-. Tengo ganas de mimos.
– En tal caso, colgaré toda mi ropa fuera. -Esbozó una sonrisa mientras se ponía de costado para mirarme a la cara y bajaba su mano hasta mi trasero para atraer mis caderas aún más hacia él. No cabía duda: noté una erección en toda regla. Hay cosas con las que siempre puedes contar.
Me encanta tener relaciones sexuales con él, y quería un poco de sexo en ese mismo instante, por lo que saber que no podía, que el dolor de cabeza sería demasiado insufrible como para disfrutar, por mucho que lo intentara, a su manera me excitaba aún más. La fruta prohibida y todo eso. No podíamos hacer las paces como normalmente las hacíamos después de una pelea, lo cual volvió el desenlace aún más delicioso.
Me dejó medio desnuda en cuestión de segundos, con su mano entre mis piernas, y dos grandes dedos entrando y saliendo con delicadeza mientras el pulgar se hacía cargo de otro asunto.
– No hagas que me corra -gemí, rogando mientras arqueaba el cuerpo contra su mano-. Me dará dolor de cabeza-. Oh, Dios, estaba a punto. Parar ahora sería una frustración maravillosa y me pondría como loca.
– Creo que no -murmuró él besándome desde el cuello hacia abajo, provocando una llovizna de chispas bajo mis párpados cerrados-. Nada de sacudidas. Tú sólo relájate, deja que yo me ocupe. -Luego me mordió en un lado del cuello y, olvidad lo de que ya estaba a punto, estaba allí mismo, oleada tras oleada de orgasmo, estremeciendo todo mi cuerpo mientras él me agarraba e impedía que me moviera.
En cierto modo, los dos teníamos razón. Me dolía la cabeza, pero, ¿a quién le importaba?
– ¿Y tú qué? -murmuré mientras empezaba a quedarme dormida.
– Ya pensaré algún trabajito extra para ti, para que puedas compensarme.
¿Trabajito extra? ¿Cómo que «extra»? Ya hacíamos todo lo yo estaba dispuesta a hacer. Con cierta alarma, me obligué a abrir los ojos.
– ¿Qué quieres decir con «extra»?
Soltó una risita y no contestó. Me dormí preguntándome dónde podría conseguir una armadura.
Wyatt estaba convirtiéndose en todo un experto en reconciliaciones.