– ¿ A parte de ti? -pregunté con dulzura.
– Por si no te has fijado últimamente, no soy una mujer. -Lo demostró, atrayéndome hacia él con su brazo libre, sosteniendo todavía el teléfono en la otra mano. Yo esperaba que me besara y estaba preparada para responder con un mordisco, algo que no había hecho desde la primera vez que mamá me llevó al dentista, a menos que quieras contar la vez en que mordí a… no importa. Mi rostro debió de delatar parte de mis intenciones porque Wyatt se rió y me atrajo hacia sí sin reservas, haciéndome notar su erección.
Me aparté y le observé fijamente, boquiabierta de indignación.
– ¡No puedo creerlo! ¿Acabas de descubrir que alguien me acosa y se te pone dura? ¡Qué pervertido!
Encogió un hombro como respuesta.
– Son esas pequeñas rabietas que te cogen. Tus bufidos siempre me producen ese efecto.
– ¡No me coge ninguna pequeña rabieta! -grité-. ¡Es un enfado en toda regla!
– Prefiero los bufidos a cuando me miras como si te hubiera abofeteado -añadió-. Ahora presta atención.
No estaba de humor para prestar atención. Me fui ofendida al salón y me senté en una de las sillas, para que no pudiera ponerse a mi lado.
Dejó el teléfono en la mesa de centro y se inclinó sobre mí, apoyándose en los brazos de la silla para dejarme inmovilizada. Su mirada era dura y centelleante.
– Blair, vas a escucharme. Con toda sinceridad, me disculpo encarecidamente. Eres muchas cosas, pero no precisamente una paranoica. Debería haber escuchado con atención y tendría que haber juntado las piezas.
Apreté los labios a la espera del comentario de que, si hubiera tenido todas las piezas, habría llegado antes a esa conclusión. No fue así; él no tiene necesidad de manifestar lo obvio como hago yo.
– Dicho esto -continuó-, es muy posible que esta chiflada haya estado vigilando tu casa. Si no, ¿cómo iba a saber que estabas sola anoche? Lo normal es que estemos juntos.
– No vi ningún coche desconocido al llegar a casa.
– ¿Sabes qué coche conduce todo el mundo en este vecindario? Pensaba que no. Si ella hubiera hecho alguna amenaza no te habría dejado sola, pero anoche aún no había llegado a eso.
– ¿No piensas que intentar atropellarme es una amenaza?
– Esa persona conducía un Buick beige, no un Chevrolet blanco. No estoy descartando que forme parte de la secuencia, pero es perfectamente posible que sea un accidente fortuito, y hasta que aparezca alguna prueba de que el conductor del Buick también es el conductor del Chevrolet, se tratará como tal. Esas llamadas intimidatorias son delitos menores, clase dos, y si consigo descubrir quién las hace, entonces podrás presentar cargos, pero hasta entonces…
– Lo que estás diciendo es que no parece lo bastante serio como para que la policía le preste demasiada atención.
– Estás recibiendo bastante atención por mi parte -dijo-. No me tomo esto a la ligera. Quiero que prepares la maleta y te vengas a casa conmigo. No hay por qué sufrir acoso y molestias de forma innecesaria.
– También podría cambiar el número de teléfono para que no figure en el listín -comenté.
– De cualquier modo vas a cambiar de domicilio cuando nos casemos. ¿Por qué no hacerlo ahora?
Porque no estaba segura de que fuéramos a casarnos. Su disculpa acerca de mi supuesta paranoia y la mujer que me seguía eran satisfactorias, pero no abordaban los puntos importantes de nuestra situación.
– Porque… -contesté. Eso bastó. Breve y al grano.
Wyatt se enderezó, parecía increíblemente molesto, teniendo en cuenta que la parte ofendida aquí era yo.
Me pareció por un minuto que iba a intentar insistir en el tema, pero en vez de eso decidió que era mejor no tener una discusión y cambió de tema.
– Voy a llevar tu teléfono a jefatura y dejaré que uno de nuestros neuróticos de la tecnología vea si puede hacer algo con esa grabación, tal vez aislar algunos sonidos de fondo o destacar la voz. No contestes al teléfono a menos que sea yo quien llame. De hecho, conecta el móvil, te llamaré ahí. Si tienes alguna visita, no contestes, en vez de eso, llama al nueve uno uno. ¿Entendido?
– Entendido.
– Es bastante probable que nadie esté apostado vigilando en momentos concretos, sólo que pase conduciendo para ver si tu coche o mi furgo están aquí, así que voy a llevarme tu coche y dejaré la furgo aparcada delante.
– ¿Cómo iba a saber que estás relacionado conmigo si literalmente no está apostada vigilándome?
– Si sabe donde trabajas, entonces habrá visto mi furgo aparcada en Great Bods las noches que te toca a ti cerrar. Es un vehículo que se distingue fácilmente. Bien podría habernos seguido hasta aquí alguna noche.
Se me ocurrió algo y solté un jadeo.
– ¡Es ella quien rayó el coche!
– Lo más probable es que sí. -La prontitud en darme su conformidad reveló que ya había pensado en eso.
– ¡Eso es vandalismo! Confío en que al menos eso lo eleve adelitos menores clase a. -Me contrariaba un poco lo de ser clase b, o como se llame.
– Delitos menores clase uno -corrigió-. Y, sí, lo eleva. En el caso de que esta persona provocara ese destrozo o mandara hacerlo.
– Sí, sí, lo sé -dije con impaciencia-. Inocente mientras no se demuestre lo contrario, y toda esa basura que me tiene hasta el culo.
Soltó una breve risa y se inclinó para coger el teléfono de la mesita de centro.
– Me impresiona tu sentido de la justicia. Y me encanta tu culo. De hecho, eso ya lo sabía.
Intercambiamos las llaves, o más bien fue Wyatt quien lo hizo; yo sólo le di la copia de la llave de mi Mercedes, que no estaba en ningún llavero, mientras que él tuvo que sacar la llave del Avalanche de su arandela porque la copia de la llave de su vehículo la tenía en casa. En una ocasión le había comentado que dejar una copia en su casa no servía de mucho si un día perdía las llaves, a lo cual había contestado con aire de suficiencia que él no solía perder las llaves.
– Ya he cerrado la puerta de la entrada antes al llegar -dijo mientras salía por la puerta lateral al pórtico-. No olvides conectar la alarma.
– No me olvidaré.
– Ya es tarde, y no tengo ropa aquí para mañana, de modo que esta noche no volveré a no ser que oigas o veas algo, pero si sucede algo, llama al nueve uno uno antes de llamarme a mí. ¿Entendido?
– Wyatt.
– Llama al nueve uno uno por el fijo para que tengan tu dirección, y usa el móvil para llamarme a mí.
– ¡Wyatt! -dije enfadándome más cada vez que abría la boca.
Hizo una pausa y se volvió.
– ¿Sí?
– ¡Hola, aquí la experta en teléfonos! Crecí con uno pegado a la oreja. Además, sé cómo funciona el nueve uno uno. Creo que podré apañármelas.
– ¡Hola, aquí el policía! -contestó, copiando mi tono-. Digo a la gente lo que tiene que hacer, es mi trabajo.
– Oh, genial -dije entre dientes-. Te estás convirtiendo en mí.
Sonrió, me cogió por detrás de la nuca y me estrechó contra él para darme un beso rápido y ansioso. No tuve tiempo de morderle, fue muy rápido.
– A propósito, tres cosas -dijo.
– ¿Qué?
– Una: no son sólo tus rabietas las que me ponen cachondo. Por ahora, casi todo en ti consigue el mismo efecto.
No miré su entrepierna, aunque me sentí tentada de hacerlo.
– Dos: aunque pensaba que no, me encanta el peinado. Te queda de muerte.
Me toqué el pelo de forma involuntaria. ¡Se había dado cuenta!
– Y tres…
Esperé, expectante y llena de ansia a mi pesar. -Aún me debes una mamada.
Comprobé cada puerta y cada ventana, y me aseguré de que la alarma estuviera conectada. Corrí las cortinas sobre el doble ventanal del comedor que daba al patio cubierto. Mi pequeño patio tenía una verja de menos de dos metros, para dar un poco de privacidad, y una puerta de acceso que sólo podía abrirse desde dentro. Pero una barrera de apenas metro ochenta y cinco no es insuperable. La verja no era de seguridad, era una verja de privacidad, que no es lo mismo.
Si yo fuera a irrumpir en algún lugar, escogería la parte posterior para reducir las posibilidades de que alguien me viera. Con eso en mente, encendí la luz del patio y las lucecitas blancas que adornaban los árboles. Luego encendí la luz de encima de la puerta lateral, la del pórtico. Encendí también la luz del porche de entrada. Me sentía idiota iluminando el lugar como si fuera un árbol de Navidad, pero no quería que ninguna entrada a mi casa quedara sumida en la oscuridad.
Pese a lo cansada que estaba, me sentía demasiado inquieta como para dormir. Además, aún necesitaba pensar un poco en Wyatt, para dilucidar con exactitud qué cuestiones se habían abordado hoy y cuáles no, pero sin dejar de pensar en una tarada al volante de un Malibu. No sé si es posible considerar en profundidad algunas cuestiones y al mismo tiempo mantenerse hipervigilante. Imagino que no.
Me resigné a quedarme despierta sin la tele puesta ni los auriculares del iPod en los oídos -para poder oír ruidos inusuales- y a hacer cosas mundanas que no necesitaran mucha concentración. Saqué la ropa que iba a ponerme al día siguiente. También los zapatos nuevos del armario y me los probé una vez más; seguían tan preciosos como el jueves pasado, cuando los compré. Anduve con ellos puestos para asegurarme de que los encontraba cómodos, ya que tendría que llevarlos durante horas. Sí lo eran. Y hacían que me sintiera en el paraíso de los zapatos.
Eso me recordó que mis llamativas botas azules de Zappos deberían haber llegado; solían dejar los repartos en los escalones del pórtico, pero no había encontrado nada ahí. Supongo que si hubieran cambiado de repartidor, éste habría dejado la caja en el porche de entrada, pero en ese caso Wyatt la habría recogido y la habría metido en casa. Por lo tanto, no había llegado ningún paquete.
Todavía llevaba un bolso de verano, y ya era hora de pasar a un bolso otoñal más sustancial, de modo que bajé a coger mi bolso al piso de abajo, lo subí conmigo y vacié el contenido encima de mi cama. El recibo de Sticks and Stones que me había dado Jazz atrajo mi atención, por supuesto, y volví a repasarlo punto por punto. Una parte de mí estaba indignada con Monica Stevens, pero otra parte tenía que admirarla. Hay que tener coraje para inflar tanto los precios de las cosas.
Lo pasé todo a una bonita bolsa grande de cuero, y guarde el bolso de verano en el estante superior de mi armario. Luego examiné el visor de identificación de llamadas del teléfono inalámbrico del piso superior para ver si había novedades de Denver. Nada.
Al final no se me ocurrió ninguna otra cosa trivial con la que perder el tiempo, y como bostezaba de sueño, me metí en la cama y apagué la luz. En cuanto lo hice, por supuesto, dejé de sentirme somnolienta. Cada sonido que oía me provocaba escalofríos, incluso los conocidos.
Me levanté, volví a encender las luces y bajé a la cocina donde escogí el cuchillo más grande de cuantos poseía. Tranquilizada con aquel arma -eh, esto era mejor que nada- subí otra vez al dormitorio. Cinco minutos después, volvía a estar en la planta inferior rebuscando en el armario situado bajo la escalera, donde desenterré aquel gran paraguas negro que parecía salido de Mary Poppins. Normalmente llevo paraguas más pequeños, más vistosos, pero tengo uno negro y grande sólo porque pienso que todo el mundo debería tener un paraguas serio. Con mi paraguas colocado sobre la cama encima de las colchas y el cuchillo de jefe de cocina sobre mi mesilla de noche, me sentía todo lo preparada que podía estar, a falta de una pistola.
Apagué las luces, me tumbé y no tardé en volver a sentarme. No era suficiente. Me levanté y encendí las luces del vestíbulo y las de la escalera. De ese modo tenía luz, pero sin que me diera directamente en los ojos. Además, si alguien se acercaba a la puerta de mi dormitorio, su silueta quedaría recortada contra la luz, pero no sería capaz de verme. Buen plan.
Empecé a sentir sueño de nuevo y me pregunté por qué no tenía una pistola. Mujer soltera que vive sola: una pistola tenía sentido. Toda mujer necesita una pistola.
Me desperté una hora después y me di media vuelta para mirar el reloj. Dos y cuarto. Todo estaba tranquilo. Comprobé una vez más el visor de identificación del teléfono; no había habido llamadas.
Debería haber ido a casa de mis padres, pensé. O a casa de Siana. Al menos entonces habría podido dormir un poco. Mañana estaría agotada todo el día.
Volví a echar un sueñecito y me desperté poco después de las tres. No se perfilaba la silueta de ninguna tarada contra la luz del pasillo. No verifiqué el teléfono, porque a esas alturas no me importaba si la zorra chiflada había llamado. Digamos que medio adormilada, intenté ponerme cómoda en la cama y me di con el paraguas en la rodilla. Tenía calor y estaba incómoda, y la luz parpadeante era un fastidio.
¿Luz parpadeante? Que se fuera la luz sí era para asustarse.
Abrí los ojos y observé el pasillo, parecía haber luz ahí; nada fuera de lo habitual, pero con toda certeza en mi habitación la luz parpadeaba.
Sólo que no había dejado ninguna luz encendida en mi dormitorio.
Me senté para observar las ventanas y, más allá de las cortinas corridas, vi unas luces rojas danzantes.
De pronto, un fuerte estrépito llegó desde abajo al mismo tiempo que algo rompía las ventanas y la alarma iniciaba sus pitidos, avisando que estaba a punto de empezar a sonar con toda estridencia.
– ¡Mierda!
Bajé de un brinco de la cama, cogí el paraguas y el cuchillo de jefe de cocina y salí como un rayo al pasillo, dónde tuve que retroceder mientras una explosión de calor y chispas ardientes ascendía a mi encuentro.
– ¡Mierda! -repetí una vez más, retirándome a la habitación y cerrando de golpe la puerta para bloquear el calor y el humo. Con retraso, la alarma inició su chillido penetrante.
Cogí el teléfono y marqué el 911, pero no sucedió nada. El servicio telefónico ya no funcionaba. Vaya con nuestro plan. ¡Tenía que salir de ahí! Asarme viva tampoco entraba en mi programa. Cogí el móvil y marqué el 911 mientras iba hasta la ventana delantera y miraba al exterior.
– Aquí la operadora de nueve uno uno de emergencias. Explíqueme la naturaleza de su emergencia.
– Mi casa está en llamas -grité, ¡Mierda! Toda la fachada delantera de la vivienda estaba envuelta en llamas-. ¡Mi dirección es tres uno siete Beacon Hills Way!
Fui corriendo a la otra ventana, la que daba al pórtico. Las llamas ya empezaban a devorar su techo inclinado, situado debajo de la ventana. ¡Mierda!
– Acabo de mandar al cuerpo de bomberos a su dirección -dijo la calmada operadora-. ¿Hay alguien más dentro de la casa con usted?
– No, estoy sola, pero es un edificio de casitas adosadas y hay cuatro unidades más. -La velocidad con que ascendían el calor y el humo era aterradora; todas mis ventanas estaban bloqueadas por el fuego. No podía bajar al piso de abajo y salir por los grandes ventanales que daban al patio porque lo que habían arrojado por las ventanas, fuera lo que fuese, por lo visto había prendido en todo el salón, y la escalera para bajar acababa justo ahí, junto a la puerta de entrada.
¡El cuarto de invitados! Sus ventanas daban a la parte de atrás, que estaba protegida por la verja de privacidad.
– ¿Puede salir y dar indicaciones al cuerpo de bomberos para que lleguen al edificio correcto? -preguntó la operadora.
– Estoy en el piso superior y toda la planta baja está en llamas, pero voy a intentarlo como en los tiempos del colegio -dije tosiendo a causa del humo-. Voy a saltar por la ventana. Cuelgo ahora.
– Por favor no cuelgue -dijo con urgencia.
– A lo mejor no lo ha entendido -le grité-. ¡Voy a saltar por la ventana! ¡No puedo hacer eso y hablar por teléfono al mismo tiempo! A los bomberos no les costará distinguir la vivienda. ¡Sólo dígales que busquen la casa de la que salen llamas por las ventanas!
Tras cerrar el móvil, lo eché al bolso y luego salí disparada hasta el baño, donde humedecí una toalla con la que me cubrí la nariz y la boca, y otra con la que me envolví la cabeza.
Todos los expertos dicen que no te molestes en coger el bolso ni ninguna otra cosa, que te limites a salir de ahí, porque cuentas con tan sólo unos segundos para hacerlo. No hice ningún caso a los expertos. No sólo cogí el gran bolso, donde llevaba la cartera y el móvil y las facturas de Sticks y Stones a nombre de Jazz -las facturas parecían algo terriblemente importante-, sino también el cuchillo de jefe de cocina y lo eché dentro. El plan era que, una vez fuera de esta trampa mortal, si había alguna zorra psicópata esperando ahí, deleitándose apoyada en un Malibu blanco, iría por ella con intención de sacarle las tripas.
Ya había llegado a la puerta del dormitorio, pero entonces me di media vuelta y me abalancé de cabeza hacia el armario. Agarré los zapatos de la boda y los puse también en el bolso. Entonces, descalza, abrí como pude la puerta del dormitorio. Con un rugido, las llamas del salón parecieron precipitarse escaleras arriba. Las chispas danzaban en el aire y el humo negro ya oscurecía el pasillo. De todos modos, sabía con exactitud dónde me encontraba y sabía con exactitud dónde estaba la puerta del otro dormitorio. Me puse a cuatro patas y, con las asas trenzadas del gran bolso colgando del hombro, me arrastré todo lo rápido que pude por el pasillo. El humo quemándome los ojos era un calvario, de modo que me limité a cerrarlos y avanzar a tientas. Supe por el tacto cuándo alcancé la puerta y me puse de rodillas para buscar el pomo. Lo encontré, lo giré y empujé hacia dentro, casi cayéndome en el interior del aire relativamente limpio del dormitorio.
Relativamente, porque el humo rebasó la puerta abierta, pero yo me apresuré a cerrarla otra vez, tosiendo mientras la maligna cosa negra bordeaba los extremos de mi toalla húmeda y penetraba a través del tamiz del tejido. Al menos no era tan denso como para no ver el rectángulo más claro de la ventana. Me arrastré hasta ella, descorrí las cortinas a un lado, busqué a tientas los pestillos…
– ¡Mecachis! -dije con aspereza al descubrir que uno de ellos no cedía-. ¡Será hijaputa! -No iba a permitir que esa zorra me quemara viva.
Me descolgué el bolso del hombro y metí la mano en su interior, y de milagro no me corté el dedo con la hoja afiladísima del cuchillo de jefe de cocina. Cogí el pesado cuchillo por el mango y empecé a golpear fuertemente con el extremo en el pestillo que se resistía.
Desde abajo llegó el estallido de más cristales haciéndose añicos con el calor. Golpeé con más fuerza, y el pestillo empezó a ceder. Dos golpes más y se abrió.
Tosiendo y respirando con dificultad, abrí de golpe la ventana doble y me eché sobre el antepecho, intentando mantenerme por debajo del humo que salía de la habitación para así poder respirar un poco de aire fresco. Me ardían los pulmones pese a la toalla mojada que me protegía la boca y la nariz.
Me pareció oír sirenas, pero podía tratarse de mi propia alarma que continuaba lanzando el pitido de alerta con toda valentía. Tal vez la alarma del vecino se hubiera disparado también. Tal vez hubieran llegado los bomberos. No sabría decir, pero no iba a esperar a ver de qué se trataba.
Retiré el edredón de la cama de cuatro postes para los invitados y quité ambas sábanas con tal rapidez que el colchón casi medio se sale de la cama por la fuerza del estirón. Tan deprisa como pude, anudé un extremo de la sábana a la pata de la cama, luego até la otra sábana al extremo opuesto de la primera, confeccionando una cuerda de sábanas que iba de la cama a la ventana y descendía por un lado de la vivienda.
No me detuve a ver si la cuerda era lo suficientemente larga; me limité a arrojar el bolso por la ventana, y luego me agarré a la sábana y salí por la ventana.
Es gracioso ver cómo funciona nuestro cuerpo. No pensé conscientemente en cómo iba a salir por la ventana, pero mi cuerpo sabía qué hacer gracias a tantos ejercicios de gimnasia. Primero saqué un pie, luego automáticamente me cogí el antepecho y me volví para quedarme de cara a la pared del edificio y poder apoyar los pies en ella.
Sujetando con fuerza la sábana, empecé a descender palmo a palmo, con mis pies «caminando» por el muro… hasta que comprendí que me quedaba sin sábana y sin muro. Permanecí ahí un minuto, luego me entró el pánico. A mi izquierda, las llamas surgían por la ventana de la cocina. La habitación de invitados conformaba un saliente que sobresalía sobre la planta inferior, y el suelo de este dormitorio proporcionaba una cubierta para el pequeño patio. Ya no había más muro por el que descender, y por debajo me quedaba una caída de casi dos metros y medio.
Qué puñetas. Había subido más alto que eso cuando tenía que colocarme en lo alto de la pirámide de animadoras. Y, que alguien me corrija si me equivoco, mido metro sesenta y tres. Con los brazos estirados hacia arriba, probablemente no me faltaría tanto para los dos metros, centímetro arriba, centímetro abajo. Eso dejaba menos de medio metro para llegar al suelo, ¿cierto?
No es que estuviera ahí colgada haciendo operaciones matemáticas. Me limité a mirar hacia abajo y pensé, «¿Qué distancia puede haber?», y dejé que mis piernas se columpiaran por debajo de mi cuerpo. Cuando tuve los brazos extendidos al máximo, me solté.
Creo que había más de medio metro.
De todos modos, aterricé con las rodillas dobladas como me habían enseñado, y la húmeda y fresca hierba amortiguó parte del impacto; además; dejé rodar mi cuerpo.
Me puse de rodillas y observé el espectáculo ante mí. Las chispas salían disparadas por el aire como obscenos fuegos de artificio y el fuego producía un sonido rugiente, como si estuviera vivo. Nunca antes había oído el sonido de un incendio, nunca antes había estado tan cerca de un edificio en llamas, pero tiene… esta cosa tiene vida propia, algo con una identidad nueva por completo. Ahora mismo, mientras seguía ardiendo, esta cosa estaba viva y no iba a morir sin oponer resistencia.
Yo seguía atrapada, ahí en el diminuto patio vallado, mientras las llamas devoraban mi casa, elevándose sobre mí y ennegreciendo las paredes que amenazaban con caerse. Palpando el suelo, logré localizar al final el bolso oscuro, y esta vez me pasé las correas en diagonal por la cabeza y los hombros; entonces salí disparada hacia la verja. Levanté el pesado seguro, empujé la puerta… y no pasó nada. No quería ceder.
– ¡Hija de perra! -chillé con la voz ronca. Estaba tan furiosa que reventaba. Nada de cuchillos, si le echaba las manos encima a esa zorra chiflada, psicópata e imbécil, no iba a hacerme falta ningún objeto cortante, pues remataría la faena con tan sólo mis propias manos. Le partiría el cuello con los dientes, le prendería fuego al pelo y prepararía malvaviscos en sus llamas.
No, espera, eso podría resultar un poco pringoso. Olvida los malvaviscos.
Después de saltar de la ventana del segundo piso, una valla de metro ochenta y cinco no iba a representar ningún obstáculo en mi batalla. Me estiré, alcancé la parte superior de la verja y me di suficiente impulso como para enganchar mi pierna derecha en ella y luego auparme hasta arriba, pasar la pierna izquierda al otro lado y saltar al suelo.
Por todas partes destellaban luces rojas. Hombres con buzos amarillos se movían de aquí para allá con intención urgente, desplegando gruesas mangueras que sujetaban a bocas de incendio y de riego. La gente iba saliendo a la calle en pijama, algunos de ellos con los pantalones puestos de cualquier manera por encima de la ropa de dormir, mientras las llamas y las luces intermitentes desplegaban formas y sombras extrañas sobre ellos. Un bombero me agarró y me gritó algo, pero no pude entenderle, porque los camiones de bomberos hacían un ruido atroz, sumado al rugido del fuego y de las sirenas de otros vehículos de servicios de emergencias que acudían a toda velocidad hacia nosotros.
Supuse que me preguntaba si estaba herida, por lo tanto aullé: -¡Esoy bien! -Luego añadí a gritos-. ¡Ésa es mi casa! -Y la señalé.
Con un solo brazo, me puso en pie y me apartó a toda prisa del fuego, lejos de la lluvia de chispas y explosiones de vidrio, lejos de los chorros de agua, las líneas eléctricas combándose, y yo no le solté hasta que me encontré a salvo al otro lado de la calle.
Todavía llevaba la toalla mojada que me cubría la boca y la nariz; había perdido la que me rodeaba la cabeza en algún momento entre la caída y el posterior rodar por el suelo. Soltándome la toalla, caí de rodillas y tomé una bocanada de aire fresco tan honda como pude, tosiendo y jadeando al mismo tiempo. Cuando las toses se calmaron un poco y pude levantarme, empecé a abrirme paso entre el gentío, a empujones cuando fue necesario, en busca de la zorra psicópata que, obviamente, iría vestida con ropas normales en vez de bata y pijama.