El tiempo volvió a enfriar por la noche y por la mañana se puso a llover. Un sábado normal habría ido a trabajar temprano, porque suele ser un día de ajetreo en Great Bods, pero cuando hablé con Lynn, me dijo que JoAnn se estaba adaptando genial al trabajo en recepción y sugirió ofrecerle un puesto a jornada completa. Yo estuve conforme, porque de otro modo las próximas semanas acabarían conmigo.
Wyatt durmió hasta tarde, despatarrado encima de la cama, y yo me entretuve esa mañana escribiendo la lista de sus transgresiones. Cómo iba a olvidar algo tan importante. Ni hablar. Me senté hecha un ovillo en el gran sillón, con un chai tapándome los pies y las piernas, de lo más satisfecha por poder pasar la mañana haciendo el vago. La lluvia parecía anular cualquier noción de urgencia; además, me encanta escuchar su repiqueteo, y rara vez tengo ocasión de hacerlo, ya que por lo habitual estoy demasiado ocupada. Me sentía segura y feliz, arropada por Wyatt, dejando que los detectives hicieran el trabajo preliminar en la búsqueda de mi acosadora. Seguían la pista correcta con lo de los coches de alquiler; era algo que yo veía claro, así de sencillo.
Podía hablar. Para deleite mío, sí, podía hablar. Mi voz sonaba muy áspera pero al menos funcionaba. Estaba claro que yo no podría haber sido una de esas monjas que hacen votos de silencio. Aunque pensándolo bien, nunca podría haber sido una monja, y punto.
Llamé a mamá y charlamos un rato. Ella ya había hablado con Sally y sentía un gran alivio: Sally ya había llamado a Jazz y se había disculpado, y se suponía que iban a quedar esa misma mañana para hablar cara a cara. Me pregunté si no sería más conveniente esperar a mañana para llevarle la tela, y mamá dijo que sí. Podía imaginarme la escena, después de haber tenido una especie de reconciliación con Wyatt.
Luego llamé a Siana y hablé con ella. Tras colgar, me llevé arriba toda mi ropa nueva y la dejé encima de la cama del cuarto de invitados. Me probé otra vez todos los zapatos nuevos, andando con ellos para asegurarme de que no me rozaban. Para entonces Wyatt ya se había levantado; le oí bajar a por una taza de café, luego subió al piso de arriba y se apoyó en el umbral de la puerta mientras se lo bebía, observándome con una especie de media sonrisa adormilada en el rostro.
Mis zapatos le tenían perplejo por algún motivo. Había comprado lo que consideraba básico: zapatillas deportivas para el gimnasio -tres pares-, más unas botas de tacón alto, más unos zuecos, más unas manoletinas negras, un par de zapatos bajos negros y, bien, la lista seguía.
– ¿Y cuántos pares de zapatos negros necesitas? -preguntó al final mientras los observaba alineados en el suelo.
Vale, los zapatos no eran algo de lo que reírse. Le dediqué una mirada fría.
– Un par más de los que tengo.
– Entonces, ¿por qué no te los has comprado ya?
– Porque seguiría necesitando un par más de los que tengo.
Fue lo bastante prudente como para soltar un «Mmm» y dejar el tema.
Durante el desayuno le expliqué que me parecía que la situación Sally/Jazz estaba resuelta. Me miró maravillado.
– ¿Cómo lo has conseguido? Teniendo que esquivar a una acosadora homicida y escapar de tu casa en llamas, ¿cómo has podido encontrar tiempo para eso?
– Encontrándolo. La desesperación es una gran motivación.
Yo también estaba un poco sorprendida. Él no tenía ni idea de lo desesperada que me había sentido.
Después del desayuno volví arriba y me entretuve con la ropa nueva, cortando etiquetas, lavando lo que hacía falta lavar antes de estrenarlo, planchando arrugas tozudas, y reordenando el armario de Wyatt para colgar allí mi ropa. Sólo que ahora ya no era el armario de Wyatt, era nuestro armario, y eso significaba que tres cuartas partes me pertenecían. Por ahora, con eso bastaría, dado mi escaso vestuario, justo para los próximos meses de otoño, pero para cuando comprara la ropa de invierno, y la ropa de primavera, y la ropa de verano… bien, habría que volver a reordenar las cosas.
También hacía falta limpiar y organizar los cajones del tocador. Y del armario del baño. Una vez más, Wyatt se apoyó en el umbral de la puerta mientras me observaba vaciar todos los cajones del tocador, apilando de momento todas las cosas sobre la cama. Siguió sonriendo un rato, como si verme tan ajetreada mientras él se limitaba a mirar le satisfaciera en cierto sentido. No sé por qué no le remordía la conciencia.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -le pregunté por fin, con cierta irritación.
– Nada.
– Estas sonriendo.
– Sí.
Puse las manos en jarras y le miré con el ceño fruncido.
– Entonces, ¿por qué estás sonriendo?
– Estoy observando como te estableces… en mi casa. -Me miró con los párpados caídos mientras sorbía el café-. Dios sabe cuánto tiempo he intentado que vinieras a vivir aquí.
– Dos meses -dije burlándome-. Fíjate cuánto tiempo.
– Setenta y cuatro días, para ser exactos; desde que dispararon a Nicole Goodwin y yo pensé que se trataba de ti. Setenta y cuatro largos y frustrantes días.
Entonces sí que me burlé.
– Es imposible que un hombre que ha disfrutado de tantas relaciones sexuales como tú pueda sentirse frustrado.
– No era cuestión de sexo. De acuerdo, en parte era sexo. Pero seguía siendo frustrante que vivieras en otro lugar.
– Bueno, pues ya estoy aquí. Disfrútalo. La vida, tal y como la conoces, se ha acabado.
Riéndose, se fue por más café. El teléfono sonó mientras estaba abajo y contestó, pero subió a los pocos minutos para coger su placa y su arma.
– Me tengo que ir -dijo. No era inusual, y no tenía nada que ver conmigo o me lo habría dicho. Tenía más que ver con la falta de personal en el distrito policial que con cualquier otra cosa, algo que se había convertido más bien en un problema crónico-. Ya sabes qué hacer. No dejes entrar a nadie.
– ¿Y si alguien con una lata de gasolina se cuela en la propiedad?
– ¿Sabes disparar una pistola? -me preguntó, y no hablaba en broma.
– No. -Era algo que lamentaba, pero imaginé que era mejor no dar rodeos al respecto.
– Para cuando acabe contigo la próxima semana, sabrás hacerlo -prometió.
Genial. Algo más de lo que ocuparme en mi tiempo libre. Suponiendo que me quedara tiempo libre. Debería haber mantenido la boca cerrada. Por otro lado, saber usar una pistola tenía que molar.
Me dio un beso y salió por la puerta. Escuché distraída el ruido sordo de la puerta del garaje al abrirse y cerrarse de nuevo un momento después, luego volví a continuar ordenando cosas.
Estaba claro que algunas de las cosas que estaban guardadas en el tocador podían meterse en cualquier otro sitio, como el guante de béisbol (¡¿?!), el estuche de limpiar los zapatos, una pila de libros de la academia de policía y una caja de zapatos llena de fotos. En cuanto la abrí y vi el contenido, me olvidé de las otras cosas y me quedé sentada con las piernas cruzadas en el suelo junto a la cama, mirando lo que había ahí dentro.
A los hombres no les preocupan demasiado las fotografías, y por eso éstas estaban metidas de cualquier manera en una caja olvidada en un cajón. Era obvio que algunas de ellas se las había dado su madre: fotos del colegio de él y su hermana Lisa, a distintas edades. El Wyatt de seis años consiguió derretirme el corazón. Parecía tan inocente y natural, para nada el hombre duro del que me había enamorado, a excepción de esos ojos centelleantes. Sin embargo, cuando cumplió los dieciséis ya estaba adoptando esa expresión fría y penetrante. Había imágenes de él vestido con el equipo de fútbol, tanto del instituto como de la universidad, y luego otras fotos de jugador profesional, y la diferencia era obvia. Para entonces, el fútbol ya había dejado de ser un juego, para pasar a ser un trabajo, un trabajo, de hecho, bastante duro.
Había una foto de Wyatt con su padre, fallecido hacía ya un tiempo. Él debía tener entonces unos diez años pues aún mostraba una mirada inocente. Su padre debió de morir poco después de que sacaran la foto, porque Roberta me había contado que Wyatt tenía diez años cuando sucedió. Entonces fue cuando su inocencia se esfumó, ya que todas las fotos sacadas después mostraban a alguien consciente de que la vida no siempre es segura y feliz.
Luego encontré la foto con su esposa.
Primero leí lo que había escrito en el reverso, porque la foto estaba boca abajo. La cogí. Con bonita caligrafía femenina, aparecía la inscripción: Wyatt y yo, Liam y Kellian Greeson, Sandy Patrick y su última monada.
Le di la vuelta y miré la cara de Wyatt. Reía a la cámara, cogiendo distraídamente por el hombro a una pelirroja muy guapa.
Noté una punzada de celos naturales. No quería verle con ninguna otra mujer, sobre todo con la que había estado casado. ¿Por qué no podía haber sido fea o desagradable, alguien que obviamente no encajara con él, en vez de ser tan guapa y…
…mi acosadora.
Me quedé mirando la fotografía sin creer lo que veían mis ojos. La fotografía debía tener fácilmente quince años, y ella parecía jovencísima, poco más que una adolescente, aunque yo sabía que sólo tenía un par de años menos que Wyatt. Llevaba el pelo muy diferente: un voluminoso peinado de los ochenta, adaptado a los noventa, y demasiado maquillaje, aunque mi intención no fuera criticar ni nada parecido. Y esas largas, largas pestañas que le quedaban como si llevara pestañas artificiales.
No cabía duda.
Me fui hacia el teléfono.
No había tono de llamada.
Esperé, porque a veces una unidad inalámbrica tarda unos segundos en dar el tono de llamada. No pasó nada.
Bien, no era la primera vez que no oía señal y no era algo tan importante, pero cuando una acosadora homicida anda detrás de ti y el teléfono no da tono de llamada, hay que asumir automáticamente lo peor. ¡Dios mío, estaba ahí! De algún modo había cortado la línea telefónica, y eso no podía ser tan fácil.
Entonces fue cuando me percaté de lo tranquila y silenciosa que estaba la casa. No se oía ningún zumbido de fondo de la caldera, ni de la luz, ni del frigorífico. Nada.
Miré el despertador digital. Estaba en blanco.
No había corriente. No lo había advertido antes porque el dormitorio tenía suficientes ventanas como para dejar entrar la luz necesaria para poder ver, incluso en un día lluvioso, y como había estado enfrascada en las fotos…
Pero había luz cuando Wyatt se fue, porque había oído la puerta del garaje. Y como no llevaba ni quince minutos fuera, no podía haberse ido hacía mucho rato. ¿Qué demostraba eso? ¿Alguna cosa? ¿Que había esperado a que él saliera de casa para entrar? Y ¿cómo sabía dónde vivía? Habíamos tenido mucho cuidado, nadie nos había seguido hasta allí.
Pero sabía dónde trabajaba él. Por lo tanto, no tendría más que haberle esperado ahí y seguirle a casa. Incluso era posible que lo hubiera hecho antes de que empezara a seguirme a mí. Seguirle a él era lo que la había conducido hasta mí.
Me puse de pie silenciosamente y cogí el móvil de donde lo había dejado, sobre la cama. Lo había subido al piso de arriba porque muchísima gente me llama al móvil si quiere hablar conmigo. La falta de corriente no le habría afectado, a menos que fuera un problema de toda la zona que dejara inutilizadas las torres de telefonía móvil, pero en tal caso no tendría nada de qué preocuparme. Era el hecho de que se limitara a la casa lo que me tenía cagada de miedo.
Estaba temblando cuando tecleé el número de Wyatt; notaba el pelo erizado sobre el cuero cabelludo. No tenía dudas al respecto, estaba espantada. Haciendo el menor ruido, me metí en el baño y cerré la puerta, y amortigüé el sonido de mi voz.
– ¿Qué pasa? -me dijo al oído.
– Es Megan -solté-. Es Megan. Estaba mirando fotos antiguas y… es ella.
– ¿Megan? -repitió. Sonaba estupefacto-. Eso no tiene…
– ¡No me importa lo que no tenga! -susurré frenéticamente-. ¡Es ella! ¡Es la acosadora! Y se ha ido la luz. Y ¿si está aquí? Y ¿si está en casa…?
– Ahora vuelvo -dijo sin vacilar lo más mínimo-. Y voy a llamar a la patrulla más próxima. Si crees que está en la casa entonces sal de ahí como sea. ¿Entendido? Ya son demasiadas veces, ya has tenido demasiados avisos y te has salvado por los pelos en demasiadas ocasiones. Si tienes que volver a salir por la ventana, hazlo.
– Vale -contesté, pero ya había colgado y la línea se quedó muerta.
Wyatt venía hacia aquí. Llevaba fuera unos quince minutos, que es lo que tardaría en regresar, a menos que condujera como alma que lleva el diablo. También era posible que hubiera un coche patrulla más cerca.
Aunque suene raro, saber que confiaba en mi intuición me calmó un poco. Tal vez fuera porque no me sentía tan sola, porque la ayuda venía en camino.
Puse el móvil en modo silencioso y lo introduje en el bolsillo. Al menos esta vez no me pillaba con un pijama ligerísimo y sin zapatos. Una camiseta de manga larga y unos pantalones de chandal con bolsillos ofrecían mucha más protección. Bueno, aún no me había puesto los zapatos, pero como mínimo llevaba calcetines; y aunque hubiera llevado los zapatos puestos, me los habría quitado para no hacer ruido.
Lo más probable era que los nervios me estuvieran jugando una mala pasada, pero la última vez que me tranquilicé con este argumento, me quemó la casa. Yo parecía tener un sexto sentido que me permitía saber cuándo estaba cerca, y mi intención era seguir ese instinto.
Al menos ya no tenía que preguntarme por qué sucedía todo aquello, qué había hecho para que alguien quisiera matarme. Ahora lo sabía. Era Wyatt. Wyatt me quería e íbamos a casarnos, y ella no podía soportarlo.
Roberta me había dicho que cuando Megan solicitó el divorcio, Wyatt se largó sin más. No se había preocupado ni por intentar salvar su matrimonio ni por repensarse su decisión de hacerse policía. Ella no era lo bastante importante para él. Aquello tuvo que haberla corroído mucho durante todos esos años, el no haber sido suficiente mujer para el hombre que amaba. Yo podía entender cómo se sentía, pero no me daba lástima ni alguna otra estupidez por el estilo. Por favor, esa zorra psicópata había intentado matarme.
Se había vuelto a casar al cabo de un año más o menos, según me había contado Roberta. Su segundo matrimonio por lo visto tampoco había funcionado, ¿cómo podía, si estaba enamorada de Wyatt? Pero había esperado, porque él no había vuelto a casarse, y podía aferrarse a la idea de que, en lo más profundo, todavía la quería y tal vez un día volvieran a estar juntos; hasta que aparecí yo. Nuestro anuncio de matrimonio había salido en el periódico. ¿Tendría ella la costumbre de conectarse a internet y leer el diario local, o de introducir en Google el nombre de Wyatt de vez en cuando? Tal vez algún conocido de la ciudad se lo había dicho. Cómo lo había descubierto no importaba, pero su reacción a las noticias sí, y mucho.
Intenté pensar en lo que tenía a mi disposición para defenderme. Cuchillos, por supuesto, abajo en la cocina. Si estuviera en mi casa, bajaría segura a por uno, porque mi sistema de alarma me diría si alguien había entrado, pero Wyatt no tenía sistema de alarma. Tenía cerraduras, cerraduras con candados, y ventanas de panel triple que sólo permitían entrar a alguien que estuviera muy decidido a hacerlo. Por desgracia, ella lo estaba.
No tenía nada aquí arriba para protegerme, excepto la gran y pesada linterna que Wyatt guardaba en la mesilla. Salí del baño muy despacio, convencida de que iba a encontrarme cara a cara con una demente con un hacha en la mano, pero el dormitorio estaba vacío y en silencio. Cogí la linterna y la agarré con la mano derecha. Tal vez tuviera ocasión de arrearle en la cabeza. Una buena conmoción cerebral era lo que se merecía.
Entonces me dirigí al pasillo con cautela. También estaba vacío. Me quedé escuchando un momento, pero no se oían sonidos dentro de la casa. Fuera, oí los neumáticos de un coche al pasar sobre el pavimento mojado, aquel sonido mundano y reconfortante, pero no tanto como si el coche hubiera aminorado la marcha y hubiera entrado en el jardín. Wyatt no había tenido tiempo de llegar todavía, pero el coche patrulla también sería bien recibido.
Todas las puertas del pasillo estaban cerradas, a excepción de la puerta de la habitación principal, detrás de mí. No podía recordar haber cerrado la puerta al salir de la habitación de invitados donde había estado probándome los zapatos. No es algo que normalmente recuerdes. Pero nadie abrió de golpe una de esas puertas y saltó al pasillo para atacarme con un hacha, de modo que me adelanté poco a poco en dirección a la escalera.
Lo sé, lo sé. En todas las pelis de terror, al menos en algún momento la rubia tonta baja por la escalera después de haber oído un ruido, o se mete en el sótano oscuro. Algo. Bueno, ¿sabéis qué? Si estás arriba, lo normal es que estés atrapado. No son tantas las casas que tienen dos escaleras, una en cada lado de la casa. Al menos si estás en la planta baja hay más de una salida. Acababa de estar atrapada en un segundo piso durante un incendio y no quería repetir la experiencia. Quería estar en la planta baja.
Di otro paso. Podía ver parte de la sala de estar ahora, y la entrada a la cocina. Ni rastro de la maniaca. Un paso más. Un destello azul en la parte inferior de la escalera llamó mi atención. La cosa azul, fuera lo que fuera, no se estaba moviendo, sólo estaba ahí quieta. Y no había nada azul ahí cuando subí la escalera.
No obstante, me resultó familiar. Fuera lo que fuera, lo había visto antes. Pero, lo juro, parecían dos tubos azules sobresaliendo, con diseños peculiares.
Mis botas. Mis botas azules, las que no habían llegado antes del incendio.
Ella las tenía; había recogido mi paquete. Y ahora estaba aquí, en esta casa. No eran imaginaciones mías.
No iba a bajar la escalera, de ningún modo. Iba a seguir el consejo de Wyatt y escapar por la ventana…
Entonces salió de la cocina sosteniendo con firmeza una pistola con ambas manos, apuntándola directamente hacia mí. Llevaba unos zapatos de suela blanda que no hacían más ruido que mis calcetines. Apuntando sin vacilar, inclinó la cabeza en dirección a las botas.
– ¿En qué pensabas? ¿En largarte con los del rodeo o algo así?
– Hola, Megan -dije.
La sorpresa brilló en sus ojos. No contaba con eso. Esperaba matarme y largarse a continuación, porque, ¿quién iba a sospechar de ella? No vivía aquí; hacía muchos años que no vivía por estos barrios, y no había contactado con nadie que conociera aquí. Nadie debería poder relacionarla con esto.
– Ya se lo he dicho a Wyatt -le expliqué.
Una mirada desdeñosa apareció en su rostro.
– Sí, de acuerdo. No hay luz. No funciona ninguno de esos inalámbricos.
– No, pero el móvil que llevo en el bolsillo sí. -Indiqué el bulto-. Hay una caja de zapatos llena de fotos ahí arriba. Las estaba repasando y me topé con esa instantánea tuya con Wyatt y otras dos parejas. Con un tipo llamado Sandy y su última monada -añadí, para que supiera que no me lo estaba inventando. Escaparse sin que la acusaran de asesinato era una parte primordial de su plan, sospeché. Saber que no iba a conseguirlo, por mucho que se empeñara, podría hacerle repensarse toda la cuestión de mi asesinato.
Vi dolor parpadeando en su expresión mientras recordaba la fotografía.
– ¿La guardaba?
– No sé si la guardaba o si nunca se ha tomado la molestia de tirarla. En cuanto te reconocí, le he llamado. -Me encogí de hombros-. De cualquier modo, ya estaban trabajando desde el enfoque de los coches de alquiler. Wyatt habría reconocido tu nombre.
– Dudo que tan siquiera sepa mi apellido -dijo con amargura.
– Bueno, mira, eso no es culpa mía -comenté.
– No me importa si es culpa tuya o no. No tiene que ver contigo, tiene que ver con él, y con que él descubra lo que es querer tanto a alguien como para que duela, y no ser capaz de retener a esa persona. Tiene que ver con sufrir en vida eternamente, un dolor del que no puedes escapar.
– Aja. Suena a que tendrías que poner fin de una vez a todo este sufrimiento. Detesto a los lloricas, ¿tú no? A todo el mundo le suceden cosas malas. Una relación fallida no es lo mismo que ver morir a alguien, de modo que supéralo.
– ¡Cállate! -Se acercó al pie de la escalera sin dejar de apuntar la pistola con ambas manos igual de firmes-. Tú no sabes qué es eso. Cuando nos casamos, yo ya sabía que no me quería igual que yo a él, pero pensé que al menos tenía una oportunidad, pero nunca llegué a aprovecharla. Un atleta profesional pasa mucho tiempo fuera, y tenía que compartirle con el equipo, tanto antes de la temporada como después. Tenía que compartirle con la familia, porque venía aquí siempre que podía. Incluso tenía que compartirle con Sandy Patrick y sus monadas, porque era el mejor amigo de Wyatt. ¿Tienes idea de cuántas veces pudimos disfrutar los dos a solas?
Me encogí de hombros.
– ¿Dos? Sólo es una suposición. No sé cuánto tiempo estuvisteis casados. Nunca habla de ti. -No, no me caía bien, no sentía lástima por aquella mujer; ella me importaba un bledo, lo único que quería era mantenerla hablando el rato suficiente como para que Wyatt regresara.
– ¿Cómo te sentirás compartiéndole con todo el mundo? -empezó a acalorarse.
– Mira, ésa es la diferencia entre nosotras -dije, apoyándome en el poste de arranque-. Creo que todo el concepto de compartir está sobrevalorado. No es natural. A mí no me gusta compartir. No comparto y no voy a compartir. -No llegué a pronunciar las palabras, Pedazo de sabandija. ¿Creéis que yo aguantaría que no me hicieran caso un solo minuto?
Parecía un poco nerviosa, como si esperara que a esas alturas yo tuviera que estar histérica, llorando y suplicando. Perder la calma no era bueno, provocaba cosas estúpidas, como apretar el gatillo. Para apartar su atención de mi conducta poco natural, le pregunté:
– Y dime, ¿cómo has entrado aquí?
– Llevo tiempo vigilando esta casa. Os he visto a los dos salir del garaje montones de veces. Y ninguno de los dos os detenéis nunca a comprobar que la puerta esté cerrada del todo. De hecho, tú sueles salir y desaparecer cuando la puerta todavía está a medio bajar. Antes, cuando se ha marchado, simplemente he hecho rodar una pelota hasta dentro del garaje. El sensor automático ha detenido la puerta, que ha vuelto a subir. Y adentro. ¿Te parece difícil?
Así que llevaba en la casa desde que Wyatt había salido. Podría haberme cogido desprevenida, podría haberme matado y haberse marchado, pero quería jugar un poco con las botas, quería verme aterrorizada.
Le contesté.
– No demasiado, supongo. -Me encogí de hombros. Si sobrevivía a esto, en esta casa iba a instalarse de inmediato un sistema de seguridad, de los que pitan cada vez que se abre una puerta-. Supongo que también has desconectado la electricidad.
Hizo un gesto de asentimiento.
– Está en el garaje, ¿por qué no iba a hacerlo?
– Y has estado jugando a las sillitas con los coches de alquiler, ¿correcto? ¿Y poniéndote pelucas? A excepción de aquel horrible tinte que llevabas en el hospital.
– No lo he planeado todo lo bien que podía haber hecho. Ni siquiera había pensado en las cámaras de seguridad del aparcamiento del centro comercial, gracias por decírmelo. Pensé en las pelucas después de que un estilista pasara horas quitándome esa mierda del pelo.
– Podías haberte ahorrado las molestias, ya que las cintas de vídeo estaban gastadas. Wyatt no pudo sacar ningún detalle útil de eso.
Ahora sí que parecía enojada, porque sin duda se había tomado muchas molestias cambiando de coche. Y tenía razón: quitarse un color artificial del pelo es un trabajo largo y tedioso. Yo también me habría hartado de eso.
– No acertaste cuando quisiste atropellarme con el coche en el aparcamiento; aunque no me parece una manera demasiado eficaz de matar a alguien.
Se encogió de hombros.
– Lo decidí sin pensar. Te había estado siguiendo y de repente ahí estabas, dándote aires en aquel aparcamiento como si fuera de tu propiedad. Eras un blanco perfecto y había que aprovecharlo.
– ¿Dándome aires? Disculpa, yo no me doy aires. -Indignada, me puse derecha y me aparté del poste.
– Dejémoslo en presumiendo. Te odié nada más verte; te habría estrangulado en el hospital si hubieras estado sola.
– Vaya, no se te da nada bien toda esta mierda de matar, ¿verdad que no?
– Es mi primera vez, estoy aprendiendo sobre la marcha. Debería haber sido más directa. Acercarme a ti, meterte un tiro, largarme.
Sólo que todavía no había aprendido la lección.
Aún no habían pasado quince minutos, de eso estaba convencida, y no había oído llegar ningún coche. ¿Vendría Wyatt en coche? ¿O lo aparcaría calle abajo y se introduciría sigilosamente en la casa?
En cuanto se me cruzó esa idea por la cabeza, Wyatt medio salió de detrás de la puerta de la cocina a espaldas de Megan, aunque mantenía parte de su cuerpo a cubierto. Tenía la automática en la mano derecha y le apuntaba a la cabeza.
– Megan…
Sorprendida, ésta se giró en redondo. Tal vez fuera una buena tiradora; de hecho, después nos enteramos de que sí lo era, que disparaba con regularidad en un campo de tiro, pero que nunca había practicado en una situación de fuego real. Se volvió apretando ya el gatillo y disparando a lo loco.
Wyatt no falló.
Pero tampoco ella falló su último disparo.
Mi corazón se detuvo, literalmente, durante un par de segundos de angustia. No recuerdo haberme movido, pero de repente me vi en el rellano de las escaleras, saltando por encima de Megan, que yacía gimiendo. Si no hubiera estado tirada en el suelo, yo la habría derribado para llegar al lado de Wyatt.
Hasta el día en que me muera, veré la expresión en su rostro, veré la manera en que la bala le arrojó hacia atrás con una sacudida, veré la rociada roja de sangre saliendo de su pecho, formando un arco casi a cámara lenta. Retrocedió unos pasos y luego cayó sobre una rodilla. Intentó levantarse con gran esfuerzo, ponerse en pie otra vez y luego se desplomó hacia un lado. Y siguió intentando levantarse.
Yo gritaba su nombre, eso sí lo sé, gritaba su nombre una y otra vez. Me resbalé con su sangre, pues ya se había formado un charco en el suelo, y me agaché junto a él.
Su respiración era superficial y convulsa.
– Mierda -masculló con voz cada vez más apagada-. Joder, cómo duele.
– ¡Wyatt, serás capullo! -chillé, deslizando el brazo debajo de su cabeza para acunársela-. Lo de sacrificar tu vida debía ser sólo una metáfora. ¡Nada más que una metáfora! ¡No es algo que tengas que hacer!
– Y ahora me lo dices -contestó y cerró los ojos. Me avergüenzo de lo que hice. O casi. Supongo que debería avergonzarme de ello.
Me fui corriendo hasta esa zorra y me puse a darle patadas.