Capítulo 10

A las diez del día siguiente Henry ya estaba vestida, lista y esperando en la escalera. No le agradaba en particular haber acordado ir a Londres con Dunford, pero estaba condenada si no iba a comportarse con un poquito de dignidad. Si Dunford pensase que tendría que arrastrarla gritando y pataleando de la casa, estaba equivocado. Se había puesto su vestido verde nuevo y el gorrito que hacía juego, e incluso había logrado localizar un viejo par de guantes de Viola. Estaban un poco usados, pero resolvieron su problema, y Henry se encontró con que en verdad le gustaba la percepción de la lana, suave y fina, en sus manos.

El gorrito, sin embargo, era completamente otra historia. Le picaba las orejas, bloqueaba su visión periférica, y era en general una molestia. Tomó toda su paciencia, la cuál, reconocidamente, no era mucha, para no desgarrar la maldita cosa de su cabeza.

Dunford llegó algunos minutos más tarde y le dedicó una aprobatoria inclinación de cabeza.

– Te ves preciosa, Henry.

Ella sonrió sus gracias pero optó por no creer demasiado su cumplido. Sonó como al tipo de cosa que él automáticamente decía a cualquier mujer de su alrededor.

– ¿Es eso todo lo que tienes? -Le preguntó.

Henry miró a su escasa maleta de mano y asintió con la cabeza. Aún no tenía lo suficiente para llenarla totalmente. Solamente sus vestidos nuevos y algunas de sus viejas ropas de hombre. No era que ella pensase que fuera a necesitar pantalones y una chaqueta en Londres, pero una nunca podría estar segura.

– No importa. Rectificaremos eso pronto.

Subieron al carruaje y comenzaron el camino. Henry atrapó su gorrito en el marco de la puerta cuando entraba, una circunstancia que causó que farfullara descortés. Dunford pensó que la oyó decir,

– Maldito gorro, estúpido sombrero.

Pero no pudo estar seguro. De una u otra manera, él iba a tener que advertirle que reprimiera su lengua una vez que llegaran a Londres.

No obstante, él no podía resistir a hacerle bromas acerca de eso, y con una cara asombrosamente seria le dijo,

– ¿Hay una abeja en tu gorrito?

Henry se volvió contra él con un resplandor asesino.

– Es un aparato atroz, -dijo vehementemente, tirando bruscamente del pedazo de tela que cubría su cabeza-. No sirve para ningún propósito no importa lo que puedo deducir.

– Creo sirve para conservar el sol fuera de tu cara.

Ella le miró clara expresivamente diciendo,

– Me dices algo que yo no sé.

Dunford no tenia ni idea cómo logró no reírse.

– "A ti te pueden llegar a gustar ellos eventualmente, -le dijo suavemente-.A la mayoría de señoras no parece gustarles el sol en su cara.

– No soy como la mayoría de señoras, -ella replicó-.Y he prescindido muy bien de un gorrito durante años, gracias.

– Y tienes pecas.

– ¡No tengo!

– Si tienes. Aquí mismo. -Él tocó su nariz y siguió a lo largo de su pómulo-. Y aquí.

– Debes estar equivocado.

– Ah, Hen, no te puedo decir cuánto me gusta encontrar que tienes un poquito de vanidad femenina dentro de ti después de todo.

– No soy vana, -protestó ella.

– No, le eres, -dijo solemnemente-. Es una de las cosas más preciosas de ti.

– ¿Puedo considerar eso como algún signo de admiración? – dijo Henry con un suspiro, pensado que ella se volvía tan engreída como él.

– Aún más -él continuó-, es bien gratificante verte tener unos cuantos fallos como el resto de nosotros, los humanos que comparten el planeta.

– Hombres, -Henry declaró firmemente-, son igual de vanos que las mujeres. Estoy segura de eso.

– Muy probablemente estés en lo correcto, -dijo él agradablemente.

– ¿Ahora, quieres darme ese gorrito? Lo pondré por aquí donde no se arrugue.

Ella le dio el gorro. Él lo giró en su mano antes de colocarlo abajo.

– La cosa más diabólica, pequeña y frágil que he visto.

– Obviamente fue inventado por hombres, -Henry dijo-, con el propósito exclusivo de hacer a las mujeres más dependiente de ellos. Bloquea completamente mi visión periférica. ¿Cómo una señora puede lograr terminar cualquier cosa que haga si no puede ver nada directamente? ¿O enfrente de ella?

Dunford sólo se rió y negó con la cabeza. Se sentaron en un silencio agradable alrededor de diez minutos, hasta que él suspiró y dijo:

– Es bueno estar en camino. Temí que tuviera que pelear contigo sobre Rufus.

– ¿Qué quieres decir?

– Estaba medio esperando que insistieras en traerlo con nosotros.

– No te hagas el tonto, -ella se mofó.

Él le sonrió alegremente en actitud amistosa.

– Ese conejo probablemente se masticaría mi casa entera.

– Me importa poco si él se comiera los inmencionables del Príncipe Regente. No traje a Rufus porque pensé que sería peligroso para él. Le puede ocurrir algún golpe en su cráneo, proporcionado por un gordo cocinero francés que probablemente le habría guisado en dos días.

Dunford se meció con risa silenciosa.

– Henry, -dijo, enjugándose las lágrimas-, por favor no pierdas tu marca distintiva de humor cuando llegues a Londres. Aunque, -añadió-, podrías encontrar prudente refrenarte de especular acerca de la ropa íntima de Prinny.

Henry no podía decir nada sino solo sonreír a cambio. Esperaba algo así de él, que quería asegurarse que ella pasase un buen rato, el miserable. Ella estaba tratando de estar de acuerdo con sus planes con alguna cantidad muy pequeña de dignidad, pero eso no quería decir que esperase pasar un buen rato. Él lo hacía muy difícil para ella, ya que no podía imaginarse como una mártir asediada.

Y, ciertamente, él lo dificultó realmente durante todo el día, sosteniendo una corriente interminable de charloteo acogedor. Señaló el paisaje de delante de forma que él, y Henry escucharon y observaron ávidamente. Ella no había estado fuera del sudoeste de Inglaterra hacía muchos años, no desde que quedó huérfana y se había mudado a Stannage Park. Viola la había llevado un breve día de fiesta a Devon una vez, pero más allá de eso, Henry no había puesto un pie fuera de Cornualles.

Se detuvieron brevemente para almorzar, pero esa fue su única parada, Dunford le aclaró que quería avanzar rápido. Podían llegar al final de día a Londres si no perdían el tiempo. A pesar del paso apresurado del coche, la carretera estaba llena de baches y esa noche tuvieron que alojarse en una posada al otro de la carretera, Henry estaba sumamente cansada. El carruaje de Dunford estaba excepcionalmente bien equipado y era sumamente confortable, pero nada podría disfrazar la cantidad de surcos muy profundos del camino. Ella fue sacudida de su estado de cansancio, sin embargo, por el anuncio sorprendente de su compañero.

– Voy a decirle al hostelero que eres mi hermana.

– ¿Por qué?

– Parece lo mejor. Realmente no es muy correcto para nosotros, esta costumbre de viajar sin una señora de compañía, aunque seas mi pupila. Más bien incrementaría alguna especulación mal intencionada acerca de ti.

Henry asintió con la cabeza, concediendo un punto. No deseaba que algún patán borracho creyera que era una mujer ligera simplemente porque la vio con él.

– Podemos mentir sin ser descubiertos, creo, -" Dunford filosofó-, ambos poseemos pelo color café.

– Junto con la mitad de la población de Gran Bretaña, -dijo ella impertinentemente.

– Cierra la boca, bribona. -Él resistió el deseo de desgreñar su pelo-. Estará oscuro. Nadie se fijará. Y la opción sería que te cubras la cara con el gorrito.

– Pero entonces nadie verá mi pelo, -bromeó ella-. Todo ese trabajo por nada.

Él sonrió juvenilmente.

– Todo el trabajo, ¿eh? Debes estar horriblemente cansada, expendiendo toda esa energía para cultivar tu color oscuro de pelo.

Ella le pegó con el gorrito. Dunford salió del coche silbando. Hasta ahora el viaje había sido un éxito completo. Henry no se había olvidado de la gran pelea y su intimidación para venir a Londres. Además, ella compasivamente no había mencionado el beso que habían compartido en la casa de campo abandonada. De hecho, todas las señales indicaban la conclusión de que ella se había olvidado del asunto completamente.

Lo que le molestó.

Maldición, algo le molestaba.

Pero no le molestó la mitad, el hecho que le estaba provocando en primer lugar.

Esto se ponía mucho más confuso. Él dejó de pensar acerca de eso y la ayudó a bajar del carruaje.

Entraron en la posada, uno de los mozos quedándose atrás con sus maletas. Henry se sintió tranquila al ver que la posada parecía estar satisfactoriamente limpia. Ella siempre había dormido en sabanas limpias, cuando llego a Stannage Park, siempre supo exactamente cuándo estas habían sido lavadas recientemente. Finalmente se le ocurrió que simplemente ella tenía el control de su propia existencia hasta ahora. Londres era realmente una aventura. Si sólo pudiese lograr sobreponerse a este miedo inmovilizante que le tenia a la clase alta…

El hostelero, reconociendo que eran de la nobleza, se acerco corriendo a sus lado…

– Requerimos dos cuartos, -dijo Dunford enérgicamente-. Uno para mí y otro para mi hermana.

La cara del hostelero se contrario.

– Oh, estimado señor. Esperaba que usted estuviese casado porque tengo una sola habitación y…

– ¿Eso es realmente verdad? -La voz de Dunford era helada.

– Oh, su señoría, si pudiese poner de patitas en la calle a alguien por usted, lo haría, lo juro, pero el lugar esta totalmente lleno de gente noble esta noche. La Duquesa de Beresford está de paso, y tiene un montón de invitados con ella. Necesitamos seis cuartos, seis, debido a sus nietos.

Dunford gimió. El clan Beresford era notorio por su fertilidad. En la última cuenta de la duquesa dijo que tenia veinte nietos. Era una mujer mayor y fastidiosa quien ciertamente no se consideraba bondadosa y peor si tenia que ceder uno de sus cuartos, si tuviesen veinte nietos harían lo mismo. Solo el señor sabia cuántos de ellos estarían aquí esa noche.

Henry, sin embargo, no tenía tal conocimiento de los Beresfords y su asombrosa fecundidad, y en ese momento tenía un problema, respirando debido al pánico que atravesaba a toda velocidad su cuerpo.

– Oh, pero usted debe tener otro cuarto, -ella barbulló-. Debe.

El hostelero negó con la cabeza.

– Sólo uno. Yo pasaré la noche en los establos. Pero los dos podrán compartir la habitación seguramente. Ya que ustedes son hermanos. No es muy privado, ya lo sé, pero…

– Soy una persona que le gusta la privacidad, -Henry dijo desesperadamente, agarrándose de su brazo-. Extremadamente.

– Henrietta, querida, -Dunford dijo, amablemente apartando sus dedos que agarraban fuertemente el codo del hostelegro-, si no tiene otro cuarto, no lo tiene. Tendremos que apañarnos.

Ella le observó suspicazmente, entonces inmediatamente se calmó. Por supuesto, Dunford debía tener un plan. Eso fue por lo qué él sonó tan controlado.

– Por supuesto, Du… Er, Daniel, -ella habló improvisando, dándose cuenta tardíamente de que no sabía que nombre él había dado-. Por supuesto. Soy tan tonta.

El hostelero se relajó visiblemente y le dio a Dunford la llave.

– Hay espacio en los establos para sus lacayos, mi lord. Será muy apretado, pero pienso que habrá un lugar para todo el mundo.

Dunford le agradeció y se ocupó de la tarea de mostrarle a Henry su cuarto. La pobre chica se había puesto pálida como una hoja. El maldito gorrito escondía la mayor parte de su cara, pero no fue difícil deducir que no estaba feliz con las disposición del cuarto.

Bien, maldición, dijo él. Él no estaba para nada contento por el pensamiento de dormir en el mismo cuarto con ella toda la noche. Su condenado cuerpo despertó simplemente con ese pensamiento acerca de eso. Más de lo que una docena de las veces que en el día él había querido tomarla y besarla hasta dejarla sin sentido allí mismo en el carruaje. La terrible jovenzuela nunca sabría el nivel de autocontrol que había ejercido.

No fue cuando hablaban. Entonces, al menos, él podía mantener su mente fuera de su cuerpo y sobre la conversación. Ocurrió cuando se quedaban callados, y él miraba hacia arriba y abajo, mientras Henry miraba fuera de la ventana, con su ojos brillantes. Entonces él la veía sonreír, lo cual era siempre un error, y ella se movía un poco y se lamía los labios, y lo siguiente que él sabia era que tenia que agarrarse firmemente a los cojines del asiento para abstenerse de tratar de alcanzarla.

Y a esos labios deliciosos, muy rosados que se fruncían justo en ese momento, cuando Henry plantó sus manos en las caderas y miró alrededor del cuarto. Dunford siguió su mirada fija a la cama grande que dominaba la cámara y prescindió de cualquier esperanza de que no iba a pasar muy inquieto toda la noche.

– ¿Quién es Daniel? -Intentó bromear.

– Tú, me temo, desde que nunca me dijiste tu nombre de pila. No querrías que me delatará.

– Mis labios están sellados, -él dijo, inclinándose en una grandiosa reverencia, aunque todo lo que deseaba era sellar sus labios con los de ella.

– ¿Cuál es tu nombre auténtico?

Él sonrió diabólicamente.

– Es un secreto.

– Oh, te burlas de mi, -ella se mofó.

– Lo digo en serio. -Logró poner en su rostro una expresión de tal honradez fervorosa, que por un momento ella le creyó. Él se movió solapadamente a su lado y tomó su mano y la beso ruidosamente-. Un secreto de Estado, -susurró, mirando furtivamente hacia la ventana-. El mismo sustento de la monarquía depende de eso. Revelando esto, podría descabezar nuestros intereses en la India, por no mencionar…

Henry se quitó bruscamente su gorrito y lo golpeó con él.

– Eres incorregible, -bromeó.

– He sido informado de eso, -dijo él con una sonrisa imperturbable-, que frecuentemente actúo con una falta bien definida de seriedad.

– Que te puedo decir. -Ella plantó sus manos en sus caderas otra vez y reanudó su examen del cuarto-. Pues bien, Dunford, esta es una situación molesta. ¿Cuál es tu plan?

– ¿Mi plan?

– No tienes uno, ¿ verdad?

– No tengo la menor idea de lo que hablas.

– Dónde vamos a dormir, -ella le machacó.

– Realmente no había pensado acerca de eso, -él admitió.

– Qué? -Ella chilló. Entonces, dándose cuenta de que sonó decididamente como una fierecilla, ella modificó su tono y añadió-, no podemos ambos dormir… Allí. -Señaló hacia la cama.

– No, -suspiró él, pensó que estaba cansado hasta los huesos, y no podría hacer el amor con ella esa noche, lo cuál sabía que no podía hacer.

No importa cuántas veces de mala gana lo hubiera imaginado durante los últimos días, al menos a él le gustaría dormir bien durante la noche en un colchón suave. Sus ojos vagaron a través de la habitación hasta un mesa vieja en la esquina del cuarto. A la derecha se veía una horrible silla que estaba supuestamente en buena apariencia. No muy confortable para sentarse, mucho menos para dormir. Él suspiró otra vez, esta vez fuerte.

– Supongo que puedo pasar la noche en la silla.

– ¿La silla? -Ella se hizo eco.

Él señaló el mueble en duda.

– Cuatro patas, un asiento. Con todo, un artículo muy útil para la casa de uno.

– Pero… está aquí.

– Sí

– Está aquí.

– Eso es también cierto.

Ella clavó los ojos en él cuando le habló:

– No podemos dormir ambos aquí.

– La alternativa es pasar la noche en los establos, lo cuál, te informo, no tengo deseo de hacer. Aunque… -Él miro la silla-… Por lo menos podría acostarse. Sin embargo, el hostelero dijo que los establos estaban aún más abarrotados que la posada, y francamente, después de mi experiencia con tu porqueriza, el delicado olor de animales ha estado grabado permanentemente en mi memoria. O en mi nariz, según el caso. El pensamiento de pasar la noche arrullado en medio de excrementos de aves y de caballo es decididamente desagradable para mi gusto.

– ¿Tal vez acaban de poner estiércol en su lugar? -Ella dijo si Dios quiere.

– No hay nada que les impida hacerlo en la mitad de la noche. -Él cerró sus ojos y meneó la cabeza. Nunca en un millón de años soñó que un día discutiría sobre abono de caballos con una señora.

– Todo… bien, -ella dijo, mirando dudosamente la silla-. Yo… tengo que cambiarme, sin embargo".

– Esperaré en el pasillo. -Él enderezó su columna vertebral y caminó por el cuarto, decidiéndose que era el más noble, más caballeroso, y posiblemente el hombre más estúpido en toda Gran Bretaña. Cuando se apoyó contra la pared fuera de la puerta, podía oírla desvistiéndose. Él intentó desesperadamente no pensar acerca de lo que esos sonidos quisieron decir, pero era imposible. Ahora se desabotonaba su vestido… Ahora lo dejaba deslizarse de sus hombros… Ahora ella estaba…

Él se mordió los labios fuertemente, esperando que el dolor cambiase sus pensamientos en una dirección más apropiada. No surtió efecto.

El tormento de todo esto era que sabía que ella le deseaba también. Oh, no realmente en la misma forma y seguramente no con la misma intensidad. Pero estaba allí. A pesar de su boca sarcástica, Henry era un niña honrada y no sabía esconder el sentimiento de ensueño en sus ojos cada vez que accidentalmente se rozaban el uno contra el otro. Y el beso…

Dunford gimió. Ella había sido perfecta, tan completamente receptiva hasta que él perdió el control y la asusto. Retrospectivamente, agradeció a Dios de que ella se hubiera asustado, porque ciertamente él no habría podido detenerse.

Pero a pesar de los deseos hambrientos de su cuerpo, no era definitivamente su intención seducir a Henry. Quería que ella tuviera una temporada como merecía. Quería que conociera a algunas mujeres de su misma edad y algunos amigos por primera vez en su vida. Quería que conociera algunos hombres y… frunció el ceño. No, se decidió con la expresión abandonada de un niño pequeño que ha sido informado que definitivamente, realmente debe comer sus coles de Bruselas, quería que ella conociera a algunos hombres. Ella se merecía poder elegir entre lo mejor de Inglaterra.

Y entonces quizá el podría volver a su vida nuevamente. Visitaría a su amante, él incorrectamente la necesitaba, jugaría con sus amigos, iría a un sin fin de fiestas, y continuaría con su envidiada vida de soltero.

Él había sido una de las pocas personas que estaba verdaderamente contenta con su existencia. ¿Por qué diablos querría cambiar cualquier cosa?

La puerta se abrió, y la cara de Henry asomó por una esquina.

– ¿Dunford? -dijo quedamente-. Ya terminé. Puedes entrar ahora.

Él gimió, sin saber si el sonido nació del deseo reprimido o de su evidente cansancio, y se empujó a sí mismo dentro de la habitación. Volvió al cuarto. Henry estaba de pie cerca de la ventana, agarrando firmemente su bata de dormir descolorida apretada alrededor de ella.

– Te he visto en bata de dormir antes, -él dijo estoicamente, en lo que esperó fuera una sonrisa acogedora y decididamente platónica.

– Ya lo se, pero… -Ella se encogió de hombros impotentemente-. ¿Quieres que espere en el vestíbulo mientras te cambias? ¿Y te pones tu pijama y tu bata de dormir?

– Creo que no. Prefiero dormir vestido, ya que ciertamente no quiero que compartas el pasillo con los otros ocupantes de la posada.

– Oh. Por supuesto.

– Especialmente con ese viejo dragón Beresford y sus crías tan cerca. Están probablemente en camino hacia Londres para la temporada y no dudarían en decir a la nobleza entera que te vieron medio desnuda en el pasillo de una posada pública. -Pasó su mano cansadamente a través del pelo-. Deberíamos poner empeño en evitarlos en la mañana.

Ella asintió con la cabeza nerviosamente.

– Supongo que podría cerrar los ojos. O darme la vuelta.

Él pensó que ésta no era probablemente la mejor hora de informarle a ella que prefería dormir desnudo. Sin embargo, era condenamente incómodo pasar la noche con su ropa. Quizá en bata de dormir…

– O podría esconderme debajo de la colcha, -decía Henry-. Entonces podrías cambiarte seguro.

Dunford parpadeó con incredulidad y diversión cuando ella se sentó en la cama y se metió debajo de las mantas hasta que esta pareció una madriguera muy grande.

– ¿Cómo va eso? -Ella dijo dudando, en su voz considerablemente amortiguada por la colcha.

Él intentó desvestirse pero se encontró con que sus hombros temblaban de regocijo.

– Henry perfecto. Es perfecto.

– ¡Sólo avísame cuando termines! -Ella le anunció. Dunford rápidamente se despojó de su ropa y cogió su bata de dormir. Por un breve momento estaba totalmente y muy espléndidamente desnudo, y un temblor de emoción le atravesó de lado a lado a la vista del conglomerado grande en la cama. Él respiró profundamente y se puso encima la bata. No ahora, se dijo a sí mismo severamente. No ahora y no con esta chica. Ella merece algo mejor. Ella merece elegir.

Él amarró fuertemente la banda de su bata alrededor de su cintura. Probablemente debería haberse puesto su ropa interior pero la maldita silla iba ser lo suficientemente incómoda. Él sólo tenía que cerrar muy bien su bata para que no se abriera durante la noche. La pobre chica probablemente se desmayaría al ver a un hombre desnudo cuando se levantase. El señor sabe qué pasaría si ella se despertaba y lo veía desnudo en medio de la noche.

– Terminó todo, bribona, -le dijo-. Puedes salir ahora.

Henry asomó su cabeza de debajo de las cubiertas. Dunford había oscurecido las velas, pero la luz de la luna se filtraba a través. Las cortinas eran diáfanas, y ella podía ver su forma, muy grande, muy propia de los hombres totalmente masculinos como él. Ella contuvo el aliento. Lo miró detenida y largamente pero él no le sonrió. Si lo hiciese, ella se perdería. Débilmente se le ocurrió que probablemente no le podría ver sonreír en la oscuridad, pero esas sonrisas abiertas de él eran tan devastadoramente efectivas, estaba convencida que probablemente podría sentir la fuerzas de ellas a través de una pared de ladrillo.

Ella se reacomodó en contra de las almohadas y cerró sus ojos, intentando muy profundamente no pensar en él.

– Buenas Noches, Hen.

– Buenas noches, Dun.

Le oyó reírse al acortar su nombre. Simplemente no sonrías, rezó. Ella pensó que no lo había hecho; Estaba segura que habría oído su risa si sus labios se hubiesen extendido con esa sonrisa abierta, garbosa. Era seguro, sin embargo, ella abrió uno los ojos y lo miro con atención.

Por supuesto que ella no podría ver su expresión, pero fue una excusa maravillosa mirarle. Él se reacomodaba en esa silla… bien, estaba intentando reacomodarse al menos. Ella no había notado… lo incomoda que era. Él se movió, y luego se movió otra vez. Él había cambiando de posición dos docenas de veces antes que se aquietara finalmente. Henry se mordió los labios.

– ¿Estás cómodo? -Ella gritó.

– Oh, por supuesto.

Fue ese tono muy particular de voz que no tenia huella de comentario sarcástico sino más bien sugirió, que el orador se esforzaba realmente en convencer alguien de algo que obviamente no era cierto.

– Oh, -dijo Henry. ¿Qué se suponía que ella debía hacer? ¿Acusarlo de mentir? Clavó los ojos en el cielo raso durante treinta segundos y entonces se decidió… ¿por qué no?

– Mientes, -dijo.

Él suspiró.

– Sí.

Ella se puso derecha.

– Tal vez podríamos… Bien, algo… debemos hacer, debemos poder hacer algo.

– ¿Tienes algunas sugerencias? -Su tono fue muy seco.

– Bien, -ella se atolló-, no necesito todas estas mantas.

– El calor no es mi problema.

– Pero quizá podrías colocar una sobre el piso y fabricar un colchón provisional con ella.

– No te preocupes por eso, Henry. Estaré bien.

Otra declaración totalmente falsa.

– Sólo que no puedo yacer aquí y observar tu incomodidad, -dijo ella inquieta.

– Entonces cierra los ojos y duerme. No verás nada.

Henry se recostó y trató de permanecer en esa posición un minuto completo.

– No lo puedo hacer, -ella salió precipitadamente, irguiéndose de golpe otra vez-. No puedo hacerlo.

– No puedes hacer qué, ¿ Henry? -Él suspiró… un muy largo y sufrido suspiro.

– No puedo dormir aquí cuando tú estas tan incómodo.

– El único lugar que va a ser más confortable es la cama.

Hubo una pausa larguísima. Finalmente…

– Puedo hacerlo si tu lo puedes hacer.

Dunford decidió que tenían interpretaciones bastamente diferentes de esas palabras.

– Podemos compartir la cama, estaré lo más apartada posible en mi lado. -Ella comenzó a apartarse a toda prisa-. Voy estar lo más alejada.

En contra de todo juicio, él en realidad consideró la idea. Alzó su cabeza para observarla. Ella estaba ahora en el borde de la cama, sus piernas se caían por el lado.

– Tu puedes dormir en el otro lado, -ella decía-. Simplemente quédate en el borde.

– Henry…

– Si no estas dolorido ahora lo estarás mañana, -dijo ella la frase entera los mas rápido posible-. Pues en un momento seguramente recobraré mis sentidos y rescindiré la oferta.

Dunford miró el lugar vacío en la cama y luego a su cuerpo, lucía una enorme erección. Entonces miró a Henry. ¡No, no hagas eso! Su mirada rápidamente desviada de regreso al lugar vacío en la cama. Se vio a sí mismo, muy cómodo… tan confortable, de hecho, eso sólo podría ser posible para relajar su cuerpo bastante y calmarse.

Volvió la mirada hacia Henry. Él no había tenido la intención de hacerlo, no había querido hacerlo, pero sus ojos estaban de parte de seguir los dictámenes de una parte del cuerpo aparte de su mente. Ella se ponía derecha y era clavar los ojos en él. Su pelo grueso, café había sido movido hacia atrás en una trenza que sorprendentemente fue erótica. Sus ojos – pues bien, estaba demasiado oscuro para verlos, pero él podría jurar que podía verlos resplandecer como plata a la luz de la luna.

– No, -dijo roncamente-, la silla estará bien, gracias.

– Sé que estas incómodo, no creo que pueda dormirme si tú no lo puedes hacer-. Ella sonó notablemente como una damisela en suma necesidad.

Dunford se estremeció. Él nunca había podido resistir ha hacer de héroe. Lentamente él se puso de pie y caminó para el lado vacío de la cama.

¿Qué tan malo podría ser?

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